Capítulo 2
- Historias picantes nº 1: «Rompiendo cadenas»
- Historias picantes nº 2: La hora de la merienda
CAPÍTULO 1
Llegué a casa agotado y, como siempre, solté la correspondencia en la pequeña balda junto a la puerta de entrada del estrecho apartamento. No era mucho, pero al menos teníamos un lugar al que llamar hogar. Lo primero que hice fue llamar a mi madre.
—¡Mamá! —grité, esperando escuchar su respuesta.
—¡En el salón! —respondió ella, con su voz siempre firme a pesar de todo.
Me acerqué y, como de costumbre, la encontré en el sillón, su inseparable andador al lado. Su rostro, surcado por las arrugas de los años y el esfuerzo, se iluminó cuando me vio. Me incliné y le di un beso en la frente, sintiendo el calor familiar de su piel.
—¿Has hecho algo de comer? —le pregunté, aunque en el fondo sabía la respuesta.
—Se está terminando en la olla, hijo. No te preocupes —dijo con una sonrisa cansada.
—No, no. Yo lo termino —insistí, mientras me dirigía a la cocina.
Me puse a remover la comida en la vieja olla, escuchando el burbujeo reconfortante. Probé un poco para ver si estaba bien de sal, cuando escuché la puerta de entrada abrirse. Sabía que era mi padre. Siempre llegaba a la misma hora, su olor a polvo y cemento llenando el aire antes que él.
—¿Cómo estás, mujer? —le escuché decir, su voz ronca resonando por el pasillo.
—Aquí, como siempre —contestó mi madre, esforzándose en mantener el ánimo.
—¡Salva! —me llamó desde la entrada. Me asomé a la puerta de la cocina, secándome las manos en el delantal.
—¡Hola, papá! —respondí, tratando de ocultar mi cansancio. Sus manos seguían manchadas del trabajo en la obra, un rastro imborrable de esfuerzo que conocía demasiado bien.
—Tienes una carta, hijo —dijo, alzando un sobre blanco.
Lo cogí con una mezcla de nerviosismo y esperanza.
—Es de la Consejería de Educación —dije, notando cómo mi madre miraba con esos ojos llenos de expectativas.
Con dedos temblorosos, rasgué el borde del sobre. Dentro había un único folio, y sentí un escalofrío mientras lo sacaba. Llevaba meses esperando esto. Respiré hondo y empecé a leer. Las letras se mezclaban mientras intentaba mantener la calma. «Estimado Salvador,» comencé a leer, mi corazón latiendo con fuerza en las sienes. «Nos complace informarle…» Y ahí fue cuando mi mente se nubló, mis ojos recorriendo el resto de la página en un frenesí ansioso. ¡Me habían concedido la beca!
—¡Me la han dado! —grité, sin poder contener la emoción. Sentí las lágrimas nublándome la vista y no intenté esconderlas. Eran lágrimas de alivio, de triunfo.
Mi padre se acercó y me abrazó, algo poco habitual en él, pero que me demostró más que mil palabras. Era su manera de decirme que estaba orgulloso.
—¡Hijo, lo has conseguido! —exclamó, dándome unas palmadas en la espalda, casi tirándome de la emoción.
Mi madre, con esfuerzo, comenzó a levantarse del sillón. Podía ver en su mirada lo que significaba este momento. No sólo era mi logro, sino también el de ellos. Se acercó despacio, paso a paso, con el andador temblando ligeramente. Me incliné para abrazarla y ella me envolvió como podía, susurrándome al oído:
—Sabía que lo lograrías, mi niño.
Nos quedamos así, los tres, un instante que se hizo eterno. Por fin, la vida parecía darme una oportunidad y no iba a desaprovecharla. Con esta beca, podría estudiar en una buena universidad, y lo mejor, en nuestra misma ciudad. No tendría que alejarme de ellos ni preocuparme por más gastos de alojamiento. El resto del verano fue una mezcla de trabajo y preparación. Por las mañanas trabajaba en una planta recicladora de plásticos y por las tardes me sentaba largas horas en mi escritorio. Estudiaba cada día como si ya estuviera en la universidad, repasando apuntes y haciendo ejercicios. Sabía que una vez empezara, no podía darme el lujo de fallar. Estaba a punto de iniciar una nueva etapa, y en mi cabeza, solo había lugar para esfuerzo y disciplina. El final del verano llegó más rápido de lo que imaginaba, y así, el primer día de universidad me encontré ansioso y lleno de expectativas. Tenía la mochila lista y las ganas en alto.
—¡Vamos, Salva, que llegas tarde! —gritó mi madre desde el pasillo, riéndose.
—¡Ya voy! —contesté, apurando el último sorbo de café y echando un último vistazo a mi reflejo.
CAPÍTULO 2
Allí estaba yo, parado frente al imponente edificio principal de la universidad, con la vieja mochila del instituto colgada a la espalda. Me sentía diminuto ante aquella mole de piedra y cristal, una especie de hormiga a punto de entrar en una madriguera desconocida. Miré hacia los altos ventanales, intentando imaginar cómo serían las aulas y los profesores que me esperaban dentro. Era como si todo mi futuro estuviera encapsulado en esos muros, y una punzada de nervios recorrió mi estómago. Mis pensamientos se dispersaron de golpe cuando un grupo de chavales, riendo y empujándose entre sí, se chocaron contra mí.
—¡Oye, tened cuidado! —murmuré por lo bajo, aunque ellos siguieron de largo sin siquiera notar mi presencia. “Qué forma de empezar”, pensé mientras me sacudía el hombro.
Respiré hondo y traté de enfocarme en el ir y venir de la gente alrededor. La multitud bullía con una energía contagiosa. Había estudiantes de todas las edades y estilos, algunos recién salidos del instituto, igual de despistados que yo, y otros con una seguridad en sus andares que delataba que ya eran veteranos de este mundo. Y claro, mis ojos, esos traicioneros, se desviaron inevitablemente hacia las chicas. ¿Cómo no hacerlo? Había de todo: algunas tan jóvenes como yo, con la frescura de quienes apenas habían alcanzado la mayoría de edad, y otras ya convertidas en auténticas mujeres, con una presencia que dejaba poco espacio para la imaginación.
—Concéntrate, Salva. Ya habrá tiempo para eso —me dije, intentando alejar los pensamientos que me asaltaban. Pero era inútil. Mis ojos se detuvieron en una joven que caminaba decidida unos metros más adelante. Cada paso firme hacía que su busto, aún en formación, pero prometedor, se agitara de manera casi hipnótica. Una sensación cálida y vergonzosa me recorrió. “¡Basta ya!” me reprendí mentalmente, sacudiendo la cabeza.
Con un esfuerzo casi heroico, me recompuse. “No vine aquí a distraerme con fantasías.” Me giré y empecé a caminar, buscando el salón de actos donde nos darían la charla de bienvenida. Los pasillos estaban llenos de estudiantes que, al igual que yo, buscaban su lugar. Me sentía perdido, así que me acerqué a un panel de anuncios para ver el mapa de la facultad. Al encontrar finalmente la ubicación del salón, tomé aire y seguí las flechas indicativas, evitando que mi mente volviera a divagar. Al entrar al salón, encontré un mar de sillas ocupadas por rostros nerviosos, igual que el mío. Me senté en una de las filas del centro, intentando pasar desapercibido. Frente a mí, un grupo de chicas hablaba animadamente, sus voces llenando el espacio con risas y cuchicheos. “Aquí vamos de nuevo,” pensé, sintiendo cómo una de ellas giraba la cabeza y me lanzaba una mirada casual. Embobado mirando al grupo de chicas, sentí que alguien se sentaba a mi lado. Una voz susurró con descaro:
—Están buenas, ¿eh?
Me giré, sobresaltado y un poco avergonzado, intentando articular alguna respuesta, pero antes de que pudiera decir nada, el chico ya estaba lanzando otra pregunta.
—¿Es tu primer año?
—Sí… —balbuceé, aún un poco incómodo por la situación. Rápidamente, el chico me cortó.
—¿Y el tuyo? —añadí, buscando alguna forma de llevar la conversación sin quedar como un completo idiota.
—¡Bah! Como si lo fuera. El año pasado suspendí todas —contestó con una sonrisa despreocupada, encogiéndose de hombros. Luego me tendió la mano con una energía desbordante—. Soy Borja.
Le estreché la mano, todavía intentando procesar lo que acababa de decir. ¿Suspendió todas y estaba tan campante? Mientras me presentaba a mi vez, lo observé un poco más detenidamente. Llevaba ropa de marca, de esas que sólo se ven en las revistas o en las tiendas caras del centro. La mochila, nueva y a la última moda, contrastaba con la mía, vieja y gastada. Cuando me fijé en su sonrisa, con esos dientes perfectamente alineados, supe que seguramente había llevado aparatos. “Definitivamente de familia rica”, pensé. Seguro que podía permitirse el lujo de repetir tantas veces como quisiera. Esa despreocupación, esa alegría, eran el sello de quienes nunca se han tenido que preocupar por el dinero.
—Estoy en Derecho —dijo de repente—. ¿Y tú, qué estudias?
—Telecomunicaciones —respondí, sintiendo por primera vez un pequeño orgullo al decirlo en voz alta.
Borja arqueó una ceja y soltó un silbido de asombro.
—¡Vaya! Así que eres un cerebrito.
Reí, sacudiendo la cabeza.
—No, más bien es cuestión de horas y horas de estudio…
No terminé de decir la frase cuando Borja, ya distraído, me golpeó con el codo y señaló hacia las escaleras del salón.
—Mira esa que sube, ¡vaya delantera!
Lo miré por reflejo, y ahí estaba: una chica dorada por el sol, cuyos movimientos al subir los escalones provocaban una especie de ola que recorría toda la sala. No pude evitar quedarme unos segundos mirando, mis pensamientos disolviéndose en la visión que ofrecía. “Razón no le falta,” me dije, mientras mi mente se inundaba de sensaciones propias de un chico de mi edad. Antes de que mi imaginación volara más allá, las luces se atenuaron. El escenario se iluminó y el director apareció en el centro de una tarima. Empezó a hablar, explicando la historia de la universidad, sus normas y lo que se esperaba de nosotros como estudiantes. Yo intentaba prestar atención, deseoso de absorber cada palabra. “Esto es lo que vine a hacer,” me repetía. Mientras tanto, Borja a mi lado, como si el discurso no fuera con él, trasteaba con su móvil, escribiendo mensajes a toda velocidad. Estuve a punto de decirle algo cuando, de repente, se levantó.
—Me piro, tío. Ya nos veremos por ahí —murmuró en voz baja, y con la misma rapidez con la que había llegado, se escabulló hacia la salida.
Lo observé desaparecer, incrédulo. No pude evitar sonreír; su desparpajo era ridículo, casi contagioso. “Este Borja…” pensé, volviendo mi atención al director, que seguía su charla sobre el compromiso y la responsabilidad que debíamos asumir. Me costó no reírme al recordar la actitud despreocupada de Borja, quien claramente estaba en otro universo. Terminada la charla, salí del salón de actos y me dispuse a buscar el aula de mi primera clase. Con el horario en mano y el mapa mental de la facultad, me encaminé por los interminables pasillos que, por momentos, se sentían como un laberinto. La mañana se transformó en un ir y venir constante: subir escaleras, bajar escaleras, presentarme a profesores, conocer a compañeros, y, claro, en medio de todo eso, distraerme de vez en cuando.
Recuerdo una clase en particular, ya casi al mediodía. La chica que se sentaba justo enfrente llevaba el pantalón tan bajo que dejaba ver el borde de su tanga, o quizá era que lo llevaba muy alto, no lo sé. El caso es que la visión me dejó fuera de combate; por más que intentaba concentrarme en las palabras del profesor, mi mirada se desviaba una y otra vez a aquella línea de tela que asomaba coqueta. ¿Quién podía culparme? A mis dieciocho años, apenas había tenido experiencias. Lo más cercano a una aventura había sido aquel beso fugaz con una italiana durante el viaje de fin de curso del instituto en Mallorca. Unos pocos segundos que habían quedado grabados en mi memoria como un trofeo de adolescencia. Finalmente, después de varias horas de rondas por las aulas, llegué a la última clase del día: “Gestión de Empresas.” Una asignatura optativa que elegí porque siempre había soñado con montar mi propio negocio. Al entrar, me sorprendí al ver entre la multitud una cara conocida. Borja estaba allí, relajado, con su acostumbrada sonrisa pícara. Apenas me vio, empezó a hacerme señas exageradas para que me sentara a su lado. No pude evitar soltar una risa y me acerqué.
—¡Así que también estás en esta! —me dijo mientras me acomodaba en la silla junto a él.
—Sí, me interesa todo lo relacionado con negocios —respondí, dejando caer mi mochila al suelo.
—Pues yo la elegí porque me dijeron que el profesor es bastante… permisivo —contestó guiñándome un ojo. Su lógica siempre era diferente a la mía, pero curiosamente eso hacía que me cayera bien.
La clase pasó rápido, entre anotaciones y bromas de Borja sobre lo “aburrido” que era todo aquello de montar empresas. Cuando terminó, salimos del edificio charlando, compartiendo impresiones sobre el día. A pesar de nuestras diferencias, parecía que había surgido una buena conexión entre nosotros.
—¿Quieres que te lleve a casa? —me ofreció de repente, señalando un coche pequeño, pero claramente moderno, aparcado a unos metros. Me sorprendió; no solo por el coche, sino por la amabilidad.
—No hace falta —contesté, sintiéndome algo cohibido—. La verdad es que me viene bien coger el metro. Así aprovecho y desconecto un poco.
—Tú mismo —respondió encogiéndose de hombros. Acto seguido, me dio una palmada en la espalda—. Nos vemos mañana, cerebrito.
—¡Nos vemos! —respondí, riendo. Lo observé mientras se alejaba y se subía a su coche. Un rugido suave del motor, un giro hábil al volante y lo vi desaparecer entre el tráfico.
Solté un suspiro y giré sobre mis talones, encaminándome hacia la parada del metro. Mientras caminaba, no pude evitar reflexionar. Había sido un primer día intenso, lleno de caras nuevas, distracciones, y un sinfín de emociones.
CAPÍTULO 3
Llevaba ya dos meses de curso, dos duros meses que habían requerido todo mi esfuerzo y paciencia. Adaptarme al ritmo universitario no fue fácil, pero poco a poco empecé a coger el ritmo. Mis notas se mantenían a flote, y con todas las asignaturas al día, empecé a permitirme algún momento de distracción con Borja. Era una necesidad: desconectar un poco, reírnos, y dejar de lado la presión constante de los estudios.
Una mañana, justo antes de que terminara la clase que compartíamos, el profesor anunció un trabajo grupal. Nos asignó la tarea de simular y documentar la creación de una sociedad. Teníamos que hacerlo por parejas, y claro, Borja y yo formaríamos equipo. No había otra opción lógica. Al terminar la clase, Borja me ofreció hacerlo en su casa, argumentando que su padre tenía un estudio en el ático y que allí estaríamos tranquilos. Pensé que era una buena idea; en mi casa tendríamos que usar el salón, y eso implicaba que mis padres estarían rondando por ahí. Después de almorzar, me llegó un mensaje de Borja con la ubicación de su casa. Lo abrí y me di cuenta de que estaba bastante lejos de cualquier parada de metro, así que tendría que ir en bicicleta. Me puse en marcha y me adentré en una zona llena de casas con jardines y chalets enormes. No pude evitar pensar lo diferente que era esta parte de la ciudad de la mía. Frené en seco al llegar al número 56. “Esta es,” pensé, mirando la fachada a través de la verja metálica. Desde allí, podía ver una piscina al fondo, ahora llena de hojas y con el agua teñida de un tono verdoso. Zonas de césped perfectamente cuidadas y un camino de cemento que llevaba a la casa, grande y de varias plantas. Con un poco de nerviosismo, pulsé el timbre.
Un ruido metálico y la voz de Borja salieron del interfono.
—¿Quién es?
—Soy yo, Salva.
La puerta lateral se abrió con un zumbido y avancé por el camino de losas. Mientras me acercaba a la casa, la puerta principal se abrió y apareció Borja con su sonrisa despreocupada, esperándome.
—¡Bienvenido a mi humilde morada! —me dijo, sarcástico, y me hizo un gesto para que entrara.
Dentro, el aire era cálido y olía a hogar, pero lo que me dejó sin palabras fue la mujer que apareció desde el salón en ese preciso momento. La mujer que sería la musa de sus pajas desde ese preciso momento.
—¡Mamá! —llamó Borja—. Este es mi amigo Salva.
Salí de mi asombro y saludé con un torpe “Hola”. Ella caminó hacia nosotros con una elegancia natural, con sus ojos mirándome fijamente. La madre de Borja era una mujer madura, pero bien conservada, con un aura de sensualidad que me dejó sin palabras. Sentí cómo el corazón me daba un vuelco.
—Hola, soy Pilar. Encantada de conocerte, Salva —dijo con una voz dulce, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro—. ¡Vaya! Tienes cara de buen estudiante. A ver si se le pega algo a mi hijo…
—¡Mamá, ya! —Borja ignoró su broma y me hizo un gesto para que lo siguiera.
Mientras subíamos las escaleras, aproveché para lanzar una última mirada a Pilar. Su imagen quedó grabada en mi mente. ¿Qué edad tendría esa mujer? ¿Cómo podía estar tan buena? Me obligué a enfocar la mente en el presente, aunque sabía que la imagen de Pilar iba a rondarme por mucho tiempo.
Llegamos al ático, un espacio amplio y sorprendente. Había un televisor enorme, un sofá comodísimo y una mesa de billar que brillaba bajo la luz de una lámpara. No pude evitar tocar el verde tapete con la yema de los dedos.
—Luego echamos una partida —dijo Borja, cruzando la estancia con paso decidido y abriendo una puerta corredera que revelaba un amplio estudio. “Pero, ¿cuánto mide esta casa?” pensé mientras observaba con asombro.
Nos pusimos manos a la obra, aunque más de una vez tuve que reconducir a Borja, que se distraía con cualquier cosa. De repente, Pilar apareció en la puerta con una bandeja.
—Os he traído algo para merendar —dijo, sonriendo.
Dejó la bandeja en la mesa. Dos vasos de zumo y una selección de dulces exquisitos. Al agacharse, el escote de su blusa se abrió levemente, ofreciéndome una visión de sus tetas, una visión de su piel morena y suave. Por un momento, sentí que el aire se espesaba. Me miró a los ojos sonriendo y juraría que había notado mi mirada indiscreta. ¿Había sido intencionado? En esa sonrisa había más que amabilidad… No, seguro que no… Solo eran mis hormonas jugándome malas pasadas. Finalmente, logramos terminar el trabajo mientras devorábamos los dulces que Pilar había traído. En mi casa no teníamos esas exquisiteces, y aquello fue una pequeña muestra del mundo en el que vivía Borja.
—Vamos a echar esa partida, ¿no? —me recordó Borja cuando recogíamos los papeles.
—Se está haciendo tarde —le respondí, pensando en lo lejos que estaba el metro.
—¡Tonterías! Luego te llevo a casa —dijo tajante, y no aceptó un “no” por respuesta.
Pasamos un buen rato entre risas y bromas, con Borja llevando la conversación, cómo no, hacia las chicas de la universidad. Finalmente, ya entrada la noche, decidimos que era hora de irnos. Bajamos las escaleras y Borja cogió unas llaves del aparador de la entrada.
—Me llevo tu coche, mamá —dijo.
—¿Y qué le pasa al tuyo? —preguntó Pilar asomándose desde el salón.
—No cabe la bici de Salva en el mío —contestó Borja mientras me lanzaba una mirada de complicidad.
Pilar giró hacia mí con una sonrisa que parecía iluminar la estancia.
—Está bien. ¡Cuídate, Salva! Ha sido un placer tenerte aquí. Espero verte pronto de nuevo.
Algo en su tono me hizo sentir un escalofrío. ¿Había algo más en esas palabras? “No, es solo mi imaginación,” me repetí, mientras empujaba la bicicleta hacia la parte trasera del espacioso monovolumen.
Llegamos a mi edificio. Me sentí un poco acomplejado al señalarle a Borja dónde vivía, pero él, notando mi inseguridad, me miró con seriedad.
—No tienes nada de qué avergonzarte, amigo. Eres una buena persona, y seguro que tus padres han trabajado duro por darte un techo.
Me despedí de él, agradecido, mientras subía las escaleras con la bicicleta al hombro. Pero esa noche, al acostarme, mi mente no pudo evitar girar en torno a una única imagen: la de Pilar, la madura y sexy Pilar.
CAPÍTULO 4
Si Borja ya era una distracción para mí, Pilar lo era por partida doble. Había pasado de ser la madre de mi amigo al motivode todas mis fantasías. Cada vez que iba a casa de Borja, pedaleaba con desesperación, como si al llegar más rápido pudiera apaciguar el fuego que me consumía por dentro. No podía dejar de pensar en ella: en sus movimientos, en sus curvas generosas y en esa sonrisa que, sin decirlo, me invitaba a perderme en sus encantos.
Las horas en el ático de Borja, fingiendo estudiar, se volvían un suplicio. Me encontraba inventando cualquier excusa para ir al baño, aunque mi verdadera intención siempre era la misma: cruzarme con Pilar. Necesitaba verla, aunque fuera unos segundos. A veces, tenía la suerte de que estuviera en la cocina, y entonces, ese momento se convertía en el clímax de mi día. Su voz, siempre suave y juguetona, hacía que mi piel se erizara.
Un día, no pude evitar quedarme embobado en la puerta de la cocina, observando cómo se movía con una elegancia natural. Llevaba un una blusa y un pantalón ajustado que marcaba sus caderas, y sus pechos se insinuaban, amenazando con mostrarse con cada movimiento. Pilar parecía darse cuenta de mi mirada, pero en lugar de incomodarse, continuaba con lo suyo, moviéndose con una sutil provocación.
—Hola, Salva —me saludaba, sin apartar la mirada de lo que estuviera cocinando. Pero lo hacía de un modo que me dejaba claro que sabía perfectamente que la estaba observando.
—Hola, Pilar —respondía, intentando controlar mi voz, pero sintiendo cómo mi pulso se aceleraba.
—¿Cómo va el trabajo? —me preguntó mientras se inclinaba un poco para sacar algo de un armario, ofreciéndome una vista de su culo que me dejó sin aliento.
Tragué saliva antes de responder, con la boca seca y la mente en blanco.
—Bien, bastante bien —mentí, porque en realidad apenas podía concentrarme con ella cerca.
—Eso me gusta —dijo, mientras seguía inclinada girando ligeramente el rostro hacia mí, con una sonrisa que tenía un matiz… ¿seductor? Por un momento, creí leer en sus ojos algo más que la simple amabilidad de siempre. ¿Acaso estaba jugando conmigo?
Pilar se acercó entonces con un plato en la mano. Lo puso sobre la mesa y se quedó lo suficientemente cerca como para que su aroma de mujer me envolviera. Sentí una punzada en los huevos que me subió hasta el vientre, una mezcla de deseo y miedo. Ella se inclinó para tomar un paño, rozando mi brazo con sus tetas, intencionado o no, no podía saberlo. Pero ese breve contacto fue como un choque eléctrico para mí.
—Estás muy tenso, Salva —dijo, casi susurrando, mientras se enderezaba. Sus palabras parecían cargadas de doble sentido, y mi mente empezó a volar con mil fantasías, me ponía tan cachondo que me costaba respirar.
—Estoy… estoy bien —respondí, intentando recomponerme y evitar que mi voz temblara.
—Claro —contestó ella con un tono que sugería que sabía exactamente el efecto que causaba en mí. Volvió a sonreír antes de girarse y alejarse hacia el salón meneando su culo, dejándome solo, completamente aturdido,
Cada día que pasaba en casa de Borja era una montaña rusa. Mi mente, nublada por el deseo, no podía concentrarse en nada más. Quería más de esos momentos robados con Pilar, esos roces accidentales que me dejaban el corazón en la garganta y la polla dura. Y sabía, aunque me costara admitirlo, que ella se daba cuenta de todo. Que, de alguna manera, disfrutaba viéndome debatir entre la inocencia de mis dieciocho años y las intensas fantasías que su presencia despertaba en mí.
Subí de nuevo al ático con las piernas temblorosas, intentando convencerme de que todo era producto de mi imaginación.
— Será cabrón… — oí decir a Borja mirando la pantalla de su teléfono.
— ¿Qué pasa? — le pregunté extrañado.
— Nada… mi padre se fue a Estados Unidos con la empresa… sin mí — dijo el cabizbajo — Íbamos a ir este verano, pero el negocio se atrasó y ya empezaron las clases. Me salió con que los estudios era lo primero… — dijo soltando el teléfono de mala gana en la mesa.
— Vaya, lo siento — dije intentando consolarlo.
— Bueno… no importa. Oye ¿una partida de billar antes de irte? — de nuevo, el Borja que conocía surgió.
En el camino de vuelta, medite sobre él, sobre su familia. A pesar de todo el dinero que pudieran tener, tenían los problemas que cualquier otra familia. No sabía si había amor en esa casa, al menos no el mismo amor familiar con el que yo había crecido. Eso me dejó pensativo, pero esa noche, cuando me acosté, no pude evitar revisitar cada segundo de ese encuentro en la cocina, repitiendo en mi mente los detalles: su mirada con su culo totalmente expuesto, su susurrante voz,el roce de sus tetas con mi brazo. Lo repetía en mi mente en bucle, una y otra vez hasta correrme sobre un trozo de papel higiénico,una noche más.
CAPÍTULO 5
Me había dejado ir en los estudios, lo sabía. Por eso, esa tarde me prometí quedarme en casa hasta terminar el trabajo que debía entregar antes de la medianoche. “Nada de distracciones”, me dije, mientras abría la mochila y buscaba la carpeta. Hurgaba una y otra vez, pero… ¡no estaba! Sentí un escalofrío recorrerme la columna. “No puede ser…”, murmuré, sacando todo de la mochila en una espiral de nervios. La carpeta contenía todo: las notas, los esquemas, las ideas. Solo tenía que pasarlo a un archivo de texto, revisarlo y enviarlo. Sin ella, estaba perdido. Di vueltas por la habitación, tratando de hacer memoria. ¿Dónde la había dejado? Entonces, como un fogonazo, recordé: ¡Borja! Él debía habérsela guardado sin querer cuando estuvimos juntos haciendo el trabajo. Salí disparado hacia mi teléfono y lo llamé, con el corazón desbocado. Los tonos de llamada me parecían eternos mientras susurraba al aparato: “Vamos, Borja… Cógelo ya, por favor”. Finalmente, respondió.
—¿Qué pasa, tío? —preguntó, despreocupado como siempre.
—¡La carpeta, Borja! ¿La tienes tú? —dije a toda velocidad, intentando mantener la calma.
Hubo un silencio al otro lado. Lo oí suspirar.
—No estoy en casa, tío. No puedo mirar ahora.
Me llevé una mano a la frente, desesperado.
—¡Por favor! Es importante, tengo que entregar el trabajo hoy.
Borja vaciló un momento antes de responder.
—Voy a llamar a mi madre, a ver si ella está en casa y puede mirar por mí, ¿vale?
Asentí, aunque él no podía verme. Los minutos que pasaron mientras esperaba la respuesta fueron un suplicio. Caminaba de un lado a otro de mi pequeña habitación, mirando el reloj. Finalmente, el teléfono sonó y contesté como un resorte.
—Está en mi mochila… Lo siento, tío —dijo Borja—. ¿De verdad te hace tanta falta?
—Sí, la necesito ya. ¡Tengo que entregar el trabajo antes de que acabe el día! —casi le grité, la desesperación filtrándose en mi voz.
Hubo un breve silencio.
—Pues ve a por ella. Voy a llamar a mi madre y le digo que vas para allá. No te preocupes, te va a dejar entrar.
Antes de que pudiera agradecerle, ya había salido disparado hacia la puerta. En un minuto estaba en la bici, pedaleando a toda velocidad hacia la estación de metro. Estaba tan concentrado en llegar que no me detuve a pensar en lo que significaba realmente: iba a estar a solas con Pilar. La idea se abrió paso en mi mente mientras bajaba las escaleras del metro. Mis manos temblaban, aunque traté de atribuirlo a la urgencia por el trabajo y no a la perspectiva de verla. Durante el viaje, mi mente se llenó de imágenes: su figura, su forma de moverse por la casa, la forma en la que me miraba, esa sonrisa juguetona… Sacudí la cabeza, intentando concentrarme. “Vamos, Salva”, me dije a mí mismo. “Solo es recoger la carpeta e irse. No hay tiempo para distracciones”. Pero, ¿de verdad podría resistirme a los encantos de Pilar, aunque solo fuese por unos minutos? ¿O encontraría alguna excusa para prolongar mi estancia, aunque fuera un poco? Llegué a la puerta y respiré hondo antes de pulsar el interfono. Un par de segundos de estática y la voz de Pilar sonó al otro lado, melodiosa y algo impaciente.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy Salva —contesté con un tono un poco más tembloroso de lo que pretendía—. Vengo a recoger una carpeta.
—Adelante, te estaba esperando —respondió, y esas palabras se deslizaron en mi mente como una sugerencia mucho más atrevida. Tragué saliva, sintiendo un escalofrío de nerviosismo recorrerme.
Empujé la puerta con manos sudorosas y avancé por el camino de cemento hacia la entrada. Allí estaba Pilar, apoyada en el marco de la puerta. Sentí que me flaqueaban las piernas. Llevaba una falda corta y una blusa que se amoldaba perfectamente a sus curvas. Me recibió con esa sonrisa juguetona que tanto había imaginado en la soledad de mi habitación. Sus ojos me recorrían como si pudiera leerme las intenciones, mis pensamientos más ocultos.
—Pasa, Salva —me dijo mientras giraba sobre sus talones y comenzaba a caminar hacia el interior de la casa.
Seguí sus pasos, incapaz de apartar la vista de sus caderas balanceándose ligeramente con cada paso. Me guio hasta el pasillo donde estaba la mochila de Borja tirada en el suelo. Cuando la alcanzamos, Pilar se agachó para buscar la carpeta, pero lo hizo con una lentitud calculada, sin doblar las rodillas, de tal forma que pude ver el contorno de sus piernas, firmes y tentadoras, imaginado que había bajo la falda. Sentí cómo un calor subía desde mi cuello hasta las mejillas.
—Aquí está —dijo, alzando la carpeta con una mano. Al acercarse para entregármela, sus dedos rozaron los míos y una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo, erizando los vellos de mi nuca. Su mirada se mantenía fija en la mía, como si esperase alguna reacción.
—G-gracias —balbuceé, intentando mantenerme en pie, con la carpeta ahora aferrada entre mis dedos como si fuera mi salvación.
Me giré dispuesto a despedirme y salir de ahí antes de perder el control, pero su voz me detuvo en seco.
—Espera, Salva —dijo, dando un paso hacia mí—. Está a punto de ser la hora de la merienda, ¿por qué no te quedas? He preparado unas cosillas y no me gustaría comer sola.
Dudé por un instante. “Debo irme”, pensé. Pero la tentación de pasar más tiempo a solas con ella, de dejar que esta fantasía se extendiera un poco más, fue demasiado fuerte. Asentí, aunque mi corazón latía con fuerza.
—Claro… si no es molestia —murmuré, incapaz de decir que no.
—En absoluto —respondió ella con una sonrisa mientras desaparecía en dirección a la cocina.
Me dejé caer en el sofá del salón, escuchando el tintineo de los vasos y platos al otro lado de la pared. El aire estaba impregnado con su perfume, envolviéndome, mientras mi mente divagaba en lo que podría pasar. Intenté controlarme, respirar hondo, pero mi corazón latía tan fuerte que temía que se escuchara desde la cocina. Pasaron apenas unos minutos, aunque a mí me parecieron eternos. Los pasos de Pilar se acercaban y yo me enderecé, esperando a que apareciera con la bandeja…
Pilar se acercó al sofá donde yo estaba y dejó la bandeja con la merienda frente a mí. Al inclinarse para colocarla sobre la mesa, su blusa se deslizó levemente, ofreciéndome una visión fugaz de su escote. Pareció tomarse su tiempo, ajustando la posición de la bandeja como si quisiera alargar el momento. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, pero cuando nuestras miradas se encontraron, ella se limitó a sonreír, como si nada. Se acomodó en el sofá frente a mí, cruzando sus piernas. La luz tenue del salón hacía brillar su piel, y cada movimiento suyo me atrapaba más. Me ofreció una bebida, sus ojos siempre atentos a cada una de mis reacciones. Comenzamos a merendar, mientras ella intentaba indagar sobre mi vida en la universidad, pero, sobre todo, sobre Borja.
—¿Sabes si tiene alguna novia o amiga especial? —preguntó, sus ojos entrecerrados con una expresión intrigante.
—Que yo sepa, no tiene novia —respondí, sintiéndome un poco tenso.
Entonces la conversación giró hacia mí. Pilar se inclinó un poco más, dejando que su falda se deslizara lo justo para revelar el interior de sus muslos. Mi boca se secó de repente, y traté de concentrarme en mi bebida.
—¿Y tú? —inquirió con un tono más juguetón—. ¿Tienes novia?
Negué con la cabeza.
—No… no tengo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa pícara mientras descruzaba las piernas y las abría un poco más, dejando ver un poco de su ropa interior.
—¿Y cómo te gustan las mujeres? —preguntó, su voz susurrante y cálida.
Mi mente se quedó en blanco, incapaz de formular una respuesta. Pilar no se detuvo; jugueteó con un mechón de su cabello y preguntó:
—¿Te gustan rubias o morenas… como yo?
—Morenas —respondí casi sin pensarlo, mi voz reducida a un hilo.
Ella dejó escapar una suave risa, abriendo sus piernas un poco más esta vez. Mi mirada se perdió por un momento, y Pilar lo notó, su tono se volvió aún más atrevido.
—¿Te gustan más jóvenes o mayores… como yo?
—Mayores —admití, sin poder apartar la vista.
Ella sonrió más lascivamente esta vez, una sonrisa que combinaba la experiencia con la diversión. Con un movimiento lento, abrió sus piernas de par en par, dejándome ver su entrepierna, más de lo que había imaginado. El corazón me martillaba en el pecho, mientras el silencio se hacía más denso a nuestro alrededor.
—Me he dado cuenta de cómo me miras, Salva —dijo con un tono bajo, casi un susurro cargado de promesas.
Me quedé mudo, incapaz de articular una sola palabra, mientras ella seguía.
—Dime, ¿qué es lo que más te gusta de mí? —dijo, llevando lentamente sus manos hacia sus pechos, haciendo círculos por ellos—. ¿Son estos?
No supe qué decir. Estaba atrapado entre el deseo y la incredulidad. Entonces, como si quisiera llevar el juego un poco más lejos, se giró, apoyándose de rodillas en el sofá, la falda estirándose al límite, dejando ver su coño embutido en el fino tanga.
—¿O es esto? —preguntó, mientras su voz se tornaba más suave y cálida, subiendo su falda ahora podía ver si redondo culo completamente y como sus nalgas se comían la fina tira.
Todo en mí gritaba por escapar y quedarme al mismo tiempo. No podía decidirme; estaba atrapado entre la realidad y un sueño que nunca creí vivir. Pilar se giró de nuevo hacia mí, desabotonando lentamente su camisa, dejando al descubierto la piel dorada de sus tetas.
—Puedes tocar… si quieres —me dijo, tomando mi mano y guiándola hacia uno de sus pechos.
Mis dedos rozaron su pezón, sintiendo su dureza. Por un segundo, dudé, pero luego me dejé llevar y comencé a sobar el otro también, incapaz de resistir la invitación silenciosa de su mirada. El contacto era como una corriente eléctrica, recorriéndome hasta mí ya hinchada polla.
—¿Te gusta? —preguntó con la voz ligeramente temblorosa.
—Sí… —contesté, casi en un jadeo, atrapado en un torbellino de sensaciones.
Sus manos se deslizaron por mi cabello, acariciándome con delicadeza, guiando mi boca hasta su oscuro y duro pezón. El tiempo dejó de existir, y en aquel momento, solo éramos ella y yo. Las caricias se convirtieron en una exploración torpe pero intensa, dejando claro mi inexperiencia. Sin embargo, bajo su guía, fui descubriendo su cuerpo. Pilar se dejó caer hacia atrás, tirando de mi camiseta me atrajo hacia ella hasta colocarme entre sus piernas. Seguro que pudo sentir mi polla, dura como el cerrojo de una celda. Por un segundo acarició mi cara, mirándome con lujuria, justo antes de que sus labios buscarán mi boca. Su lengua se introdujo en mi, comenzando a jugar con la mía casi con desesperación cuando,moviendo sus caderas, rozaba mi polla por encima del pantalón. Con nuestras bocas juntas podía sentir como su aliento se mezclaba con el mío en cada suspiro. Acariciando mi cabello, me volvió guiar a sus tetas, que sin dudar está vez me tiré a devorarlas. Apretándolas con mis manos iba alternando de un pezón a otro.
— Así… sigue así… pero… sigue bajando — me pidió Pilar en un suspiro.
Fui bajando, rozando mis labios por su vientre, y cuando ella, abriendo aún más sus piernas, subió su falda completamente pude ver cómo el tanga se adaptaba perfectamente a la forma de su coño, adivinándose sus labios aprisionados bajo la fina tela. Aquella imagen fue digna de enmarcar, pero cuando ella lentamente hizo el tanga a un lado me quedé embelesado con su coño, como aquel que mira un cuadro de un gran artista por primera vez, a casa vistazo encontraba un nuevo detalle. Totalmente depilado, unos finos labios asomaban. Eran oscuros, mojados, conectados por un fino hilo de babilla blanca. Una vez más, ella tomó mi cabello, guiando mi cabeza hasta colocarla entre sus piernas. Por primera vez mis neuronas tradujeron en mi cerebro el íntimo aroma de una mujer y un segundo después lo hicieron de su sabor cuando ella me dijo — Lámelo… — terminando de acercar mi cara hasta su coño. Tímidamente saqué mi lengua y pasé la punta por el borde de sus labios. La siguiente vez apreté un poco más, un poco más cada vez hasta pude sentir en mi lengua su glorioso agujero.
— Así… Salvador… mete tu lengua… oooh… — gemía Pilar.
Yo seguía sus indicaciones, metiendo mi lengua todo lo que podía. Sus jugos, mezcla perfecta de dulce y salado, se mezclaban con mi saliva. Ella soltó sus pezones, bajó sus manos y abrió su coño de par en par.
— Pasa tu lengua por aquí — me pidió, señalando un pequeño bultito en la parte arriba, que más tarde aprendería su nombre, como y cuando tocarlo, lamerlo y que efecto provoca en una mujer. Cuando lo lamía más fuerte ella tenía un leve espasmo en sus caderas, y así hacía combinando leves y rápidas con fuertes y lentas lamidas. Parecía que no lo estaba haciendo mal, así que por iniciativa propia fui metiendo uno de mis dedos. Viendo que entraba fácilmente metí dos dedos, el dedo índice y el corazón.
— Más rápido… más rápido Salvador… — me pedía, moviendo sus caderas cada vez más rápido — sigue, sigueee…mmmmm…— gimió a gritos, agarrando mi cabeza apretó su coño contra mi cara, con fuerza, sin dejarme respirar, notando como temblaba mojándose cada vez más.
— Aaaahhh— suspiré tomando aire cuando libero mi cabeza.
— Por dios… que corrida… uh uhuh… — dijo estremeciéndose cuando pasó suavemente su propio de dedo por su coño que se abría y cerraba, sincronizado con su agitada respiración.
Yo con toda mi cara empapada intente limpiarme con la manga de .mi sudadera, pero ella me detuvo. Me hizo tumbarme sobre ella de nuevo, lamiendo mi cara, buscando saborear su propia corrida antes de volver a meter su lengua en mi boca.
— A ver qué escondes tú para mí… — dijo mientras su mano fue bajando hasta palpar mi polla por encima del pantalón.
Después, se levantó y me hizo levantar a mí, con esa mirada juguetona que ya me volvía loco. Me quitó la ropa con una calma que contrastaba con mi torpeza y mis manos temblorosas temiendo lo que venía, seguro de que no daría la talla. Me quedé ahí, desnudo y expuesto con la polla tiesa, mientras ella me miraba con esa sonrisa suya, como si supiera exactamente lo que yo estaba pensando.
— Vaya, vaya… que tenemos aquí— dijo mientras poniendo su mano en el pecho, me empujó hacia el sofá. Entonces se arrodilló frente a mí y, sin decir una palabra, se acercó hasta que pude sentir su aliento en mis huevos.
No supe cómo reaccionar cuando su mano recorrió mi polla, jugando con el líquido preseminal. Su boca caliente atrapó mis testículos,se entretuvo chupándolos,lamiéndolos y todo mi cuerpo se puso en tensión. Cada movimiento suyo me hacíaestremecer. Con su lengua fue subiendo hasta enroscarse en la punta de mi polla, la sorbió suavemente y comenzó a meterla en su boca.
— ¿Te gusta? — me preguntó mientras seguía lamiendo.
— S-siii… — suspire cuando volvía a sentir el calor de su boca.
Traté de aguantar, de no venirme tan rápido, pero fue inútil. Ella sabía exactamente lo que hacía, tragándose mi falo cada vez más profundo. Bastó que mi glande traspasara un par de veces su garganta para que una oleada de placer me recorriera, y no pude evitarlo; todo explotó en cuestión de segundos.
— Mmmm… aggg… — fue el sonido de satisfacción que emitió Pilar al sentir los primeros chorros de mi semen.
Me quedé allí, sin aliento, descargando toda mi corrida en su boca, mientras ella seguía chupando, tragando todo lo que mi polla expulsaba, hasta no dejar rastro.
Sentí una mezcla de alivio, vergüenza y.… algo de orgullo. Pero también me invadió una sensación de culpa que me golpeó como un puñetazo en el estómago. ¿Tan rápido? No pude controlarlo. Pilar, sin embargo, ni se inmutó. Siguió con lo suyo, tranquila, mirándome directamente a los ojos, como si todo hubiera salido según lo planeado. De repente, mi amigo Borja se me vino a la mente, la realidad me cayó encima como un cubo de agua fría. Me aparté torpemente, buscando mi ropa con las manos temblorosas. No podía ni mirarla a los ojos.
—Creo que… será mejor que me vaya —dije, con la voz temblorosa, sintiendo cómo la cara se me encendía. Necesitaba salir de ahí cuanto antes, poner distancia entre lo que acababa de pasar y mi propia mente.
Ella se quedó mirándome, aun con restos de semen en sus labios, con esa calma suya tan desconcertante. No trató de detenerme; solo asintió con una sonrisa enigmática, como si supiera exactamente lo que me pasaba por la cabeza. Agarré la carpeta y me marché casi corriendo, sin atreverme a mirar atrás. El camino de vuelta fue un infierno. Pedaleaba con fuerza, tratando de ordenar los pensamientos que se amontonaban en mi cabeza. ¿Qué diablos acababa de pasar? Me sentía como un idiota, culpable y avergonzado. Pero al mismo tiempo, la sensación de lo que había ocurrido seguía ahí, latiendo en mi pecho. Los suspiros de Pilar, el sabor de su coño, el calor de su boca, todo se repetía en mi cabeza. No tenía ni idea de qué iba a hacer a partir de ahora, ni cómo podría mirarla a la cara si la volvía a ver. ¿Qué pasaría si Borja se enteraba? Todo en mí era un caos.
CAPÍTULO 6
Los días que siguieron fueron un caos. Mi mente era un campo de batalla entre la culpa y el deseo, una mezcla tóxica que me tenía al borde de la locura. ¿Cómo había pasado aquello? No podía dejar de pensar en Pilar, en esa imagen grabada en mi memoria: recostada en el sofá, su piel brillando bajo la tenue luz de la sala, sus manos guiándome sus tetas mientras susurraba en mi oído. Intenté seguir con mi vida, con mis estudios, pero su sabor y el calor de su boca persistían en mi cabeza, como un eco que no podía acallar. Borja no dejaba de insistir en que fuéramos a su casa a estudiar, como siempre habíamos hecho. Yo, con una creatividad recién descubierta para las excusas, buscaba cualquier pretexto para evitarlo. Que si me había olvidado unos apuntes, que si tenía que ir a comprar material… cualquier cosa para no tener que enfrentarme de nuevo a la tentación que Pilar representaba. Pero la suerte no estuvo de mi lado. Teníamos un proyecto que entregar, y no me quedó más remedio que ir. Esa tarde llegué en mi bicicleta, sintiendo el sudor frío resbalar por mi frente. Respiré hondo antes de pulsar el interfono. Para mi alivio, Borja salió a recibirme con esa sonrisa despreocupada y me informó que no había nadie más en casa. Sentí una ola de alivio recorrerme el cuerpo; había esquivado a Pilar, al menos por el momento.
Llevábamos una hora en el ático trabajando cuando la necesidad de ir al baño me hizo bajar. Caminé por el pasillo, intentando mantener mi mente en blanco, pero al entrar en el baño, no pude evitarlo: mi mirada fue directamente al cesto de la ropa sucia. La tapa parecía estar llamándome, como si supiera lo que escondía. “No lo hagas”, me dije a mí mismo, pero mi mano ya se movía hacia la tapa. La levanté y ahí estaba: la ropa interior de Pilar, perfectamente colocada en la parte superior, como si estuviera esperando a que yo la encontrara. Tomé la prenda en mis manos, sintiendo su textura suave, inhalando su fragancia. Fue entonces cuando oí la voz:
—¿Te gusta lo que ves? —dijo Pilar, apoyada en el marco de la puerta. Mi corazón dio un vuelco. La sangre me ardía en la cara mientras me giraba lentamente para enfrentarla. Llevaba una sonrisa que mezclaba picardía y un toque de malicia.
—O, ¿preferirías ver las que llevo puestas? —añadió, dando un paso hacia mí. Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies.
No pude responder. Pilar se acercó, su cuerpo rozando mí polla, y me susurró al oído.
—Te he echado de menos.
En un abrir y cerrar de ojos, me vi atrapado en el mismo torbellino de deseo que había jurado evitar. Me bajo un poco el pantalón deportivo y, antes de darme cuenta, estaba agachada chupándomela. Podía ver mi polla perdiéndose en cada movimiento, sintiendo en mi pubis cada suspiro que escapaba de su nariz. Por semanas había intentado mantenerme lejos, resistirme, pero ahora que estaba aquí, en esta situación, me di cuenta de que no había nada que deseara más. De nuevo cuando empezó a hacerlo muy profundo no pude contenerme más y descargué toda mi leche en su boca. Ella no paraba de mamar, tragando cada chorro que soltaba mi polla con cada espasmo. Cuando terminó, Pilar se incorporó lentamente, con su dedo tomó restos de mi lefa de su barbilla, los llevó a sus labios y me hizo un gesto de guardar silencio. Mi corazón latía tan fuerte que me costaba respirar. Salió del baño, y yo me quedé un momento allí, conmocionado, intentando recomponerme, tratando de recuperar el control de mí mismo subiendo mi pantalón torpemente. Con las piernas temblorosas, volví al ático, donde Borja estaba completamente ajeno a lo que acababa de suceder. Intenté concentrarme en el proyecto, pero era imposible. La imagen de Pilar, el sonido de su boca succionándome la polla, todo me mantenía atrapado en ese momento. No pasó mucho tiempo antes de que Pilar reapareciera. Esta vez, actuando como si nada hubiera sucedido, como si acabara de llegar a casa.
—¡Salva, qué alegría verte! —exclamó, con una sonrisa inocente, como si no hubiera esta hace un momento tragándose mi semen después de una espectacular mamada.
Ahí estaba ella, lanzándome un guiño descarado, jugando conmigo. Sentí el calor subir por mi cuello mientras balbuceaba una excusa.
—Se… se hace tarde… Creo que debo irme —dije, recogiendo mis cosas de manera apresurada, intentando no parecer un completo desastre.
Pilar se limitó a observarme, su mirada fija en la mía, una chispa de diversión en sus ojos.
—¡Qué pena! Espero verte pronto, Salva —dijo con una voz cargada de dobles intenciones.
Sin mirar atrás, me precipité fuera de la casa, sintiendo cómo la adrenalina corría por mis venas.
No podía creer lo que estaba pasando con Pilar. Cada vez que iba a la casa de Borja, sentía como si estuviera metiéndome en una realidad paralela, atrapado entre el deseo y el peligro. Después de lo que pasó la última vez, comencé a ir de nuevo más a menudo. Borja, sin sospechar nada, me recibía siempre con entusiasmo, mientras Pilar aprovechaba cualquier momento a solas para sorprenderme. A veces me encontraba en la cocina o en el pasillo, y con una mirada traviesa y esa boca suya tan experta, me dejaba temblando y con los huevos vacíos.
CAPÍTULO 7
En clase, Borja no dejaba de hablarme con emoción sobre un viaje que había planeado para el fin de semana. Iba a visitar a su familia al otro lado del país y quería que lo acompañara. Yo le dije que no podía, que mi madre estaba enferma y tenía que cuidar de ella. La realidad era otra: la idea de pasar varios días lejos de Pilar me torturaba. Aun así, traté de convencerme de que un tiempo alejado me vendría bien, de que necesitaba distancia para poder pensar con claridad. Cuando llegó el viernes, le deseé un buen viaje con una sonrisa fingida. Me despedí de él, pero por dentro sentía una mezcla de alivio y vacío. Pensé que al menos este fin de semana sería tranquilo, sin la tentación constante que Pilar representaba. Aunque, siendo sincero conmigo mismo, ya me dolía pensar que no podría verla hasta la semana siguiente. Esa noche no pude dormir. Mi mente iba y venía, repasando lo que había sucedido entre nosotros en las últimas semanas. El modo en que Pilar se las arreglaba para atraparme en algún rincón de la casa, su forma de provocarme tremendas corridas. Intenté distraerme con tareas, cuidando de mi madre, pero todo me recordaba a ella.
El sábado por la tarde, justo cuando creía que podría mantenerme firme, el teléfono vibró en mi bolsillo. Un mensaje. Al ver el nombre en la pantalla, mi corazón se detuvo un segundo. Era Pilar. Con las manos temblorosas abrí el mensaje y me quedé sin aire al leerlo. Me invitaba a merendar en su casa esa misma tarde. Pero lo que realmente me dejó helado fue la foto que venía adjunta: ella, inclinada hacia la cámara, con la camisa entreabierta, mostrando sus tetas de manera descarada mientras sostenía un plato con un pastel. Sentí cómo mi polla reaccionaba de inmediato. Durante un instante, intenté resistir. “No, no puedo ir. Esto ya se nos está yendo de las manos,” me dije. Pero mis ojos volvieron a posarse en la foto. La sonrisa juguetona de Pilar, la forma en que la camisa apenas cubría sus pechos… Todo mi autocontrol se desmoronó. Una oleada de calor me recorrió de pies a cabeza y, casi sin darme cuenta, ya estaba escribiendo mi respuesta: “Voy para allá”.
En menos de diez minutos, estaba sobre mi bicicleta pedaleando como un loco hacia su casa. El viento frío de ese día golpeaba mi rostro, pero no lograba enfriar el fuego que sentía dentro. Pedaleaba con urgencia, como si no pudiera esperar ni un segundo más para llegar. Mientras me acercaba, mi cabeza no dejaba de dar vueltas. Sabía que esto era una locura, que me estaba metiendo en algo del que probablemente no podría salir sin consecuencias. Pero en ese momento, no me importaba. El deseo era más fuerte que cualquier pensamiento racional. Giré la última esquina y vi la casa de Borja. Sentí un nudo en el estómago. “Esta vez estaremos solos,” pensé, con una mezcla de ansiedad y nerviosismo que me hizo acelerar el pulso. Frené en seco frente a la puerta y respiré hondo, intentando calmarme. Sabía que lo que pasara esta tarde cambiaría todo, pero en ese instante no podía detenerme. Apreté el timbre con la mano temblorosa y esperé, mi corazón martilleando mientras aguardaba a que la voz de Pilar me invitara a entrar. Llevaba un vestido corto, ajustado, que apenas le llegaba a la mitad de los muslos. Cada paso que daba parecía estudiado para llamar mi atención, y lo lograba.
—Siéntate, voy a por la merienda —me dijo con una sonrisa traviesa antes de desaparecer en la cocina.
Sentado en el sofá, no podía evitar sentir cómo el pulso me golpeaba en las sienes. Sabía lo que estaba a punto de pasar, pero eso no aliviaba mis nervios, y ni mucho menos las dudas de si estaría a la altura. Al contrario, me sentía al borde de la locura, como si el deseo y la anticipación me estuvieran desgarrando por dentro. Pilar no era simplemente la madre de mi amigo. Era esa mujer de figura prohibida, inalcanzable, que se había convertido en una obsesión para mí. Y ahora, todo lo que había fantaseado sobre cómo me estrenaría con una mujer, todo lo que había soñado en las noches en vela, estaba a punto de ser superado por la realidad. Regresó al poco rato con una bandeja en las manos, pero no la dejó en la mesa de inmediato. Se acercó lentamente, dándome la espalda mientras se inclinaba hacia adelante, y al hacerlo, dejó que su vestido subiera lo justo para regalarme una visión perfecta de su culo. Tragué saliva, con los ojos fijos en ella, sin poder desviar la mirada de su muñido coño. Me di cuenta de inmediato. Esa ropa interior… era la misma que había encontrado en el cesto de la ropa sucia aquella vez, cuando no pude resistirme a tocarla. Mis manos comenzaron a sudar. Pilar lo notó, claro que lo notó, y girándose lentamente, me miró con esa sonrisa de quien sabe perfectamente lo que está haciendo.
—¿Te resulta familiar? —preguntó mientras sus ojos brillaban de picardía.
Titubeé. No sabía qué decir, ni cómo reaccionar. Sentí que la boca se me secaba.
—Sí… —murmuré, apenas audible.
Ella rio suavemente, una risa que no era inocente en lo más mínimo. Se mordió el labio inferior antes de hacer algo que no esperaba en absoluto. Sin romper el contacto visual, se deslizó las braguitas por las piernas y, sin dudarlo, me las lanzó con un movimiento suave, casi juguetón.
—Ahí las tienes… —dijo, con una malicia que me hizo arder por dentro—. O, si prefieres, puedes ver cómo me veo sin ellas.
Mi mente explotó. ¿Cómo iba a resistirme después de eso? Las palabras se me quedaron atrapadas en la garganta. Me acerqué a ella, casi sin pensar. Pilar se sentó en el sofá frente a mí, sus piernas entreabiertas, invitándome sin necesidad de decir más. Sabía que había cruzado una línea hace mucho tiempo, pero en ese momento, ya no me importaba. Me incliné hacia ella, con el pulso acelerado, y comencé a besar sus muslos, subiendo poco a poco, hasta que encontré su coño. Su respuesta a mi lengua fue inmediata. Pilar gimió, y cada sonido que salía de su boca era como una chispa que encendía mi deseo aún más. Mis manos temblaban mientras mis dedos la exploraban, mis labios se movían con torpeza, pero ella me guiaba con sus susurros, me alentaba a seguir. Sentía cómo su cuerpo se tensaba, cómo cada movimiento mío provocaba una reacción en ella. Estaba completamente bajo su control, y no me importaba en lo más mínimo.
—Sigue… no pares… —murmuraba entre suspiros, mientras sus manos se enredaban en mi cabello.
La habitación se llenó de sus gemidos, de su respiración acelerada, de ese calor asfixiante que hacía que todo a mi alrededor desapareciera. Solo estábamos ella y yo. Pilar se retorció ligeramente, arqueando su espalda cuando alcanzó el orgasmo, y solo entonces me dejó apartarme, mi corazón latiendo con fuerza, mi cabeza dándome vueltas. Pero no había terminado. Pilar, aún con la respiración agitada, se levantó quitándose su vestido despacio y se arrodilló frente a mí, con una sonrisa satisfecha en los labios. Sabía exactamente lo que iba a hacer, y yo no podía esperar más. Mis manos aún temblaban cuando ella comenzó a desabrochar mis pantalones, y en cuestión de segundos, tenía mi polla a su merced. Sentí su boca, cálida y suave, envolviéndome, llevándome al borde de la locura una vez más.
—Tranquilo… no hay prisa —me susurró, mientras metía mi falo entre sus tetas, sus movimientos me llevaban cada vez más cerca del límite.
Intenté resistir, prolongar el momento, pero era imposible. Pilar sabía lo que hacía. Cada caricia, cada gesto, cada movimiento era preciso, calculado para arrancarme el control. Y cuando pensé que no podía más, ella se detuvo.
— Esta vez no me vas a dejar con las ganas — dijo subiéndose encima de mí.
Me besaba, ofreciéndome sus tetas y cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente agarro mi polla, guiándola hasta su mojado coño dejándose caer.Comenzó a moverse lentamente, sus caderas dictando el ritmo. Sentía su piel contra la mía, el calor de su cuerpo, el sonido de su respiración cada vez más acelerada. Estábamos completamente sincronizados, nuestros cuerpos se movían como uno solo.
—¿Te gusta así? —susurró al oído, mientras aceleraba el ritmo.Yo solo podía asentir, completamente dominado por el placer que me consumía— follame tu ahora… — dijo ella levantándose.
Se tumbó al borde del sofá, abriendo sus piernas me ofrecía su mojado coño. Yo me acerque, agachándome lleve mi polla hasta la entrada y haciendo un poco de presión entro completamente en su interior. Me movía pausadamente, deleitándome en el tacto de su coño envolviéndome.
— Mas fuerte… follame… rápido… — gemía Pilar.
Empecé a moverme más rápido, de forma algo descordinada, pero pronto empecé a coger el ritmo. Centrado en el movimiento de sus tetas, intentaba centrarme en no correrme, tratando de alargar aquel momento. Pilar se incorporó tomando mi cintura y me pego a ella lo más que pudo.
— Ufff…ufff… me corro Salvador… me corro— gimió hasta que su voz se perdió en un suspiro.
Pensé que ya íbamos a terminar, pero Pilar no había acabado conmigo aún, aún tenía una sorpresa más para mí.
— Espera… vamos a probar otra cosa… — dijo sacándose mi polla del coño. Mordiéndose el labio inferior empezó a frotar mi glande hasta que lo coloco en la entrada de su culo — empuja… Salvador… empuja…
Yo hice lo que me pidió estupefacto, me iba a estrenar por todo alto. Fui empujando poco a poco y de forma sorprendente, antes que pudiera darme cuenta tenía mi polla enterrada completamente en su culo.
— Mmm… se siente diferente… — suspire al sentir como las paredes de su recto se amoldaban perfectamente.
— ¿Te gusta? — me preguntó Pilar mientras se acariciaba.
— Si… — suspire de nuevo.
— Pues dale Salva… follame bien el culo… mmm… que rica polla tienes…
Empecé a mover rítmicamente, metiéndosela todo lo que podía mientras ella impregnaba mi pubis con sus fluidos. No tardaría mucho en terminar, ese culo me succionaba la polla con fuerza cuando ella lo apretaba.
— Pilar… creo que me voy a correr…
— Noooo… todavía no… — dijo agarrándome de mi cintura, sin dejar que me saliera hasta que me empujó suavemente hacia atrás, sacando mi polla de su culo, Se giró y se arrodillo apoyándose en el sofá, ofreciéndome su culo abierto de nuevo.
—Esta es mi posición favorita —dijo con una sonrisa—. Vamos, hazlo. Métemela en el culo otra vez— me pidió mientras con sus manos abría los cachetes de su culo, ofreciéndome el camino hasta su esfínter.
Me acerqué a ella, mis manos recorrieron la piel de su suave culo mientras coloqué mi glande en su ano, que se abrió sin resistencia al paso del resto de mi polla. Esta vez, el placer fue aún más intenso, más crudo. Iba aumentado la fuerza de las embestidas paulatinamente, pendiente de que fuera placentero para Pilar. Sin embargo, ese culo parecía no tener limite, a más fuerte le daba más pedía ella.
— Oh dios… oh dios… así, así… follame fuerte Salva… revienta mi culo… que gustoooo… — era lo que repetía continuamente.
Pero yo ya había llegado al límite, y dejando polla todo lo profundo que pude, mis huevos empezaron a descargar mi corrida en su interior.
— Mmmfff… Pilar… — gemí mientras seguía empujando mi polla, escupiendo mi tibia leche en su recto.
— Ahhhh… que ricoooo… como siento tu leche… asiiii lléname toda — me pedía ella moviendo su cabeza de un lado a otro.
Cuando finalmente mi polla perdió su dureza, su culo la escupió, ambos nos estremecimos, jadeando, completamente agotados.
El sonido del teléfono de Pilar rompió el hechizo. Contestó con calma, pero vi cómo su rostro cambiaba de inmediato.
—Vístete rápido —dijo apresurada—. Borja ha tenido un contratiempo y está de vuelta. No tardará en llegar.
Me vestí lo más rápido que pude, aún aturdido por todo lo que acababa de pasar. Pilar me dio un último beso, tierno y húmedo, antes de que saliera de la casa corriendo. Mientras pedaleaba de vuelta a casa, mi corazón aún latía con fuerza, y mi mente seguía atrapada en cada detalle de lo que acababa de suceder. Sabía que estaba completamente perdido en los encantos de la caliente Pilar.
EPÍLOGO
—¿Ya se ha ido? —pregunté, con la voz susurrando, al entrar en el salón con cautela.
—Sí, cariño —respondió mi madre, con su voz suave y cálida, mientras se ponía a cuatro patas me miraba desde el sofá.
Di un par de pasos hacia ella, viendo como apretaba su culo, guardando con recelo su tesoro.
—¿Qué tal ha ido? — pregunté, acariciando los cachetes de su culo.
Mi madre sonrió, una sonrisa que irradiaba satisfacción, pero también una pizca de culpa.
—Increíble, hijo —respondió, con un brillo en los ojos—. Ha sido increíble, me ha llenado completamente, pero…
Se detuvo, su mirada se desvió un instante hacia el suelo, y luego me miró con una sombra de preocupación.
—…Me siento un poco mal ocultándole la verdad a Salva. Es un buen muchacho
Me acerqué más, llevando mi dedo a su ano. Su preocupación era palpable, pero sabía que no teníamos otra opción. Haciendo un poco de presión mi dedo entró suavemente.
—Bueno, mamá, no creo que se queje con la recompensa que está recibiendo —dije, intentando sonar convincente mientras seguía hurgando en su culo —. Además, sabes que es la única manera. La única manera de que te follemos entre dos, tiene que ser alguien de confianza.
Sus ojos se encontraron con los míos y, aunque seguía dudando, me dedicó una sonrisa lasciva, de esas que siempre lograban ponerme cachondo.
Saqué mi dedo y en ese momento su culo empezó a escupir la corrida de mi amigo Salva, sentí la necesidad de capturar esa imagen. Saqué el móvil de mi bolsillo y tomé varias fotos antes de empezar a grabar.
— Vamos mama, empuja, suelta toda la corrida — le pedí acercando mi móvil a su ojete.
— Ay Borja, hijo. Que cosas me haces hacer… ahhh… — suspiro mi madre mientras dejaba caer otro reguero de leche hasta su coño.
Sin dejar de grabar, me senté y me bajé los pantalones. Mi polla estaba dura como una piedra, todo aquello me tenía demasiado cachondo. Por su parte mi madre sin tener que decirle nada empezó chupármela.
— Así mama… chúpamela… mira a la cámara. Me encanta la cara de puta que pones mientras le chupas la polla a tu hijo.
— Si cariño, soy una puta a la que le encanta la polla de su hijo — confesó mi madre mientras su lengua iba desde mis huevos hasta el glande.
— ¿Que polla te gusta más? ¿La de Salva o la mía? — le pregunté.
— La tuya hijo… además a Salva no puedo hacerle esto sin que se corra en segundos — y dicho esto se tragó con facilidad la mitad de su polla y el resto lo fue acomodando lentamente en su garganta.
No podía culpar a mi amigo, mi madre era una autentica experta come pollas y ya llevaba casi un año comiéndomela casi a diario. Sabia como me enloquecía que me hiciera eso y que luego yo agarraría su cabeza para follarme su boca. Atraía su cabeza hacia a mí, sosteniendo con la otra mano el móvil y movía mis caderas para llevar más profundo mi polla.
— Agggg… aggg… — era lo único que farfullaba mi madre entre toses y arcadas.
Cuando estaba a punto de correrme la solté, ella como un resorte se echó hacia atrás, abriendo su boca en busca de aire. Fue cuando aproveche para levantarme y derramar toda mi corrida sobre su cara. Me encantaba correrme en su cara, como cerraba los ojos instintivamente cuando el semen impactaba en sus mejillas, mientras sacaba su lengua en busca de un sorbo. Se encargó de lamerlo todo mientras yo seguía grabando todo.
— Eso es mamá… todo va según lo planeado… mfff… en breve vas a estar empalada por dos jóvenes, con una polla en cada agujero — eso pareció ponerla cachonda pues volvió a tragarse mi polla de nuevo con ansias.
No podía tardar mucho más en revelar el secreto a Salva, el primer paso estaba dado, pero faltaban aun algunos flecos, detalles por pulir.
— Mamá, a mitad de semana te las tienes que ingeniar para follarte de nuevo a Salva.
— Lo que tu digas, hijo — dijo ella aun arrodillada, sacándose mis huevos de la boca.
FIN.
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