Se suponía que yo no era así

La verdad es que me aproveché de él.

A veces he llegado a pensar que lo que hice fue violarlo, pobrecillo, tan buena persona, pero no vale de nada mirar atrás.

Además, puedo jurar que no fue algo premeditado. Se presentó la ocasión y me dejé llevar por ella; nada más. Y bastante me ha costado superarlo…

Mi abuelo paterno era italiano, y de él proviene mi apellido: Lamberti; mi madre, en cambio, es gallega (española, para ser más exactos, creo que de Asturias) pero sólo vivió en España dos o tres años, hasta que su familia vino a la Argentina huyendo de la Guerra Civil del 36.

Mi papá falleció cuando yo tenía trece años, y quizá por eso mi madre se unió mucho a mí; supongo que también influiría el hecho de que yo soy la menor de sus hijos, y la única mujer.

Quizá también por eso pasé una adolescencia y primera juventud muy pegada a sus faldas, cosa que ella parecía reclamar con su tendencia a la sobreprotección.

No obstante no me molestaba, y veía en ella la mejor de las amigas y a la más sabia de las consejeras.

Todas mis confidencias se las hacía a ella en primer lugar. Recuerdo, estando en la universidad, la primera vez que fui invitada a un baile por un muchacho.

Guardo memoria más entrañable de la ropa que compré para la ocasión en compañía de mamá, o de las horas que luego pasamos las dos juntas comentando las mil pequeñas contingencias de la fiesta, que del baile propiamente.

Sin embargo, si hay algo que aprendí en aquella ocasión, es que la vida no es como yo pensaba hasta ese momento.

El muchacho con el que bailé me gustaba, pero me defraudó el modo tan burdo con que me trató.

Allí me di cuenta de que en este mundo profundamente erotizado una mujer es poco más que un cuerpo; y ni siquiera un cuerpo completo, sino sólo algunas partes muy concretas de su anatomía.

Aunque el muchacho se disculpó diciendo que de tan linda como era le había hecho perderla cabeza, decidí no volver a salir con él.

Luego, algunas compañeras de clase me explicaron que varios chicos tenían hecha apuesta de llevarme a la cama, y me sentí tan mal que me cambié de universidad.

Fue en esta universidad en la que tuve mi primer amor, o quizá debiera decir mis primeras relaciones sexuales, porque mi presunto enamorado se fue un buen día sin decir adiós, llevándose el regalo de mi virginidad.

Esto no tuve ánimo de comentarlo con mamá, pero se me quedó clavado en el alma hasta el punto de sentir una cierta aversión por los hombres en general.

Pero la vida es la vida, y después de licenciarme me hice un novio.

Era tres años mayor que yo, de familia adinerada, y todo prometía un matrimonio feliz.

En parte por que me gustaba, y en parte por la ilusión que tenía mamá en ver casada y con retoños su hija querida, traté de ser muy complaciente con mi novio (Walter se llamaba). Aquí se produjo mi segunda etapa de contactos con el sexo.

No me atreví a negarme a sus requerimientos por miedo a perderlo a él y causar pesar a mamá, así que comenzamos a vernos en una de las casas que tenía su familia en Buenos Aires.

Las dos o tres primeras veces me gustó.

Me hacía el amor con cierta violencia pero me respetaba como persona. Luego no sé lo que ocurrió pero empezó a pedirme cosas extravagantes.

«Usá esta ropa interior», «el próximo día ven si brasiere», «depílate la chucha», en fin, cosas desagradables y absurdas que no me atrevía a contravenir.

Aún recuerdo el día en que comenzó mi infierno. Estaba en una casa de campo de su familia.

Hacía calor y nos bañábamos en la piscina él, yo y varios primos y primas suyos de entre 18 y 25 años.

Yo llevaba un bikini demasiado atrevido para mi gusto (tenía poco tiempo usando bikini porque mamá siempre ha dicho que el bikini es provocativo y poco elegante).

Era un bikini minúsculo, de ésos que se fijan con lazos en las ingles y por el cuello y la espalda.

Estaba recién depilada, así que no había peligro de que asomase nada de vello por entre las costuras de la pantaleta (braguita lo llama mi madre), pero se trataba de una pieza de tela tan exigua que yo me sentía muy incómoda; casi como si estuviese desnuda.

Y también los pechos parecían desbordarse de los triangulitos de tela que trataban de sujetarlos.

Decidí meterme a la piscina cuanto antes, más que todo para evitar las miradas impertinentes de los primos de Walter, así que me dirigí a una de las escalerillas y comencé a bajarla lentamente, pero cuando sólo había introducido hasta la mitad del muslo desistí.

¡El agua estaba helada! Me salí para recuperar el aliento, pero descubrí con horror en uno de los espejos que había por allí que en cada pecho, por debajo la tela minúscula del brasiere, se me marcaban los pezones de un modo vergonzoso, consecuencia de la impresión del agua fría en mi piel.

Sentí tanto pudor que me arrojé de cabeza al agua y me quedé dentro, muerta de frío y vergüenza.

Vi que Walter se reía, supongo que lo habría visto todo, pero me gustó menos que también se riera uno de sus primos.

Y cuando el primo en cuestión dijo algo al oído de Walter aún me gustó menos. Me olvidé, y traté de nadar para mantenerme en calor. En éstas estaba cuando sentí que algo se me enredaba en una cadera.

Hice fuerza, y sentí con horror que se me desataba uno de los lazos del bikini.

Traté de atármelo de nuevo, pero como no hacía pie no era capaz. Mientras luchaba por mantenerme a flote se me fue moviendo la pantaleta hasta que la perdí.

El primo de Walter reía como un cerdo y yo me sentí tan humillada que me puse a llorar. Una de las primas me acercó la braguita y me ayudó a ponérmela, tratando de cubrirme para que los chicos vieran lo menos posible.

Me fui llorando y Walter vino tras de mí. «No seas tonta», me decía, «no pasó nada». Me llevó a mi dormitorio y trató de consolarme. Me abrazaba, me acariciaba… Me soltó los lazos del bikini y me dejó completamente desnuda a su vista.

Siempre habíamos hecho el amor en la penumbra y aquello me avergonzó. «¿Qué hacés?», le increpé tratando de taparme.

Pero él se sacó su traje de baño y me dijo: «Tocame la verga». Yo estaba tan asombrada que no sabía qué hacer. «¡Vamos!». Tomé su cosa con dos dedos, procurando tocarla lo menos posible, y me ordenó que lo masturbara. «No, Walter, por favor…», gemí.

Él no hizo caso y me dijo que estaba harto de mi noviazgo y que yo decidía si quería seguir con él. Así que comencé a frotar su pene. Al cabo de un rato me dijo: «Chupala».

Yo me negué. «Chupala, zorra», insistió, y me arreó una bofetada en la cara. No me decidía. Veía de cerca aquel pene gordo, con un recuerdo de olor a orina, y sentía mareos.

«Vamos, puta», insistía él. Y yo lo intenté. Le besé el glande, y luego, de a poco, me fui metiendo tímidamente su pene en la boca.

«Así no, zorra; bien», y empujó su pelvis contra mi cara obligándome a tragar más. Pero me dio tanto asco que me entraron arcadas y acabé vomitando.

Esto pareció enfurecerlo, porque se puso a gritar y a amenazarme: «Yo te voy a enseñar…». De una tremenda patada me hizo caer sobre la cama. Me colocó de espaldas y me ordenó: «A cuatro patas.

Como las perras». Yo obedecí muerta de miedo, y más miedo sentí cuando comprendí sus intenciones.

Me acercó la verga al ano y me dijo: «Podés gritar, si querés», y me la clavó. Yo grité, y grité, y lloré.

No sabía si había entrado mucho o poco, pero me dolía como si una rata me mordiese por ahí, pero él no me daba cuartel, hasta que le oí el gemido característico que hacía cuando estaba apunto de acabar y sentí cómo se quedaba su cuerpo rígido. Luego se relajó y me dijo: «Eso estuvo mejor», y se marchó.

Yo estuve una hora en el bidé llorando de asco, rabia y dolor, tratando de limpiarme mi sangre y su semen. Lógicamente dejé a Walter, pero por no dar un disgusto a mi madre aún aguanté unos meses más con él, hasta que, no pudiendo sufrir más sus vejaciones, decidí olvidarme de semejante degenerado.

Pasaron los años, comencé a trabajar, pero no volví a entenderme con ningún hombre.

Hasta que conocí a Juan. Mis primeros contactos con él fueron telefónicos, y se redujeron al terreno de lo laboral.

Era divertido oír esa voz tímida con un segundo de retraso debido a la distancia (Juan vive en Madrid), y tanto me acostumbré a nuestras larguísimas conferencias, que cuando dejaron de ser necesarias sentí como si me faltara algo.

Pero acabé olvidándolo. Hasta que un día, mi jefe me comunicó que iba a venir una persona de España para hacer un trabajo con nosotros, y que me había tocado a mí ser su contacto en Argentina.

Cuando al día siguiente llegó el español, así como lo escuché hablar caí en la cuenta de que se trataba de Juan. «Creo que ya nos conocemos, le dije». Y él, haciendo un poco de memoria, también me reconoció.

¿Qué pasó a partir de entonces? Si he de ser sincera no lo sé, pero empecé a sentir una paz y una alegría que no tenía desde mi infierno con Walter.

Creo que era algo inconsciente, pero la gente se daba cuenta.

Entre otras cosas porque empecé a usar de nuevo pollera, que había dejado de usar por lo asquerosamente machista que son los hombres en mi trabajo, y creo que en toda la Argentina. Un día, mientras almorzábamos en un restaurante cercano, le pregunté si estaba casado.

«No», me contestó. «¿Novia», insistí. El se sonrojó: «Tampoco». Ahí quedó todo, porque al día siguiente Juan regresó a España.

Más o menos un año después de esto, fui yo la que tuve que viajar a España. Me habría gustado llevar a mamá, pero era un viaje de trabajo y luego no me podía tomar vacaciones, así que no fue posible. Lástima, no creo que vuelva a tener otra oportunidad de visitar la tierra de sus padres…

El viaje en el avión de Iberia fue largo y pesado (sobre todo por la proverbial antipatía del personal de a bordo de Iberia), pero sentía por dentro una extraña zozobra que, aunque no quería reconocerlo, sabía perfectamente a qué achacarlo.

En varios momentos me sorprendí recordando la estadía de Juan en Buenos Aires: alguna de las cervezas que me tomé con él, su manera entre tímida y delicada de decir «buenos días» al llegar la trabajo por la mañana, la vez aquella en que tenía que explicarle unas cosas, estando él sentado frente a la pc, y al inclinarme sobre él olí su perfume ligero y él se alteró al sentir el leve contacto de mi seno en su hombro… Pero también recordé el domingo que me invitó a que lo acompañara a misa, dejándome claro lo devoto que era.

Como había sido yo quien le había atendido en Buenos Aires, ahora fue él –¡Juan!– quien se hizo cargo de mí. Además, el trabajo que debía realizar era una comprobación de lo que habíamos estado haciendo en Buenos Aires, así que tuvimos que colaborar estrechamente.

Los días fueron pasando y yo empecé a sentirme agitada. Nunca me había ocurrido nada semejante con ningún hombre, pero lo cierto es que pensaba en él con harta frecuencia.

Quería estar especialmente arreglada para él, a pesar de que esto no era mas que una chiquillada, y me preocupaba mucho de vestir bien. Incluso fui a un centro de estética para depilarme y visité un par de lencerías (hay una muy cara que se llama La Perla) para comprarme ropa delicada (me hizo gracia que allá llamen sujetador al brasiere, y braguita a la bombacha o pantaleta).

A veces posaba en lencería frente a un enorme espejo que tenía en la habitación del hotel, y me felicitaba por lo bien que conservaba mi cuerpo.

Hacía posturas, probaba una prenda, otra… Había un conjunto de sujetador y tanga muy lindos, llenos de encajes, que me quedaban realmente bien.

Como estaba recién depilada ningún pelito asomaba por las ingles. Comencé a pasarme un dedo por esa parte alta de la pierna.

Estaba muy suave. Pasé a usar dos dedos, la mano entera… Entonces sentí un escalofrío subiéndome por el vientre, la espalda, la nuca… Me detuve frente al espejo e imaginé que Juan me estaba espiando.

Lentamente me llevé las manos a los pechos y los sujeté. «Mmmmm», dije. Me solté los broches y se me quedaron las mamblas al aire. «Quisiera darte esto, precioso», musité, pensando en él. Agarré una almohada, la abracé con fuerza, como si fuera un cuerpo, y me arrojé a la cama con ella encima.

Comencé a acariciarme. La respiración se me aceleró. Pasé las manos por los pechos en caricias circulares, luego por el vientre, las nalgas libres de tela gracias al tanga… «Mmmm», volví a decir, mientras subía las piernas y me quitaba la tanguita.

El resto lo hicieron mis dedos, abriéndose camino por le abismo más calentito del mundo, hasta que cuando ya no pude más arqueé el cuerpo con un caballo que no se deja montar y murmuré muy quedo: «Juaaannnn».

Otros días trataba de imaginarme cómo sería su cuerpo, qué ocurriría si un día me invitara a su casa, pero pronto pensaba en su devoción y me daba cuenta de que no eran más que fantasías noveleras.

Un día fuimos juntos a una cena de trabajo. Era la entrega de no sé qué premios y se exigía etiqueta, y como yo no tenía nada que ponerme una andaluza muy graciosa me dejó un traje suyo de raso negro.

Él estaba estupendo con su esmoquin y creo que tampoco yo desmerecía; al menos a juzgar por las miradas de tantos caballeros, maduros y jóvenes.

Bailamos juntos un buen rato y al acabar le dije: «¿Me acompañas al hotel?». Habría sido tan fácil… Pero él se excusó y se fue. Tal vez sea una grosería por su parte, pero lo preferí.

Al día siguiente, Juan estaba esquivo. Y al otro también. Y al otro. Hasta que le dije que no me malinterpretara, que no había pretendido nada la otra noche, y pareció sosegarse.

Ese fin de semana me llevó al Museo del Prado. Vestía un pantalón beige, camisa a rayas azules, foulard y saco (americana dicen allá) azul marino. Se le sentía vibrar con el arte y me fue contagiando su pasión.

Era delicioso sentir su aliento muy cerca de mi oreja cuando de pie, detrás de mí, me indicaba algo sobre no recuerdo qué cuadro de Tintoretto. Su brazo se movía junto a mi hombro y sentía un ligero contacto con mi costado.

Yo llevaba un traje largo, de tirantes, entallado en la cintura, sobre una camiseta blanca muy ceñida. Juan me miraba un poco turbado, y decidí que aquel era mi día.

Ocurrió a la salida del museo, mientras paseábamos por el Jardín Botánico. Yo le había preguntado si seguía incómodo conmigo y él me había dicho que no, que sólo ocurría que daba mucha importancia al sexo, y aunque le atraía igual que a todas las personas le parecía demasiado importante para andar jugando con él.

No sé bien por qué, pero le conté mi dramática experiencia en lo tocante al sexo. Tan enfrascada estaba con mi explicación, que di un traspié y se me torció el tobillo.

Me hice daño, no mucho, pero instintivamente fingí algo mucho más serio de lo que era. Juan me tomó en sus brazos y me llevó hasta su auto, y de ahí al hotel.

«Lo siento, Juan. ¿Sigues enojado conmigo?» Le preguntaba por el camino. Y él me sonreía y decía que me olvidara de eso, que estuviera tranquila… Creo que se sentía un poco culpable, no sé muy bien por qué, y para demostrarme que no estaba disgustado conmigo subió a la habitación.

Cuando se cerró la puerta, con ruido seco y metálico, sentí que había llegado la hora del todo o nada y puse mala cara.

No sé cómo fui capaz, pero logré derramar alguna lagrimita. Juan se enterneció. «¿Te duele mucho?», me preguntó. «No, no es eso», le contesté. Es que me has recordado a mi novio, que falleció hace un año en la carretera, y me ha entrado mucha pena».

Era mentira, claro, hasta yo misma me asombraba de aquella audacia, pero algo me impulsaba a hacer lo que fuera. «Del pie estoy mucho mejor», y para demostrárselo me puse a caminar por la pieza casi sin cojear.

«Bueno, entonces me voy», dijo Juan. «No espera…», respondí acercándome hacia él, y me puse a fingir un llanto desconsolado. Juan me abrazó, pero era un abrazo más fraternal que otra cosa. «Vamos, no te pongas así… Yo te quiero. Somos buenos amigos».

Lo miré con los ojos anegados. «Si tú quisieras…». Él comprendió a lo que me refería y se levantó para irse. «No puedo. Lo siento…». Yo elevé el volumen de mi llanto.

«No tengas reparos. ¿No es el amor a los demás lo primero?». Volvía abrazarme a él. Por su respiración me di cuenta de que se había excitado un poco.

«Lo siento…», se le veía dudar. «No puedo. Verás, yo nunca… Nunca he estado con una mujer…». ¡Victoria!, me dije. «No tengo ningún preservativo. No sé muy bien cómo hacer…» Yo traté de calmarlo con voz dulce. «Tranquilo». Le quité el saco y el foulard. «Dejate llevar». Lo tomé de las manos y lo acerqué a la cama.

«No sé si es buena idea…», se resistía aún. Uno a uno le desabroché los botones de la camisa, y cuando se la retiré pude apreciar un torso precioso, casi totalmente lampiño, con los pectorales bien dibujados y los músculos del abdomen suavemente insinuados.

Llevé las manos a su pecho y le sonreí para que se tranquilizara. Luego apoyé mi cara en su pecho. «Tranquilo». Me separé de él y me deshice el lazo del traje.

Me resultó fácil desabotonarlo, y lo dejé caer en el suelo.

Sentí cómo Juan tragaba saliva. Yo llevaba una braguitas blancas muy lindas, más bien pequeñas, que me dejaban buena parte de la ingle a la vista, y la camiseta, también blanca, muy fina, no me cubría más allá del ombligo.

Sonreí de nuevo y me llévelas manos a la espalda, por debajo de la camiseta, para quitarme el sujetador.

Sentí una liberación de siglos cuando el aire se me coló por el pecho. Me miré de reojo en el espejo.

Las aureolas de los pezones se me transparentaban y los pechos se me movían como cachorrillos asustadizos por debajo de la sutil tela blanca. Me acerqué a Juan, le rodeé el cuello con mis brazos, lo besé en la boca.

El pobre estaba tan asombrado que no decía ni hacía nada. Mis manos, traviesas, bajaron hacia su pantalón, haciendo que acabara en sus tobillos. Juan se quitó los zapatos (no llevaba calcetines), sacó los pies de las perneras del pantalón y me miró un poco avergonzado.

Llevaba un calzoncillo tipo bóxer, pero elástico, que parecía una segunda piel.

Me acerqué a él y me abracé a su cintura. «Gracias», le dije, y tiré lentamente del calzoncillo hacia abajo. Tenía el pene parcialmente erecto, y se lo acaricié un rato hasta que lo noté duro y enhiesto.

«No sé si es buena idea», insistió por última vez. «Sssshhh,», le dije, poniendo mi dedo índice sobre sus labios. «Llévame a la cama». Juan me tomó en sus brazos y me depositó con sumo mimo en la cama. «Es muy fácil –le dije–. Besame el cuerpo.

Acariciame. Tenés que perderme el miedo». Juan se inclinó sobre mí y me besó el ombligo. «Así…», le dije. Subió sus labios hacia el esternón, las costillas, luego los bajó hasta la goma de las braguitas. Empezó besarme la cara interna de los muslos, y yo me sorprendí de lo delicado que era y lo bien que me hacía sentir.

Sus manos comenzaron a explorar mi torso.

Tímidamente al principio, luego con más confianza, y empezaron a colarse por debajo de la camiseta. Luego se detuvieron en mis pechos, quietas, como si los hubieran conquistado. «Espera», le dije. Me incorporé un poco y me saqué la camiseta. «¿Te gustan? Acá las llaman tetas».

Él me miró muy dulce y me las besó. «Ea, ea, mi niño», le decía con voz tierna mientras él chupaba ávidamente de un pezón. Mis manos recorrían su espalda, la rabadilla, las nalgas…

Su piel era un prodigio de suavidad en un hombre, y apenas tenía vello. Lo hice rodar y se quedó boca arriba, su pene rebelde apuntando hacia el techo. Me acordé de Walter y sentí tanto odio que tomé con dos dedos la verga Juan y se la besé. Era larga y un pelín estrecha, muy blanca y con la puntita rosa.

«A ver si aguantas esto», le dije, me la metí en la boca. La succioné con fuerza, como si estuviese mamando, y él se puso a decirme «Espera, espera, espera», mientras me la sacaba precipitadamente de la boca. Sentí unos chorros tibios en la cara.

«Lo siento», me dijo todo apurado. «Tranquilo». Me limpié con la camiseta. «Ahora me toca a mí», dijo suspirando, como con miedo de defraudarme.

Reanudó los besos, pero ahora, a la vez, me acariciaba los muslos y me pasaba la mano tímidamente por encima de la braguita. Su boca fue bajando. El ombligo. Más abajo. La costura de la braguita. Sentí su respiración en mi sexo. Sus besos en los muslos. Sus manos se posaron en mis caderas.

De manera instintiva yo me arqueé subiendo el culito, y él aprovechó para deslizar la braguita hacia debajo de mis piernas, hasta los tobillos, fuera, y posó su mano en mi monte de Venus.

Yo tenía la respiración un poco acelerada, y se me aceleró más cuando sentí un dedo reptando por el interior de mi vagina. «Mmmm», dije.

Él me besó en los labios, y luego se deslizó hacia abajo y me besó los otros labios. Nunca me habían hecho nada semejante y di un respingo. Comenzó a besar, a chupar, a hurgar con su lengua por todos los recovecos de mi interioridad.

Yo comencé a gemir. «Juannn… Juannnn…», su lengua no paraba quieta. Me faltaba el aire y pensaba que los pezones me iban a estallar. «¡¡¡Juannnnn!!». Las piernas se me movían como a una rana enloquecida.

Y entonces grité con una voz que no era mía «¡¡¡JJJJUUUUUANNNNNN!!!… AAAAHHH…. AAAAHHH…». Y sentí unas palpitaciones en la vulva. Me abracé a él como pude y le pedí que me hiciera el amor.

Volvía a tener el pene erecto y lo acercó cariñosamente a mi vagina.

«No tengas miedo, no vas a embarazarme». Jugaba adarme golpecitos con el glande en la cara interna de los muslos, en los labios mayores, y a veces lo semienterraba para sacarlo enseguida.

Yo estaba frenética, y en uno de sus juegos empujé mi pelvis hacia arriba y el pene de Juan quedó rodeado de mí. Comenzó un baile repetitivo y creciente, hasta que cuando ya no podía más le abracé por detrás con mis piernas y empecé a repetir «Mmm…. Mmm…. Mmm….» Y me vine. Juan sacó su aparato de mi interior.

«No acabaste», le dije; «intentalo de nuevo». Subí las piernas hacia arriba y le indiqué que se las colocara sobre sus hombros. Juan, obediente, hizo caso. Veía mi sexo abierto y parecía obsesionado por esta visión. Con mi mano guié su pene hacia la abertura de mi vagina y le dije «Vamos».

Su verga entró de golpe, lubricada por la anterior faena, haciendo un ruido obsceno, una especie de ¡¡¡chhofff!!!

Aquello me excitó sobremanera, y aunque no me creía capaz de más orgasmos sentí muy pronto extraños movimientos en la carne. Juan aceleraba el ritmo y yo sentía esos extraños movimientos cada vez más inminentes.

Me vino un orgasmo rápido, poderoso, pero él seguía dale que te pego, adentro, afuera, adentro, afuera.

Otro orgasmo se preparaba. Ya. Ya. ¡¡¡AAHHHH!! Nunca había tenido dos orgasmos tan seguidos. Un tercero. ¡¡¡AAAAHHH!!! Juan seguía bombeando. Otro más, aún más intenso. Empecé a tener dificultades para respirar. «Juan, para», le pedí, pero él seguía. Otro orgasmo. ¡¡¡AAHHHH…. NO-PUEDO-MÁS…!!! Pero algo más profundo se movía dentro de mí. Era una sensación extraña.

Nunca la había sentido antes. Medaba miedo. «¡¡¡Para, Juan, por favor!!!» Pero él seguía, seguía. Me vino otro orgasmo pero aquello otro parecía devorarme por dentro.

Dejé de respirar, dejé de oír, todo era oscuridad, y cuando sentí que el cuerpo de Juan se quedaba rígido como una piedra y que unos chorros me inundaban por dentro, algo estalló dentro de mí. En la vagina, el útero, el vientre, el pecho…. Todo. Y sentí por un momento que era infinita. Y grité con voz ahogada. «¡¡¡¡YYYYAAAAAAHHHHHH…!!!!»

Cuando recuerdo esos momentos, ahora en mi casa de Buenos Aires, momentos que por supuesto no he contado a mamá, siento remordimientos. Creo que me aproveché de Juan. Pero creo que no me arrepiento.

Por cierto, que no soy mujer ni argentina, sino hombre y español. Del relato sólo es cierto que me llamo Juan, que nunca he tenido relaciones sexuales, y que me gustaría tenerlas.