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Mi Darky

Mi Darky

Tengo miedo.

Mucho miedo.

Miedo de sentir tan intensamente.

Miedo de que se me haga una necesidad, una obsesión.

De hecho ya se me hizo.

Me di cuenta hace un mes, en la oficina, cuando mi jefe, sin dejar de mirarme el escote, me hablaba de cierto proyecto.

En ese momento mi mente estaba en otra parte.

Específicamente en mi recámara.

Estaba divagando, pensando en ese pene tan enorme, tan lleno de vida, que me ha prodigado tantas horas de exquisito placer.

Me mojé un poquito al pensar en su ritmo acelerado, en sus jadeos, en su cuerpo encima del mío.

En cómo me retuerzo al sentir sus frenéticas embestidas, para acabar temblando en medio de incontrolables orgasmos.

Mis ojos veían las cifras, las gráficas, pero mi ser estaba por completo con mi compañero, deseando sentirlo hasta acabar, una vez mas, dentro de mí.

Debo confesar que en alguna época salí con mi jefe, a veces a cenar, a bailar y luego a la camita.

A veces solo a la camita.

Él es un prominente empresario de la Ciudad de México, de unos 46 años de edad – yo tengo 21.

Es alto, fornido, y bastante apuesto en general.

Me encantan sus nalgas paraditas.

Como se trataba de él, hubo ocasiones en que, para no herir su susceptibilidad, fingí tan bien los orgasmos que me habrían dado un Óscar a la mejor actriz secundaria, ya que cuando terminaba, se concretaba a dar la vuelta y quedarse profundamente dormido, o darse una ducha y salir corriendo a la oficina (o a su casa, si es que tenía que salir con su esposa y sus “monstruos”) yo me quedaba con ganitas, mas nunca dije ni pío.

Al principio me prodigaba bastantes atenciones, y creo que debido a esto -o simplemente a que así son algunos hombres- me daba la impresión de que me creía de su propiedad.

Me hacía muchos regalitos ¿Y a que mujer no le encantan las flores…?. Inundaba mi departamento con flores.

Creo que es lo que más extraño de él.

Las flores, los restaurantes caros y las escapadas a Cuernavaca los fines de semana en “el güero”, su auto deportivo, como le dice él (extraña costumbre de algunas personas de ponerle nombre a sus autos, como si éstos fueran a acudir al llamado de su propietario).

Ahora mi nuevo amante es completamente diferente.

Cuando estamos en mi recámara, observa atentamente cómo comienzo a desvestirme.

En su mirada no hay morbo, quizá ni lujuria, más bien cierta nobleza mezclada con un agudo brillo de inteligencia.

Sigue atentamente todos mis movimientos.

Me saco la blusa, la falda, el bra y la panty, mojadita de solo imaginarme lo que sigue. Me gusta dejarme las medias, se me hace muy sexy.

Me hinco, apoyando mis manos en el piso, e inmediatamente se acerca a mí.

Me pongo chinita al sentir su respiración en mis nalgas, seguida de sus ávidos lenguetazos en mi ano y en mi vagina.

Si me separo los labios con los dedos, a veces mete su lengua hasta adentro.

No cabe duda que es un goloso, y en eso de lamerla a una, todo un experto.

De ser por él, ahí se quedaría las horas saboreando mis juguitos, pues me consta que en le encantan.

Con ésa musculosa lengua me arranca uno o dos orgasmos, y para agradecer sus atenciones, me llevo su miembro a la boca.

Procuro no usar los dientes, pues su pene es muy sensible.

A diferencia del pene humano, el pene de un perro es delgado en su inicio y ancho en el final, terminando en puntita, y tiene la sensibilidad que tiene el glande (la “cabeza”) del pene humano.

Es de color rojo encarnado y brillante.

Me fascina verlo, acariciarlo, chuparlo y sentirlo crecer dentro de mí.

Aún no deja de sorprenderme cómo, a medida que lo voy chupeteando, va creciendo y engordando más y más, pasando de ser minúsculo hasta adquirir un tamaño bastante respetable, al tiempo que empieza a arrojar chorritos de un líquido saladito, con un ligero sabor metálico… Mmmm… En verdad me vuelve loca.

Cuando paso la lengua por el pequeño orificio que tiene en la punta, siento cómo todo su cuerpo se estremece, como si quisiera pararse “de puntitas”.

Procuro no hacerlo por mucho tiempo, pues una vez acabó en mi boca, bañándome la cara y el pelo con su lechita.

Los brazos me tiemblan, entonces me apoyo en la cama, separada lo suficiente, pues me encanta ver por debajo cuando entra y sale su miembro, que a estas alturas ya casi alcanza todo su tamaño.

La primera vez le costó cuatro intentos poder penetrarme, pero con el tiempo hemos agarrado cierta práctica y ya nos acoplamos muy bien, sin necesidad de que lo guíe ni que le indique qué es lo que tiene que hacer.

También una vez sentí que me pinchó con una especie de huesito que tiene en el miembro, se siente más cuando aún no está totalmente erecto.

Recarga su cuello en mi espalda, y al sentir su rica piel contra la mía me retuerzo todita.

Cuando ya está encima, me toma de las caderas con sus manitas, y arqueando su cuerpo empieza a embestirme rítmicamente.

Siento cómo entra la puntita, e inmediatamente al sentir el calor de mi vagina alrededor, su pene empieza a adquirir ése tamaño que me arranca verdaderos gemidos de placer. Ahora acostumbro poner música a alto volumen para que los vecinos ni se imaginen lo que pasa.

Siento su roce en toda mi vagina, cada vez que entra y sale, rápidamente, como si fuera la última vez que coge en su vida.

O la primera. A veces me toco el clít mientras me penetra, por lo regular cuando me lo hace anal.

Cuando lo hago vaginal, procuro “parar” mi culito, y a veces logro hacer que me estimule arribita de la vagina, por dentro… adivinaron… mi punto “g”, acarreando un intenso orgasmo. Me hace cierta gracia que trata de levantar sus patitas traceras (una a la vez) cuando está próximo a correrse.

Y es que en esa posición estoy un poco más alta que él, y no se apoya lo suficiente para poder meterme su bolita. Bolita que, una vez dentro, adquiere un tamaño lo suficientemente grande para no dejar salir ese enorme miembro, cosa que disfruto horrores.

Me hace sentirme completamente llena.

Sin dejar de embestir rítmicamente, siento uno tras otro, los chorros calientes de semen que me van inundando poco a poco, hasta que por fin se queda quietecito.

Es una experiencia única, y sí es cierto que quien lo ha disfrutado al menos una vez, difícilmente puede prescindir de ello.

Al menos yo ya no podría vivir sin mi Darky.

Mientras me pierdo en una serie incontrolable de orgasmos, se queda un ratito ahí adentro, y claramente puedo sentir los últimos chorritos de semen calientito y las rápidas palpitaciones de su miembro y su enorme bola, aún hinchados.

Luego se baja por un lado, y quedamos, como dijera mi amigo, “culo con culo”, pues su bola aún no sale.

Cuando sale, después de unos 15 o 20 minutos, me quedo en un estado como de éxtasis, ahí hincada, recargada en la cama.

Mi vagina queda escurriendo su abundante semen que me arrojó momentos antes.

A veces, delicadamente me lame el semen que escurre desde mi vagina por mis piernas, y que hace un charquito en el piso, mezclado con mis fluidos vaginales.

Esta experiencia me hace sentirme más dueña de mi cuerpo y de mi sexo.

El siempre está ahí, dispuesto a complacerme, y parece adivinarme el pensamiento, y aunque no me mande flores, me invite a cenar ni tenga un auto deportivo, hasta la fecha no he tenido queja alguna de sus riquísimas cogidas.

Claro que de vez en cuando me dejo consentir por mi celoso jefe, que se hace cruces tratando de adivinar con quien salgo ultimamente…

Y aunque me deje con ganitas, llegando al departamento me desquito con mi Darky.

Hace apenas unos meses que inicié en el fascinante mundo de la zoofilia con ayuda de un amigo muy especial -a quien le tengo mucho cariño y siempre le estaré agradecida- y de Darky, mi pastor alemán -a quien le tengo aún más cariño…

Y pensar que todo inició como un morboso juego por internet, y nunca pensé (aunque me lo advirtió mi amigo) en lo increíblemente rico que sería.

Nunca me imaginé estar tan “enganchada” de esta forma.

Después de aquella maravillosa noche, todo fué pensar en sentirme tan llena, tan completa, tan complacida…

Y ahora, con su permiso, me esta esperando mi Darky.

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