Pilar

El chaval, de unos quince años, dormía tranquilo cuando Pilar, la asistenta que acudía los viernes, le fue a ver a su alcoba.

Pilar tendría más de cuarenta años. Era una de esas mujeres grandotas, fuerte de brazos, de pechos enormes y, sin embargo, de piernas tirando a delgadas.

Lo cierto es que la señora se conservaba estupendamente, y como lo sabía, le echaba picaresca a la hora de vestir.

Cuando entró en el cuarto de Jaime, que es así como se llamaba el adolescente, le vio tumbado boca abajo, con la sábana cubriéndole sólo la mitad del cuerpo, que estaba desnudo.

Pilar siempre entraba en las habitaciones nada más llegar por si la señora, la madre de la criatura, había dejado ropa para planchar.

Mientras se cambiaba en la cocina, recordó un instante el cuerpo del joven. Aunque había cerrado la puerta en seguida, veía la imagen como si fuera una fotografía. Se encajó aquel jersey escotado murmurando qué gusto daba ver cuerpos así, tan bien formados.

Lo que Pilar nunca hubiera imaginado es que aquel cuadro visto por ella había sido planeado cuidadosamente. Jaime, por entonces desconocedor del sexo y sus variantes, se había despertado sintiendo que todo su cuerpo le ardía.

De pronto se acordó que era el día en que ella debía venir, por lo que, sin saber por qué, se desnudó completamente y prolongó su estancia en la cama. En cuanto escuchó la puerta de la calle, se colocó la sábana para que pareciera descuidada, y fingió dormir.

Al comenzar las labores por el salón, Pilar oyó caer agua de la ducha, con lo que dedujo que Jaime ya se había levantado.

Casi una hora después, cuando debía limpiar los cuartos del interior, la ducha continuaba derramando agua. La oía perfectamente.

Estuvo haciendo un poco más de tiempo en el salón, pensando que cuando saliera del baño Jaime iría directamente a la cocina para desayunar. Ya no podía esperar más.

Cuando afrontó el pasillo, vio que la puerta del cuarto de baño estaba abierta; de ahí que oyera con tanta nitidez el agua.

Jaime no sabía cuánto más debía esperar para que Pilar cruzara por allí. Por fin escuchó unos pasos. Entonces fue cuando salió de la ducha, rodeándose los hombros y el pecho con un toalla pequeña. Quedaba al aire aquella parte en la que el calor más le abrasaba.

-¡Uy! -exclamó ella. Justo al pasar delante del servicio le había visto.

-Ah, hola -había respondido él, como si nada, ocultando un nerviosismo encantador.

Fue un momento crucial para Jaime. Era el momento de echarle valor, y de su cerebro rebosante de hormonas surgió lo siguiente.

-Pilar -la llamó, con una voz que notaba cerrada en el cuello.

-Sí, dime Jaime -dijo ella desde una habitación no muy lejana.

-Es que me han recetado… para la espalda… crema… -el valor se le escapaba por segundos.

-Un momento -contestó creyendo que era la lejanía lo que la impedía entender bien-. Voy para allá.

Cierto que llegó rápido. Aún habiendo tardado, los nervios le hubieran impedido también darse cuenta de que lo único que cubría su cuerpo era una toalla minúscula que ahora tenía entre las manos. Daba igual. Ya estaba allí.

-Sí, mire -le hablaba de usted- tengo granitos en la espalda. Esta crema…

-Trae que te ponga la crema -contestó captando al vuelo lo que quería. Con su agilidad le había quitado un peso de encima.

Ella, mientras tanto, simulaba no importarle su desnudez.

-Espera -interrumpió ella-. Métete en la ducha.

A Jaime se le agolpó la sangre en la cabeza, creando un silencio que Pilar rompió para explicarle.

-Primero voy a enjabonarte bien, y luego te aplico la crema -le explicó.

-Ah, sí -pudo, al fin, articular.

Pilar, con la esponja llena de jabón, le frotaba con fuerza primero, para después aclararle. Jaime, con los brazos en alto, se apoyaba en la pared.

Al mirarla con el rabillo del ojo vio, sorprendido, como al frotarle con tanta fuerza, las dos masas de carne que ocultaba aquel escote, se movían con extraordinaria soltura. Jaime se quedó inmerso en el profundo surco negro que separaba sus pechos.

En esas vistas se andaba recreando cuando un trozo de piel más oscuro que el resto empezó a sobresalir.

Pocos segundos después, ante los admirados ojos de Jaime, el pezón de un pecho se exhibía fuera del escote. Esto no fue todo. Al seguir frotando, cada vez con más fuerza, también empezaba a salirle el otro. Jaime dejó de mirar con el rabillo para girar el cuello y observar con descaro. Pilar parecía estar ensimismada con su espalda.

Hubo un segundo en el que los dos pezones asomaron por completo. Tenían una aureola inmensa, del tamaño de una mandarina, y de un rojo oscuro de fresa madura. Fue sólo un segundo, porque cuando, al fin, Pilar se dio cuenta y se echo mano para subirse el escote.

-Espera -susurró Jaime, dándose completamente la vuelta.

Ella, levantando la mirada hacia él y sin dejar de mirarlo, metió sus manos mojadas dentro del escote y sacó afuera sus dos pechos.

Jaime, mirando relucir aquellos dos grandes pezones con sus gigantes aureolas, sintió un ardor centrado en su miembro. Sin saber lo que estaba ocurriendo, se regodeaba en un placer dulcísimo.

Ella, recogiendo la esponja, quedando de rodillas, dibujó algunos círculos sobre su vientre, muy despacio, observando de reojo el órgano de la entrepierna.

Instintivamente, Jaime le acercó su cuerpo al rostro. No sabía bien lo que quería.

Pilar dejó la esponja. La ducha, apoyada en el suelo, no dejaba de echar agua.

Miraba el miembro del joven. No estaba erecto, pero adivinaba que por él circulaba más sangre de lo habitual.

Al primer roce de sus manos Jaime estuvo a punto de desmayarse. No miraba. Sentía en su pene una tensión espléndida.

Después de masturbarle lentamente unos pocos segundos (lo que tardó en estar erecto), jugó a acariciarse los pechos con el glande. También ella había cerrado los ojos para recorrer la piel de sus pezones con aquel instrumento delicioso.

Jaime, para no perder el equilibrio, había apoyado la manos en los hombros de Pilar.

Ella ahora se acariciaba el cuello y el mentón. Le costaba dirigir el miembro por su rigidez.

Después de rozarlo por sus mejillas, Pilar se lo introdujo en la boca y, sin sacar el glande, le masturbó con rapidez y con la misma fuerza con que le había lavado la espalda. Jaime era todo escalofríos. A pesar de su inexperiencia, advirtió que le gustaba aquella brutalidad.

Así, con sus grandes brazos y sus manos pequeñas, apretándolo fuerte, estiraba la piel del pene adelante y atrás, asegurando el glande dentro con sus labios.

Jaime de pronto sintió que el placer se hacía insoportable, y apretó su cuerpo contra el de Pilar.

Ella, cuando notó que una riada ardiente llenaba toda su boca, lo sacó. Una segunda polución saltó a su ojo. Después, con las siguientes, continuó regándose los pechos hasta que los pezones se cubrieron en su inmensidad de semen. Por el escote, hacia el interior del jersey, se deslizó la última cascada.

Cuando el miembro de Jaime volvió a un estado normal, éste abrió los ojos y la vio untándose el semen por el cuello y las mejillas.

-Dicen que es muy bueno para la piel -argumentó ella.