Dominada al fin

Cuando me decido a ser sensual, soy incontenible; soy una fiera rabiosa, exigente, cruel y definitivamente dominante.

No puedo remediarlo, así he sido siempre y creí que así lo sería toda mi vida.

Hasta que llegó Eduardo, edd por su nickname del chat. Como siempre en estos casos en que conoces a alguien a través de esas charlas, pues nunca tienes la seguridad de encontrar a alguien sincero o por lo menos que te dé una buena descripción de su persona.

Con el parecía que sería otra charla sin mayor complicación y promesas para un futuro encuentro «para hacer realidad nuestras fantasías sexuales», como nos lo dijimos mutuamente.

Después del consabido cibersexo a lo que soy un poco adicta, le di mi e-mail solo por no dejar; creyendo que como la mayoría de las veces ahí quedaría la cosa.

Es momento de declarar que soy travestí, homosexual pasivo desde hace muchos años y que disfruto mi sexualidad al máximo, sin tapujos y abiertamente.

Días después, al revisar mi correspondencia, me llamó la atención un mensaje que aparecía en la bandeja de entrada con asunto: «Dominante» y como remitente: «Tu amo». La verdad, yo no recordaba a nadie con ese remitente, pero como el mensaje no provenía de ningún grupo o servicio de entregas, me decidí a abrirlo.

Me sorprendió agradablemente ver que se trataba de «edd», el chico del chat.

Me decía que estaba dispuesto a cumplirme en «vivo» lo que me había propuesto en la conversación, que resumiéndola se trataba de que me amarraría a la cama, me daría de latigazos en las nalgas, etc., y me metería la verga sin lubricante hasta hacerme gritar y pedirle perdón.

Esto desde luego, me hizo sonreír, pues aunque con varios hombres lo había propuesto, a la hora de la verdad ninguno se había animado a llegar hasta eso, ya que claudicaban en cuanto me veían en plan de tigresa.

Total que acepté verlo al día siguiente para ver que clase de macho era.

Como estaba dispuesta a jugar con él como con los otros, me arreglé esplendorosamente (como siempre) y dejé a la mano las sogas, cadenas, látigos, consoladores y demás accesorios de sadomasoquismo con la casi total seguridad que yo los usaría en él.

Llegó puntualmente a la cita y después de presentarnos formalmente le invité un trago para conversar un poco antes de la acción, pues generalmente me gusta charlar un poco antes de entrar en el juego sexual.

Al agacharme en el refrigerador, que está a un lado del sofá cama que utilizo de arena para mis combates de sexo; siento un tremendo latigazo en mis gordas nalgas y a continuación, un jalón de pelos que me hizo gritar.

Quise defenderme pero ya Eduardo me estaba amarrando las manos y me conducía al sofá.

Me tumbó sobre él y rápidamente me ató las manos a uno de los extremos e inmediatamente hizo lo mismo con mis pies.

Le gritaba que me soltara o se iba a arrepentir, pero definitivamente estaba yo en una situación en desventaja.

Para que ya no gritara más me cubrió la boca con un trozo de cinta adhesiva ancha y me tuvo a su disposición.

En esos momentos pensaba que me iba a robar y que me iría bien si no me mataba, así que mejor no lo provoqué ya más y me quedé quietecita.

¡Cuál no sería mi sorpresa cuando sentí sus manos recorriendo mis piernas!. Empecé a temblar ya no de miedo, si no de excitación.

Cuando sus manos llegaron a mis nalgas, arrancó violentamente mis pantaletas y me dio tres buenas nalgadas. Sentí un ardor tremendo que me estimuló la circulación y me orilló al primer orgasmo.

Tomó otra vez el látigo y me dio de azotes hasta que sentí que estaba sangrando. Él se veía también muy excitado y desabrochando su pantalón dejó descubierta una rica verga de sus buenos 20 centímetros y de un considerable grosor.

Mi culo, a pesar de lo lastimado que estaba, ya deseaba sentir adentro ese rico trozo de carne, por lo que aflojé el esfínter esperando su arremetida.

En vano esperé la metida de verga, pues Eduardo estaba dispuesto a darme una sopa de mi propio chocolate.

Acercó su verga a mi cara y desprendiéndome violentamente la cinta que cubría mi boca, acercó su verga y me ordenó a gritos que se la mamara.

Yo estaba calientísima y abriendo completamente la boca, me empujó su pene de un solo envión hasta el fondo.

Yo sentía que me ahogaba, pero acomodando la garganta pude aguantarlo. Me la sacó un poco y ya pude hacerle movimientos de succión y pasarle mi lengua suavemente.

-¡Ah perra, que rico mamas!- me dijo, tienes una boca de puta muy experimentada. Ensaliva bien mi verga para metértela en el culo hasta el tope, hasta los huevos, puta.

Yo obedecía todo lo que me ordenaba pues mi naturaleza sensual me lo exigía, deseaba que me siguiera lastimando, que me hiciera lo que quisiera, pero que me doliera.

Le dejé la verga escurriendo saliva y montándose en mí intentó penetrarme, pero como estaba en una posición que no lo facilitaba, me aflojó un poco las ataduras de los pies para poder acomodar mi grupa para facilitar la penetración.

En lo que yo me acomodaba, no dejó de darme de nalgadas y pellizcarme fuertemente. ¡Esto dolía! Pero yo gozaba como loca y tenía orgasmo tras orgasmo gimiendo de placer. Sentía mis rotundas nalgas como una ascua, ardientes, sangrantes, ansiosas por recibir mas castigo, hambrientas de verga.

Eduardo entonces, acercó su verga a mi culo pero sin penetrarlo; sentía su glande ardiente como lo paseaba alrededor de mi palpitante ano.

Yo le gritaba pidiéndole que ya me la metiera, que ya no me hiciera sufrir. Pero estaba visto que era un maestro del sadismo y se negaba a satisfacerme, haciéndome llorar, gritar y maldecir.

¡Esto si era en verdad sufrimiento! Y en verdad lo estaba gozando pues no hay nada mejor, para mí, que mi macho me haga padecer los más fuertes dolores.

Mi ansioso culo pedía la verga, que me penetrara sin compasión, que se metiera de golpe y vergazo, que me lastimara, que me destrozara, que me desgarrara.

Eduardo, entendiendo que mientras más padeciera más iba a gozar, se separó y tomando un consolador de los más grandes me lo introdujo violentamente.

Di tremendo grito y casi me desmayo del dolor, edd sin hacer caso de mi sufrimiento, lo comenzó a mover de manera descompasada, removiéndolo en círculos y adentro y afuera.

Como yo tenía las nalgas apretadas por la forma en que me amarró, el roce era muy fuerte y doloroso.

Al mismo tiempo me daba de latigazos en mis masacradas nalgas produciéndome un espantoso pero placentero dolor.

Ya no me importaba que si quería, me matara. Los orgasmos que estaba teniendo casi continuos, compensarían cualquier cosa.

Llegó un momento en que ya no sentía dolor, ni los golpes ni la violenta penetración del consolador; todo se estaba traduciendo en placer, ese placer que solo se obtiene del sufrimiento, del dolor, de la humillación.

Al fin había encontrado a alguien que comprendiera la belleza del sadomasoquismo y que sabía proporcionar los deliciosos tormentos que a las personas que como yo, solo gozan si antes hay dolor.

Eduardo estaba como loco dándome duro con el látigo y con el consolador. Me daba cuenta que él ya estaba a punto de tener su orgasmo, pues aumentó la velocidad del movimiento del consolador y había dejado de azotarme.

Cesó el movimiento y sacó el consolador de mi culo, metiendo de inmediato y sin compasión su durísima verga. La sentí hasta el fondo y palpitante, caliente y tersa, sus venas expandidas al máximo y su cabeza hinchada.

¡Que diferencia de sensaciones!, definitivamente no hay nada que se compare a una verga real, de carne y sangre. Mi apretado culo estaba con hambre de semen, de ese exquisito licor espeso, viscoso, tibio y relajante.

Pero me di cuenta que Eduardo era un verdadero experto en las artes sexuales, pues recostándose en mi espalda, me abrazó y acarició mis senos.

Al principio suavemente, como caricias de ala de mariposa, cosquilleantes, delicadas; pero fue aumentando su fuerza y comenzó a pellizcar mis pezones hasta volver a provocarme dolor.

Su verga estaba en mi interior estática, yo la oprimía con mi esfínter un poco mas de lo que ya estaba por la posición en que estábamos.

Sentí su boca en mi cuello que me besaba y lamía, pero de esto pasó a morderme. El dolor y por ende el placer que sentía era intenso. Sentir casi todo su cuerpo pegado al mío, al tiempo que me proporcionaba sus dolorosas y dulces caricias era lo máximo.

Sus vellos púbicos cosquilleaban mis nalgas y sentía sus testículos entre mis muslos. Empezó a mover su verga y yo me sentí desfallecer de placer. Levantándose de su postura, ahora ya estaba dándome lindamente por el culo y me venían oleadas de placer.

Creí que no era posible sentir más placer, hasta que sus manos se colocaron en mi cuello y empezó a apretar. ¡Me estaba tratando de ahorcar!.

Se me cortó la respiración y me sentía morir, pero al mismo tiempo estaba llegando a la cúspide del placer. Mis orgasmos ya eran incontables, enlazando uno tras otro, era un orgasmo continuo.

Su verga no dejaba ya de moverse, penetrando completamente y haciendo que sintiera que me iba a perforar el intestino.

Ya no me importaba lo que pasara, estaba dispuesta a morir, morir de placer y de dolor, morir a manos del primer hombre que había comprendido mis necesidades de ser dominada, humillada, violada.

Ya estaba abandonándome en brazos de la parca, cuando sentí que su verga se hinchaba aun más, que palpitaba y sus venas aumentaban de tamaño, y entonces llegó la magia: torrentes de semen inundaron mi lastimado culo, desbordándose y escurriendo entre mis obscenas nalgas, calmando mis ardores físicos y sexuales, llevándome al paroxismo del placer, a la cúspide de la sensualidad.

Aflojó sus manos de mi cuello y besó tiernamente las huellas de sus dedos que me había dejado.

Se quedó recostado otra vez en mi espalda pero su verga continuaba en mi interior. Apreté mi culo para que no se saliera, pero fue inútil ya que la cantidad de semen con que me había anegado, actuó como lubricante y se salió con un sensual sonido de plop.

Después de un rato, se acostó junto a mí y abrazándome me preguntó: -¿Gozaste amor mío?, ¿Te gustó lo que te hice?.

Yo solo le pude sonreír y presentar mi boca para que me la besara, lo que él hizo de manera apasionada. Una vez que descansó procedió a desatarme y tomando unos pañuelos me restañó las heridas que tenía en mis laceradas nalgas. Yo lo dejé hacer pues lo hacía con verdadero deleite.

No cabía duda que era un maestro del sadismo.

Ya que me sentí confortada por sus cuidados, me incorporé y abrazándolo le dije:

-Amor mío, amo mío, quiero ser tu perra para siempre, quiero que me trates siempre así, sentirme tu mujer, sentirte mi hombre, mi macho, mi amo. Seré tu esclava por siempre. Me acarició suavemente y solo dijo una palabra: Sea.