Sólo un cuento.
Dentro del viejo y desolado castillo, totalmente en penumbras, sólo una luz desgarraba la noche.
La torre más alta, aquella que se miraba al doblar el camino, parecía encandecer en la negrura que la rodeaba.
Dentro, los fulgores del caldero parecían estallar en humaredas azules, rojas y púrpuras.
Rayos de luz ambarina salían disparados contra el techo enmohecido y lleno de telarañas, y de pie, Melkiat con su voz profunda y ronca, recitaba antiguos conjuros, palabras secretas de ocultos significados, que en el orden preciso y en la hora correcta, podían otorgarle poderes insospechados.
Como si fuera una danza mil veces estudiada, arrojó en la burbujeante mezcla los insólitos y secretos ingredientes. Su rostro refulgió momentáneamente al estallar una brillante flama dorada, revelando los ojos hundidos y la recta nariz afilada.
Los labios llenos, demasiado sensuales para un hombre, estaban blancos y tensos, en una mueca horrible que transfiguraba su rostro.
Estaba totalmente desnudo, como uno de los tantos requisitos que debían cumplirse. Su cuerpo recio y fuerte mostraba señales de antiguas cicatrices. Completamente lampiño, su piel se iluminaba con los colores que emergían de la saturada mezcla.
De pronto el poderoso pecho azul cobalto, luego el abdomen bermellón, las macizas nalgas de un verde fosforescente y las robustas piernas ocultas en la penumbra. Su sexo era anormalmente grande.
Colgaba flácido pero contundente, como un trozo de carne que cobraba vida propia de repente. El punto álgido de aquellos arcanos ritos, tenía siempre un cariz sexual.
Melkiat sentía la sangre correr nueva y vigorosa por su miembro, que se elevaba en majestuosa erección al finalizar el encantamiento.
Después, como punto final, se ordeñaba a sí mismo, para obtener el último y vital ingrediente, su semen, y culminar la poderosa poción que necesitaba. En tan íntimo momento, solía pensar en alguien especial.
Cada año cambiaba el objeto de adoración, y esta vez, Angélica poblaba todos sus pensamientos. Tan sólo imaginar su pie desnudo era suficiente para hacer latir su corazón.
Su cabellera dorada, los labios rojos o la estrechez de su cintura. Cualquiera de las partes de su perfecta y armoniosa anatomía le servía, y la fórmula estalló en un arco iris completo al terminar su lenta y complicada preparación.
Exhausto, Melkiat se acercó a la ventana, abriéndola y dejando escapar los tóxicos vapores. A lo lejos, el pueblo dormitaba, ignorante de lo que acababa de suceder.
En una de esas pintorescas casitas, dormía Angélica, con los ojos sellados por sus espesas pestañas y su cuerpo envuelto en sábanas frescas, pensó Melkiat sintiendo renacer el deseo nuevamente.
Para distraerse, caminó hasta la mesa, donde ya la mezcla iba reduciéndose por sí sola hasta quedar únicamente el contenido rojo granate, del color de la sangre, en el fondo del cazo. Por fin, pensó Melkiat, por fin será mía.
El día siguiente amaneció soleado. Había llovido casi dos semanas seguidas, y el pueblo entero se alegró de poder reanudar las labores cotidianas.
Las pastoras a juntar sus rebaños para la ordeña, los leñadores a buscar madera seca para los panaderos, que ya encendían los hornos preparándose para volver al trabajo acostumbrado.
Angélica se sentía más feliz que todos ellos juntos. Sabía que su enamorado estaba esperando que el tiempo mejorase para venir a pedir su mano, y el día parecía perfecto. Se despertó temprano y corrió hasta el río, deseosa de darse un prolongado baño.
Apenas llego a la ribera, comenzó a desnudarse.
El apartado recodo era prácticamente invisible y sintiéndose segura se despojó de su ropa.
Los blancos e inmaculados senos, la espalda fina y de piel perfecta, las nalgas rotundas y suaves, las torneadas piernas y los tersos y firmes muslos.
Toda ella era perfecta, y desde lo alto de un árbol, Melkiat, un águila, la devoraba con los ojos.
No hay nada mejor que la vista de un águila, pensó al poder observar con fino detalle, como si la tuviera enfrente, el rubio mechón de vellos que coronaba su pubis virginal.
Atesoró la vista de sus pequeños pezones, apenas dos botones de rosa carmesí, que con el roce del agua fría comenzaron a erguirse como dos soldaditos. Su larga cabellera dorada flotaba en el río como algas marinas y Melkiat voló silencioso hasta la orilla opuesta. Un segundo después era un pez de piel plateada, y nadó presuroso hasta donde su amada se bañaba.
Por debajo del agua, la perspectiva era totalmente distinta. Las burbujas de aire se arremolinaban entre sus piernas ligeramente separadas, y en medio, la raja dividida de su sexo parecía bailar al compás de la corriente.
Angélica salió del agua entonces, y Melkiat nadó a la orilla rápidamente para no perderse ningún detalle. Poco después, era un conejo de largas orejas oteando el aire y mirando a la hermosa doncella.
Melkiat se hubiera pasado el día entero en su enamorada contemplación, pero el ruido de cascos de caballo le hizo agachar la cabeza y esconder las orejas.
Un caballero paseaba por el solitario camino. Angélica se cubrió detrás de unos matorrales, hasta verlo emerger por la vereda. El muchacho se apeó del caballo, y sólo entonces salió de su escondite la desnuda doncella para correr a su encuentro.
Melkiat, todavía conejo, se quedó tieso al ver que el joven la abrazaba para besarla entonces con apasionado furor. Su mundo entero se vino abajo. La frágil y virginal Angélica, se restregaba desnuda cual prostituta barata contra el cuerpo de aquel maldito bastardo.
El joven rodeó con sus manos la esbelta cintura mientras se prendía a los adorados labios, metiendo la lengua profundamente en la boca de la amada.
Las manos inquietas dibujaron todas sus curvas, tomando las nalgas con la familiaridad de un amante, amasando ansiosas los gloriosos globos de carne.
Los pechos de Angélica se aplastaban contra la ropa llena de polvo, y él la separó un poco para admirarlos. Ella respiraba agitada, los pechos erguidos y temblorosos, y suspiró de placer cuando él lamió el valle que los separaba y poco después las puntas erectas de sus pezones.
Ven – dijo seductora la hermosa arpía – refréscate un poco conmigo.
Lo jaló hacia el río. El muchacho comenzó a desnudarse, ayudado por ella.
El sucio jubón cayó al piso y con él los últimos restos de amor en el corazón de Melkiat, de nuevo águila y volando a la copa más cercana, desde donde lo vio terminar de desnudarse, orgulloso de la potente erección que mostraba a su amada como un trofeo.
Ella lo tomó por la punta del pene, y lo llevó hasta ella, a las azules aguas, donde Melkiat deseó que murieran ahogados.
Se besaron tiernamente, reanudando las caricias y los mimos. El la abrazaba, pegando su cuerpo al de ella, sobando sus nalgas y sus pechos, con el agua hasta la cintura. Jugaron como chiquillos, nadaban a ratos, pero siempre volvían el uno a los brazos del otro.
Frescos y cada vez más excitados, salieron chorreantes hasta la precaria seguridad que brindaban los matorrales. Nadie podría verlos, pensaban ellos, y Melkiat rumiaba desde arriba el odio que recién nacía en su emplumado pecho.
Boca arriba, Angélica abrió los brazos y las piernas. El joven cayó de rodillas frente a la seductora invitación de sus muslos separados. Les comió a besos toda la carne expuesta, ascendiendo por las laderas de su cadera hasta la parte interna de los blancos muslos.
Ella gemía quedamente, pero para Melkiat, ave de presa, sus quejidos de placer sonaban como retumbantes alaridos.
Deseó ser sordo para no escuchar el gozo de aquella puta perversa, pero no pudo quitar la vista de la lengua ascendente del muchacho que ya ganaba la húmeda cavidad de Angélica, lamiendo lentamente los labios de la vagina, expuestos como una fruta al sol.
Román – gemía ella con dulce voz – amado mío, te extrañé tanto.
Y él contestaba entre sus piernas cosas que ella ya no escuchaba y que Melkiat hubiera preferido no escuchar.
El clítoris era un botón púrpura perfectamente visible desde las alturas, al igual que los labios del joven que lo besaban y lamían con insistente afán. Entre las piernas del joven, la rígida verga asomaba insolente y Angélica pidió apasionadamente que la hiciera suya.
Complaciente, Román la acomodó justo en la entrada, allí donde los labios rosados y estrechos le esperaban, y la penetró suave y firmemente.
Para Melkiat el apasionado suspiro de placer fue una agonía difícil de soportar, y celoso voló hasta la pradera tratando de no escuchar. Allí, ahora lobo, aulló su dolor con desgarrados y feroces lamentos.
Los amantes lo escucharon, pero pensaron que jamás un lobo atacaría de día y el frenético movimiento de caderas continuó pendiente solamente del mutuo placer.
Román le mordía los pezones, sin dejar de empujar su verga con los bríos de un hombre joven y apasionado, mientras ella le arañaba la espalda y las nalgas, perfectas y curveadas, satisfecha de tener a aquel hermoso y viril joven encima.
Melkiat llegó silencioso, el hocico babeante y los feroces dientes descubiertos. Podía oler el aroma de sus sexos, dulce el de ella, más acre y ácido el de él. Odio ambos y decidió darles muerte. Se comería únicamente sus corazones, pensó, y dejaría el resto para las alimañas carroñeras.
La pareja estaba ya llegando al esperado clímax. Román gritó al momento de vaciarse dentro de su amada, y ella le acompañó con fuertes y espasmódicos temblores. Se besaban ya tiernamente cuando Melkiat se preparó a saltarles encima.
El ruido de varios caballos hizo abortar su plan. Melkiat se escabulló silencioso, maldiciendo en todos los idiomas conocidos, mientras Angélica se ocultaba y Román cubría su desnudez a toda prisa.
Era un grupo de cazadores, en pos de alguna presa y saludaron al joven rápidamente sin perder el trote. Angélica salió de su escondite en cuanto los vio desparecer, y junto con Román regreso al pueblo. Melkiat, ahora blanca paloma, voló a corta distancia observándolos con sus negros y redondos ojillos.
Ya en casa de Angélica, ratón de campo, comió un poco de queso fresco mientras veía a los familiares saludar con cariño al joven.
Los planes del casamiento llenaron a Melkiat de una rabiosa sed de venganza y sólo la dulce esperanza de una muerte lenta y agónica le hizo contener las ganas de destrozarlos a todos en ese mismo instante. Les vigiló por tres días, siguiendo los odiosos pormenores de los preparativos. La joven pareja jamás abandonó la aldea, y la oportunidad que Melkiat esperaba parecía que nunca iba a llegar. La noche previa al matrimonio, la oscura y huidiza suerte volvió a su lado.
Angélica y Román se escaparon, al cobijo de la noche, para un dulce adelanto de la luna de miel. Anduvieron cogidos de la mano por el camino que llevaba al viejo castillo. Sabían que no debían aproximarse demasiado, según advertían las viejas leyendas, y precavidos, buscaron un claro en el bosque para apagar el ardor que consumía sus jóvenes cuerpos.
Era el momento esperado por Melkiat, ahora una fina araña de largas y peludas patas. Apenas los vio besarse mordió el cuello de Román, y antes siquiera que Angélica lo notase, la mordió también. Cayeron ambos en profundo sueño, para despertar, una hora después en el lúgubre castillo, maniatados y confundidos.
¿Qué lugar es este? – preguntó Román tratando de atisbar en la oscuridad.
No lo sé – lloro Angélica muerta de terror – tengo mucho miedo.
Melkiat, una serpiente al pie de la escalera, les miraba silencioso. Aún no decidía a quien inyectar primero su venenosa ponzoña. Miró a Angélica, deseándola a pesar de todo, y decidió de pronto que sería un desperdicio darle muerte sin gozarla primero.
Tenía tanto derecho, si no es que más, que su apuesto novio, y entonces retomó su forma humana. Encendió las antorchas, llenando de luz la habitación para enfrentarse a la infortunada pareja de enamorados.
Boquiabiertos, Angélica y Román miraron al hombre desnudo que en medio de la habitación los miraba silencioso. Algo muy maligno parecía emanar de su poderosa figura.
Algo bestial y oscuro en su mirada de ojos amarillos, brutal en el andar felino con el que se acercaba a ellos, y algo primitivamente animal en aquel enorme falo colgando obscenamente entre sus piernas.
Aterrorizados le vieron acercarse. Angélica cerró los ojos ante su cercanía.
El olor de aquel ser era más animal que humano, y las enormes manos se acercaron lentas hasta las arreboladas mejillas, en una caricia leve y tímida que sólo logró que la muchacha gritara histérica y tratara de escapar a costa incluso de lastimarse.
De aquella forma, pensó Melkiat, sería imposible hacerla suya. Regresó a la oscura torre de los conjuros y volvió segundos después con un polvo que sopló sobre el rostro de la hermosa muchacha.
El cambio fue inmediato y espectacular. La chica dejó de retorcerse, y por unos momentos, sus ojos brillaron con una extraña luz.
¿Qué le has hecho, demonio? – gritó Román desde sus ataduras.
Melkiat podía haberlo ignorado, pero prefirió hacerle sufrir.
Solamente le he dado un poderoso afrodisíaco – explicó con aquella voz profunda y gutural – y ahora tú y yo veremos de lo que es capaz tu encantadora novia.
Mientras decía esto, soltaba las amarras de Angélica.
Corre – le apremio Román – escápate.
Ella no le hizo caso. Sus ojos miraban solamente la desnudez de Melkiat, y, sobre todo, su grueso y colgante pene. De rodillas, se acercó hasta él, tomándolo con una de sus manos.
Román trataba desesperado de soltarse, y dejó de luchar al ver a su amada meterse en la boca el blando y gordo pedazo de carne, que inmediatamente comenzó a crecer dentro de su boca.
Esta puta quiere verga – se burló Melkiat, dirigiéndose a Román – y la va a tener – sentenció.
Tomó a la muchacha y la puso de pie. Ella se dejó hacer sin oponer resistencia. Respiraba en jadeos, la mirada fija, alargando ya una mano para tocar de nuevo el objeto de su adoración, ahora poderosamente erguido. Melkiat comenzó a desnudarla, abriéndola como si fuera el envoltorio de un regalo, su ansiado regalo.
El vestido cayó al piso, y debajo, sólo una batita ligera cubría las redondeadas curvas de su cuerpo.
Melkiat se la sacó por la cabeza, descubriendo por fin todos sus tesoros. Sus manos grandes y calientes cubrieron sus pechos, y ella suspiró agitada con el contacto. Melkiat no quería ser demasiado cariñoso, y le apretó los pezones exigente. Ella se doblegó mansamente a su deseo, dejando que él hiciese lo que quisiese.
Melkiat se llevó a la boca las exquisitas puntas que coronaban los senos. Mordisqueó los pezones, tiernos y sensibles, y ella comenzó a apretar los muslos deseando que aquello continuara. El la acarició de pies a cabeza. La espalda fina y blanca, las nalgas exquisitamente moldeadas, las piernas largas y torneadas, y ascendió de nuevo, esta vez por el frente, hasta tener frente al rostro el vello rubio de su pubis.
Quieres que te coma el coño, ¿verdad? – preguntó con el rostro a escasos centímetros.
Ella no respondió, pero asintió vigorosamente con la cabeza, para contrariedad de Román que miraba la escena, excitado a pesar de no desearlo.
Pues ábrelo para mí – pidió Melkiat – y veré si se me antoja.
Ella abrió un poco las piernas y empujó las caderas hacia su rostro. Con manos temblorosas se abrió los labios de la vagina, mostrándose, ofreciéndose a Melkiat como si fueran un dulce, blanco y carmesí. Él se demoró su tiempo, dejándola suspirar cada vez más agitada.
Muéstrame dónde quieres que te lama primero – pidió él con aquella voz profunda.
Román miró a su novia señalar con un dedo el pequeño y rojo corazón que él ya conocía. La lengua de Melkiat, tan larga y tan diestra, concedió algunas caricias al lugar indicado. Angélica tembló de pies a cabeza. Tenía el sexo húmedo y congestionado. Melkiat lo lamió de arriba abajo, y con cada lengüetazo, la chica se ponía cada vez más loca.
Por favor – rogó – no aguanto más. Méteme algo, por favor, por favor.
Melkiat le acarició el velloso monte de venus, provocándola más todavía. Le sacudió los labios vaginales como si fueran un juguete, y desesperada, ella se restregó contra sus dedos. Él le metió uno lentamente, mientras ella se tallaba contra la enorme mano buscando algo de satisfacción, alcanzando de esa forma un rápido y fulminante orgasmo.
Esta tan caliente que se ha venido en mi mano – informó Melkiat a Román, dejando a Angélica todavía temblando de pie, desnuda y perdida en su placer.
Maldito demonio – contesto Román viéndolo acercarse – juro que te mataré.
Melkiat llegó hasta él y le acercó la mano, húmeda aun con los jugos de Angélica.
Para que recuerdes el dulce aroma de tu deliciosa puta – dijo llevándola hasta su nariz.
Aléjate de mí – escupió rabioso Román.
Tu enojo no logra encubrir tu goce – contestó Melkiat sobando de pronto la entrepierna de Román.
Bajo la ropa, el miembro del muchacho estaba duro como una roca. Para su vergüenza, Melkiat le bajó los pantalones, y la verga saltó turgente y tiesa.
Ven acá, Angélica – ordenó Melkiat y ella se acercó presurosa.
Le señaló la verga y ella rápidamente se hincó frente a Román y se la metió en la boca. El muchacho suspiró de placer, mientras ella lamía el glande y el tronco con frenéticos movimientos, tratando de tragarla completamente.
Melkiat desde atrás comenzó a acariciarle la raja de sus nalgas, y ella abrió las piernas diligente. Su vulva, rosada y húmeda, fue acariciada con dedos violentos e insistentes, que rápidamente la llevaron hasta la cúspide de otro orgasmo.
Apenas si hace falta tocarla para que explote – informó Melkiat a su maniatado novio, que a pesar de todo no perdía detalle de lo que Melkiat le hacía a su prometida.
Déjala en paz – pidió el muchacho ya sin mucha convicción, pendiente de la golosa boca que diestramente lo engullía.
Melkiat se acomodó tras Angélica con su enorme y goteante pene en la mano.
No le va a caber – dijo de pronto Román, preocupado por la suerte de ella.
Por supuesto que si – dijo confiado Melkiat.- Abre bien las piernas – ordenó y ella obedeció.
Con la enhiesta punta de la verga tanteó el lubricado orificio de su vagina.
Los labios se retrajeron, dilatando lo suficiente como para darle cabida al glande hinchado y caliente. Por unos instantes, ella dejó de mamar la verga de Román, expectante de lo que sucedía a sus espaldas. El empuje lento y sinuoso de la enorme verga fue seguido por la joven pareja en asombrado silencio.
El tronco duro y tenso terminó de entrar en su cuerpo, y el aullido de dolor y placer de Angélica retumbó en el salón al sentirse completamente llena de pronto.
Te lo dije – presumió triunfante Melkiat señalando su enorme falo completamente dentro del cuerpo de la chica, pero Román no contestó.
Angélica había reanudado la mamada, y Román sólo tenía ojos para aquellos labios rojos que se tragaban su excitada verga, para la fina espalda, arqueada y tensa ahora con el peso de aquellas enormes manos en la cintura, deteniéndola, sosteniéndola en aquella posición donde el maldito Melkiat la tenía, con las piernas abiertas y el coño lleno de verga.
El comenzó a moverse y ella también, acompasada con sus empujes violentos y firmes, entregada de lleno al enajenante choque de sus caderas, pendiente de todos sus movimientos, mojada, con el sexo abierto y palpitante, recibiendo sus encontronazos valientemente, provocándolos incluso, sorprendida de encontrar aquel extraño placer y sucumbir a él de aquella forma.
Los minutos pasaron sigilosos y ni Román ni Angélica lograron aguantar aquellas cimas de placer. Sus jóvenes cuerpos explotaron, y mientras ella bebía el chorreante esperma de Román alcanzo un nuevo y poderoso orgasmo que la hizo desmayar.
Melkiat le sacó la verga, aun dura y goteante. Todavía no se había venido y su deseo estaba lejos de estar saciado.
No te imaginas cuánto esperé este momento – le dijo a Román, que apenas se recuperaba de su orgasmo – aunque claro, no pensé que sería de esta forma.
¿Y qué esperabas? – preguntó rencoroso el otro.
Había soñado en ser el primero en gozar de su cuerpo virginal, pero te me adelantaste
Román sonrió como si hubiera ganado una pequeña victoria.
Ella jamás te habría amado – dijo Román desdeñoso.
Puede ser – aceptó Melkiat acariciando las hermosas nalgas de Angélica, todavía desmayada.
Román miraba fascinado aquellas manos que acariciaban los perfectos globos de carne, con una mezcla de envidia y deseo, preguntándose hasta cuando duraría aquel suplicio.
¿Te la cogiste por el culo alguna vez? – preguntó de pronto Melkiat.
Jamás – contestó ofendido Román – eso va en contra de la naturaleza – completó como si aquello fuera tan obvio que no necesitara mayor explicación.
Me alegra – dijo el otro satisfecho– porque todavía hay una parte virgen que puedo estrenar.
¡No! – gritó Román – entendiendo de pronto el alcance de su inocente confesión.
Melkiat tomó a la desmayada Angélica y la llevó hasta una mesa, donde la apoyó boca abajo. Sus nalgas quedaron a la altura y en la dirección correctas. Melkiat las acarició cariñosamente mientras a sus espaldas Román armaba tremendo alboroto tratando de liberarse.
Déjala, maldito engendro – gritaba colérico – no te atrevas a rebajarla de ese modo – advertía, ante la demoníaca sonrisa de Melkiat que ya le abría las nalgas a Angélica y atisbaba entre ellas buscándole el ojo del culo.
Con las nalgas abiertas, el pequeño y rosado esfínter quedó totalmente expuesto. La lengua de Melkiat lo lamió, humedeciéndolo y preparándolo para la penetración. Román seguía alborotado y gritaba tratando de despertar a su novia.
Creo que empiezo a cansarme de ti – dijo Melkiat acercándose rápido como una sombra.
Antes de que Román entendiera lo que sucedía, Melkiat lo llevó en volandas hasta la misma mesa donde descansaba Angélica. Allí le ató a las patas de la mesa, en la misma posición que a la chica y le sopló un poco de los mismos polvos frente a su nariz. Román sintió un calor que irradia por todo su cuerpo y una furiosa erección que le hizo desear tener alivio sexual inmediatamente.
¿Qué me has hecho? – preguntó el muchacho con el último toque de cordura que le quedaba, y Melkiat le arrancó los jirones de ropa que aun cubrían su cuerpo.
Desnudo, su pequeño y masculino trasero rivalizaba en hermosura junto al de su amada.
No es que pudieran compararse, pensó Melkiat acariciando las nalgas de Román, turgentes y duras, contra las suaves y blancas curvas de las de Angélica, pero salvando las obvias diferencias de los sexos, debo reconocer que ambos tienen unos culos perfectos y adorables.
Se turnó entonces entre ambos traseros para hacer las debidas comparaciones. Al abrir las nalgas del muchacho encontró un esfínter igual de apretado y liso. Lo lamió de la misma forma que había lamido el de la muchacha, dejándolo húmedo y caliente.
No te atrevas – dijo Román sintiendo las humillantes caricias sin poder hacer nada para evitarlas.
Melkiat se posicionó entonces tras Angélica, aun dormida y acomodó la punta de su verga contra el apretado ojete. Empujó y empujó, hasta sentir que la carne cedía aceptándole.
Ella despertó en un quejido y reculó sin saber que de esa forma únicamente conseguía enterrarse más aquel enorme pedazo de carne. El quejido de dolor pronto se convirtió en placer mientras la verga conquistaba su cálido interior.
¿Qué sientes? – preguntó Román a su lado, temeroso ya de imaginar que él sería el siguiente. Ella no contestó, los ojos cerrados y los sentidos puestos en aquella verga que le taladraba.
Ahora lo sabrás – contestó Melkiat por ella, sacándole el miembro y poniéndolo frente a las nalgas de Román.
El muchacho apretó el culo inmediatamente, logrando solamente que Melkiat suspirara de placer al tener que abrírselo por la fuerza. El quejido de él fue más largo y más lastimero.
Tal vez como hombre estaba menos acostumbrado a la sensación de que algo o alguien entrara en su cuerpo, y la idea de ser utilizado para aquel fin jamás se le había ocurrido.
Si no te resistes será más fácil – aconsejó de pronto Angélica a su lado, y él, aún digiriendo el paso de aquel armatoste por sus entrañas deseó que aquello fuera verdad.
Pronto la verga dentro de su culo dejó de ser su enemiga y al entenderlo, sus nalgas se aflojaron y su dolorido ano se distendió, permitiéndole sentir en vez de sufrir lo que aquel hombre le hacía. El vaivén continuó, y junto con él, maravillosas sensaciones que nunca antes había experimentado.
Melkiat le abandonó y saltó de nuevo al culo de Angélica.
El cambio para Melkiat fue imperceptible, pero para ella no. Al sentir su agujero lleno nuevamente, comenzó a acariciarse el sexo para completar el placer de tener aquella enorme verga en su culo. Sus gemidos eran tan fuertes que Román pensó que con él nunca había gozado de aquella manera.
El orgasmo la alcanzó por tercera vez aquella noche y la incansable verga buscó acomodo nuevamente en el culo de Román, esta vez ansioso ya de ser penetrado. La sensación fue totalmente diferente.
El muchacho le esperaba ya y las nalgas estaban listas para recibirle. Su ano estaba caliente y Melkiat se maravilló del cambio, gozando mientras se lo cogía con fuertes sacudidas, que aplastaban las jóvenes y masculinas nalgas contra su cuerpo.
Román pidió entonces que le desamarrara, y Melkiat lo hizo sin siquiera sacarle la verga del culo.
El muchacho comenzó a masturbarse entonces y rápidamente alcanzó el orgasmo. Melkiat estaba ya también próximo a venirse, pero no deseaba dejar su simiente dentro de Román, ni tampoco en el cuerpo de Angélica.
Les ordenó entonces arrollidarse frente a él, y ellos cogidos de la mano obedecieron. Con unos cuantos jalones, la enorme verga explotó frente a sus rostros, bañándoles de caliente y abundante semen.
Ellos comenzaron a besarse, mientras la pegajosa sustancia escurría entre sus frentes, goteando hasta sus labios unidos en ardoroso beso.
Así volvieron al pueblo, después de pasar al río a bañarse y antes de que la noche terminase. No contaron nada a nadie, y la boda se celebró tal y como lo habían planeado. Para los demás, ellos eran una joven pareja de recién casados, y pronto se integraron a las actividades normales de la vida cotidiana.
Tal vez nadie más lo notase, pero de vez en cuando, un águila sobrevolaba su casa, o un tejón irrumpía por la noche en su cocina, o un estornino gorjeaba frente a su ventana.
Cuando aquello pasaba, ellos solían esperar a que oscureciese para salir subrepticiamente del pueblo, cogidos de la mano para tomar el camino al viejo castillo, cuidándose mucho de no ser observados.
Volvían mucho después, siempre antes del amanecer, recién bañados, con los cuerpos exhaustos y una extraña sonrisa que solamente ellos sabían explicar.