Amar el odio III

Todos Santos es un pueblito que colinda con el Océano Pacífico, su cielo y su alma están atravesados por el Trópico de Cáncer, eso, según se dice, da a la población un aire místico, privilegiado, latente de una energía muy profunda. De los hechos más conocidos en el mundo de Todos Santos es que ahí queda el famoso Hotel California, hoy en venta, donde los Eagles a punta de Trópico de Cáncer y hierba, cayeron en un hechizo que les hizo crear su clásico moderno. No sería raro entender en el tipo de trance en que cayeron, pues el clima templado de Todos Santos invita a la desnudez, el manto celeste es en realidad una infinitud de estrellas, sus palmeras siempre lucen como humanos embrujados y como tales te miran. La tierra es desértica y al igual que en toda la península, desierto y mar se cortejan todo el tiempo. Las olas del Pacífico son tan rudas, que las playas de Todos Santos y de Pescadero son óptimas para surfear. Su gente es, o era, tranquila, alegre, gustosa de poner apodos a la gente. A mi me dio risa que me bautizaran Negro, como mi peludo amigo del crucero.

Sin embargo el pueblo no es como antes, hay factores que han venido a poner turbio el ambiente que años atrás era verdaderamente rústico. La Baja es bella por naturaleza, en realidad es poco humilde en mostrarse, y por lo tanto su piel, es decir, sus arenas, son muy deseadas. Como tierra árida que es, no produce demasiados cultivos. En México se creó, allá a principios de nuestro derecho moderno, una figura que llamaron ejido. El ejido era una tierra protegida por el gobierno, quien la repartía, evitando que hubiera terratenientes de grandes extensiones. El procedimiento era, así a grandes rasgos, y para no cansar a nadie, un grupo de gentes pobres que se asentaban en un pedazo de tierra y elevaban luego sus lloriqueos al gobierno, sollozando que la tierra es de quien la trabaja, que ellos merecían el terruño donde vivían. El gobierno mexicano, que gustaba de lucir paternalista y bonachón repartiendo lo que no era suyo para luego no apoyar en nada, se vestía de héroe dotando a la gente de tierras. Una particularidad del ejido era que no podía venderse, podía heredarse, permutarse con otro ejidatario, pero no venderse. Eso detenía el robo de tierras.

Sin embargo, hay que imaginar a una mujer de piel fragante, a la que quisieras estar oliendo siempre; con pechos voluminosos y firmes, de esos cuyo peso desea uno cargar en las manos, con unos pezones que brillan solos como iluminados por una vela; de piernas largas y torneadas, blanquísimas, ideales para ser tomadas por los tobillos y abrirlas; su cabello largo y ondulado enmarcando un rostro hermoso; de grandes ojos que en su fondo encierran todo el misterio del Trópico de Cáncer, nariz respingada, boca carnosa, ideal para besar, para dejar besarse, comerse; con un cuello terso como para hincarle los dientes, su piel satinada y una cintura estrecha de la cual poder asirla con fuerza para sujetar las caderas bien fuerte mientras le clavas tu carne entre su sexo, más húmedo, más cálido, más estrecho que ninguno, con sabor a miel, con magia tensa; esa mujer es la obra más excelsa de Dios, es una fuente de felicidad, de experiencia, es la belleza encarnada, la gracia total; imaginemos bien a esa mujer.

Ahora imaginémosla que está a lado de un indio, un cabrón bajito que no nos importa si vive o se muere de hambre, un idiota que no sabe ni hablar, menos escribir, un hijo de puta que detesta trabajar, un pendejo del que creemos jamás saldrá la madera para saciar a nuestra bella dama, un simple ser humano que no tuvo más mérito que estar cerca de esta mujer en el momento adecuado en que ella pronunció las palabras «Soy tuya».

Pues bueno. La dama es La Baja, bella, única en el mundo, y el indio es el hombre peninsular. El mundo no soportó que la mujer tan deseada, tan provocativa, tan opulenta, perteneciera a un mugroso, torpe y pusilánime sujeto. Y poco importa lo que ese hombre sea en el fondo, lo hemos catalogado con toda arbitrariedad como un «mugroso, torpe y pusilánime sujeto». El mundo pareció concluir que un cabrón así no la merecía, y empezó la guerra por robarle su mujer. Y mientras el indio, que nunca comió en forma, flaco, desnutrido, defiende a su mujer por el frente, un hombre lobo extranjero aprovecha que descuida el culo de su mujer utópica y le clava la verga en pleno culo, cuando el indio se percata, corre detrás del hombre perro extranjero y lo intenta arrancar de su amada, pero esa distracción le cuesta que otro hombre bestia penetre a su mujer por la vagina, ahora los dos monstruos se la están cogiendo frente de él, y mientras el indio piensa a quién de los dos va a quitar primero, otro sujeto más le mete la verga a su amada en la garganta, y así, llegan y llegan más hombres para meterle su miembro a su mujer, la cual parece ya no sentir nada, ni ilusiones, ni orgasmos, ya no tiene tiempo de sentarse a ver el cielo, de correr por la playa, de comer una fruta, siempre están jodiéndola por todas partes, en cada mano una verga, otra en cada pié, una más en una axila, y el indio se ha acostumbrado a ello, y cree que la disfruta porque le pellizca un pezón mientras un americano le da por el culo mientras un italiano le lame el coño y un canadiense le vierte su semen en la lengua, pero el indio tranquilo, ha querido creer que no son ellos quienes le quitan la mujer a la fuerza, sino que se ha creído el cuento de que es él quien quiere venderles el cuerpo de su compañera, él quien pone el precio al culo, a las tetas, a la boca, a las piernas, y los hombres bestia pagan por la mujer lo que en sus países pagan por una mierda de hombre, y luego llegan los buitres, que se interponen entre el indio y su mujer, y de rato le hacen creer que ellos, los buitres, harán que al indio se le pague mejor por la carne de su hembra, y el otro les cree, y lo cierto es que los buitres terminan cogiéndosela también.

Pero, ¿Acaso el indio por torpe gozaba menos que los otros de su mujer?, ¿Acaso el indio puede soñar siquiera que podrá, ya no digo follarse a la mujer extranjera, sino sólo hablarle?, ¿Acaso le importaba el dinero al indio, siendo que la sed de dinero se la vino a dar quien poseía todo el dinero?. En la conquista de México los españoles cambiaban abalorios de vidrio por oro y joyas reales, y no ha cambiado mucho eso desde entonces.

El gobierno, que también quiso darle su metidilla de verga a la Baja, modificó la Ley que prohibía la venta del ejido, y la permitió. Para los extranjeros nada, decía enfático el gobierno, si quieren, que hagan un fideicomiso, así, no venderían a extranjeros, primero se prohibió que el fideicomiso durara mucho, luego pudo durar muchos años, luego podría renovarse sin fin.

Así, el indio no trabajó ya la tierra, pues ésta servía mejor de puta, y al final se quedó haciendo puñetas y ya que se corre se limpia la mano con dólares. Así, los buitres compran un terreno junto a la playa por, digamos, cien dólares, y lo venden a mil a los únicos que pueden pagarlos que son los extranjeros, y el extranjero los paga feliz porque cualquier terreno sin gracia le cuesta en su país diez mil.

Se dice que la entereza de un hombre puede conocerse por su sangre, su tierra, su mujer; cuando entregas una de ellas eres capaz de entregar cualquiera de las otras.

Así, Todos Santos está infestado de norteamericanos, canadienses y sabrá Dios qué más. No hablan español, no desean aprenderlo, al contrario, las tiendillas ahora anuncian sus productos en inglés, y los precios van en dólares. Los todosanteños conviven con los extranjeros como si éstos les simpatizaran, y ni unos ni otros son sinceros. El indio sabe que sólo quiere del gringo su dinero, no su compañía, no le interesa al indio saber cómo piensan los gringos, siempre que molesten poco y paguen mucho por lo poco que reciben, el todosanteño no le da su amistad. El gringo no repara en pagar las cosas, siempre se las venden a precio de miseria, pero de una cosa sí está seguro, que sería más feliz si La Baja fuera norteamericana, si mataran a todos los jodidos morenitos y sólo se quedaran los necesarios para los trabajos miserables y una que otra morenita que sirva para mamar una verga rubia.

Y así conviven.

Por la noche fui al festival de arte de Todos Santos, que está hecho para los extranjeros, pues de aquí a cuando a un pueblo campesino le han importado las bellas artes. En la placita, frente a la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, ponen un montón de sillas de plástico, y enfrente hay una tarima para danza. Surgen cientos de norteamericanos, no son turistas, ahí viven, pero nunca, ni en su más desquiciada pesadilla, se nacionalizarían mexicanos. Sin embargo comparecen para ver aquello que han preparado en su honor. Y sale al escenario el más grade lameculos que he visto en mi vida, vestido de mozo de gringos canta una horripilante canción al son de una caja de ritmos vomitiva, interpretando la canción oficial del festival de arte de Todos Santos, con un espantoso ritmo de mala imitación de Frank Sinatra. ¡Del puto Frank Sinatra que era un KuKuxclanero de poca monta!

Como ya dije, en la plaza había muchas sillas de plástico que había prestado una empresa cervecera, a los lados de la plaza había muy pocos comerciantes, un señor vendiendo elotes que probablemente engañaran a los extranjeros con su supuesta salsa de chile que sabía más a salsa catsup que a salsa mexicana, otras personas vendiendo figuritas presuntamente arqueológicas, lo cual es ya de por sí una soberana mamada, de hecho, la península de Baja California es de los sitios con menor índice de población originaria de sus tierras, pues antes de La Conquista había tres etnias principales, los pericúes, los guaycuras y otros que no me acuerdo, de los cuales no queda uno sólo luego de que murieron gracias a las epidemias que trajo el pueblo español durante su conquista, se extinguieron como los dinosaurios; tales grupos de población tenían costumbres bastante disipadas, carecían generalmente de un líder y sólo lo elegían cuando había guerras, había un raro matriarcado y sobre todo, se desconoce que tuvieran cualquier tipo de deidad, es decir, no le temían al universo; con esto quiero decir que en su puta vida hicieron ninguna estatuilla, ni figuritas de barro, ni pipas, ni ninguna otra chingadera que pudiera con el tiempo volverse una reliquia arqueológica, sin embargo ahí están los puestos vendiendo figurillas a cinco dólares. Lo único de valor civilizado que tenían los antepasados sudcalifornianos se plasma en las pinturas rupestres que hay al norte del Estado, pero esas datan de mucho tiempo antes de las etnias que ya señalé, en razas que sabrá Dios si eran humanas, alienígenas o simples turistas.

Estaba infestado de estadounidenses, todos hablando su propia lengua, pendientes de las danzas, pues luego de la pesadilla kistch consistente en tener que soportar al falso Sinatra, se disponían a ver al grupo de danza folclórica rusa. Durante el programa se fue viendo que las bailarinas no eran rusas, que eran de Alaska, y que unas de ellas además de no ser rusas tampoco eran siquiera bailarinas.

En conclusión, sólo la tercera danza me conmovió hasta las lágrimas, pues las damas salieron vestidas con unos atuendos azules muy vivos, y salían andando de puntillas y con gran rapidez, a manera que parecían flores flotantes. El cierre del evento fue tan chocante como el inicio, aludiendo a que el pueblo todosanteño había disfrutado la fiesta y que gracias también a los visitantes, siendo que el pueblo todosanteño en su mayoría no había acudido al evento y que el 70% de asistentes eran extranjeros.

Así operan, atraen al extranjero so pretexto de las muchas raíces de nuestro país tiene para, ya que están aquí, hablarles en inglés, venderles en dólares, cantar en Sinatra style, matando el humor mexicano para esbozar el desabrido humor estadounidense. Regresé a la cabaña entre asqueado y conforme.

Me disponía a dormir cuando escuché los llantos de una mujer. Salí y vi que entre los cardones iba una muchacha tambaleándose. Iba descalza, con una falda roja manchada de arena, su blusa estaba algo descosida de una manga y le faltaban varios botones al frente, razón por la cual sujetaba con su mano las dos solapas, pues no llevaba sostén que ocultara sus pezones. Su cabellera estaba despeinada por no decir que alborotada, y daba algo de pena porque acaso unos tres centímetros de la punta estaban pintados de un rubio amarillento que era inadmisible, pues era muy morena, su cabello hasta los hombros era negro y liso, salvo la parte teñida, su maquillaje era una lástima, pues estaba todo corrido. Me pareció que huía, así que le pregunté «¿Puedo ayudarte en algo?».

Por contestación vi como se abalanzó sobre mí, abrazándome. Su cuerpo estaba helado, pues su ropa estaba bastante húmeda, y en una pierna llevaba una herida. Yo quería preguntarle pero ella estaba bastante abrazada. Yo estaba demasiado absorto como para disfrutar lo redondos que estaban sus pechos y lo fuertes que parecían sus piernas, además, no paraba de llorar.

La hice pasar a la cabaña y ahí me contó que había aceptado la invitación de un gringo a su casa de campo, que estaba instalada en la playa. Sin yo pedírselo empezó a decirme todas las cosas que el americano le había hecho hacer, que iban desde darle una mamada hasta dejarse coger por el culo mientras le daba de nalgadas con la palma de su mano, sin contar que le había vaciado una botella de aguardiente en la cabeza para al final echarla de su vehículo para ser perseguida por el perro del gringo, que era un rottweiler negro, mismo que le había hecho una pequeña herida en el tobillo.

Por un momento vi la mexicanidad buscada en el cuerpo de esta muchacha frágil. La senté en un pequeño taburete mientras intentaba adivinar cuán pequeña era de edad sin poder concluir exactamente qué tan joven era. Le presté una toalla para que se secara el aguardiente de la cabeza. Jalé su pierna herida y comencé a lavarle la herida cuidadosamente, por lo que pude notar que su pierna era perfecta, aunque con muchas cicatrices. Ahí estaba yo con una pierna en mi regazo, haciendo las veces de un enfermero mientras la paciente cerraba los ojos de dolor o de pena y me facilitaba la tarea de mirar dentro de su falda unas nalgas muy regionales.

Sus ojos eran de indígena, oscuros, pequeños, misteriosos, su nariz era un poco ancha y sus labios carnosos. Ella seguía, a pesar de estar siendo atendida, llorando. Y así llorando se me fue acercando, y llorando me abrazó, con sus lágrimas mojaba un poco mi miembro mientras lo mamaba entre sollozos, mientras me hizo sentir fenómeno de ver que la hacía llorar cuando se la metía, llorando decía «más», y más lloraba mientras más le daba, sus gemidos de plañidera eran una canción compuesta de notas nunca antes escuchadas, y lloró de placer al llorar su orgasmo.

Siguió llorando cuando la dejé en la cabaña luego de decirle que le daría una lección al gringo. Esa noche había una luna estupenda. Nada se iguala a una noche con luna en la Baja California, pues todo se ve a través de una película en azul que hace que todo lo que se mueve sea en sí un raro espectro y todo lo fijo un ser que aguarda tomar vida en cualquier instante. Los enormes cactus que en el Desierto de Sonora se llaman sahuaros, aquí son conocidos como cardones. Son como unos enormes penes con espinas, que lucen siempre enhiestos, y a diferencia de la efímera eficiencia del ser humano, su erección dura cientos de años. Por ello es una lástima ver que cualquier imbécil los corte sólo porque le viene en gana.

Justo eso era lo que el gringo había hecho. Con su camioneta de mierda había abierto camino para adentrarse hasta la playa, importándole un pito los dieciséis cardones que echó al suelo con su defensa tumba burros. La situación era para tener cuidado.

El gringo se había apoderado de esa playa. Había clavado una estaca en la arena, lo suficientemente gruesa para soportar la enorme correa elástica que sujetaba al perro. Cabe decir que la correa tenía un largo de unos treinta metros ya estirada. Por lo tanto el americano era prácticamente dueño de una de las playas más bonitas de la región en una distancia de treinta metros a la redonda, es decir, en una circunferencia de sesenta metros de diámetro. Era SU PLAYA. El perro había aprendido a moverse en forma radial partiendo de la estaca hacia el punto al que quisiera llegar, pues, si consideramos que a los veinte metros de la estaca ya había cardones, correr en forma periférica lo haría atorarse.

La forma en que me enteré de todo esto fue muy desagradable, pues cuando me di cuenta estaba a veinte metros de la estaca, detrás de un enorme cardón que se encontraba bastante lastimado de su base, y mientras me preguntaba qué tipo de fricción había corroído en forma tan destructiva aquel tronco, la respuesta se me acercó babeando.

Yo había cargado una pistola que tenía en la cabaña. Así que le apunté al pinche perro y le di un balazo en la cara en gratitud a su mal genio. Desde luego el sonido del disparo hizo que el gringo saliera con relativa rapidez. Si bien el disparo había matado al perro, y una manera sencilla de dar con él era la lánguida correa que se sujetaba tensa a la estaca. Yo, imaginando que el gringo iba a salir con un rifle en la mano, corrí hacia la dirección que seguro menos imaginaba, que era la playa. Casi a rastras me moví muy rápidamente. El perro me había visto con facilidad, pero el sujeto, de unos cincuenta y tantos años, barbudo y panzón, difícilmente me vería. La noche me apoyaba. Pude llegar a unas rocas y de ahí a la playa, y dentro de esta me acerqué a la casa rodante, y mientras el gringo casi daba con el paradero de su perro, yo salí de las aguas como un cangrejo y busqué lo que más me interesaba, el extintor, una vez que lo encontré, que fue muy rápido, jalé la manguera del gas butano que tenía conectado al la estufa, volviendo al mar como un pescadillo.

Mi movimiento fue tan rápido y certero que yo mismo no me lo hubiera creído si me lo hubiera contado al espejo por la mañana, pero había ocurrido. Me fui de nueva cuenta a las rocas y por ahí tiré el extintor en un sitio que no contaminara las aguas. Me oculté mientras me divertía viendo al americano llorando su puto perro, lanzando sus «sanababitch!» que afortunadamente no entendía por no saber inglés cuando no me conviene, y riéndome de lo que todavía no hacía. Apunté al tanque de gas y como era de esperarse explotó de una manera ridícula pero suficiente para echar a arder la casa rodante, el gringo enloqueció intentando encontrarme, pero su sentido práctico le indicó que era más importante mitigar el fuego de su casa con el extintor… si es que lo encontraba de aquí al amanecer.

Al volver a la cabaña, la chica esculcaba mis cajones y ya había vaciado mi cartera. Le pedí que se marchara sin quitarle los doscientos pesos que había tomado. La vi con mucha pena, sin duda había ido con el gringo a llorar como conmigo. Detestable también aunque fuese nacional.

Por la mañana me fui a caminar por la playa, lleno de inocencia. A lo lejos veía un par de policías interrogando al gringo, le habían dado una frazada y un café, siendo que tanta amabilidad nunca la tienen con un mexicano. Un tercer policía husmeaba los alrededores en busca de huellas, yo me puse azul los tres segundos en que me tardé en recordar que llevaba puestas mis chanclas de playa y no mis tenis, pues en ese último caso hubiera sido fácil ver que mis huellas en la arena coincidían con las del ataque.

Los policías estaban algo tontos y no sabían, o no entendían, el colérico inglés del barbudo. Vi que batallaban para entenderse. Ahí se me ocurrió la malévola idea de fungir como traductor, así traduciría las cosas que me vinieran en gana.

«Dile que cuente cómo fueron los hechos», dijo el policía.

En perfecto inglés le pregunté al gringo que sí sabía quién era el dueño de estas tierras en que se había metido sin permiso.

«I don´t Know!!!», dijo el americano, y lo que sea de cada quién, hasta el más burro sabe lo que quiere decir «I don´t Know!!!», pese a ello le dije al policía «Dice que no sabe nada», y con eso me gané mi prestigio como traductor con el guardia.

«Pregúntale que cómo fueron los hechos explosivos», dijo el guardia.

Yo pregunté eso, pero aderezado, en perfecto inglés y aguantándome la risa

«Diga cómo fue que todo ardió, por qué no lo apagó con un extintor siendo que es obligatorio tener uno en una casa rodante»

El gringo dijo que se debía al gas de la estufa y que alguien le disparó a su perro y luego le disparó a su casa rodante.

Le dije al policía, «Dice que se debió al gas, que se le fue un disparo»

El policía espetó, «Dígale que nos muestre el arma»

Yo viendo por dónde iba la cosa le dije al americano, «Es adecuado tener armas cuando se vive solo en la playa, ¿Tiene usted alguna? Debe tenerla en este país», lo dije para que sacara su rifle de dónde quiera que lo tuviera oculto. El barbudo mostró un gesto de esperanza al sentirse comprendido por lo del arma y fue a desenterrarla a diez metros de donde estábamos, y la acercó orgulloso.

El policía dijo, «Pregúntele si es de él»

Yo dije, «Dice el oficial que le muestre los papeles para portar esta arma que es de uso exclusivo del ejercito mexicano»

«Se quemaron» dijo el individuo.

Dije al policía, «Dice que no se lo mostrará, que en su país él puede comprar esa arma.» Además agregué ya fuera de traducción «A mi se me hace oficial que esta arma fue metida de contrabando, y eso creo que es delito».

El oficial procedió a detener al gringo, que gritaba al policía «Son of a bitch», y yo traduje, «Dice que vaya usted a chingar su reputa madre, oficial», cosa que el oficial asimiló bastante mal, lo que se notó con el trato de criminal que comenzó a darle al gringo y la manera en que habló de un silbido a sus compañeros diciéndoles que el caso estaba cerrado, que el único delincuente ahí era el americano. Encima me dio las gracias el policía.

Se fueron y yo seguí por la playa.

El incidente del gringo me puso a pensar mucho. No niego que lo disfruté como un enano, pero lo cierto es que fui tan canalla como puedo ser, y eso me llenó de alegría. Jodérmelo me hizo feliz. Caminé mucho por la orilla de la playa, varios kilómetros, hasta llegar a la playa de los cerritos, luego de brincar unas piedras. Me senté en una roca para ver a lo lejos a los muchos americanos y canadienses que van ahí a surfear, tienen la playa infestada de casas rodantes que supongo no han de ser del todo higiénicas, su mierda y sus orines los han de tirar en esta playa que en algún tiempo fue hermosa, hoy está llena de basura, con los cardones arrancados sin piedad, echada a perder la fauna en unos quinientos metros a la redonda.

Me hizo sentir mal verlos. De aquí hasta Cabo San Lucas las casas que colindan con la playa son de extranjeros, y si bien la playa es de todos los mexicanos, no hay forma de que atravieses las mansiones y las bardas para llegar a ellas, es decir, necesitarías un helicóptero para poder echarte un chapuzón. Supe de una vez que a unos compatriotas los echaron de la playa a balazos, porque era playa «particular», y ni qué decir del cabrón güero que tenía su perro apropiándose de la playa más bonita de Todos Santos. ¿Qué quieren aquí? Adoran nuestra tierra pero nos odian a nosotros, nosotros los odiamos a ellos pero amamos su dinero, sin embargo, estos cabrones de las casas rodantes qué dinero pueden aportar, si no pagan hoteles, ni restaurantes, ni siquiera compran sus mercancías en las tiendas nacionales porque les sabe a cagada todo lo que acá se vende, traen sus alimentos, su agua, y nos dejan su mierda y sus orines, no le pagan a nadie por estar ahí asentados, seguro no tienen permiso para estar en el país, pero nadie les dice nada porque son «turistas», sin embargo, ¿Qué es un turista?, el turista siempre va de paso, el turista es dueño de las experiencias que le ofrece una tierra y su gente, disfruta lo que la naturaleza le da y recibe los servicios que se le prestan.

Tanto la naturaleza como la gente les invita a su cama, no para que se apropien ni de la naturaleza ni de la cama, sino para que vivan qué se siente de estar ahí, el turista compra experiencia. Pero no aquí, aquí estos cabrones no quieren la experiencia de treparse una ola y surfear, no quieren la experiencia de la puesta del sol, de la ballena que a lo lejos arroja su chisguete de agua, la experiencia de la brisa y la caricia que brinda a la nariz con su aroma, no quieren la experiencia de la música que interpreta una ola que se revienta en forma violenta, ni el beso que da en las pupilas el ver la espuma del mar tan blanca, o los miles de besitos que da esa misma espuma cuando te toca los brazos, no, esa no es la experiencia que quieren, la experiencia que quieren es sentir que nadie más va a disfrutar de esa playa sino ellos, la experiencia de construir y ser dueños para siempre, la experiencia de regresar a su país y dejar vacía una casa a la orilla del mar, la experiencia de decirle a un amigo «si quieres te presto mi casa de la playa», la experiencia de que los morenitos se hagan a un lado, la experiencia de tenerlo todo para no comprarles nada, la experiencia de saber que se paga una bicoca por un pedazo de tierra privilegiada; ya de paso disfrutan de la naturaleza, pero eso es secundario.

Si quisieran la naturaleza viajarían a muchas partes del mundo, abrazarían la diversidad, activarían la economía de los pueblos turísticos, pero aquí nada de eso, aquí no activan nada sin antes dar más problemas que los que soluciona su dinero, aquí la intención es privar, segregar, alejar.

Me pregunté también qué era lo que me llevaba a mí a odiarlos tanto, y entiendo que se trata de una relación de odio. Los odio porque nos odian, con la diferencia que ellos vienen a mi tierra a joderme. En Tijuana, ellos pasan por una puertilla sin tener que rendir cuentas a nadie, mientras que los mexicanos si tienen que hacer una serie de trámites engorrosos para cruzar para Estados Unidos, es una relación de odio.

Luego de hacer muchos corajes volví a la cabaña, y ahí estaba Jimena. La encontré muy guapa, pero no se lo dije, pues no querría echarle a perder la rogativa que traía bajo el brazo. Me pidió que regresara, que haría lo que yo le pidiese, etc. Que me daría mucho dinero para que hiciere lo que se me antojara, sin pedirme explicaciones ni nada.

Volví a la casa y es entonces que entré a trabajar a la tienda de lencería, que es donde inicié mi relato. Mi interior, sin embargo, hervía desde aquellos días en la cabaña, fue como si prender fuego en la casa del gringo hubiese echado a arder también mi pecho. De rato me daba asco que mi auto fuese estadounidense, al igual que mucha de mi ropa, muchas de las canciones que escuchaba y ni se diga la mayoría de los programas de televisión y películas de cine, todo me enputaba de ellos, aunque era cierto, nada de lo que he mencionado tiene que ver con los gañanes que se apoderan de Baja California Sur, como que son ellos los que no tienen cabida.

Dos sucesos al hilo vinieron a determinar muchas cosas.

El primero de ellos fue que iba yo en el Cadillac y me tuve que detener en un semáforo. Eran fechas previas al Carnaval de La Paz, que siempre se pone horrible pero atrae a mucho extranjero y mucho nacional, sobre todo del tipo que quiere venir a ganarse un dinerito extra en fechas festivas. Había un payaso horripilante, el Padre sin duda, pintado con un maquillaje tan diabólico que daba más terror que diversión, llevaba unos globos en las nalgas que lo hicieran parecer chistoso, pero acabó siendo la sombra drogada de un burlesque, a su lado estaba un niño que tendría acaso cinco años, la idea del espectáculo era que el padre se pasearía con sus nalgas neumáticas y eso se supone que te haría reír, luego el niño se te acercaría con cara lastimera, moviendo las fibras más temblorosas del alma y te sacaría la plata. El padre hizo su show, malísimo de supuesta magia en que según esto aparecía de la nada una paloma blanca más percudida que el delantal de un cocinero. Sentí piedad por la pobre paloma, sabrá Dios qué faltas deba para merecer un destino tan miserable. El niño se acercó a mi ventana y yo busqué efectivo, pero no encontré, juro que no encontré. Para colmo la calle estaba sola, es decir en espectáculo había sido para mi solito.

El niño se acercó con su numerito de la cara lastimera. Yo le dije que no tenía dinero. Se desconcertó un poco y luego volteó a ver a su Padre. No sé cómo el niño le dejó en claro al papá que no habría donativo, el caso es que el padre guardó bruscamente la paloma en un calcetín de magia que tenía, cuyas remendadas eran seguramente poderosos hechizos. El niño volteó a verme de nuevo, con odio.

Me molesté verdaderamente con ese incidente, y no podía descifrar por qué. Me quedé pensando. Lo que me había conmocionado era, no la cara del niño lacrimógeno, ni la posterior cara de niño guerrero, sino su mirada que duró un segundo, tal vez menos, entre su actuación de lástima y su actuación de odio. Por un segundo había dejado ver el niño que era, y me aterró porque reconocí en sus ojos los ojos de mi infancia. Yo fui niño algún día, y fui inocente, creía en las cosas ciegamente, creía en la gente, me alegraba con esa alegría diáfana de los niños, no con la risa estridente de estar jodiendo a alguien, creo que en aquel entonces me sorprendía por las cosas profundamente, era puro, veía la gente y la observaba tal cual era, no me sentía despojado de algo que sé que es mío pero ni siquiera puedo repetir qué es, en ese entonces reía con las cosas que tenía y lloraba por las que no tenía, pero al menos sabía qué era lo que quería, sabía qué echar de menos; hoy ni lloro ni me río, y sé que quiero algo pero no sé qué es, y sin embargo la vida se me va en buscarlo incesantemente. De niño sólo tenía amigos y un día, por alguna causa, descubrí que la vida era una gran emboscada en la que todos eran enemigos. Cuando niño las cosas me sabían a algo, ahora hago muchas cosas, pero siempre me parecen innecesarias y absurdas. Se que fui niño, que fui puro, que tenía fe, amor, confianza en las cosas, y un día, todo eso se me olvidó, eso que tenía se fue. Uno no deja de ser niño por el hecho de crecer, sino por hacerse a la idea de que el mundo es una mierda.

El incidente del niño me puso muy nervioso, y muy sensible. Luego pasó el segundo de los hechos importantes.

Entró a la tienda una chica que me llamó mucho la atención, sobre todo sus mejillas que eran un par de frutas listas para comerse, alzadas, tersas, perfectas, mismas que se levantaban hacia el centro mientras sonreía a las etiquetas de las prendas que veía. Las tiendas de lencería son lugares muy honestos desde que la gente que va ahí seguro compra algo para que un tercero lo vea. Esta chica era muy joven, y llamaba la atención que quisiera ropa que le sienta mejor a alguien que va a putear mucho. Ella revisaba los artículos y yo no podía dejar de verla, su cuerpo era estilizado, confortable, aunque con un defecto enorme, era guerita, su cabello era rubio, tenía pocas pecas en la nariz, y se le veía otro tanto de pecas en la hendidura que había entre sus pequeños pechos, el culo, que estaba bueno, seguro también tendría una que otra peca. Su piel estaba sonrojada por el tostado del sol y sus vellos eran amarillos y muy pequeños, que la hacía lucir como un durazno de piel roja. Me gustó, pero era estadounidense.

Cuando la chica iba a salir del local, Jimena la tomó del hombro y le dijo, «Ven para acá chiquita», y de un empellón la tiró sobre un sillón. A punta de señas le hizo sacar de la bolsa de sus pantalones un juego de traje de baño bastante atrevido, y costoso también. Era una ladrona. Jimena le dio un baño de improperios y le dijo la mentira de que aquí en México los ladrones tenían que pagar las cosas robadas a cinco veces su valor, la chica vació sus bolsillos y sólo traía para pagar el traje de baño a tres y media veces, lo que encolerizó a Jimena, quien la tuvo ahí por cerca de tres horas, diciéndole en ingles o español lo mucho que sufriría en la cárcel, las vejaciones a que sería sujeta, que no le daría el perdón, que le hablaría a la policía.

La situación vengaba mucho el odio entre mexicanos y extranjeros. Jimena me dijo, «¿Crees que no te vi cómo la mirabas?, Es tu oportunidad para que hagas con Estados Unidos lo que te plazca, anda, te regalo a esta mocosa, te daré lo que quieras, seré tu alcahueta pero vuélveme a querer, te conseguiré las chicas que desees, toma esta para empezar», Yo no dije que no.

Jimena le explicó a la muchacha que para que ella pudiera empezar a pensar si la soltaría o no, tenía que hacer lo que yo le pidiese. La muchacha estaba aterrada y asintió con la cabeza, suponiendo que las cosas le ocurrirían de todas maneras.

Nos metimos al vestidor más amplio, que era uno que tenía una pequeña camita frente a un gran espejo, y servía para aquellas que querían ver como se vería una bata estando ellas recostadas, o abiertas de piernas, o lo que fuere, lo cierto es que quien compraba bata siempre se cambiaba ahí y siempre se tardaban mucho en salir.

La chica comenzó a desnudarse y, como supuse, tenía pecas en gran parte del cuerpo, que estaba tostado a excepción de su busto y área de calzones, en los cuales se alcanzaba a apreciar una piel blanquísima.

Como falsa cortesía le pregunté en inglés que cuál era su nombre, y eso sólo para saber a quién le iba a meter la verga. «Kate», contestó, y yo, fingiendo no entender su inglés le dije «Hate?», aludiendo a la palabra odio en inglés, que era lo que iba a hacer, le iba a hacer el odio, no el amor. «Kate», aclaró molesta, «Bien Hate. Tengo que hacer esto» le dije en inglés.

«Kate», volvió a aclarar, para preguntarme inmediatamente después «¿Por qué tienes que obedecer?». Yo le dije, «Como verás, esa señora es mi patrona y yo tengo que obedecerle» «No a ella», dijo Kate, «Lo que pregunto es ¿Por qué tienes que obedecer a este orden de cosas?, ¿Por qué odias?, ¿Por qué me odias a mí, si no me conoces?»

Estaba desnuda, a mi merced, diciéndome estas cosas. Sus ojos estaban tristes, comprensivos, sintiendo piedad por mí. Pero no era una piedad norteamericana, sino una piedad universal. Me senté a su lado y ella lejos de huirme se inclinó y me besó la frente. Comencé a llorar sin poder contenerme, no era un llanto de buuu, buuu, buuu, snif, mocos, buuu, no, eran sencillamente mis ojos que echaron a derramar lágrimas y más lágrimas, a la vez que la garganta se me quedaba con un nudo muy tenso, mi mandíbula inferior temblaba. Ese cuerpo delgadito y frágil me hablaba de mil cosas, me hacía ver por vez primera la idiotez de las diferencias.

Le pedí que se vistiera, mientras lo hacía le preguntaba algunas cosas, dónde vivía y cosas así, y contestó que quería vivir en México, pero no sabía cómo, algo de mí se reveló y le espeté su imperialismo, mientras que ella dijo no importarle las nacionalidades, dijo importarle el sol, dijo importarle el mar. La tomé de la mano y así salimos de la tienda ante las ofensas de Jimena.

Dejé de tener mucho dinero, la casa en que vivimos Kate y yo es más bien modesta, pero la pasamos bien. Nos casamos por la iglesia por no poder hacerlo civilmente hasta en tanto me divorcie de Jimena.

Veo a Kate sentada en la arena, mirando el atardecer de La Paz y me invade una infinita ternura, ella sí está aquí por la experiencia, no se apropia de más terreno que aquel que pisa, no le importa ninguna otra playa, sabe que nunca las tendrá, que sólo vive aquél que aprende a desprenderse de las cosas, que el mar es mejor sin dueño. Se para y miro sus caderas preciosas, se mete al mar y disfruta una pequeña ola que se viene encima, sólo es dueña de esa ola cuando ésta se estrella en sus nalgas, y Kate es a su vez de esa ola en ese preciso instante.

Puede que su frase del vestidor haya sido una opinión cualquiera, una defensa contra mi ataque, pero lo cierto es que surtió efecto en mi interior, despertándome de una noche de odio. Después de el incidente del niño payaso, mi alma quedó vulnerable y sin defensa, estaba abierto. Uno pretende saber muchas cosas ser un erudito, cuando en la vida hay que saber acaso tres cosas solamente, tres cosas que vienen a formar un conocimiento abstracto, que al ser indefinible no puede tampoco refutarse, discutirse. Ese día pensaba en los milagros, me preguntaba qué eran, y maldecía. Ese día pensé «cualquier milagro me quedará chico, mi fe no nacerá de nuevo», y ese fue mi error, esperar que los milagros los provoque el mundo, siendo que la única fuente de milagros es el interior del hombre. Kate vino a encender la mecha de mi milagro interior.

Poco importa que muchos advenedizos quieran apropiarse de las tierras, poco importan los corruptos que se las venden, poco importan los grupos que se muestran en pro o en contra de tales asentamientos, pobres los que vienen, pobres los que van, pobres los que se quedan aquí y pasan a perderse el resto de mares.

A lado de Kate he conocido a otro tipo de norteamericanos, unos de ellos se han vuelto buenos amigos míos, y todos coincidimos en que el hombre no tiene nacionalidad, es, o debe ser universal. Juntos nos reímos del ansia de poder, del ansia de poseer, reímos de que el ansia de placer haya suplantado al placer mismo, que el ansia por la belleza haya suplantado a la belleza. Los atardeceres muestran distintas cosas a cada quién, y mi experiencia, así como la tengo, ¿Quién podrá comprarla, poseerla, abrazarla?, Es personal. Esa tarde caminábamos Kate y yo. Ella me frena completamente y se pone frente de mí, y con su voz tan dulce me dice: «Uno no avanza hacia delante, uno avanza en todas direcciones, uno se expande», y cuando dice «se expande» sonríe como una diosa y me abraza cálidamente. Le creo, y creerle es ya una fe.

Así, cuando Kate y yo nos vamos a alguna playa y nos hacemos el amor en la arena o bajo del agua, al tener nuestros orgasmos sabemos que no somos nosotros, que somos la misma tierra. La dama que muchos venden, que muchos poseen, que muchos prostituyen, nuestra querida Baja, nos reserva a quienes sabemos escuchar, un latido de su amor, y nos guarda en su sueño, y nos sonríe, nos ha revelado entonces su éxtasis y su secreto: Que nunca será de nadie.