La comunicación erótica, a veces, se sitúa en un contexto en que el lenguaje hablado no sirve como soporte. Hay ciertas circunstancias en que las personas tienen un inexplicable temor a las palabras, más que a los hechos, como si el nombrar las cosas fuese una falta inexcusable y no las acciones mismas que parecen surgir espontáneas puras y salvajes, en toda su inevitable intensidad sin estar encerradas en ese molde pecaminoso de las palabras que les dan nombre.

Era la media tarde cuando volvió del colegio. Era una tarde calurosa de modo que cuando entró en la casa, que era antigua, sintió agradable la temperatura interior, pues siendo la casa de grandes murallas gruesas de ladrillo conservaba en su interior un ambiente refrescante.

Había un silencio casi absoluto, roto solamente por el ruido de los automóviles que muy esporádicamente pasaban por esa calle en dirección al parque. Estaba terminando la primavera.

Caminó hasta su cuarto sin hacer ruidos, dejó sus libros sobre la mesa con la intención de hacer sus deberes en unas horas más, porque un sueño pesado le invadía, consecuencia, seguramente, del adormecedor ritmo de las clases en el colegio, por las cuales no tenía el menor interés.

Pensando que estaba solo, se tendió en la cama y casi de inmediato se quedó dormido.

Durmió profundamente unos treinta minutos, y luego decidió tomar una ducha para terminar drásticamente con el sopor que le invadía.

El pasillo que conducía al único cuarto de baño de la casa, era en realidad una larga galería a un costado de la cual se encontraban los cuartos y por el lado opuesto un inmenso ventanal continuo formado por una infinidad de vidrios rectangulares que permitían que la galería fuese inundada por la luz. A través de ellos sé tenía una visión completa del pequeño patio de unos quince por ocho metros. Unas matas de hortensia y algunas dalias le daban al pequeño espacio una nota alegre de colorido primaveral.

Había recorrido la mitad de la galería cuando al volver la mirada hacia el patio, la vio.

Estaba recostada sobre una amplia toalla amarilla con el torso moreno desnudo y parecía dormir, seguramente era así, porque de otro modo habría escuchado su llegada y le hubiese hablado como habitualmente lo hacía. 

Se detuvo sorprendido. Lo que estaba viendo no encajaba para nada con la percepción que tenia de ella. Era una mujer de 28 años morena de rostro agraciado y de figura casi desconocida para él, porque habitualmente vestía muy formal.

La mujer estaba como en actitud de dormir y otra toalla más pequeña cubría sus caderas, sus nalgas y parte de sus muslos bien torneados. Estaba boca abajo con una de sus mejillas apoyada sobre la toalla y la otra parte del rostro cubierta por su cabellera negra. Sus brazos reposaban relajadamente a ambos lados de su cuerpo.

El muchacho se detuvo impactado por una visión no imaginada y por un momento vaciló pensando que debía quizás volver hasta su cuarto, pero luego de unos segundos caminó unos pasos hacia una de las sillas que había allí en la galería y se sentó ocultando su cabeza tras el ancho borde inferior. 

Luego de un tiempo, que le pareció prudente, se asomó con timidez para mirar a la mujer que permanecía inmóvil recibiendo los rayos del sol que ahora ocasionaban ya la aparición de pequeñas gotas de sudor sobre su piel.

El muchacho reparó ahora en que la pequeña toalla parecía haberse deslizado un poco hacia abajo puesto que la curva de las caderas de la mujer se insinuaba por el borde superior. 

Estaba extasiado con la imagen cuando la mujer se movió y él se sumergió bajo la ventana alerta para escapar hacia el cuarto de baño que lo tenía ahí frente a él.

No tuvo ningún indicio en el sentido de que la mujer hubiese abandonado el jardín de modo que cuidadosamente se fue asomando por la ventana.

La mujer se había puesto de costado como para recibir la luz del sol en sus flancos y el muchacho reparó de inmediato en los dos gloriosos globos de sus pechos que ella lucia impúdicamente segura de su soledad. Reposaban el uno sobre el otro, pero a él, le era posible apreciar claramente su tamaño, su forma levemente alargada, unas aureolas oscuras circulares perfectas y los pezones dilatados y casi rojos perlados por unas gotas de sudor que brillaban bajo la intensa luz.

El muchacho cayó en cuenta que la mujer estaba despierta, lo que aumento su tensión, pero al mismo tiempo su decisión de no abandonar su privilegiado observatorio. No podía hacerlo, ahora que la mujer comenzaba a insinuar un movimiento giratorio para exponer su otro flanco a los rayos del sol. Al menos eso era lo que él pensaba, sin embargo la mujer interrumpió su movimiento a medio camino y volvió a quedar boca abajo y cuando el muchacho lamentaba la perdida de la visión de los pechos, ella retiró violentamente la pequeña toalla que cubría sus nalgas y quedó completamente desnuda ante sus ojos.

El muchacho supo entonces que la mujer tenía un culo perfecto, moreno, de curvas suaves y de un tamaño tan equilibrado, que sus nalgas dejaban en su centro una hendidura que le pareció deliciosa y a la distancia creía percibir en ella una suavidad enloquecedora.

Era la primera mujer desnuda que él veía y no lograba comprender como era posible que ella caminara todos los días a su alrededor con esa anatomía diabólica por lo perturbadora, sin que él hubiese podido nunca ni siquiera imaginar lo que en ese momento estaba viendo. 

Sin embargo lo que al muchacho más le impresionaba y lo tenía clavado en su silla, era el hecho de tenerla allí a la disposición de su mirada cáustica, escudriñando todo su relieve en medio de la soledad de esa tarde cálida, sin que nadie pudiera importunarlo en su perversa observación.

Tan fuerte era la impresión que embargaba al muchacho que no advirtió que la mujer había vuelto a moverse y cuando quiso esconderse bajo el borde de la galería ya era tarde y ella estaba ahora sobre la toalla, luciendo sus pechos gloriosos y en su frontal desnudez. Así el muchacho pudo observar nítidamente sus caderas perfectas y el triángulo negro en el vértice de su vientre poblado de vellos ensortijados. Su mirada devoró entonces aquella imagen ardiente en todo su esplendor recorriéndola en forma ascendente desde el centro de su vientre, deslizándose por la curva de sus caderas, saltando extasiado de un pecho al otro y fue al final de ese ardiente recorrido cuando se encontró con los ojos negros brillantes de la mujer exageradamente abiertos que lo miraban fijamente.

El muchacho se quedó congelado a ese lado de la ventana como si la mirada de la mujer tuviese el poder de detener el tiempo, pero para ella no se había detenido, de modo que sin apartar la vista de los ojos del muchacho acarició despreocupadamente sus pechos haciéndolos oscilar hacia arriba y abajo y luego de acariciar su sexo con lentos y tiernos movimientos de ambas manos, se envolvió en la toalla amarilla y entró en la casa.

Recién en ese momento pudo el muchacho desclavarse de la silla y dar los cuatro pasos que le dejaron dentro del cuarto de baño respirando en forma acelerada, y percibiendo su corazón golpeando rítmicamente y con fuerza su pecho, levantando levemente su tenue camisa.

Largo rato después se encaminó hasta su cuarto siempre con el temor de encontrase con la mujer, objeto de su furtiva observación, y se tendió en su lecho para sumergirse en la lectura de una olvidada revista. Pero esto no era sino una burda forma de auto engaño porque le era imposible leer. 

Su mente estaba absolutamente ocupada por la visión de la tarde y la imagen de la mujer se le había impreso en la mente con tal fuerza que le era imposible pensar en otra cosa.

La verdad era que no se atrevía a salir de su cuarto por temor de encontrarse con su hermana. Estaba seguro que ella lo había visto observándola. No podía sacar de su mente la visión de sus dos grandes ojos negros fijos a la distancia en los suyos, mientras él permanecía con la vista clavada en su cuerpo desnudo extendido sobre la toalla amarilla.

Seguramente lo enfrentaría y él no podría negarlo. No tendría que explicación darle, porque no existía ninguna y por lo demás él pensaba ahora que no había ninguna explicación porque si ella lo vio, tampoco hizo en ese momento, ningún esfuerzo por dejar de ser observada. No obstante cuando dos horas más tarde ella lo llamo para cenar, caminó hacia el comedor invadido por una angustia desconocida en la cual se mezclaban sus temores por una reprimenda con el intenso deseo de verla.

Sí, porque paulatinamente se había apoderado de él un deseo creciente de volver a verla, aunque fuese vestida, pero verla así en la realidad y poder desprenderse en parte de la imagen desnuda que lo perseguía.

La mujer estaba allí como siempre, y se movía con tal naturalidad que de pronto llego a pensar que todo habría sido quizás una especie de espejismo sacado desde su imaginación. Ella nada dijo nada preguntó ni nada insinuó como si la mujer desnuda de la tarde hubiese sido en realidad su doble. 

Imposible fue para el muchacho poder imaginar bajo esas ropas sobrias recatadas y grises nada de lo que le había perturbado tan solo hacía unas tres o cuatro horas, de modo que el optó por comportarse también en forma habitual como si nada hubiese sucedido.

La mañana del día siguiente se le tornó eterna, sobre todo porque casi no escuchó lo que sucedía en la sala de clases. Él era alguien para quien lo único importante era que el tiempo transcurriera lo más rápido posible para poder regresar a la casa e instalarse en el ventanal de la galería a disfrutar la acariciada imagen del cuerpo desnudo de la mujer.

Entró a la casa sigilosamente y se encaminó hacia la ventana- La toalla amarilla estaba cuidadosamente extendida sobre el césped pero nadie reposaba sobre ella.

De inmediato pensó que la mujer aún no había decidido acudir a su cita con el sol pero que sin duda en unos minutos lo haría por cuanto la tarde era muy calurosa. 

Esperó unos minutos en el interior de su cuarto, atento para oír los pasos de su hermana, pero no logró escuchar nada, de modo que al fin se decidió a cerciorarse de que la mujer estaba en la casa. Recorrió el largo pasillo y atisbó en cada cuarto con pasos lentos, sintiéndose a veces como un ladrón en busca de algo valioso, hasta llegar al cuarto de la mujer. 

Sentía que el sudor empapaba su camisa cuando entreabrió la puerta para mirar en su interior. Percibió un aroma conocido y supo de inmediato que era el perfume que emanaba de ella las pocas veces que lo había abrazado, porque era muy poco efusiva. Ese aroma parecía llenar todo el cuarto. Entró de lleno, miró hacia todos lados, como esperando que de pronto ella le hablara o apareciera desde algún lado, pero nada sucedió y entonces comenzó a relajarse. Era evidente que la mujer no estaba, que había salido, que esa tarde ya no la vería. 

Estaba de pie frente a la mesa llena de frascos de cosméticos, perfumes y pequeñas toallas de papel, una lámpara y algunas fotografías. Era sin duda el cuarto de una mujer. De esa mujer que de un modo nuevo, él ahora conocía tan bien. Reparó entonces en la amplia cama pulcramente extendida, quiso adivinar como su cuerpo reposaba allí cada noche, desnudo bajo esas sabanas y la imaginación se le disgregaba peligrosamente cuando reparó en la pequeña ropa sobre la cama. 

El sujetador estaba cuidadosamente extendido casi sobre la almohada, pero los calzones estaban como tirados al azar, como si hubiesen quedado allí olvidados.

El muchacho sintió el impacto de esta visión de un modo intenso Era como si esas prendas le indicasen que la ausencia del cuerpo era casi tan excitante como su presencia. Tener esas prendas allí a su alcance era como tener el espacio mismo que el cuerpo de su hermana podía invadir cada día con su perturbadora presencia carnal.

Se sentó al borde de la cama cogió el pequeño calzón entre sus manos y le pareció percibir en él una tibieza reciente. Recogió entre sus dedos la textura de la tela fina y lentamente la llevó hasta su rostro para que sus mejillas apreciaran esa suavidad y así pudo percibir también el aroma íntimo que en ese momento lo penetraba hasta lo más profundo de su sensibilidad.

Aspiró varias veces a través de la tela sintiéndose embriagado de una extraña manera, como si estuviese en realidad en contacto con la piel de la mujer ausente, cerró los ojos para compenetrarse más íntimamente de la presencia de la mujer en esa prenda y sintió como su cuerpo entero de macho respondía a ese estimulo poderoso y embriagador y cuando volvió a abrir los ojos vio a la mujer, que dé pie en la entrada del cuarto, hacia minutos que lo observaba.

Con los calzones en la mano y el cuerpo encendido, no supo que hacer y no se habría movido de esa posición, si ella no hubiese, con una naturalidad pasmosa, tomado la prenda en sus manos para ocultarla bajo la almohada junto al sujetador. Él podría asegurar que le sonreía con ternura cuando turbado hasta sus raíces abandonó su cuarto.

El muchacho se despertó en medio de la noche. Sabía que era muy tarde porque todas las luces de la casa estaban apagadas y un silencio denso llenaba el ambiente. Ahora se sentía drásticamente despierto y su mente aparecía iluminada como un escenario sobre el cual se proyectaban en forma loca las candentes imágenes que había almacenado durante los dos últimos días. 

Ahora comenzaba a ver con claridad el significado de los silencios, las miradas, las sonrisas, los movimientos y esa tierna aceptación con que ambos habían enfrentado situaciones que en otro contexto podrían haber sido violentamente cuestionadas. No quiso o no pudo ahondar en el análisis que estaba haciendo del vivido o ya era quizás demasiado tarde, porque ahora estaba caminando por el pasillo y se detenía casi temblando en la puerta del cuarto de la mujer.

Escuchó unos segundos y creyó oír el acompasado ritmo de la respiración de la mujer y entonces se sintió cayendo en el vacío en el momento en que abría la puerta y entraba completamente desnudo en el cuarto con los ojos cerrados.

Supo que no se había muerto cuando al abrir los ojos la vio tan despierta como el, desnuda sobre cama sonriéndole y en la misma posición en que la viera por última vez sobre la toalla amarilla.