El sol del mediodía caía a plomo sobre la pileta de casa. Era uno de esos días de verano en que el aire se pega a la piel y el agua parece la única salvación. Yo, Flor, 37 años, había invitado a los amigos de Christian a un “asado al lado de la pileta” para refrescarnos. Llevaba un bikini rojo diminuto que apenas contenía mis tetas y dejaba el culo al aire. Christian, 41, estaba orgulloso de mostrarme: “Mirad lo que tengo”, dijo guiñando un ojo mientras encendía la parrilla.
Marcos (39, musculoso, tatuado), Javier (35, morocho, sonrisa traviesa) y Luis (42, callado pero con mirada de depredador) llegaron en shorts y nada más. El calor hacía que todo brillara: sudor en sus torsos, gotas en sus espaldas. Yo servía cervezas heladas, me inclinaba más de lo necesario, dejaba que vieran mis pezones marcados bajo la tela húmeda. “Flor, estás para comerte”, soltó Javier, y yo reí, pero sentí un cosquilleo entre las piernas.
Christian me agarró por la cintura: “Cuidado, que esta se calienta rápido”. Yo, juguetona, me zafé y salté a la pileta. El agua fría me erizó la piel. Salí chorreando, el bikini pegado como una segunda piel. “¿Quién se anima?”, provoqué. Uno a uno saltaron. El juego empezó inocente: salpicarnos, empujarnos. Pero pronto las manos “accidentales” rozaban mis tetas, mi culo. Marcos me levantó en el agua, sus dedos se colaron bajo la tela. “¡Para!”, dije riendo, pero no me bajé.
Christian vio todo desde la orilla, cerveza en mano. Intentó bromear: “Ojo con mi mujer, eh”. Pero yo, con el sol y el alcohol, seguí. Me subí a los hombros de Javier, mis muslos apretando su cuello. Sentí su aliento caliente en mi coño a través del bikini. “Bájame”, pedí, pero él me dejó caer de espaldas al agua… y cuando emergí, Marcos ya me tenía atrapada contra el borde.
“Estás muy caliente, Flor”, murmuró, su boca en mi cuello. Intenté empujarlo, pero Javier se unió por detrás, sus manos bajando mi parte de abajo. “¡Christian!”, grité, pero mi marido forcejeaba con Luis, que lo había agarrado por los brazos. “¡Suéltala!”, rugió Christian. Pero éramos dos contra tres, y el agua nos hacía resbalar.
Me sacaron de la pileta como a una muñeca. Marcos me tiró sobre una reposera, el plástico quemándome la espalda. Javier arrancó mi bikini de un tirón. Mis tetas saltaron libres, pezones duros por el frío y la excitación. “¡No, por favor!”, grité, pero Luis ya tenía a Christian inmovilizado en otra reposera, atándolo con una toalla. “Mírala, amigo. Tu mujer nos está pidiendo”, dijo Marcos, metiendo dos dedos en mi coño empapado. Gemí sin querer.
La resistencia fue breve. Yo pataleaba, Christian maldecía, pero el calor, el agua, el deseo… todo conspiraba. Javier se arrodilló entre mis piernas, lamiendo mi clítoris como si fuera un helado. Marcos me metió su polla gruesa en la boca, ahogando mis protestas. “Chupa, zorra”, ordenó. Luis soltó a Christian… pero este, al ver cómo me retorcía de placer, se quedó quieto. Su short se tensó. “Flor…”, murmuró, pero ya se estaba tocando.
Pronto, la orgía estalló bajo el sol. Me pusieron de rodillas en el deck de madera ardiente. Marcos me penetró por detrás, su verga entrando y saliendo con chapoteos de agua y fluidos. Javier se acostó debajo de mí, guiando su polla a mi coño. “Doble, como querías”, susurró. Intenté resistir una última vez: “¡No, duele!”, pero el placer fue inmediato. Dos pollas gruesas estirándome, rozándose dentro, el agua de la pileta goteando de nuestros cuerpos.
Christian, liberado, se unió. Me besó mientras Luis me follaba la boca. Cambiábamos: yo encima de Christian en una reposera, Marcos en mi culo, el sol quemándonos la piel. Luego en el agua otra vez: flotando, penetrada por delante y detrás, el agua salpicando con cada embestida. Grité cuando me corrí, un orgasmo que me hizo temblar, apretándolos dentro. “¡Sí, abusad de mí!”, solté, rendida.
Marcos eyaculó en mi coño, caliente como el sol. Javier me llenó el culo. Christian, al final, me tomó en el borde de la pileta, mis piernas en sus hombros, mientras los otros me masturbaban. El semen chorreaba por mis muslos, se mezclaba con el agua. Exhaustos, nos derrumbamos en las reposeras, el sol secando nuestros cuerpos.
Christian me abrazó, sudoroso: “Eres una puta… pero mía”. Los amigos se rieron, prometiendo volver. Yo, con el bikini roto a mis pies, solo sonreí. El calor no era solo del día. Soy flor hawaiana casada con muchas fantasías.
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