Reencuentro

Me excita hasta hacerme temblar y ponerme la piel de gallina imaginar que estoy en casa esperándote, cerca de las nueve de la noche.

He llegado pocos minutos antes de las ocho.

No me sorprende que no estés, puesto que a veces sueles bajar a última hora para comprar algo o tal vez hayas quedado con tu prima.

Me cambio de ropa y enciendo el ordenador para introducirle los documentos que he traído del trabajo.

Hago un canuto y me abstraigo de todo lo que no sea lo que estoy haciendo, de forma que el tiempo pasa sin darme cuenta hasta que al oír el ruido de la cerradura de la puerta miro el reloj y veo que son las nueve y cuarto.

Llegas radiante y excitada, con la respiración entrecortada y la cara brillante y sonrosada. Te sientas a mi lado y tu mirada queda fija en mis ojos.

Noto un brillo especial en los tuyos, un brillo que conozco y me apasiona pero que hacía ya algún tiempo que no percibía.

Te abalanzas sobre mi y tu boca me absorbe; me introduces la lengua en la boca y lames todo mi interior con codicia mientras noto un sabor ajeno en tu boca y un olor distinto en tu cuerpo: hueles y sabes a hombre.

Mi sorpresa se convierte con rapidez en una sensación ignorada hasta el momento, mezcla de excitación y temor hacia lo desconocido, que pone todos mis sentidos a flor de piel y me produce un bienestar creciente.

Sin darme tiempo a decir nada te levantas y en pocos movimientos te despojas de la ropa y quedas ante mi sin otra prenda que aquellas bragas blancas semitanga, con blondas laterales y lisas delante y detrás.

Sigues mirándome fijamente mientras te despojas de las bragas y me las entregas, pronunciando la primera palabra desde que has llegado: huélelas.

Me las llevo a la cara y las noto húmedas, mojadas en parte.

Tanto en la zona que cubre tu coñito como en otros lugares hay manchas blancas viscosas y recientes.

Sin poder evitarlo y temblando de emoción las froto por mi cara, las huelo y absorbo su aroma para impregnar de él todo mi interior, para que pase a formar parte de mi.

Paso la lengua precisamente por donde están las manchas y llego a chupar para intentar exprimir hasta el último átomo de la sustancia que las impregna, que sólo puede ser una.

Sigues de pie a mi lado, desnuda, espléndidamente lujuriosa, temblorosa de excitación; tu mirada conserva el brillo del sexo mientras estoy sentado junto a ti lamiendo tus bragas y tu me acaricias cariñosamente el cabello, gozando ambos del placer de lo prohibido.

Te sientas en una silla de la mesa del comedor con las piernas abiertas y rápidamente me pongo de rodillas frente a tu entrepierna y comienzo a devorar con ansia tu coño abierto y empapado de sabor a otro cuerpo.

Estoy temblando y tengo la piel erizada, la cabeza me arde y no puedo dejar de lamer, aspirar, pasar la lengua por todos tus pliegues húmedos y sorber todos los sabores que te impregnan.

Me doblego, estoy de rodillas frente al placer que otro cuerpo te ha proporcionado. Sé que tú sabes, tú sabes que yo sé… Chupo con ardor cada pliegue, lamo tu piel y tus poros y trago, devoro tu gusto a sexo.

Sé que chupo y trago los restos de semen que tu amante ha dejado sobre tu piel… y me gusta hacerlo, disfruto a sabiendas de que estoy lamiendo mi propia humillación: un hombre, otro hombre que ni siquiera conozco, ha gozado con mi mujer, la ha poseído mientras ellas se entregaba como una perra en celo.

No puedo resistir por más tiempo la ansiedad y le pido que me hable, que diga algo.

Ella sin más me aparta, se agacha frente a mi y empieza a chuparme la polla, pero al cabo de unas pocas emboladas levanta la cabeza y me dice: «¿te gusta?», a lo que respondo: «¿le ha gustado a él?». «Sí, creo que lo ha pasado tan bien como yo…».

«Iba por la Rambla, caminando por el paseo central, cuando de pronto alguien me agarró del brazo. Al principio no le reconocía, pero se trataba ni más ni menos que de Artur F., a quien no había visto desde hace muchos años. ¿Sabes de quien se trata?. ¿Te acuerdas de aquella historia que te conté hace tiempo de un rollo que tuve con un hombre mayor que vivía en el barrio de Horta?».

«Sí, me acuerdo; aquel profesor o algo así que fuiste a visitar una vez a su casa para follártelo, ¿no?». Era, en efecto, una de sus viejas historias que más me gustaba. Ella tenía poco más de veinte años y corría el tiempo de la transición política española, cuando conoció a un cuarentón intelectualizado con el que tuvo una relación de conversaciones y discusiones políticas en grupo, en torno a la mesa de algunos cafés de moda, tan propias de la época. Me había contado que en una ocasión acudió a la casa de Armand, que así se llamaba, y acabaron -o empezaron-follando sobre la alfombra de la biblioteca, él tumbado de espaldas al suelo y ella cabalgándole. Acudió a aquel piso otras ocasiones con el mismo propósito: tirarse, o dejarse tirar, por aquel hombre que hubiera podido ser su padre.

«Pareció muy contento de verme y nos pusimos a charlar, preguntándome por el transcurso de mi vida y por fulanito o menganita de aquellos tiempos. Me invitó a tomar algo en el Café de la Ópera y me explicó que un año antes había comprado un piso en la calle Tallers, muy cerca de allí, que viví en el barrio y que estaba encantado de haberme encontrado. No sé por qué, pero me iba sintiendo caliente; no salían de mi cabeza algunas escenas vividas con él hacía tanto tiempo. Me acordaba de aquella polla monumental que tenía y cuando me propuso enseñarme su casa me sorprendí a mi misma aceptando la invitación.

El piso resultó ser un ático muy soleado desde el que se veía el puerto y algún trozo de mar.

La decoración y el mobiliario me recordaron enseguida aquella otra vivienda suya que había conocido.

Seguramente había traído sus muebles.

Íbamos hablando mientras entrábamos en la casa, que recorrimos pieza por pieza hasta llegar al dormitorio, muy espacioso y con el desorden organizado propio de un solterón.

Ambos sabíamos que habíamos llegado a nuestro destino y se hizo el silencio.

Quedamos de pie en el centro de la habitación, junto a la gran cama.

Nos miramos y sonreímos e inmediatamente nos fundimos en un beso.

Sentí de inmediato su lengua en mi boca y acabaron de mojárseme las bragas…».

Al llegar a este punto mi mujer se quedó un poco cortada y me dijo: «lo siento, a lo mejor me he pasado o me estoy pasando ahora. ¿Estás seguro que deseas que siga, no te da mal rollo?».

Le aseguré que no sentía ningún mal rollo sino todo lo contrario, que la historia me ponía a cien y que deseaba conocerla para excitarme mientras me la contaba.

Estaba encantado y loco de amor por ella y me hacía feliz compartir estos presuntos secretos.

En este punto yo también me había desnudado y estábamos sentados uno junto al otro en el sofá.

Me agarró suavemente la polla y la acarició; inició un suave movimiento con la mano alrededor de mi nabo ya erguido y continuó hablando: «nos besamos como dos enamorados que hace tiempo que no se han visto, con locura y pasión, mientras nos fuimos manoseando por todo el cuerpo.

Él me mordía en el cuello -cosa que sabes que me vuelve loca-y me sobaba y apretaba las nalgas.

Yo estaba derritiéndome y temblando de ganas; y recorrí su cara y cuello con mi lengua y le metí mano al paquete. ¡Dios, que aparato tiene!. Estaba tieso a más no poder y apenas me cabía en la mano.

Era imposible detenernos siquiera para desnudarnos, por lo que más que quitarnos la ropa nos la fuimos arrancando sin dejar de morrearnos y palparnos.

Caímos enlazados sobre la cama y continuamos el frenesí de caricias y besos. Me mordió los pezones hasta estremecerme y fue bajando hasta mi pubis y, finalmente, hasta meter la lengua en mi coño que ya chorreaba a mares.

Como pude me situé de forma que pudiera meterme aquella polla en la boca, quería chuparla, comerla, lamerla, antes de metérmela hasta los huevos.

Estábamos en la postura del sesenta y nueve, él encima y yo debajo.

Cada chupada que daba a aquellos cojones grandes e hinchados se traducía en una descarga de su lengua en mi interior.

Me aprisionó el clítoris entre los labios y me corrí como una colegiala.

Tal vez fue por la sensación de soledad del ático, pero chillé de gusto como hacía tiempo que no lo hacía.

Fuimos girando de costado hasta que nos desenlazamos, jadeando y sudando.

Me lancé sobre él y le chupé los pezones –en este momento me acordaba de ti, de cómo te gusta que te haga lo que le estaba haciendo a él- bajando hasta su entrepierna presidida por aquel mástil que amenazaba desgarrarme por dentro y que, precisamente por esto quería sentirlo bien hondo».

«Cariño –se interrumpió en este punto– quiero que sepas que sentía un morbo enorme por aquel hombre. Quería sentirme muy guarra y portarme como una puta para luego exhibir mi vicio ante ti. Hace años, cuando me lo tiré, él también era muy vicioso. Recuerdo que no paraba de llamarme «niñita», «pequeña calentorrita» y otras lindezas que cuajaban muy bien por cuanto que yo me sentía muy traviesa yendo a hacerme follar por un hombre mayor». Mi polla estaba a punto de reventar pero la ansiedad por escucharla era más fuerte que el deseo de gozar inmediatamente. «Continúa», le dije. Y siguió: «me la metí en la boca, pero apenas podía ya que el capullo era de un grosor desmesurado. Mientras le acariciaba los cojones con las manos; y sin saber como ni por qué -pues tú sabes que es algo que no me gusta especialmente-le acaricié el ano. Fui abriéndolo lentamente con el dedo y de repente se lo encajé de golpe. Sorprendido por aquella osadía que, no obstante, le resultaba placentera, gimió y me agarró la nuca empujándome la cabeza hacia la polla, tratando de que la tragara toda. No quería que se corriera antes de follarme, pues dudaba que a su edad la cosa diera para dos polvos, pero él tenía sus ideas al respecto. Me mantuvo contra sí, dejándome sólo un pequeño margen de movimiento imprescindible para poder hacer lo que él deseaba en aquel momento: mamársela. Duró poco antes de doblarse hacia arriba y llenarme la boca de leche, que a poco me hizo atragantarme y que tuve que tragar para liberar mi boca. Me apartó con fuerza -aunque sin violencia alguna-y me hizo tender a su lado. Con los dedos recogió los restos de esperma que colgaban de mis labios y me lo extendió sobre los pechos…».

«¿Ves, me dice, como aún quedan vestigios de mi guarrada?. En efecto, sobre sus tetillas y en el surco que las separa había manchas secas que parecían haber sido de licor seminal. No podía aguantar más, me lancé sobre las tetas de mi esposa y lamí sus pechos hasta dejárselos relucientes de mi propia saliva. Estaba loco de placer y le pedí que me la chupara y me hiciera lo mismo que le había hecho a él. «Aquí no puedo, vámonos a la cama; recuerda que allí estábamos», dijo y nos dirigimos, desnudos como estábamos, hacia nuestra cama. Nada mas tumbarnos se arrojó sobre mi polla, que a través del pasillo no había perdido fuerza, y comenzó la mamada más sabrosa con que me haya obsequiado nunca. Masajeó y lamió mis huevos y poco a poco fue adueñándose de mi culo con sus hasta ahora casi desconocido dedos. Se retiró un momento para coger el tubo de vaselina que tenemos en mi mesilla de noche y con una sonrisa pícara me dijo: «prepárate, maridito». Volvió a su posición anterior ocupándose de mi pene y huevos con su lengua y de mi virginal culo con los dedos hasta llegar a introducirme la punta de tres de ellos. A continuación, mientras me miraba a los ojos, introdujo me con fuerza su dedo índice, lo que ocasionó un respingo de dolor tan intenso como breve que se transformó en una sensación muy agradable. La agarré de la nuca y le hice tragar el miembro hasta que le motivó una arcada. No cedí y la obligué a seguir el ritmo de la mamada mientras la iba llamando «puta, guarra, házmelo como a tu amante, so puta…» hasta que no pude ya más y arrojé en su boca todo el semen que mis cojones no podían ya retener.

Se retiró un instante para engullir la masa lechosa y volvió a la carga para dejarme la polla limpia de cualquier traza de semen, que en todo caso iba tragando.

Fuimos quedando inmóviles, uno junto al otro y cogidos cariñosamente de la mano.

Estaba en el séptimo cielo, corrido y feliz.

Ambos seguíamos excitados por aquella historia tantas veces soñada y que ahora se había convertido en realidad. Me incorporé en la cama para liar un porro.

Mientras íbamos fumando ella comenzó a acariciarme suavemente y posó su mano sobre mi entonces vencido pene.

«¿Estás bien», me preguntó. «Estoy enloquecido de placer, te quiero», respondí. Y sin dejar de lado las caricias que ya me iba prodigando, continuó:

«Cuando se corrió me quedé un poco frustrada pues pensaba que ya habría agotado sus posibilidades aquel día. Al fin y al cabo, Artur tiene cincuenta y ocho años, según me dijo… Pero me equivoqué de cabo a rabo. Verás, estábamos fumando un cigarrillo y sin ninguna intención apoyé la mano sobre sus huevos. Fue como apretar un resorte, pues aunque hubiera eyaculado pocos minutos antes, su polla empezó a responder de inmediato a mi manoseo. «Tranquila que ahora te tocará a ti», dijo incorporándose hasta quedar de rodillas a mi lado. Me cogió por las caderas, me obligó a dar la vuelta sobre mi misma hasta que flexioné las rodillas y levanté el pompis, quedando así a cuatro patas, ofrecida a su deseo. Hasta aquel momento sólo había pasado por mi imaginación montarme a horcajadas sobre él e introducirme aquella barra de músculo en mi coñito palpitante. Pero me encontré de esta manera, a cuatro patas, como me gusta ofrecerte a ti. Me resultaba muy morboso ofrecerme así a él mientras pensaba en ti. Por otro lado tenía unas ganas de ser follada como hacía tiempo que no sentía; necesitaba que me la clavara en aquel mismo instante. No se hizo de rogar y mientras con una mano me sobaba y apretaba los pechos, empleó la otra mano en la tarea de guiar aquel inmenso cipote hacia mi entrada vaginal. Me iba diciendo cosas al oído, como: «mi niña sigue siendo tan putita, ¿verdad?, ven, ven, que papito te hará sentir mujer; ven guarrita…». La verdad es que me sentía como una puta en celo cuando sentía aquel pedazo de carne enhiesta pugnar por abrirse camino entre mis carnes. Acabó de metérmela hasta la empuñadura de un solo empujón que me hizo chillar de gusto y comenzó un constante y enloquecedor bombeo que en pocos momentos me provocó un orgasmo genial durante el cual me volví loca y comencé a decirle que me follara toda, que era su puta y que hiciera de mi lo que quisiera».

La imagen de mi mujer en tal situación, entregada por completo a un hombre que en aquel momento la deseaba, abierta de piernas para ser taladrada por una polla lujuriosa, comportándose como una ramera y mezclando sus humores corporales con los de aquel tipo maduro, provocaron en mí una erección que en este punto resultaba casi insoportable.

Pedí a mi mujer que se pusiera a cuatro patas que me lo siguiera explicando mientras la follaba, es decir mientras trataba de vivir la historia.

De este modo me puse tras ella y tras breves amagos, mediante un golpe de riñones, se la introduje hasta los cojones, lo que provocó un gritito por su parte, para seguidamente empezar a bombear como un orate.

Ella, por su lado, iba diciendo, entrecortadamente y según los jadeos le permitían: «tiene la polla tan grande como la tuya, no tan larga pero más ancha… Ahhh!… he gozado… me ha hecho suya… he sido zorra por placer…

Me ha estado follando un buen rato, yo no podía más y no paraba de correrme… asiii… sigue así, lo haces como él… se ha corrido encima de mi culo y me ha dejado toda empapada de leche… asiii…»

Saqué el miembro de su interior un segundo antes de vaciarme sobre sus nalgas, que dejé pringadas de borbotones blancos.

Ambos quedamos sudorosos y derrengados, si bien ella todavía tuvo ánimos para darme unos cuantos lametones en la polla, pasando la lengua de abajo a arriba para dejarla limpia.

«Me faltaba probar el sabor de su polla mezclada con la tuya», dijo en un tono más bien enigmático. Y así nos quedamos dormidos.

A partir de aquel día, Silvana -mi mujer– y yo comenzamos una etapa sexual nueva que rompía la rutina que inexorablemente se había ido adueñando de nuestra relación; nada de particular si se tiene en cuenta que llevamos quince años de vida en común.

Lo cierto es que a partir de la reaparición de Artur en la vida de Silvana recobramos el interés por el sexo, volviendo a presentarse en nuestras vidas como una fuente de bienestar, de buen rollo y de placeres sin límite.

Los polvos que pegamos en las semanas siguientes fueron realmente buenos y excitantes, con constantes alusiones implícitas a la «andanza» pero sin mencionar el nombre de Artur, puesto que así nos resultaba más ameno a ambos.