Desde siempre he tenido una rara afición al sexo, y no me refiero a las relaciones naturales entre hombre y mujer, sino a aquellas que se producen entre los miembros de una misma familia, sin salir de casa.
Como es sabido, son más frecuentes de lo que se cree y su carácter secreto hace que no sean conocidas fuera de la propia familia.
Por desgracia muchas de estas relaciones no son llevadas a cabo por voluntad de todos los participantes, a menudo prevalece el engaño, la fuerza, el miedo, la violación… y es repugnante que un padre abuse de su hija, un tío de su sobrina, y otros casos similares.
Mi afición es tan antigua como recuerdo desde que tuve uso de razón, dicen que, a partir de los siete años, y además fui iniciado prematuramente en el sexo por una joven sirvienta de la casa, que jugaba conmigo en la cama en las largas siestas del verano.
Se levantaba las faldas y hacía que me pusiera encima de ella para que le metiera mi colita en su raja.
No me dejó terminar nunca, supongo que, porque en su ignorancia temía quedar embarazada, y también creo que aquello me marcó, porque desde entonces siempre he sentido cierta frustración con las mujeres.
La chica me tenía a su capricho, cuando me entraban ganas de mear me llevaba al baño y me tocaba el miembro, me lo ponía tieso, me tiraba de la piel y me hacía daño, y ella se reía, y así me era imposible orinar. Si yo quería tocarla, buscando instintivamente su entrepierna, ella me rechazaba y me hacía rabiar.
Cuando fregaba el suelo, arrodillada, movía mucho el culo sabiendo que yo la estaba mirando, y por no mover el cubo de sitio se estiraba y me enseñaba por detrás los muslos desnudos hasta el comienzo de las bragas.
Pero en cuanto me acercaba a ella con el pene erecto en la mano, me echaba diciendo que le ensuciaba lo fregado. Tenía que esperar a la hora de la siesta y que estuviera caliente y con ganas de jugar.
Me pregunté por qué mi madre no me hacía lo mismo siendo tan agradables estos juegos, pero ya a mi corta edad sospechaba el feo concepto que tenía la gente sobre ello.
Deseaba mucho a mi madre y pensando en ella montaba mis enfermizas fantasías sexuales, y cuando descubrí accidentalmente la masturbación, me excitaba mucho sólo imaginando que me mostraba sus grandes tetas maternales y que me dejaba besarlas y chuparlas.
Todo esto se fue al traste el día que me puse enfermo con fiebre y ella trató de ponerme un termómetro en la ingle, como era lo usual. Me sorprendió con una inoportuna erección que me fue imposible disimular y al verme en ese estado me llamó guarro y que, de estar enfermo, nada. ¡Cómo me dolió esta reacción suya!.
Me admira el falso pudor de la época, lo pecaminoso que era todo lo relacionado con el sexo, lo cual no impedía que se tuvieran hijos a barullo.
La sirvienta me abrió los ojos y me fijaba mucho más en los detalles morbosos, por ejemplo, me fascinaba la costumbre de mi madre de levantarse las faldas por detrás cuando se sentaba en sillas, de forma que su trasero tocaba directamente el asiento y, si tenía ocasión, luego lo olía.
También descubrí que, con tanta ropa encima y con faldas tan largas, muchas mujeres prescindían de las bragas.
Me atraían los grandes paños que utilizaban para sus menstruaciones y el uso abusivo que se hacía de las irrigaciones con agua caliente y jabón en cuanto alguien de la familia tenía estreñimiento.
En las tardes de invierno, mi madre se reunía con sus hermanas en casa y tomaban unas tazas de manzanilla alrededor de una mesa redonda con faldones, en cuyo centro, abajo, brillaban las ascuas de un brasero.
Tenía por costumbre meterme por debajo de los faldones haciendo equilibrios para no quemarme y fisgoneaba entre las piernas abiertas de las mujeres, que me ignoraban debido a mi niñez.
No había demasiada variedad en cuanto a ropa interior, todas llevaban enaguas, unas medias o calcetines que a veces no pasaban de las rodillas y unas enormes bragas de color carne que parecían hechas con lona de lo recias que eran.
De las tres la mejor era mi tía la mayor, tenía los muslos más gordos y era la que abría más las piernas, en ocasiones no lograba ver el color de sus bragas, sólo la negrura del fondo, así que me excitaba mucho pensando que no llevaba.
También recuerdo el olor picante del brasero, que me hacía llorar, y al que le echaban multitud de hierbas, cascas de naranjas y otras porquerías, lo que no evitaba que percibiera otro olor más intenso, más íntimo, y es que las señoras no debían de lavarse los bajos muy a menudo.
Pasados los años, ya adulto, comenté con algunos amigos estas anécdotas infantiles y un amigo me contó, en una de esas noches de copas y de confidencias personales, que siendo un crío tenía por costumbre ir los domingos a casa de una tía suya, para recibir la habitual propina dominical de entonces.
Solía ir acompañado de un primo suyo, que también recibía la correspondiente propina, y los dos se quedaban un rato haciendo compañía a la señora.
La mujer era la clásica solterona que hay en todas las familias y vivía sola, no recibía demasiadas visitas, así que agradecía ver a sus sobrinos cada fin de semana. Según mi amigo debía andar por los treinta y tantos años, pero, sin ser atractiva, conservaba un buen aspecto.
Estando en su propia casa, los dos chicos veían natural que los recibiese sin arreglar y en bata, pero pasado el tiempo empezaron a darse cuenta de que a veces iba «demasiado ligera de ropa».
En efecto, su tía descuidaba con frecuencia la apertura accidental de la bata dejándoles ver sus piernas y en ocasiones, cuando se sentaba, mostraba el comienzo de sus tetas y gran parte de los muslos, como si se insinuase a ellos.
No me dijo cómo empezó todo exactamente pero el caso es que un domingo la propina fue acompañada de unos besos y unas caricias más íntimas de lo acostumbrado.
Su tía dejó que los sobrinos la tocaran y como debajo de la bata solo llevaba la ropa interior, no tenían impedimentos para hacerlo a gusto, sobre todo las tetas y entre los muslos.
Después de este primer domingo «diferente» se sucedieron otros y los dos primos tomaron por costumbre ir a casa de su tía para prodigarle caricias, además de recibir la propina.
De momento no pasaron de los tocamientos mutuos, su tía parecía contenta teniendo a sus dos sobrinos entusiasmados sobre ella, manoseándola por todos los lados, y la mujer no daba abasto con los dos pequeños penes erectos que sacaba de sus pantalones para frotarlos y chuparlos, a lo cual tomó gran afición.
Mi amigo tendría por entonces unos trece años, edad parecida a la de su primo, así que estaban en la época de los descubrimientos sexuales, y me dijo que su tía les hacía prometer a menudo que no iban a decir nada a nadie de lo que hacían juntos los domingos, ni siquiera a los amigos.
Por supuesto los dos primos se guardaron el secreto para ellos y cuando salían de casa de su tía, después de ser masturbados, comentaban entre ellos lo mucho que les gustaría acostarse de verdad con la mujer.
Una tarde acabaron en la cama, los tres desnudos, y la señora les mostró por fin su cuerpo sin ninguna ropa, con sus buenas tetas y el abundante matojo de pelo de su pubis.
Dejó que la montaran uno tras otro y los guió para que la penetrasen.
Mi amigo me dijo que estuvieron acostándose con su tía unos meses y que una vez se asustó mucho porque el pene le sangraba después de un coito y que realmente su tía no era una mujer normal, decía cosas muy raras, como de loca.
Hacían competiciones entre ellos a ver quién aguantaba más y la echaba más polvos en una sola tarde, pero creo que esto es una exageración suya.
Cuando los dos primos se hicieron mayores, aún comentaban cuando se veían aquellos domingos llenos de sexo familiar compartido con su tía. Cuando me contaba todo esto hacía ya años que no la veía y no sabía nada de ella.
Esta confidencia me animó para contarle que yo también había tenido una experiencia con una tía mía (reacción muy normal entre hombres cuando se trata de alardear sobre logros sexuales), pero que era pura anécdota en comparación con su excitante vivencia.
En mi caso fue una situación circunstancial que no se volvió a repetir. Por un motivo que no recuerdo tuvimos que hacer un largo viaje una tía mía (la hermana mayor de mi madre) y yo, los dos solos, y nos alojamos en una pensión para pasar la noche y recuerdo que era un lugar bastante cochambroso.
Yo no debía pasar de los doce años y mi tía me parecía una señora mayor y respetable, una cuarentona que por entonces era una vieja para mí, pero que con los años comprendí que estaba en su mejor momento.
Esta era la que más me enseñaba cuando, en mi infancia, me metía por debajo de la mesa donde estaban mi madre y sus hermanas para mirarles las piernas.
La habitación era cutre, escasos muebles, paredes sucias, y una sola cama que íbamos a compartir y que para acceder a ella había que escalar de lo alta que era.
Me puse el pijama y me acosté excitado por la novedad de pasar una noche con mi tía en un lugar tan extraño. La mujer apagó la luz para desvestirse y a pesar de sus precauciones mis ojos se acostumbraron pronto a la penumbra.
La vi deshacerse de su falda, mostrando unas piernas rotundas y unas bragas enormes, luego se desabrochó la blusa y haciéndome el dormido vislumbré un gran sujetador que se ajustó antes de ponerse un camisón tan largo que parecía una sábana.
Hay que ver cómo se graban en la memoria detalles que luego, con el tiempo, surgen de nuevo tan reales como si fueran escenas vividas ayer.
Mi tía se acostó a mi lado dándome la espalda, con ruido de muelles, manteniendo una distancia prudencial conmigo para evitar el contacto físico, pero luego, debido a la estrechez de la cama, pude sentir la tela de su camisón muy próxima a mí, de forma que no sabía dónde poner las manos sin tocarla.
Recuerdo que tratábamos de dormir, pero extrañábamos todo, la habitación, la cama, la inquietud de proseguir el viaje temprano al día siguiente, la mera circunstancia de estar compartiendo esos momentos tía y sobrino en condiciones especiales, pero, por otro lado, en mi caso, estaba muy excitado al sentir el cuerpo de la mujer tan cerca y me notaba el pene con una molesta erección.
Luego, durante minutos que parecían horas, escuchando sonidos en la oscuridad, nos fuimos apretujando un poco buscando el calor mutuo, no en vano era invierno y las mantas eran ligeras, y terminé por pegarme a mi tía, que aceptó el contacto físico, ¿qué malicia podía haber en un chiquillo que tenía frío?.
Sin embargo, mi pene tieso no me dejaba en paz y quería hacerse sitio entre las grandes nalgas de mi tía, y temí que ella se diera cuenta de mi excitación y notara la dureza del bulto, pero no hacía otra cosa que respirar rítmicamente y moverse de vez en cuando acomodándose al colchón.
Me empecé a frotar el pene dentro del pijama y luego lo saqué y lo apoyé contra la espalda de mi tía. Así estuve un rato quieto, el corazón latiéndome muy deprisa, y comencé a moverme muy despacio, descendiendo dentro de la cama, y mi tía parecía estar durmiendo porque no decía nada.
Luego no sé exactamente cómo pasó, pero la mujer se acomodó otra vez y sentí carne cálida, el camisón de mi tía se había subido y su culo estaba en contacto con mi tripa y mis muslos pegados a los suyos.
Ella no hizo nada, se dejó hacer, me acurruqué en la juntura de sus piernas, justo por debajo de sus enormes nalgas, y allí sentí un gran calor y el hormigueo de unos pelos.
Muy nervioso empujé el pene varias veces hacia arriba, parando en cada nuevo intento de avance, resbalaba por la piel caliente pero siempre topaba con alguna resistencia, hasta que noté que entraba por un lateral de las bragas y se deslizaba dentro de un lugar húmedo y abrasador.
Comprendí que mi tía no era ajena a mis maniobras porque tenía el culo demasiado levantado y temblaba (y no era de frío), y como seguía sin decir nada apreté un poco más por entre la maraña de pelos, y cuando creí que ya la había penetrado mucho, me corrí.
Me entró terror a que ella se diera cuenta de la descarga y me aparté asustado, tenía el pijama mojado, y me debí quedar dormido en seguida porque ya no recuerdo nada más.
A la mañana siguiente mi tía me trató como siempre, no hizo ningún comentario de la noche pasada, y nunca lo haría.
Sospecho que para ella no significó nada, que lo que para mí fue una experiencia inolvidable, para ella fue un juego de críos sin importancia, un sobrino calenturiento que se creyó un hombre y que se desahogó torpemente.
Ni siquiera estoy seguro de que llegara a penetrarla de verdad, pero el calor de su sexo, el cosquilleo de sus pelos y el olor particular de su cuerpo los tengo grabados en la memoria.