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Presentación

Presentación

Había transcurrido más de un mes desde la pasada travesura cuando un viernes por la tarde Silvana se mostraba muy animada y hacía bastantes alusiones pícaras al sexo.

Después de comer me dijo que tenía algo que contarme. Intrigado, pues no había dado ella muestras de que hubiera otra aventura de por medio, le dije que era todo oídos.

Nos reímos y ella soltó: “ayer volví a ver a Artur… en la Rambla. No te pongas nervioso que no estuve con él más que unos momentos hablando…

Me dijo que le gustaría volver a verme, pero yo le respondía que todo lo hacía y lo compartía contigo, que lo mío con él era un juego en el que aparte de él y yo también jugabas tú; y que para mi tu eres el jugador principal…

Total, que me dijo que le agradaría mucho invitarnos a los dos a tomar algo en su casa. ¿Qué te parece?…”.

Le respondí que “sí a todo” y nos besamos como tórtolos en celo. “Y para cuando has quedado, o hemos quedado…?”. “Dijo que esta tarde estaría en casa; si quieres puedo llamar por teléfono”. Llamó y entre risas y picardías quedaron en que en una hora estaríamos en su piso.

Nos duchamos y vestimos para la ocasión, mejor dicho, se vistió Silvana con sus mejores galas de lencería incluyendo aquellas bragas negras, lisas y brillantes, que tanto me gustan y que le regalé para las “ocasiones”; y un vestido de color gris, ceñido, corto y sin mangas que la hacía sumamente apetecible. Nos morreamos y metimos mano mientras nos vestíamos y tuvimos que contenernos para no gastar parte de nuestras energías antes de tiempo…

Poco menos de una hora después estábamos plantados ante la puerta de su piso llamando al timbre.

Durante el escaso medio minuto que tardó la puerta en abrirse pasaron fugazmente por mi cabeza una serie de cuestiones y preguntas que me iban azotando: “¿qué hago yo aquí?, he venido a ver como se follan a mi mujer… disfrutaré con ello… soy un cerdo, esto no se hace… ¿soy más pervertido de la cuenta?…estoy excitado… sí, lo estoy…”.

En aquel momento se abrió la puerta del piso y apareció ante nosotros un hombre alto, casi un metro ochenta, delgado y con el pelo largo y canoso. Iba vestido con pantalones de pana beige, camisa a cuadros canadienses y una bata se seda a modo de sobretodo. Caminaba algo encorvado y aparentaba tener cerca de sesenta años, aún conservando cierto toque de elegancia en los gestos y esbeltez en la figura.

“Hola Silvana, bonita, que alegría que hayáis podido venir. Me encanta la compañía agradable”. Dijo mientras plantaba sendos besos en las mejillas de mi esposa. Esta, tras los besos, nos presentó como a marido y a antiguo profesor suyo respectivamente.

Entramos y nos dirigió al salón, invitando a sentarnos en una largo sofá de cuatro holgadas plazas.

Nos ofreció una copa y se fue hacia la cocina para preparar los tres whiskys.

Asomó la cabeza por el dintel de la cocina para pedir a Silvana si le importaría ayudarle con los cubitos.

Silvana fue hacia allá y con el tintineo del hielo cayendo sobre el vidrio de los vasos percibí también risas apagadas y cuchicheos… que inevitablemente debían tenerme a mí por objeto… En aquel momento me sentí un marido cornudo, pero me gustó.

Tenía el sátiro de mi esposa una conversación agradable y un lenguaje cultivado, aparte de un toque de buen gusto que se manifestaba en la sobriedad clasicista de la decoración.

Peleábamos con el segundo whisky, sentados los tres en el sofá con el anfitrión en el centro y Artur parecía coincidir con muchos de mis puntos de vista sobre el mundo en general.

La conversación era muy apacible y más dialéctica que festiva cuando noté que nuestro profesor, sin dejar de explicarme sus opiniones sobre el arte abstracto, apoyó su mano derecha sobre la pierna de mi mujer.

Seguía hablándome como si no pasara nada, pero sin apartar los ojos de los míos y acariciando cada vez con más evidencia el muslo de Silvana.

Mi mujer se dejaba hacer y casi imperceptiblemente iba extendiendo las piernas de modo tal que facilitaba el contacto entre su pierna y la mano acariciadora, de suerte que en poco trecho llegó a meterle mano en la entrepierna.

Mi esposa emitió un suspiro felino y apoyó la cabeza en el respaldo cerrando los ojos. Artur, sin dejar de mirarme, decía que Silvana era muy bonita y muy dulce, que se sentía muy feliz y satisfecho de haber contribuido a su formación. “¿No estás de acuerdo?”, me preguntó directamente. “Según me ha contado, siempre ha aprendido mucho en tus clases, que además le han resultado gratificantes… Creo que me gustará asistir a una de ellas para conocer los métodos educativos que has utilizado con ella”; respondí.

Silvana tomó parte en el juego y sin decir nada salvo tararear una canción melódica, se levantó del asiento y quedó de pie frente al sofá en que estábamos nosotros dos sentados. Se aproximó a mi dándome la espalda y ligeramente inclinada hacia delante.

Supe lo que quería y le bajé la cremallera del vestido, que en un ágil movimiento de hombros y caderas cayó limpiamente al suelo, quedando ante nosotros una maravillosa escultura adornada por una braguita y un sujetador negros.

Me encontraba en la indecisión entre optar por controlar de alguna manera la situación asumiendo el papel principal, es decir, siendo yo el que entregaba a mi mujer iba a ser también yo quien dirigiera el rito según mi propia fantasía; o por otra parte asumir el papel que se me ofrecía de formar también parte de la entrega.

Ambas ideas hervían en mi cabeza, pero al final la presencia del profesor y la descarga eléctrica que su mirada me hizo sentir pudieron más que mi resistencia y por unos instantes sentí el regusto agridulce de la rendición y del sometimiento voluntario a una voluntad ajena.

Él sería el maestro del juego y Silvana y yo nos someteríamos a sus deseos lujuriosos. Además, a esto habíamos venido.

Artur se levantó en silencio, se acercó a Silvana y ambos se abrazaron y fundieron sus bocas en un morreo breve. Cogidos de la mano, Artur preguntó dirigiéndose a mi: “¿vamos a la habitación?, la cama es un lugar más idóneo para las lecciones particulares”.

Nada más entrar en el dormitorio Silvana se acomodó sobre la cama y Artur y yo nos fuimos desvistiendo hasta quedar ambos en calzoncillos, los suyos tipo slip, blancos y ajustados, muy clásicos y reveladores de un relieve erecto prometedor.

Vaya empalmada llevaba el muy cabrón; con toda seguridad estas ocasiones no deben resultarle frecuentes y siendo un vicioso de marca, como parece, Silvana debe ser su fantasía erótica.

Nos tumbamos en la cama a ambos lados de mi mujer, que quedó así en el centro y de inmediato se incorporó poniéndose de rodillas hacia Artur y empezó a sacarle lentamente los calzoncillos, mientras yo hacía lo propio con los míos. Silvana estaba fascinada mirando, me miraba a mí, a él, yo la miré a ella y lo miré a él y entendí lo del pollón.

No podía haber competencia, estaba embobado mirando ese monstruo cuando sentí la boca de mi mujer en el pene y vi su mano acariciándole a él.

Así se iba turnando entre un pene y otro, se relamía con ellos, cuando se colocó a cuatro patas sobre la cama y Artur le metió toda su humanidad de un empujón suave pero constante. A mi mujer parecía que se le iban a desorbitar los ojos cuando terminó de encajarlo. Suspiro y comenzó a moverse.

Un enfebrecido adulto metió la polla hasta el fondo de aquella vagina todavía juvenil y empezó a follársela.

Yo estaba en la gloria, disfrutando de cada instante, viendo cómo se hacía realidad mi fantasía y por fin veía a Silvana como tantas veces había soñado. La polla de Artur entraba y salía en el coño de mi mujer, poniéndome al borde de la explosión.

Rápidamente acerqué mi polla a la boca de mi mujer y se la froté por la cara.

Ella me chupó los huevos jadeando; y su amante, aquel cabrón que se estaba follando a mi esposa en mi presencia, la tenía cogida por las caderas con sus manos grandes y huesudas provocándole una serie de estertores cada vez que empujaba hacia su interior.

Me masturbé mientras mi mujer me comía los huevos sin poder ayudarse con las manos puesto que tenía ambas ocupadas en apoyarlas sobre la cama para no desplomarse por causa de los gustosos embates que recibía.

Silvana se corrió gritando como una loca y poco después Artur sacó el pene de su interior y se acabó con las manos sobre el oferente culo de mi amada quien, ya libre de placenteros empujones, me quitó la polla de las manos para metérsela en la boca justo a tiempo de recibir mi descarga.

El espectáculo que me ofrecía su culo manchado por los blancos goterones exhalados por aquella polla viciosa me produjo uno de los momentos más placenteros de mi vida.

Quedamos los tres exhaustos.

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