El sol de la mañana acariciaba la nuca de Felisa mientras colgaba las sábanas al viento. El jardín trasero olía a jabón fresco y a las flores que cuidaba con esmero. Las manos de Felisa se movía mecánicamente, pero su mente estaba lejos, en ese espacio difuso entre el deber y el deseo. Cada vez que el viento movía las sábanas, le parecía vislumbrar una sombra al otro lado de la valla. ¿Será él? El corazón le latía más rápido, como si los cincuenta años que llevaba a cuestas se desvanecieran por un instante.
—Buenos días, Felisa. —La voz de Carlitos, fresca y juvenil, la sobresaltó.
Ella giró lentamente, fingiendo una calma que no sentía. El muchacho estaba allí, subido encima de la valla, con esa sonrisa que le hacía sentir al mismo tiempo poderosa y vulnerable. Llevaba el torso desnudo, el sudor brillaba sobre su piel bronceada.
—Carlitos… ¿No deberías estar estudiando? —dijo, intentando que su voz no delatara el temblor que sentía por dentro.
Él se encogió de hombros, desafiante.
— También hay que tomarse un descanso, ¿no? Además… — dijo bajando la voz — tú también te mereces un descanso.
Felisa sintió un escalofrío. Sabía lo que venía después, ese juego peligroso que ambos mantenían desde hacía semanas. Cada palabra suya era una invitación a romper su moralidad, cada mirada, provocaba una corriente eléctrica que erizaba su piel.
—No sé de qué hablas —murmuró, aunque sus ojos decían lo contrario.
Carlitos saltó la valla con agilidad felina, aterrizando frente a ella. El aire entre ellos se volvió denso, cargado de algo que ambos reconocían perfectamente.
—Siempre haces esto —dijo él, acercándose—. Finges que no quieres nada, pero yo sé la verdad.
—¿Y qué sabrás tú? —replicó Felisa, aunque su respiración se aceleró cuando él la tomó por su cadera.
—Sé que esperas a que tu marido se vaya para asomarte al jardín. Sé que te gusta cómo te miro. — Sus dedos trazaron círculos en su cintura, despacio.
Felisa cerró los ojos por un instante. ¿Qué estoy haciendo? Se repetía la pregunta cada mañana, pero la respuesta siempre la llevaba de vuelta a él. A sus impertinentes dieciocho años, a su audacia, a la forma en que hacía arder su cuerpo con solo una mirada.
—No deberíamos… —empezó a decir, pero las palabras se le atragantaron cuando Carlitos le acarició el culo.
—¿Por qué no? —susurró él, acercando sus labios a su oído—. Tú quieres esto tanto como yo.
Ella tragó saliva. Era verdad. Lo quería, aunque el remordimiento la acechara después. Lo quería, aunque supiera que era un error.
—Carlitos… — susurró, su voz era apenas un hilo—. Esto no puede seguir así.
Él se rio, un sonido siniestro que le erizó la piel.
—¿Así cómo? No todo tiene que preocuparte. A veces… solo hay que vivir el presente.
Felisa lo miró, perdida en esos ojos oscuros que parecían conocerla mejor que ella misma. Por un momento, se sintió joven otra vez, deseada, viva.
—Eres un demonio — susurró, pero ya no había reproche en sus palabras, solo rendición.
Carlitos sonrió, victorioso, y cerró la distancia entre ellos. Sus manos, fuertes y juveniles, se apretaron prietas nalgas de Felisa con una fuerza que le cortó el aliento. El roce de sus dedos a través de la tela delgada del vestido le quemaba la piel.
—Dios… —murmuró ella, pero no hubo tiempo para más.
Los labios del joven encontraron su oreja, mordiéndola, provocando una sensación entre dolor y placer que la hizo estremecerse.
—Quiero ver ese culo tuyo, Felisa —susurró, con su voz cargada de una obscenidad que debería avergonzarla, pero que, en cambio, le encendió el coño —. Quiero oír cómo gritas cuando te lo rompa.
Ella sonrió, emitiendo un gemido bajo y nervioso, pero sus ojos no mentían.
—Sí… pero aquí no —respondió, sabiendo que caería una vez más, que se convertiría en el objeto sexual de su vecino otra mañana más.
Carlitos no era de los que pedían permiso. La empujó desde atrás, hacia la casetilla de la lavadora, un espacio estrecho, íntimo, donde el calor de sus cuerpos se multiplicaba. La puerta se cerró de un golpe detrás de ellos, sumiéndolos en una penumbra.
—Aquí nadie nos ve —murmuró él, y antes de que ella pudiera responder, su boca se selló sobre la suya.
No fue un beso tierno, ni lento. Fue una muestra de su lascivia. Su lengua invadió la boca de Felisa, jugando con la de ella, retorciéndose en un baile húmedo y obsceno. Los sonidos de sus salivas mezclándose resonaban en el pequeño habitáculo. Felisa sintió cómo el vestido se deslizaba por sus hombros, dejando al aire sus tetas, grandes, algo caídas, que ahora temblaban bajo el aliento de Carlitos.
—Joder… —gruñó él, admirando, como si fuera la primera vez que los veía—. Que pedazo de tetas tienes Felisa.
Sus manos no perdieron tiempo. Las apretó, las amasó con una fuerza que rozaba lo doloroso, pero que a ella solo le provocaba gemidos.
—Sí… así… —murmuró, arqueándose hacia él.
Carlitos no necesitó más invitación. Bajó la cabeza y tomó uno de sus pezones entre sus labios, lamiéndolo con lentitud deliberada antes de chuparlo con fuerza. Felisa ahogó un grito, con los dedos enredándose en su pelo.
—Más… —suplicó, y él la complació.
Mordisqueó, tiró, jugó con sus pezones hasta que estuvieron hinchados y sensibles. Luego, sin previo aviso, le dio una palmada en el pecho, el sonido seco cortando el aire.
—Te gusta que te traten como una puta, ¿eh? —preguntó, la voz cargada de provocación.
Ella no lo negó. No podía.
—Sí… —jadeó—. Me gusta.
Carlitos sonrió, salvaje, victorioso.
— Así me gusta, que lo reconozcas.
La mano de Carlitos deslizó con firmeza hacia la entrepierna de Felisa, deteniéndose justo donde el calor era más intenso, donde el deseo se volvía evidente.
—¿Te afeitaste el coño como te pedí? —preguntó, con los dedos ejerciendo una presión ligera, suficiente para hacerla contener la respiración.
Ella asintió, un sí apenas audible que se convirtió en un suspiro cuando sus dedos comenzaron a trazar círculos sobre la tela de sus bragas, ya húmeda.
—Quiero verlo —ordenó, con la voz baja pero cargada de autoridad—. Quítatelas.
Felisa no lo pensó dos veces. Con movimientos torpes por la urgencia, se deshizo de la última prenda que la separaba de él, dejando al descubierto su piel recién rasurada, suave como la seda bajo la luz tenue de la caseta, haciendo brillar ligeramente sus sinuosos labios vaginales humedecidos. Carlitos se agachó, estudiándola con una mirada que la hizo sentir hasta incomoda.
—Mierda… —murmuró, pasando los dedos por su piel, admirando cada poro — Está perfecto.
Ella tembló bajo sus caricias, pero no tuvo tiempo de procesarlo antes de que Carlitos la levantara con facilidad, sentándola sobre la lavadora. El metal frío contra sus nalgas desnudas la hizo estremecer, pero el calor de su cuerpo era mayor.
—Ábrelas —instó, sujetando sus rodillas con firmeza, separándolas sin prisa.
Felisa obedeció, sintiendo el aire rozar su coño, ahora completamente expuesto ante él. Carlitos no perdió tiempo. Un dedo, luego dos, se deslizaron por su raja, recogiendo la humedad que ya no podía ocultar.
—Dios… —murmuró, frotando con pereza—. Estás empapada. ¿Todo esto por mí?
—Sí… —jadeó Felisa, arqueándose hacia su mano—. Todo por ti.
Él sonrió, malicioso, disfrutando de su desesperación.
—Qué puta eres , si te viera ahora tú marido…—susurró, acercando su nariz — Que rico hueles.
Felisa no pudo más.
—Por favor… —suplicó, la voz quebrada—. Cómemelo.
Carlitos no necesitó que se lo pidiera dos veces. En un instante, su boca estaba sobre ella, su lengua trazaba un camino lento pero implacable desde su entrada hasta el clítoris, que palpitaba bajo sus lamidas.
—Ah… Carlitos… —gimió Felisa, con los dedos enredándose en su pelo, empujándolo más contra ella.
Él respondió con un gruñido, hundiendo la lengua dentro de ella antes de succionar con fuerza, alternando entre lamidas largas y movimientos circulares que la hicieron nublar la vista. Sus dedos se unieron a la húmeda fiesta, entrando y saliendo con un ritmo que coincidía con el de su lengua, llenándola, estirándola, llevándola al borde del orgasmo una y otra vez.
Felisa lo miró entonces, encontrando sus ojos oscuros fijos en ella, observando cada una de sus expresiones mientras la devoraba a ella. Esa mirada fue suficiente.
—Voy a… —intentó decir, pero las palabras se ahogaron en un gemido cuando el orgasmo la golpeó, sacudiéndola desde las puntas de los pies hasta lo más profundo de su vientre.
Carlitos no se detuvo, bebiendo sus fluidos en cada espasmo, cada temblor, hasta que ella, exhausta, lo empujó suavemente.
—Joder… —jadeó, el pecho subiendo y bajando con fuerza—. Eres… increíble.
Él se limpió la boca con la mano, esa sonrisa arrogante de vuelta en sus labios.
—Ya se que te gusta, mira como estás de mojada — dijo dándole una ultima caricia a su sensible coño.
Carlitos se irguió, el sonido del cinturón al desabrocharse resonó en el pequeño espacio de la caseta. Se bajó el pantalón y el bóxer de un tirón, liberando su polla erecta que ya palpitaba de impaciencia.
—¿Sabes lo que viene ahora, verdad? —preguntó, mientras su mano recorría su tronco bajo la atenta mirada de Felisa.
Ella, aún jadeando por el orgasmo reciente, lo miró de abajo arriba. No hacía falta responder. Lo sabía. Lo quería.
Con movimientos lentos pero seguros, se deslizó de la lavadora hasta arrodillarse frente a él. El suelo de cemento era áspero bajo sus rodillas, pero sus sentidos estaban puestos en él.
—Dios mío… —murmuró, admirando el tamaño y la tensión de su miembro—. Nunca deja de impresionarme.
Sus palabras no eran solo adulación. Había algo casi intimidante en cómo se erguía frente a ella, como si su juventud y virilidad se materializaran en esa carne dura y venosa. Carlitos no dijo nada, pero el brillo en sus ojos delataba su orgullo. Felisa no lo hizo esperar más. Cerró los labios alrededor de la cabeza, saboreando el gusto salado del líquido que ya empezaba a rezumar, antes de hundirse más, dejando que su garganta se ajustara a su grosor.
—Así… —gruñó él, los dedos apretándose en su pelo—. Más hondo.
Ella obedeció, trabajando con la boca y las manos, alternando entre succiones profundas y lamidas largas desde la base hasta la punta. La saliva le corría por la barbilla, mezclándose con el líquido que emanaba de él, creando un sonido húmedo y obsceno que reverberaba en la caseta.
—¿Te gusta? —preguntó entre pasadas, su lengua deslizándose ahora hacia abajo, explorando su escroto con una devoción que lo hizo gruñir.
—Joder, Felisa… — dijo en un suspiro —. No pares.
Ella sonrió internamente y redobló sus esfuerzos, llevando la cabeza casi hasta casi su esófago mientras su boca descendía hasta la base. Las arcadas llegaron, inevitables, pero ella no se detuvo. Las lágrimas asomaron en las comisuras de sus ojos, pero solo apretó los dedos en los muslos de Carlitos y continuó, sabiendo que su incomodidad solo alimentaba el placer de él.
—Sí, así… así… —Carlitos empezaba a perder el ritmo de su respiración, sus caderas se movían, buscando más profundidad, más calor.
Felisa lo sentía acercarse, ese momento en que su cuerpo se tensaría antes de soltar todo su corrida en su boca. Ansiaba ese sabor, esa recompensa… Pero entonces, de repente, Carlitos la apartó con un gesto brusco.
—Todavía no —jadeó, los músculos del abdomen temblando de esfuerzo—. No he terminado contigo.
Ella lo miró, confundida, con los labios brillantes y hinchados.
—¿Qué…?
Pero no hubo respuesta. Solo acción.
Carlitos la levantó como si pesara nada y la giró, doblando su cuerpo sobre la lavadora en una posición que la dejó completamente expuesta, vulnerable.
—Esta vez —susurró, alineándose contra su coño, aún más empapado que antes — vas a sentir cada centímetro.
Y entonces, sin más preámbulos, la empujó contra el metal y se hundió en ella de un solo golpe.
La lavadora temblaba bajo el peso de sus cuerpos, bajo las fuertes embestidas. Felisa se aferraba al electrodoméstico con fuerza, con sus nudillos blancos, mientras Carlitos la embestía desde atrás con una furia que la hacía gritar.
—¡Dios, Carlitos! ¡Así! ¡Más fuerte! —gemía, las palabras se entrecortaban con cada embestida que la empujaba contra la máquina.
Sus pechos colgaban, balanceándose descontrolados con cada movimiento brusco, sus pezones rozaban la fría superficie lisa de la lavadora. Carlitos agarraba sus caderas con fuerza, sus dedos se hundían en su madura carne, marcándola.
—Te gusta que te folle como una perra, ¿eh? —gruñó, acelerando el ritmo, las nalgas de Felisa chocando contra sus muslos con un sonido seco y repetitivo.
—¡Sí! ¡Sí, me encanta! —respondió ella, volviendo la cabeza para mirarlo, los labios entreabiertos, los ojos vidriosos de placer—. La tienes tan grande… tan dura…
Carlitos sonrió, arrogante, y de pronto detuvo sus movimientos.
—Ven aquí —ordenó, sentándose en una silla de plástico que había en un rincón.
Felisa, jadeante, obedeció. Se giró y, con movimientos torpes, se montó sobre él de espaldas, guiando su miembro hacia su interior con una mano.
—Mierda… —suspiró al dejarse caer sobre él, sintiendo cómo la llenaba por completo.
—Muévete —exigió Carlitos, con las manos posándose en sus caderas.
Felisa comenzó a cabalgar, lenta al principio, luego con más fuerza, levantándose casi por completo antes de dejarse caer de nuevo. Sus pechos rebotaban con cada movimiento, y ella no pudo evitar agarrárselos, apretándolos, pellizcando sus pezones ya sensibles.
—Así… así… —murmuraba, perdida en el placer que su joven vecino le proporcionaba.
Carlitos no estaba satisfecho.
—Más rápido —ordenó, y una mano se alzó para darle una cachetada seca en el culo que resonó en la caseta.
—¡Ah! —gritó Felisa, pero no se detuvo.
Al contrario, aceleró, las caderas moviéndose frenéticas, los músculos de sus muslos le ardían por el esfuerzo.
—Eso es… —Carlitos la animaba, las manos ahora en su cintura, ayudándola, empujándola hacia abajo cada vez que ella se levantaba—. Sabía que podias hacerlo mejor.
Felisa intentó seguir, lo intentó con todas sus fuerzas, pero sus piernas ya no respondían.
—No… no puedo más… —jadeó dejándose caer completamente, con el cuerpo temblando de agotamiento.
Pero Carlitos no estaba dispuesto a darle descanso, con un movimiento fluido, la levantó de su regazo, tiró una toalla que había por allí y la arrodilló en el suelo frente a él.
Felisa no necesitó instrucciones, ya sabía que iba a querer Carlitos. Con los brazos hacia atrás, se agarró los cachetes de su culo, separándolos, exponiendo su ano por completo.
—Siempre sabes lo que quiero —murmuró Carlitos, pasando un dedo por su ojete —. ¿Estás lista?
Ella asintió, ansiosa.
—Por favor…
Carlitos no la hizo esperar y escupió en su ano. El líquido cálido resbaló por su arrugada piel, antes de presionar con un dedo, introduciéndolo lentamente.
—¡Ah! —Felisa arqueó la espalda, pero no se quejó.
—Relájate —ordenó él, trabajando con cuidado, añadiendo un segundo dedo, estirándola—. No quiero lastimarte… mucho.
Felisa gimió, eran sonidos de placer, pero también de dolor.
—Carlitos… por favor… suave —suplicó.
Él no escuchó, hundiendo sus dedos hasta los nudillos. Los movía en círculos, estirando su culo para lo que vendría después. El momento que Felisa sabía que más excitaba a Carlitos había llegado. Se estremeció cuando sintió el glande de su joven amante moviéndose en círculos lentos y deliberados alrededor de su estrecho orificio, ya lubricado por sus dedos y saliva.
—Por favor… despacio… —suplicó Felisa, conteniendo la respiración mientras sus dedos buscaban algo a lo que aferrarse, pero solo encontró el borde de la toalla.
Carlitos se detuvo un instante, su voz sonó cargada de una mezcla de burla y dominación.
—¿Acaso no te gustó las veces anteriores? —preguntó mientras, desafiante, empujaba su miembro con firmeza contra su resistencia muscular.
—¡Sí! ¡Dios, sí! —gritó Felisa en respuesta, con el dolor inicial mezclándose con ese placer que la hacía enloquecer.
—Entonces déjame hacerlo a mi manera —ordenó Carlitos con voz dominante—. Ábrete más. Usa tus manos.
Obedeciendo, Felisa empinó su trasero lo más que pudo, separando aún más sus cachetes con ambas manos, ofreciéndose por completo. Carlitos no podía evitar admirar la vista, su ano rosado y tembloroso, ahora dilatándose gradualmente para recibirlo.
—Así… muy bien… —murmuró mientras comenzaba a empujar con una paciencia que contrastaba con su usual impetuosidad—. Ya casi… ahí está…
Felisa sintió cómo su cuerpo cedía milímetro a milímetro, hasta que, con un último empujón, los pelos del pubis del joven chocaron suavemente contra sus nalgas.
—Mierda… duele… —quejó Felisa entre dientes, los ojos cerrados con fuerza, las uñas clavándose en sus propias nalgas.
Carlitos se detuvo, pero no se retiró.
—¿Quieres que lo saque? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
Felisa negó con la cabeza, con los labios apretados. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro del joven. Comenzó a moverse entonces, con embestidas cortas y precisas, sintiendo cómo el recto de Felisa se adaptaba gradualmente a su polla.
—Relájate… —susurró al oído de ella mientras una mano se deslizaba hacia su entrepierna, encontrando su clítoris hinchado—. Mira cómo de mojada estás… Te encanta esto.
Los quejidos iniciales de Felisa se transformaron poco a poco en gemidos y suplicas.
—Carlitos… no pares… — pidió, arqueándose hacia atrás para encontrarse con sus empujes.
El joven no necesitó más invitación. Sus movimientos se hicieron más fluidos, más profundos, hasta que la paciencia inicial dio paso a una necesidad animal.
—Joder, Felisa… vaya culo apretado que tienes… —gruñó, agarrando sus caderas con fuerza.
De pronto, sin previo aviso, Carlitos se retiró por completo. Su culo hizo un sonido de vacío, dejando a Felisa con la sensación de tener la polla dentro aún y jadeante.
—¿Qué… qué haces? —protestó ella, volviendo la cabeza para mirarlo con ojos desconcertados.
Carlitos no respondió. En cambio, admiró con deleite cómo su ano permanecía momentáneamente abierto, observando las paredes internas aún palpitando.
—Esto —dijo simplemente antes de clavarse en ella de un solo golpe.
—¡Ahhh! —El grito de Felisa resonó en la caseta, está vez de dolor. Pero un dolor que le encantaba.
Carlitos repitió el juego varias veces, salidas rápidas para admirar su obra, seguidas de entradas brutales que hacían temblar las nalgas de Felisa. Cada vez, su ano se abría un poco más, mostrando más de su interior, hasta que finalmente Carlitos decidió quedarse enterrado en ella y comenzar una follada frenética. Ella no se movió ni un milímetro de su posición, aguantando el dolor en su culo y de sus rodillas que se aplastaban contra el duro suelo.
—¡Sí! ¡Así! ¡Fóllame el culo! —gritaba Felisa, completamente perdida en la follada que le daba el joven, la saliva escaba de su boca entreabierta, con los ojos en blanco.
Carlitos, sudoroso y jadeante, sintió que el orgasmo se acercaba.
—Dime… dime dónde quieres que me corra —exigió, sus músculos se tensaban.
—¡Dentro! ¡En mi culo! —respondió Felisa sin dudar—. ¡Quiero sentir tu leche en mis tripas!
Carlitos no pudo resistirse. Con unos últimos movimientos salvajes, se hundió hasta el fondo y explotó, su semen caliente llenó el interior de Felisa, empujado aún más con cada pulsación. Ella, a su vez, alcanzó un nuevo orgasmo, su cuerpo convulsionaba bajo él, los músculos del ano apretaban su palpitante polla como un puño.
Finalmente, Carlitos se retiró, tomándose un instante para admirar cómo su semen comenzaba a gotear del ahora dilatado culo de Felisa.
—Mira qué bien has quedado… —murmuró satisfecho — debería hacerte una foto y enviárselo a tu marido — dijo riendo sarcásticamente — Que aprenda como debe tratar a una mujer como tú.
Felisa, aún arrodillada y jadeante, no dudo en girarse y limpiar la polla que colgaba ahora medio flácida.
—Eres increíble… mi joven semental… —susurró después de darle una última y sonora chupada a su glande.
Carlitos la ayudó a levantarse con suavidad, y ella, recuperando el aliento, se abalanzó sobre su boca.
Una vez vestidos, Carlitos se dirigió hacia la valla —Hasta mañana, Felisa — dijo antes de saltar, se detuvo y, con una sonrisa pícara.
Ella lo vio desaparecer tras la valla, sonriendo mientras volvía a tender la ropa. El ardor persistente en su ano y sus rodillas enrojecidas eran un recordatorio delicioso de su sumisión total, de su entrega absoluta al deseo de su joven vecino.
FIN