Más de Adriana

Hola de nuevo. Soy Adriana, tengo 44 años y tal vez algunos hayan leído un relato anterior mío en el cual les contaba que hace unos meses estoy saliendo con Gabriel, un chico de 26 hijo de un matrimonio amigo. Pues bien, en esa ocasión les comentaba que me he enamorado sin remedio de él, y me temo que se está aprovechando de esa situación. Al principio me concentré en darle todo de mí, y en cumplir todas sus fantasías pues pensé que de esa manera me garantizaba tenerlo a mi lado. La cuestión es que Gabriel me pedía cada vez más y más, y yo terminé cediendo. No sean duros conmigo al juzgarme. Soy una mujer ya con algunos años y a punto de entrar al otoño de mi vida me he encontrado con este chico que me ha devuelto la pasión que creía pérdida. Y puedo asegurarles que pasión es ahora lo que me sobra.

Pues bien, al cabo de una noche romántica y mágica que pasamos juntos, Gabriel me dijo que su mayor anhelo era que otra mujer compartiera nuestra cama. Me explicó, para tranquilizarme, que no era un problema conmigo, es decir, que yo llenaba todas sus aspiraciones pero esa fantasía la tienen todos los hombres y él no era la excepción. Yo estaba llena de dudas pero mi amante sólo sabe de hechos concretos. Debe ser, supongo, por su edad, su juventud, su espíritu avasallante.

Unos pocos días después me anunció: -Esta noche conoceremos a otra chica. Lo mejor será que te vistas como para la ocasión. Ah, y nada de ropa interior, sabes que eso me excita mucho -me dijo con un guiño cómplice.

Pasé el día muy nervioso esperando que llegara la noche. Yo seguía llena de dudas e inseguridad, jamás había hecho algo así. Pero por Gabriel era capaz de cualquier cosa. Tomé un largo baño, luego me puse un vestido rojo, bastante escotado (si me agachaba un poco podía verse casi por completo el globo de mis pechos), largo hasta la mitad de mis muslos, me maquillé y me peiné. Y nada de ropa interior, como él lo había pedido. El roce de la tela sobre mi piel sin bragas ni sostén aumentaba mi inquietud, aunque estaba sola en casa me parecía que todo el mundo me estaba viendo desnuda. No sé por qué pero no podía evitar que mis pezones estuvieran endurecidos y se marcaran bajo el vestido.

Gabriel llegó cerca de la medianoche. Me dio un beso profundo y me dijo que estaba bellísima, lo cual me devolvió la confianza. Claro que no llegó solo. Lo acompañaba una chica llamada Anabel. Quedé impactada al verla. Era muy jovencita (luego supe que tenía 22 años, justo la mitad de los míos) y vestía de manera extremadamente provocativa. Una falda muy muy corta y un top que marcaba sus pechos grandes y duros. Llevaba el pelo corto y rojizo.

-Estoy seguro de que se llevarán muy bien las dos -dijo Gabriel mientras servía unas copas.

Nos sentamos los tres en un amplio sillón, nosotras a los lados y mi amante en el medio. Anabel sólo sonreía y hablaba poco. No tardé nada en descubrir que no era la primera vez que hacía algo así; es más, creo que era una profesional del sexo.

Fue ella la que comenzó a besar profundamente a Gabriel y a acariciarle el cuerpo por encima de la ropa, deteniéndose en especial sobre su bragueta. Al mismo tiempo, daba suspiros cortitos y respiraba fuerte por la nariz. Yo estaba paralizada, no sabía qué hacer.

-Vamos a quitarnos la ropa -dijo él poniéndose de pie- Adriana, Anabel, desvístanse entre ustedes.

La chica no perdió tiempo. Me subió el vestido por los hombros y me dejó desnuda en un segundo. Era mi turno. Le quité el top y luego la micro falda, dejando a la vista un cuerpo espectacular. Debo decir que para mi edad no estoy nada mal, pero no podía competir con la juventud de aquella chica. Pensé que la única manera de superarla (las mujeres siempre estamos compitiendo) era ser mejor que ella en la cama.

Gabriel ya estaba desnudo también y seguía de pie. Tenía una formidable erección. Estaba orgulloso de su pene, siempre lo daba a entender. Manoseándolo delante de nosotras, nos dijo:

-Chicas, aquí empieza mi sueño. Quiero ver cómo se disputan esta hermosa verga, arrodilladas delante de mí.

Anabel no tardó nada en hacerle caso. Se puso de rodillas y comenzó a lamer y mamar con ganas. Yo también me sentía en un sueño, no podía creer lo que estaba haciendo pero allí estaba, de rodillas, como una grandísima puta, disputándome con desesperación la verga de un hombre con otra mujer. Ella, como si nada, peleaba por esa verga con toda su lengua pero al mismo tiempo me rodeaba con un brazo por la cintura.

Chupamos y lamimos como dos poseídas. Gabriel gemía y gritaba de placer. Anabel tomó la verga con una mano y me la ofreció. Sin pensarlo, me la comí. Si leyeron mi anterior relato (en la sección Maduras) sabrán que mamar me gusta y sé hacerlo bien, por lo que se renovó la confianza en mí misma. Me sorprendió que la chica abandonara tan pronto la parte oral, pero en seguida comprendí por qué: fue cuando sentí que me mordía un pezón.

En efecto, Anabel se dedicó a comerme las tetas con la sabiduría de una experta. Ningún hombre me lo había hecho antes con tanta pasión y suavidad a la vez. Ahora era yo la que gemía con fuerzas, sin permitir que mi boca abandonara la verga de Gabriel. Los dientes de esa chica mordiéndome me excitaron terriblemente y estuve a punto de pedirle más y más. Hubiera querido que nunca se detuviera.

De pronto Anabel interrumpió mi mamada y me dio un beso largo y profundo en la boca obligándome, con su mano sobre mi nuca, a que apretara mis labios contra los suyos. Yo estaba tan desconcertada como excitada, sentía su lengua pequeña y ágil dentro de mi boca, invadiéndome, mientras su otra mano retorcía mis pezones hasta el límite entre el dolor y el placer. Gabriel deliraba.

-Así, así mis putitas, así las quiero ver -repetía – ardiendo por la verga de su macho.

Volvimos a disputarnos su miembro después de que él lo agitara para golpearnos el rostro con la dureza de su rabo. Yo mamaba la cabecita y ella recorría todo el tronco a lo largo con su lengua, hasta llegar a los huevos. Después volvió a tomarla toda para ella sola. Tragó, tragó, tragó, tragó, hasta que su nariz quedó apoyada contra el vientre de Gabriel. Toda la verga estaba en su boca, debía llegarle hasta más allá de la garganta. Se fue retirando de a poco, expulsándola de su boca (parecía interminablemente larga) dejándola cubierta por su saliva. Al final, unos hilos de baba unían la cabeza con sus labios.

La frotó un poco, masturbando a mi amante, y me la ofreció. Nunca me he tragado una verga por completo, sé que con algo de práctica se puede hacer, pero no era ese el momento de intentarlo. Anabel tomaba ventaja.

-Las quiero a las dos en cuatro -ordenó Gabriel.

Nos pusimos como indicaba, con los brazos apoyados sobre el sillón y las rodillas en el suelo. Él inspeccionó un poco nuestros traseros (fue algo humillante, pero yo estaba dispuesta a cruzar todos los límites) y anunció que empezaría por el de Anabel.

-Chúpale el culo, prepárala para mí -me dijo. Y agregó, al verme vacilar: Vamos, sin remilgos. Métele la lengua.

-Hazlo, te gustará -me alentó Anabel con una sonrisa caliente y mirada angelical.

Y sí, lo hice. Tenía el agujerito pequeño y con gusto a piel, nada en particular. Ella pareció disfrutarlo mucho, a juzgar por sus gemidos. Cuando estuvo bien mojada Gabriel se colocó tras ella, apuntó con la cabeza de su verga hacia ese ano que me parecía diminuto y comenzó a empujar. Creí que iba a desgarrarla pero por el contrario el agujerito de Anabel se dilató suavemente y todo el tronco de mi amante se perdió dentro de ella. Los dos gritaban de placer.

-Ahh eres tan estrecha que me haces doler la verga – decía él. Ella se mordía los labios, entrecerraba los ojos y clavaba sus uñas en los almohadones del sillón. Gabriel la bombeó largo rato. Su estaca entraba y salía por completo, se deslizaba sin dificultad hasta las profundidades de Anabel. Cuando la metía hasta el fondo, cuando sus huevos hacían tope contra las nalgas, ella se quejaba un poco.

No podía creerlo. Ante mis ojos, esa chica estaba siendo poseía por detrás, sodomizada intensamente, y nada menos que por mi amante. Ingenuamente se me ocurrió preguntarle:

-¿Acaso no te duele?.

Ella volvió a su sonrisa angelical y perversa.

-Sí, pero me gusta sentir este dolor. Anda, acaríciame el clítoris.

Metí mi mano entre sus piernas (recuerden que estábamos en cuatro las dos) y me topé con un clítoris hinchado, redondo y muy húmedo. Ella se estremeció cuando lo hice rodar entre mis dedos.

En eso Gabriel sacó toda la verga afuera y me dijo:

-Mira, mira cómo le queda abierto el agujero. Adoro esta visión.

Era cierto. Me impresionó un poco, nunca había visto algo así, el estrago que causaba un pene duro dentro de un trasero. Una pelota de golf habría entrado perfectamente en ese agujerito redondo en que se había convertido el ano de la chica. Me costaba aceptar que ese trasero pequeñito pudiera comerse una verga entera y abrirse de tal manera. Y me estremecí al pensar cuántas veces mi culo habrá quedado en esas condiciones. Justo en ese momento Gabriel agregó:

-Ahora te lo abriré así a ti.

No tuve tiempo de decir nada. Anabel metió su lengua en mi trasero para lubricarme, me dilató un poco con un dedo y enseguida sentí que Gabriel me apoyaba la cabeza caliente, dura, enrojecida de su verga justo en la entrada. Apoyé mi rostro contra la alfombra, quebré mi cintura y levanté las nalgas, sé que a él le gusta que lo reciba en esa posición. Pronto empezaría el ardor que siento cada vez que me hace el culo.

Los hombres no tienen idea de lo que significa sentir una verga dentro del culo. Y creo que deberían tener más consideración con las mujeres que aceptamos practicar el sexo anal. Nos dicen sexo débil, pero hay que soportar una penetración de esa clase. Y en la mayoría de los casos, él obtiene más placer que nosotras. No crean todo lo que se ve en las películas, esas chicas son profesionales. Una mujer común y corriente siente dolor la mayoría de las veces. Gabriel hundió la punta de su verga en mi ano y se me escapó un quejido. Anabel me frotaba el clítoris y eso hacía el dolor más tolerable. También le lamía el pedazo de tronco que aún no había entrado en mí. Los tres gemíamos como desesperados. Me sentía extraña, ahora era yo la que estaba siendo sodomizada delante de los ojos de una desconocida que metía y sacaba dos de sus finos dedos de mi concha. Gabriel no me la pudo meter hasta el fondo, por más que empujó no entraba más, y mis gritos de dolor se debían escuchar ya por todas partes. De todos modos él se quedó conforme, y le mostró orgulloso a Anabel mi agujero abierto.

-Te ves preciosa -me susurró ella. Yo seguía con el rostro contra la alfombra. Había lágrimas en mis ojos.

-Date vuelta. Te quiero boca arriba y bien abierta de piernas -me ordenó mi amante.

Cuando hice lo que me pedía, la chica se sentó en mi cara y apoyó su raja húmeda contra mi boca. Con su mano guio la verga de Gabriel hacia mi concha. Él se empezó a mover en forma salvaje. Anabel gemía y ambos se besaban. Formábamos un triángulo del cual yo era la base. Ella me frotaba el clítoris y le acariciaba el tronco, mientras dejaba sus líquidos en mi boca. Él le apretaba los pezones sin dejar de moverse para cogerme. Se estaba por venir dentro de mí.

-Vas a dejarme preñada -protesté. Él sabe que no puedo tomar pastillas y que no tengo colocado el DIU.

-Y cuál es el problema? -preguntó él- No sabes qué gusto me dará metértela cuando tengas la panza bien redonda y grande. Hasta me gustaría preñarlas a las dos a la vez, si pudiera.

Finalmente lo hizo. Me llenó la concha con su leche. Los tres quedamos tirados en la alfombra, agotados. Me temblaba todo el cuerpo y sentía el líquido de mi amante agitándose dentro de mí y escurriendo un poco hacia mis muslos. Gabriel se incorporó.

-Voy por un trago. ¿Sabes una cosa? La próxima seremos un amigo, tú y yo. Y si quedas preñada no sabrás cuál de los dos ha sido.

-Cómo te envidio, lo pasarás genial -me dijo Anabel.

-¿Tú lo has hecho con dos hombres a la vez? -le pregunté asombrada.

-Con dos y con tres. Cuando sientas dos vergas dentro tuyo, una por atrás y la otra por delante, rozándose una contra la otra, ya no querrás saber de otra cosa. Suspiré. El semen de mi amante me seguía escurriendo de la concha hacia los muslos. Con la yema de los dedos me toqué el agujerito del ano: aún estaba dilatado y me ardía. No sabía qué pensar pero una cosa era segura: mis aventuras con Gabriel no habían terminado.