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El monte tricúspide

El monte tricúspide

¡Qué eterna se podía hacer media hora cuando se llevaba todo un mes planeando una noche, a escondidas en los momentos libres de trabajo, a través de miradas cómplices llenas de sensualidad, de larguísimas llamadas de teléfono!

Qué insoportables se hacían los últimos clientes de la noche en la farmacia, el señor que pedía unas pastillas para el dolor de no importa qué, y no quedaba satisfecho hasta que había hecho a Paqui enseñarle medio almacén.

Ana y Berta tenían que aguantar las risas ante sus jefes, cuando veían la brusca velocidad con que intentaba despachar a los clientes, mandándolos a paseo con el primer producto que encontraba.

Las dos chicas se miraban pues aquello significaba cuánto deseaba Paqui acabar el turno de aquella noche e iniciar la fiestecita que tenían preparada.

Más bien medio improvisada, pues ninguna estaba totalmente segura de lo que pasaría.

Se hicieron insoportablemente tensos entre las tres los últimos minutos: haciendo caja y poniendo las cosas de la farmacia en orden, con el jefe y la jefa, los dueños, rondando por el establecimiento y exigiéndoles todavía que hicieran algunas cosas.

Pero toda promesa se cumple. Llegó la deliciosa hora del cierre. Berta, Ana y Paqui pudieron quitarse las batas blancas y marcharse de la farmacia.

Tuvieron que hacer un esfuerzo por no echar a correr.

Por el camino disfrutaron contemplándose unas a otras, sin decir nada, sólo sonriendo, ante la próxima culminación de sus planes.

Paqui tenía un aspecto dulce, con su piel clara, sus ojos azules y su preciosa cabellera dorada.

Sin embargo a veces demostraba un genio difícil de domar.

No era consciente aun de las miradas que sus generosos pechos atraían de sus dos amigas.

Verdaderamente era para ellas una delicia no confesa el ver aquellas grandes y túrgidas tetas temblar con cada paso que daba su joven dueña.

Ana tenía un aspecto divertido y malicioso.

Era una de esas personas que escasean y que no dejan jamás de sonreír.

Se había tintado recientemente la corta melena con mechas rojo oscuro, y Berta decía que se parecía mucho a la chica de ese anuncio de helados.

Le ponía cachonda cada vez que la veía morder el cono de nata y chocolate, decía.

El cuerpo de Ana no era voluptuoso, más bien delgado, pero tenía una carita de niña mala y deliciosos labios.

Berta inspiraba en todos y todas seriedad y frialdad.

Alta, de rostro duro y nariz recta, melena larga y negra, cuerpo ajustado y largas piernas.

Recordaba a una ejecutiva agresiva o a una aristócrata europea moderna.

No obstante este carácter, les regalaba a sus dos amigas prometedoras sonrisas.


En la farmacia las tres eran amigas y compañeras y ninguna sobresalía sobre las demás.

Sin embargo, nada más cerrarse tras ellas la puerta del piso de Berta, la cosa cambió bruscamente y quedó claro inmediatamente cómo iba a transcurrir la noche.

– Muy bien -dijo Berta, volviéndose a ellas, poniéndose de repente muy seria-.

Quiero que escuchéis muy bien lo que os voy a decir, niñas.

Ahora estamos en mis dominios.

Eso significa que aquí se hace lo que yo digo. ¿Vais pillando? – Vale… -aceptaron ellas, ante aquella voz dura.

– Ahora mando yo. Yo ordeno, y vosotras, pequeñas esclavas despreciables, obedecéis….

Se acercó a ellas lentamente, resonando sus tacones en el suelo. Sujetó ambas caras entre sus dedos con firmeza.

– Ahora sois mis pequeñas putas, mis zorras particulares. Yo soy vuestra ama.

Para mí ya no tenéis ni nombre. Ahora tú eres “Putita”… -dijo mirando gélidamente a Paqui- y tú eres “Zorrita -dijo mirando a Ana- ¿Habéis comprendido? – Sí…

– ¿Sí “qué”? – ¿Cómo que “sí qué”? -dijo Paqui extrañada.

Berta apretó su carita entre sus dedos.

– ¡Ay! – ¡Se dice “sí, Ama”! ¿Has entendido, Putita? – ¡Sí, ama! – No me toméis a cachondeo, o tendré que castigaros con gran dolor. Acompañadme.

Ya excitadas por aquel inicio, Ana y Paqui siguieron las piernas de Berta.

Entraron en el salón.

La casa no era muy grande, pero estaba decorada de una manera íntima y exquisita.

Berta comenzó a cubrir la alfombra con mullidos cojines.

– Muy bien. ¡Zorrita! – Sí, mi ama -dijo Ana.

– Tengo que ir a mi cuarto a prepararme para follaros bien toda la noche. Cuando vuelva, quiero a mi Putita totalmente desnuda. Bueno, totalmente no… -Berta sonrió perversa- Déjale esos calcetines y esas zapatillas blancas tan castas que lleva. Me gustan.

– Sí, mi ama.

– Mmmh. Muy bien, qué obediente, me encantas, Zorrita. Ven, te mereces un besito.

Con un dedo, atrajo hacia sí la barbilla de Ana y la besó. Recorrió todo el interior de su boca con la lengua.

– Pero no te acostumbres. No siempre soy un ama tan amable, ¿entiendes? ¡Desnúdala! Berta se fue y Ana procedió. Mientras desnudaba a su compañera de esclavitud, no dejaban de mirarse a los ojos, encendidas. Compartieron un momento de soledad. El cuerpo de Paqui se inclinaba, ofreciéndose descaradamente a ella. Ana rió. Le habría gustado acariciar su piel, pero tenía miedo de que su ama las pillase en plena acción.

Al rato Berta apareció de nuevo por la puerta.

La imagen era sobrecogedora: ahora sí que era una verdadera ama dominante.

Miraba a sus dos miserables esclavas desde dos altísimas botas negras de cuero, con vertiginosos tacones afilados de metal.

Un corsé de cuero negro y brillante apretaba su cuerpo, abultando sus tetas.

No vestía nada más.

En una mano llevaba una larga fusta.

En la otra, un cigarrillo rubio que recién estaba encendiendo.

El ama se acercó a ellas, sobre aquellos largos tacones, majestuosa, poderosa, amenazante, deliciosa.

Sus cabellos negros eran tan finos que flotaban en el aire al avanzar.

El humo de su cigarrillo iba surcando el ambiente del salón con finas espirales grises.

Paqui descubrió entonces algo desconocido para ella.

Al mirar a Ana, se dio cuenta de que seguía con sus ojos cada movimiento del cigarrillo.

Lo seguía cuando descansaba entre los dedos índice y corazón, junto a la cadera.

Lo seguía por el aire y lo contemplaba extasiada cuando su ama lo posaba en sus labios, le daba una larga y suave chupada y surgía en su extremo el resplandor del fuego.

Estaba segura de que Ama y Zorrita eran ya cómplices de aquel fetichismo, pues la señora fumaba con una provocativa parsimonia.

Fumaba con delicadeza, gozando de cada calada, expulsando lentamente el humo entre sus labios, dejando que surgiera a bocanadas y ascendiera por su cara.

¡Ana era una sucia fetichista! Bien mirado, aquello le pareció a Paqui una excitante perversión. Miró a su ama, anhelante de atenciones. Berta le sonrió.

– Ponte a cuatro patas, Putita -le ordenó, y ella obedeció.

Berta cogió un cenicero de plata y lo colocó con cuidado sobre la espalda de su Putita.

– Más vale que no se te caiga, o te azotaré hasta matarte, puta…

Paqui quedó muy muy quieta. Berta siguió dándole largas caladas a su cigarrillo.

De vez en cuando le daba unos golpecitos con el índice, para dejar caer las cenizas sobre el cenicero. Ana estaba excitada al máximo con aquella exhibición.

Introdujo una mano en sus pantalones y comenzó a acariciarse.

Una de las cenizas estaba demasiado caliente, y al caer sobre la sensible piel de Paqui, esta gritó y dio un respingo. El cenicero cayó al suelo ruidosamente.

El ama montó en cólera.

– ¡¿Ves?! ¡Es por eso que os tengo que castigar, estúpidas zorras de mierda! ¡Ven, que te voy a eslomar! Paqui intentó escapar, pero su ama era muy fuerte. La atrapó entre sus piernas y comenzó a azotar su culo con saña. La esclava se revolvía de dolor, atrapada. Su culo fue marcado una y mil veces por la fusta sin piedad. Por la forma de apretar los dientes, era evidente que su ama disfrutaba como una loca castigándola, dejándole el trasero rojo. Mientras la azotaba seguía dando caladas. En el suelo, Ana se masturbaba locamente.

Por fin cesó el azotamiento.

– Muy bien… -dijo Berta jadeando- Ya has tenido suficiente. A ver si aprendes a cumplir mis órdenes. Mmmh, qué culito tan colorado, me encanta.

Dejó libre a la esclava entre sus piernas, que cayó al suelo, llorando y mirándola con odio y veneración, al mismo tiempo.

Acabó su cigarrillo, para sufrimiento de Ana, y lo apagó en el cenicero.

– Zorrita…

– Sí, ama…

– Quiero que vayas a mi habitación y te pongas lo que hay sobre mi cama. Y luego trae también mis demás juguetes. ¡Ya! – Sí, ama.

Ana se fue y Berta se arrodilló junto a Paqui.

– Levántate. Acabamos de empezar…

– ¿Sólo vas a ser así de mala conmigo? – ¡Calla puta! Ya verás, tengo unos juguetitos que quiero ponerte en esas tetas gigantes que tienes… Je je jeee…

– Pero, ¿duele? -lloriqueó Paqui.

– ¿Que si duele? -Berta se puso muy seria… y luego sonrió con maldad- Pues claro que duele, Putita. Mucho. Por eso me encantan.

Ana volvió del cuarto. Su cuerpo ahora sólo estaba cubierto por finas tiras de cuero, que culminaban en diminutos triángulos que apenas daban para cubrir de pudor sus pezones y su pubis.

Un manojo de pelillos sobresalían sobre el tanga.

Apenas estaba oculta la vulva.

Entregó unas finas cadenas a su ama. En el extremo tenían dos pequeñas pinzas.

– Chúpale los pezones, Zorrita -ordenó Berta-. Pónselos bien tiesos para mí.

– Con mucho gusto, mi ama.

Ana cubrió los pechos de su amiga con una gran sonrisa. Los chupeteó y mordisqueó para que se endurecieran. Paqui se revolvía de gusto.

El ama la separó de los pechos.

Comenzó a estrujar los pezones para secarles toda la saliva.

Tenían que estar duros y secos para colocarles las pinzas, que se apretaban con unos tornillos.

Paqui volvió a gemir de dolor, pero Berta no cesó de apretar y apretar, hasta dejar los pezones bien atenazados.

Ahora el ama tenía a su esclava bien sujeta y controlada por dos dolorosas cadenas.

Para demostrarlo, la obligó a levantarse y pasear detrás de ella por todo el salón, a base de ligeros tirones que la hacían quejarse y obedecer cada movimiento.

– Por favor, ama… -se oyó la voz suplicante de Ana.

– ¿Cómo? -dijo Berta.

– Por favor, mi ama, enciende un cigarrillo, por favor, te lo suplico.

Enciéndelo para mí… -lloriqueaba en el suelo, a sus pies.

– ¡¿Cómo te atreves a pedirme nada, zorra?! -gritó Berta- ¡Estúpido saco de huesos! ¡Ahora me vas a lamer las botas, guarra! ¡Lame hasta dejarlas brillantes! Ana posó su boca sobre las botas negras y comenzó a recorrerlas con la lengua, barnizándolas de saliva. Berta gozaba tremendamente con el espectáculo. Mientras con la fusta le acariciaba suavemente el culo, su otra mano no se olvidaba de Paqui, y le iba prodigando tironcitos a la cadena, haciendo que se retorciera por el dolor y el placer simultáneos que invadían sus pezones.

– Ya están limpias, muy bien. Ahora chúpame el tacón. Vamos tírate en el suelo… ¡Chúpalo hasta el fondo! Ana se colocó hacia arriba y dejó que el largo tacón metálico fuera penetrando su boca, poco a poco, hasta desaparecer por completo. El sonido del chupeteo de Ana era delicioso. Berta le dio unos azotes con la fusta en la entrepierna, haciéndola sobrecogerse en el suelo.

– Muy bien, Zorrita. Limpio y resbaladizo, como a mí me gustan los tacones. Ya están listos para tu amiga.

Obligó a Paqui a ponerse a cuatro patas, dándole el culo. Apoyó la bota sobre las mollas de su trasero. El tacón metálico apuntaba sin piedad hacia el delicado agujerito del ano.

– ¡No, por favor, eso no puedes hacerlo! -gritó Paqui, pero un tirón de los pezones la obligó a callar.

El tacón intentaba entrarle suavemente por el ano, pero a pesar de la saliva de Ana, era una tarea dura.

Mientras le masajeaba el agujerito, con una mano la azotaba suavemente, y con la otra le tironeaba los botoncitos.

– ¡Ay! ¿Por qué eres tan mala conmigo? ¡Uh! – Porque me encantas, cariño -respondió Berta-. Porque me enciende tu cuerpo escultural, por eso te doy mis mejores tratos.

Berta vio los celos en los ojos de Ana. La atrajo hacia sí, y la besó en los labios. Los mordisqueó como se mordisquea un jugoso plato de carne.

– Cariño, ahora vas a recibir tú -le dijo Berta-. Deja que nuestra Putita te coma el conejo.

Ana se tumbó y abrió sus piernas ante el rostro de Paqui, retorcido por el dolor del metal que la perforaba.

– ¡Chupa, Putita! -ordenó Berta, azotándola con fuerza- ¡Y no uses las manos, o te despellejaré a azotes! Paqui dejó caer su cara sobre el micro-tanga de Ana. Lo masticó un buen rato hasta que logró apartarlo. Los labios vaginales ya estaban bien abiertos y lubricados, y el pequeño clítoris erecto y palpitante. Sus lamidas arrancaron los suspiros de Ana.

De repente el tacón penetró el ano hasta la mitad. Paqui sentía el frio metal en sus entrañas.

– ¡No pares! -ordenó Berta- ¡Métele toda tu lengua! La lengua de Paqui exploró el interior vaginal de Ana, mientras sus labios frotaban inevitablemente el clítoris. Berta dedicó atenciones a su propio cuerpo, comenzó a acariciar su raja con la vara de la fusta. Los movimientos frenéticos de su pelvis tenían que acompasarse perfectamente con los de su pierna, que penetraba el culo de Paqui, cuyos movimientos a su vez llenaban de placer a Ana, que le aprisionaba la cabeza entre las piernas y con cara de rabia se sacudía contra ella.

– ¡¿Te gusta, Putita, te gusta que te folle con mis tacones?! -gruñó Berta, al borde del éxtasis. Por toda respuesta recibió un gemido de la boca ocupada de Paqui. Siguió preguntando, siguió gritando, siguió acariciándose con la fusta, torturando con los tirones de los pezones, siguió penetrándola, siguió la lengua lamiendo, los dientes mordisqueando, la boca de Ana diciendo barbaridades, sudando, sacudiéndose contra la boca de su amiga esclava.

Las tres experimentaron el milagro de alcanzar simultáneamente un enorme clímax.

Gritaron de placer, provocando el escándalo en todo el edificio y el de enfrente.

Los gritos de Ana más bien eran aullidos que llenaban de orgullo a Berta, por ser tan buena ama, por saber hacer que sus putas particulares se corrieran a sobremanera.

Las tres se desplomaron exhaustas en la alfombra, incluso el ama.

Paqui tuvo la osadía de desengancharse las pinzas.

Los pezones estaban amoratados, parecían haber ganado unos milímetros de longitud con tanto tirón, y dolían hasta el mareo con sólo rozarlos.

Berta se tumbó en un sillón y encendió otro cigarrillo. Parecía haber perdido todas sus fuerzas.

Miraba gélidamente a Ana, sabiendo lo muy caliente que la ponía verla fumar así, con las piernas abiertas ante ella.

Mientras Ana se acercaba a lamerle el conejo con demencial lentitud, Paqui decidió lamerle los dedos de los pies.

Muchas veces había imaginado lo maravilloso que sería besar con primor, chupetear, lamer los dedos de los pies de una mujer hermosa como aquella.

Darles piquitos, acariciarlos con la punta de su rosada lengua, acoger todo el dedo gordo en su boca y chuparlo como un caramelo, mordisquear el dedo más pequeño de todos.

Mientras lo hacía acariciaba su clítoris, pues su orificio delantero no estaba tan dolorido como el trasero, que no había sangrado porque Dios no había querido.

Así pasaron largas horas, lamiendo el conejo de su ama, besando sus muslos y chupeteando sus pies. Tras toda una serie de dulces orgasmos, su ama cayó en el sueño.

Cuando despertó, quedó sorprendida: estaba en su cama, atada de pies y manos a las esquinas, totalmente desnuda. Sus antiguas esclavas estaban una a cada lado.

Ana seguía llevando sus tiras de cuero, en la mano tenía un pequeño látigo de cinco colas. Paqui, ¡su pequeña Paqui!, había cambiado radicalmente su actitud.

Ahora era ella la que llevaba el corsé de cuero negro, ajustado hasta la exageración.

Las pupilas de Berta se dilataron cuando vio lo que balanceaba en una de sus manos: una pala de azotar con remaches metálicos. La expresión de Paqui era de desprecio.

En la mesilla había todo tipo de instrumentos eróticos: un enorme consolador negro, cintas de goma, mordazas, collares de pinchos, pinzas…

– Oh, nenas, ¿qué habéis hecho? -gimió Berta- ¿No os lo habréis tomado a mal? – Calla, guarra. ¿Cómo te atreves a hablarnos? Ahora las amas somos nosotras.

Mmmh… dos amas y una sumisa, esta noche promete. Ahora vas a saber lo que es el dolor de verdad…

Ana le puso a Berta una mordaza con una bola de plástico que acallaría todos sus gritos, cualquiera que fuera su intensidad y desesperación.

Antes de comenzar la sesión, Ana y Paqui se abrazaron y se dieron un largo y apasionado morreo, para que Berta viera lo que era amor de verdad.

Aquella noche los vecinos de la zona llamaron a la policía, avisando de que habían oído en uno de los pisos gritos desgarradores. Aunque más que gritos, dijeron, eran como gruñidos bestiales.

La policía no encontró nada extraño en ninguno de los pisos, no pudo aclarar el origen de los gritos de aquella noche.

Sin embargo, los gritos se volvieron a oír bien avanzada la noche, incluso hasta poco antes de amanecer.

Los gritos se duplicaron, incluso se triplicaron.

Algunos atribuyeron el fenómeno a los fantasmas, y se fueron a pasar el resto del día a otras casas.

Nunca nadie más que ellas supo que los gritos eran de placer y desesperación, en una mezcla demencial que duró horas y horas sin descanso.

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