Capítulo 4
- Maravillas en el país de la delicia I
- Maravillas en el país de la delicia II
- Maravillas en el país de la delicia III
- Maravillas en el país de la delicia IV
Maravillas en el país de la delicia IV
Las cosas empezaron a repetirse, sólo que con detalles distintos.
Maravillas, la chica del pasillo y la otra chica, la que la había elegido como mejor besadora, subieron otras escaleras.
Unas anchas y lujosas escaleras cuya alfombra atenuaba sus pasos. No se soltaban de su brazo, por lo cual no podía buscar a la fotógrafa que tenía en su poder la instantánea en la que besaba a otra mujer.
De nuevo se oyeron risas y voces cercanas.
De nuevo entraron por una puerta para entrar en una habitación, sólo que esta era bastante más amplia, era un salón de billar, débilmente iluminada por una lámpara sobre la mesa verde.
De nuevo cerraron la puerta tras ella.
Nuevamente la habitación estaba llena de mujeres inquietas, pero esta vez, por sus expresiones, no se diría que sólo querían besar a la chica que había en el centro.
Porque de nuevo había una chica en el centro, sobre la mesa de billar. Pero esta no estaba vendada.
Esta estaba sujeta de pies y manos a las patas de la mesa con cuerdas, con bastante holgura para removerse sobre ella, pero no para escapar.
La chica vestía sólo una camiseta y unas braguitas. En su cabeza, sobre una diadema, llevaba dos muelles acabados en bolitas rojas que danzaban con cada movimiento. La chica parecía una abeja.
De nuevo las mujeres que hacían corro a su alrededor planeaban algo.
La chica intentaba ser buena, mostrarse tranquila y sonreír, demostrar que tenía sentido del humor. Pero, mientras tanto, intentaba librarse de las ataduras de las muñecas.
– Vamos, tías, ya vale -decía-. No hace falta tomárselo todo tan al pie de la letra. ¿Es que no sabéis cuándo una está de tonteo? ¡Venga, hombre, las cuerdas no hacían falta, yo ni siquiera he dicho nada de cuerdas!
Maravillas inspeccionó todos los rostros. ¿Sería una de ellas su fotógrafa?
Una mujer de unos cuarenta años se adelantó a la mesa. Parecía enfadada. Un enfado de juego. Iba vestida toda de negro: medias, botas, minifalda, chaqueta… Su maquillaje era agresivo.
Sus labios, muy rojos. A Maravillas no le habría extrañado que hubiera asesinado ya a sus tres maridos para quedarse con sus viñedos y sus mansiones, y que la llamaran «La Viuda Negra».
– Esta chiquilla -les dijo a las demás, alzando la voz-, ha propuesto un juego y ahora no quiere jugar. Eso no está bien… -dijo, ronroneando las palabras- Me parece que aquí hay alguien que la próxima vez que se emborrache fuera de casa, se lo pensará dos veces antes de ofrecerse para un juego así. ¿Verdad?
Las mujeres rieron. Se iban acercando al billar. Parecía que se la iban a comer con cuchara.
– Esa chica -le susurró a Maravillas su amiga de los besos- tiene sólo diecisiete años. Qué preciosidad… ¿Puedes creerlo?
Maravillas se fijó bien por primera vez. Verdaderamente, la chica era preciosa. Era un poco delgada pero era increíble que tuviese aquel cuerpo a su edad. Se inquietó. Allí iba a pasar algo con una menor, y no estaba seguro de querer verlo.
Una chica joven se acercó a la mesa. Llevaba un largo vestido de tejido plástico rosa. Posó una mano sobre la espalda de la atada.
– Ahora no puedes echarte atrás -dijo, también dirigiéndose a todas en general-. Te has ofrecido para este juego de buena gana, todas lo hemos oído. Ahora debes afrontarlo.
– ¡¿Pero no veis que estaba borracha?! ¡Y en serio: no hace falta que me atéis! ¡Desatadme! -decía ella, luchando con las cuerdas.
– ¿Porqué? -dijo la Viuda Negra- Así es más divertido. Más excitante. Además, ya te has arrepentido demasiado. No queremos que salgas corriendo.
– Está bien… está bien… -murmuró la chica, viéndose acorralada- Pero por favor, no me hagáis daño.
Las otras simplemente sonrieron.
– ¿Qué es esto? -preguntó Maravillas a sus acompañantes- ¿Qué va a pasar?
– Se ha ofrecido para hacer un juego. Para satisfacerlas a todas, una por una. Y desde hace un rato, parece que empieza a echarse atrás.
– ¿Cómo satisfacerlas?
– Cada una de las que hay aquí pueden acercarse y hacerle lo que quiera, lo que más desee. Eso había dicho ella. Este es tu premio, para eso te hemos traído.
– ¡Pero deja de mirarme así! -la riñó la chica del pasillo- No va a pasar nada malo, y además, puedes hacer lo que quieras. Mira, si sólo quieres hacer eso.
La primera fue una mujer con unas larguísimas piernas.
No parecía que llevase medias. Mostrando una increíble pericia, se subió a la mesa de billar sin que los largos tacones la hiciesen caer desde una altitud desnucante.
Situó una pierna a cada costado de la chica-abeja. Miró a su alrededor: todas las mujeres la jaleaban, algunas gritaban obscenidades, como «fóllatela», «destroza esa putita» o «desvirga a esa zorra».
Después volvió a centrarse en la víctima, que esperaba con la respiración contenida y los labios apretados. La mujer de las larguísimas piernas sujetó con delicadeza la goma de sus bragas entre sus dedos.
Comenzó a tirar hacia arriba. Tiró y estiró.
La tela se puso tirante. La prenda se convirtió en un fino jirón que empezaba a perderse entre las carnes. Tiró hasta que la tela apretaba al máximo el pubis de la chica, hasta que sólo era casi un hilo partiendo la línea de sus nalgas.
Tiró hasta que la chica-abeja comenzó a retorcerse y quejarse de dolor, y siguió tirando, y tanta era su excitación por ver aquella fantasía realizada que, mientras estiraba las bragas más allá de lo posible, metió su propia mano entre sus piernas y comenzó a masturbarse con furia, a frotarse en círculos.
Y cuando la carne púbica y la rajita del culo de la chica no podían aguantar más, la torturadora se corrió furiosa entre espasmos.
Las espectadoras aplaudieron. Bajó de la mesa, resoplando, y se perdió entre el público. Las bragas no eran más que una floja tira de tela que colgaba de sus muslos.
La chica-abeja parecía siempre a punto de llorar.
La siguiente fue la chica joven que había hablado antes, la del traje plástico rosa. Se situó ante ella y dedicó un buen rato a mirarla a los ojos con cariño. Las demás gritaban impacientes. Por fin se subió a la mesa, se tumbó en ella, situándose bajo la chica-abeja. Con esmero le fue subiendo la camiseta hasta las axilas.
No llevaba sujetador, sus pechos quedaron a la vista de todas, con esa curva única que sólo tiene un pecho colgante. La chica del plástico rosa quería lamerlos hasta el fin.
La obligó a bajar un poco, hasta que llegaron a su boca. Aquellos pechos eran muy bonitos, voluminosos y suaves, pero viendo cómo ella los chupaba, parecían la cosa más delicada y deliciosa del universo. Podía oírse cómo gemía mientras atrapaba el pezón en su boca y succionaba como una lactante. No era violenta, era suave. Tenía todo el tiempo y la ternura del mundo.
Chupaba hasta que los pezones salían de su boca gruesos y pegajosos. Primero uno y luego el otro, hasta dejarlos duros y brillantes. Los lamía, más bien los rozaba con la punta de la lengua. Uno, otro, el uno, el otro… Pequeños y duros. Y mientras, la chica-abeja no podía esconder su expresión de placer.
Luego la chica de plástico se desesperó, quería perderse en ellos y quería perderlos dentro de su boca, se abrazó fuerte, aplastó la suave carne contra su cara, gimiendo de impotencia al no poder tragárselos enteros, pero los mordió y los aspiró con fuerza. La chica abeja comenzó a quejarse, las cuerdas no le permitían escapar.
La chica del plástico rosa se dio por satisfecha. Se retiró de debajo de la chica atada, y se levantó como borracha, limpiándose la saliva que le corría por la comisura del labio.
La siguiente mujer fue más directa. Resaltaba su mueca de ansia. Se quitó la falda y las bragas y subió a la mesa. Se situó a horcajadas sobre la chica, agarrándola fuerte de la cabellera. Examinó su cuerpo hasta encontrar un lugar propicio. Se relamió con la idea.
Brusca, obligó a la chica-abeja a inclinar hacia adelante la cabeza y apartó su pelo, sin soltarlo. Puso su entrepierna sobre la nuca desnuda y pareció la mujer más satisfecha del mundo. Le faltaba gruñir. Frotó su coño contra aquella nuca adolescente, que Maravillas imaginó cubierta de vello suave e invisible de tan rubio. Se masturbó con furia contra la nuca, sin dejar de utilizar rudamente aquel puñado de cabellera como riendas.
Los vítores y exclamaciones de ánimo fueron esta vez más potentes que las anteriores ocasiones. Acompañaron los movimientos de las caderas arabescas, hasta que la mujer apretó los dientes entre espasmos y perdió el control de su cintura.
El cuello de la chica-abeja quedó reluciente, con sus preciosos cabellos castaños cayendo a un lado de la cabeza.
Perecía derrotada.
La siguiente parecía muy joven, quizá menos de veinte años. Se masturbó bien profundamente con dos dedos mientras besaba a la chica-abeja de la forma más húmeda y sexual, lamiendo toda su boca y alrededores, comiendo sus labios, introduciendo su lengua en lo más hondo, obligando a la lengua a salir a base de dientes, chupando, lamiendo, mordiendo…
Maravillas vio las delicadas manos retorciéndose, haciendo crujir las cuerdas.
La chica llegó al orgasmo y dejó paso a la siguiente.
La siguiente resultó ser una pareja. Una chica de melena corta parecía la dominante.
Se excitó al extremo dando sonoras cachetadas al redondo trasero de la chica atada, mientras su pareja le practicaba el sexo oral, por debajo de la minifalda y por encima de las bragas, sin desvestirla. Quién sabe cuántas veces en su vida soñó con ver cumplida una fantasía como aquella.
Se corrió exclamando suciedades como «Eso es, cariño, cómemelo todo…», «Mira qué rojo se le está poniendo… ¿quieres que le pegue más fuerte?» y «¡Te voy a despellejar el culo a golpes, pequeña guarra!».
Al acabar, la pareja decidió retirarse de la habitación, compartiendo una tierna mirada que sólo podía presagiar otra fiesta inmediata, esta vez privada, sólo para amantes.
La cosa fue degenerando.
Una mujer la obligó a chuparle el clítoris. Aseguró haberse corrido tres veces en sólo el tiempo que le tocó.
La siguiente se deleitó probando el anillo de su culo, como si de un pequeño helado de chocolate se tratara, e intentó en vano penetrarlo con la lengua.
Lo dejó bien húmedo para la siguiente, que decidió aprovechar y hacerla probar el sexo anal, mientras ella misma se masturbaba. No pudo pasar de los dos dedos, no parecía caber más en aquel estrecho conducto.
La siguiente frotó su coño contra sus nalgas.
La siguiente pareció limitarse a masturbarse delante de ella, en una difícil postura. La sorpresa fue cuando, entre gruñidos de gusto, soltó un potente chorro de orina contra la cara de la chica-abeja, que apretó los ojos y la boca. Un chorro que no acababa nunca, en todas direcciones.
Todas aplaudieron y gritaron.
Fue entonces cuando Maravillas decidió irse del cuarto, sin importarle lo descortés que pareciera a ojos de las amigas que la habían llevado allí como premio. Ni siquiera las miró mientras cruzaba la puerta.
Bajó por las escaleras rojas, mientras oía unos últimos gritos, lejos, en la habitación:
– ¡Méteselo todo, no lo dejes salir…!
Continuará…