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El desván II

El desván II

Esa noche cenaron unos espaguetis que prepararon entre las dos.

Los devoraron en el salón, tranquilamente, mientras veían una película romántica.

La sesión acabó con las luces apagadas, los platos vacíos y ambas primas en amoroso abrazo mientras veían aparecer el cartel de The End.

Cuando se hizo el fundido a negro y comenzaron a discurrir los títulos de crédito, se miraron, llenas de emoción, y se besaron.

Habría sido un perfecto beso de amor casto, de no ser porque Virginia lo remató con un lametón a los labios de Estela.

No obstante, le gustó y le pidió que lo repitiera.

– ¿Ha sido bonita, verdad? -musitó Estela.

– Creo… Creo que sí -respondió Virginia-. A mí no me suelen gustar las películas románticas, pero reconozco que esta es muy original.

– ¡Pero, ¿te has emocionado?!

– ¡Claro!

– ¡Aaah, bueno! Es que si no, lo tuyo es grave, con lo bonita que es.

– No soy tan insensible como tú crees… -dijo Virginia, muy seria.

– Yo no he dicho nunca que lo seas…

Y volvió a besarla.

Por una vez, Estela fue atrevida.

Buscó la lengua de su prima y la obligó a salir al exterior.

La chupó largo rato, extasiada, como si chupara un pequeño pene, uno que tuviera que penetrar sus estrechos labios.

Bebió la saliva de Virginia con un delicioso sorbeteo.

– Dios, Estela, cómo me gusta eso… Me encanta… Estás loca…

La mano de Virginia fue ascendiendo poco a poco en dirección a los pechos de Estela.

Intentó colarse bajo el pijama, dispuesta acariciar, pero otra mano la detuvo.

Estela la miró maliciosa a los ojos, mientras decía “no, no…” con un dedo.

– ¿Pero por qué, ahora? -lloriqueó Virginia.

– Ahora te aguantas. Yo he soportado tus tonterías de las cuerdas. ¡Vaya susto me has dado, dejándome sola ahí arriba tanto tiempo! Ahora, si me quieres, vas a tener que esperar a mi turno, ¿vale?

– No sé si voy a poder esperar…

– … Hasta mañana. Ahora nos vamos a dormir.

– ¡Hasta mañana! Dios, Estela, no voy a poder esperar tanto…

– Bueno, quizá aguantarás si…

Cogió a Virginia de la mano y la llevó hasta su cuarto.

Se metieron en la cama, compartiendo miradas.

– ¿Y bien? -dijo Virginia, que no comprendía.

– Bueno, no quiero que nos toquemos aun, pero quizá aguantes hasta mañana si…

Estela se desabrochó uno a uno los botones del pijama.

Primero aparecieron en la penumbra sus lindos pechos, grandes y redondos.

Luego su cálido vientre.

Por último su pubis virginal, rubio y lampiño.

Sin dejar de mirar a su prima, Estela comenzó a acariciarse allí abajo, mientras con la otra mano se masajeaba los pechos.

Se notaba que lo había hecho más de una vez anteriormente.

– ¿Te parece suficiente por hoy? -musitó- Vamos, haz tú lo mismo…

Hagámoslo juntas.

Virginia se deshizo del pijama.

Acarició un tiempo sus pechos, más pequeños que los de su prima, pero graciosos y apetecibles.

Obtenía altas cotas de placer al estrujar, acariciar, arañar y pellizcar sus pechos, era su práctica masturbatoria preferida.

Cuando ambos pezones estuvieron duros, su mano derecha bajó impaciente para darle el trato merecido a su entrepierna, ya chorreante desde que inició los besuqueos con su amante.

Juntas se masturbaron toda la noche y llegaron al orgasmo varias veces.

Una de ellas llegaron a la vez al éxtasis, botando sus cuerpos en la cama y gritando sin recato, sabiendo que nadie en mucha distancia podía oírlas, de lo contrario ese alguien habría creído que estaban abriendo a alguien por la mitad y rellenándolo de flores.

En otra ocasión volvieron a llegar juntas al orgasmo, esta vez besándose, un beso que duraba aun cuando sus cuerpos dejaron de convulsionarse, y habrían querido dormir con sus labios fundidos si eso no hubiera sido imposible.

La mañana siguiente las encontró desnudas, con los pijamas hechos unos revoltijos en sus piernas, las melenas deshechas, sus jóvenes rostros en paz.

DÍA II

Virginia estaba impaciente.

No quería perder el tiempo que le había sido concedido para estar con su chica. Estela le ordenaba paciencia.

Después de desayunar, Estela le ordenó ir al supermercado cercano a comprar algunas cosas que le gustaría comer ese fin de semana.

Virginia adivinó que su prima necesitaba tiempo para hacer sus propios preparativos, y con una sonrisa sabihonda, se fue a hacer la compra.

Al volver se encontró en la casa sólo con el silencio.

– ¿Estela? -preguntó al aire.

– Aquí, Virgi… -dijo una voz desde el desván.

Virginia dejó las bolsas de la compra en la cocina y subió las escaleras.

Allí estaba Estela, con una bata blanca parecida a la de los médicos.

Se había perfilado los ojos y abrillantado los labios, de forma que daban ganas de darles un mordisco.

Sobre un viejo baúl habían prendas de ropa del padre de Virginia.

Se miraron. No hicieron falta explicaciones. El silencio fue su vínculo.

– Por favor, póngase esa ropa -dijo la doctora.

Estela se puso la ropa de su padre: una camisa blanca, una corbata, unos pantalones grises, unos zapatos elegantes, un viejo reloj dorado de pulsera que había encontrado en algún sitio…

La ropa no le venía grande, ya que últimamente Virginia había dado el estirón de la pubertad, alcanzando una altura aproximada a la de su padre.

Como toque final, la doctora sacó un lápiz negro de ojos y le pintó una perilla.

Ahora Virginia era un hombre.

Un muchacho joven y apuesto, de piel suave y labios carnosos, con el pelo negro recogido en una pequeña coleta.

Un chico muy guapo.

– Bueno -comenzó la doctora, con voz nerviosa-. Ya sabe usted que hoy toca inspección.

– ¿Inspección de qué?

– Ya sabe qué tipo de inspección, no se haga el listo… Por favor, inclínese hacia adelante, apóyese en la silla.

El muchacho se inclinó hacia adelante, apoyando su peso en el respaldo de una silla.

La doctora se mordió el labio inferior ante el panorama.

Los pantalones masculinos no podían disimular las formas de un culito acorazonado.

– Y ahora -dijo la doctora, mientras sacaba un guante de látex de un bolsillo-, no se preocupe. Voy a ser muy suave…

– Confío en usted… -dijo el muchacho.

La doctora se ajustó el guante con un chasquido.

Se acercó al muchacho.

Pasó las manos en torno a su cintura para desabrocharle el cinturón.

Luego desabrochó el pantalón y la bragueta.

El pantalón cayó al suelo, dejando a la vista unos slips.

Como si tuviera todo el tiempo del mundo, la doctora fue bajando poco a poco los calzoncillos.

No los dejó caer, los dejó enrollados a medio muslo del muchacho.

El panorama era precioso: un culo adolescente, redondito y suave.

En la línea entre las dos cachas, un minúsculo hoyito, rodeado de estrías que convergían en su centro, como los rayos de luz en torno a un pequeño sol de carne.

Un poco más abajo, cubierto por algunos pelos cortos, el pubis, aun virgen.

– Vamos a ver si todo está bien sano por aquí dentro…

El chico imaginaba por dónde iba a ir aquello, pero aun no podía creerlo. Inmóvil, respirando aceleradamente, observó cómo la doctora apretaba un tubo de vaselina y la repartía por los dedos enguantados.

– Puede que esto esté un poco frío -advirtió la doctora, en un susurro excitado.

Un dedo se posó sobre el esfínter del chico, que dio un respingo al notar el frío en un punto tan delicado.

El dedo masajeó muy, muy suavemente, haciendo pequeños círculos.

El fino látex del guante le daba gran sensibilidad a aquel dedo intruso.

Poco a poco, el masaje dejó lugar a la presión. Iba apretando sobre la carne resbaladiza, abriéndose paso.

Era un trabajo difícil, el conducto era muy estrecho, virgen, y el paciente no debía sufrir dolor…

Al menos no demasiado.

El dedo siguió apretando, apretando, atrevido, adentrándose por el túnel contracto.

El muchacho apretaba los dientes gemía, nunca había sentido nada en esa parte de su cuerpo, era para él desconocida la existencia de este placer.

El dedo entró por completo, hasta el nudillo.

La doctora comenzó a realizar su inspección, moviéndolo alrededor suavemente, como buscando algo entre la carne.

Los músculos del esfínter se contraían, no se habría podido decir si para expulsar al dedo curioso o para retenerlo allí dentro para siempre.

– Oh… Qué duro está… Uuuuf… Sigue, me gusta, me g-… ¡Aaaaammmh!

La inspección no parecía dar frutos. La doctora se atrevió a introducir un dedo más.

La entrada anal estaba muy estrecha, así que tuvo que ablandarla a base de masajes, caricias circulares y más vaselina…

Y finalmente los dos finos dedos se deslizaron perfectamente hasta el fondo.

Allí volvieron a moverse muy suavemente, palpando alrededor.

– ¡Aaaaaahmmm! ¡Síii! No lo puedo creer: me… me estás follando por el culo! ¡Y me -ungh- me gusta! ¡Sigue, sigue sig -aaannnggggh-!

Un dedo del chico se dirigió a su vagina, solícita de placer, pero la mano de la doctora lo detuvo, comunicándole calma a través de sus caricias y su tacto.

Los finos dedos de látex y vaselina entraban y salían del ano del adolescente, produciendo un viscoso “chup-chup-chup”.

Con el rostro sudoroso y la espina dorsal sacudida por las violentas sensaciones de penetración, el muchacho volvió la vista, y vio como la doctora no había aguantado más y se masturbaba bajo la bata blanca, sin por ello dejar de castigar su ano.

La mirada entre las dos ardió.

– Por Dios… Estela… deja… que me corra… déjame usar los dedos… no aguanto más… por lo que más quieras… haré lo que… tú digas…

La expresión de la doctora fue tan dura como su respuesta:

– Déjame que te meta un dedo más y yo te dejaré que te masturbes…

– ¡Estás loca! ¡Tres dedos! ¡No voy a poder -mmmmaaaaah- aguantar tanto dentro, me harás daño!

– Entonces, muchachito, seré yo la única que se corra… ¿Te suena eso de algo?

– ¡Está bien! ¡Está bien, joder! ¡Méteme otro dedo por el culo! ¡Vamos! ¡Dame! ¡Uuuuuunggggh!

La doctora siempre había sido una persona dulce y cuidadosa.

En ese momento descubrió su faceta más agresiva y perversa.

Sin preámbulo alguno, un tercer dedo violó el ano de su paciente, que gritó enfurecido.

Los tres dedos entraron y salieron con un ritmo brutal, haciéndole agitarse y estar a punto de caer al suelo por riesgo de perder el apoyo contra la silla.

Mientras, la doctora necesitaba satisfacerse, sentía que no era natural hacer aquello sin acabar corriéndose.

Sus dedos acariciaban su clítoris y lo apretujaban en todas direcciones, llenando su cuerpo de espasmos eléctricos y palpitaciones.

Por su parte, su paciente tenía por fin permiso para llegar al orgasmo.

Sus dedos acudieron raudos a penetrar su vagina y a pellizcar su clítoris, con rabia y descontrol, como si el frenesí pudiera hacerla perder la mano y arrancárselo sin querer, de tanta violencia con que se masturbaba.

– ¡Oh, Virgi! ¡Creo que.. creo que… me voy a correr!

– ¡Y… yo! ¡Me-estoy-corriendo-Estela! ¡Sigue! ¡Sigue! ¡Fóllame-el-culo! ¡No-pares-de-darme! ¡Ufh! ¡Dame-duro-dame-por-el-culoooooooaaaaahhh!

– ¡Te quiero primaaaaaaaaaaaaahhhhh!

Entre aullidos, excitadas hasta la cumbre por las palabras sucias, la doctora y el muchacho estallaron en espasmos y flujos, que salpicaron su ropa interior, que bañaron sus manos, que mancharon el suelo, y chorrearon en finísimos riachuelos muslos abajo.

Todo había acabado ya, pero aquellos tres dedos seguían imparables, incapaces de detener la penetración del dilatado ano.

El chico, sacando fuerzas de donde pudo, detuvo aquella mano frenética y la extrajo de la entrada a su cuerpo.

– ¡Por Dios, se… se ha acabado! ¡Para… cabrona! ¡Me vas a… matar! ¡Se ha acabado…!

La doctora se alejó de su paciente para desplomarse sobre una viejo sofá cubierto con un plástico.

El muchacho se dejó caer sobre la silla, sobre su vientre. Su culo no le permitía sentarse.

Todo había acabado. Sudorosas y extenuadas, no dijeron nada, y quedaron un rato silenciosas, dormitando.

Minutos después se levantaron, como saliendo de un sueño. Se besaron. Se sentían agotadas.

Comieron abundantemente y con ansia.

Se ducharon para librarse de la sensación de suciedad.

Entraron juntas a la ducha.

A Virginia le escocía terriblemente el ano.

Estela se lo lavó con cuidado, lo masajeó un rato con el suave chorro de la ducha.

Luego se lo besó un rato, hasta invadir el cuerpo de Virginia de tranquilidad y ternura.

Ya escocía menos.

Se secaron la una a la otra y se vistieron. Se dejaron caer en la cama de los padres de Virginia e inmediatamente estaban durmiendo la siesta.

Despertaron de la siesta a la misma vez.

Descansadas y tranquilas.

Se abrazaron con ternura y se besaron.

Rozaron sus labios entre sí.

Estela dedicó especial atención a los gruesos y redondos labios de su prima.

Quería grabarlos en su memoria para no olvidar jamás como eran, quería hacer eternos aquellos momentos.

El resto del día transcurrió tranquilo.

Salieron de casa y pasearon por un jardín cercano, con altos árboles que le daban intimidad y secretismo al lugar.

Caminaron muy adentro por la vegetación y, seguras de que ya no quedaba nadie cerca, acurrucadas detrás de un grueso árbol, se besaron como una pareja de enamoradas.

Se besaron durante más de una hora, sin prisa ni ambiciones. Ya estaba bien de fantasías y juegos.

Se querían, lo habían demostrado.

Querían estar juntas por siempre.

Los besos las acabaron excitando y volvieron a casa.

Eran libres de hacer el amor cuando quisieran.

Todo era perfecto.

Sin leyes, sin padres, sin prejuicios, sin adultos ni gente dando una opinión que nadie había pedido.

En la cama de los padres de Virginia, con toda calma, las dos primas hicieron el amor.

Eran dos ángeles.

Los besos eran tranquilos, las caricias lentas, los orgasmos suaves, atiplados, las miradas agradecidas.

Los abrazos duraron más que las penetraciones.

Sin nada más que hacer en la vida, excepto quererse, quedaron abrazadas en la cama y así se quedaron hasta que anocheció.

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