Don Hilario

Caminé rápidamente por aquel pasillo abarrotado, cargado de ruido y nerviosismo; el traje ajustado y la falda me pesaban como una tonelada.

Salí del pasillo y llegué a las escaleras del juzgado.

La fresca brisa de la tarde del 24 de octubre de 2010 me golpeó la cara; cerré los ojos.

Oí que alguien decía:

¡Elena!… ¡Elenaaa!

“Elena!……Elenaaa!!!”

Escucho a mamá llamándome a tomar la leche mientras ponía en la tv blanco y negro, la serie del Zorro que tanto me gustaba.

Era abril del 77, época complicada en la Argentina si las hubo. Yo en ese entonces no tenía ni idea que sucedía, era una pequeña de quince años cursando su inicio de secundaria bachiller.

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Mi madre, nerviosa, caminaba de un lado a otro. La oí hablar con Sonia, una amiga que estaba en la cocina con ella.

«¿Crees que también se llevaron a Alfredo?», la oí preguntar.

«No lo sé con certeza, pero estaba con los que se llevaron. Te aviso si surge algo y vemos qué hacemos», exclamó Sonia.

Mamá lloraba en silencio. Alfredo es mi papá, trabajador de un astillero, que se enorgullecía de ser un delegado sindical que se preocupaba por sus trabajadores.

Sonia llegó por la tarde con la peor noticia: mi papá era uno de los que se llevaron, y nadie sabía dónde estaba.

Mamá, llorando, le preguntó qué hacer. Sonia dijo que teníamos que irnos, que no había otra opción porque si no, también nos harían desaparecer.

Tenía familiares en un pueblo de la provincia donde nadie sabría de nosotros, y que teníamos que irnos cuanto antes.

Así que, para salvar el pellejo, nos fuimos a vivir a un campo en Carhué, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires.

Al llegar, nos recibió la familia que nos adoptaría temporalmente.

Doña Rosa, la dueña de la casa, una mujerona corpulenta de unos cuarenta años, ama de casa, de profundas raíces y posición social.

Anita, Mora e Inés, sus tres hijas, menores que yo.

Y a un lado estaba Don Hilario, el hacendado.

Un hombre de unos cincuenta años, impecablemente vestido, con aspecto de lord inglés, pero de la llanura bonaerense. Pantalones gauchos y una camisa blanca inmaculada, una boina campestre, botas relucientes, un chaleco y un impecable pañuelo de seda alrededor del cuello. Un hombre notablemente tranquilo y respetuoso.

Nos recibieron con calidez y cariño; noté que mi madre estaba un poco más tranquila, y eso me tranquilizó.

Mamá iba a ser la encargada de la casa y por lo que pude escuchar yo iría al colegio del pueblo, gracias a Don Hilario que logró conseguirme un lugar para no perder el año.

Unos seis meses después de nuestra llegada al campo, todo marchaba sobre ruedas. Mamá trabajaba todo el día en casa, organizando y gestionando toda la logística. Lamentablemente, no habíamos tenido noticias de papá, a pesar de todo y de estar en contacto con Sonia a través de conocidos.

Doña Rosa se dedicaba exclusivamente a sí misma, a sus plantas y a sus hijas. Las niñas cursaban la primaria y yo asistía a un instituto agrícola sin problemas. Algo nuevo para mí era que los martes y jueves tenía prácticas por la tarde en la granja de la escuela, y como salía tarde de las prácticas, Don Hilario me recogía después del trabajo y me llevaba a casa.

Una tarde, él y yo volvíamos en su Ford F100 cuando me dijo que quería enseñarme algo que probablemente me gustaría ver. Tomamos un pequeño camino de grava y, tras unos kilómetros, llegamos a un hermoso bosque donde el río hacía una curva y formaba una pequeña laguna. Sin duda, era un lugar precioso. Me contó que él solía bañarse allí cuando era niño y faltaba a la escuela con sus amigos durante su infancia; se reía cuando me contaba estas anécdotas.

Nos subimos a la camioneta para irnos y me dijo:

«Elenita, me gustaría que me ayudaras con algo».

«Bueno, Don Hilario», dije, «lo que necesites».

Añadió:

«Probablemente te habrás dado cuenta de que mi esposa, Rosa, no es de las que se preocupan por nada más que por sí misma y su imagen. Y esto la ha llevado, con los años, a descuidar todo lo que conlleva una familia, desde la casa hasta sus hijas y, por supuesto, a su marido».

Lo que decía era indudablemente cierto, pero seguía sin entender adónde iba la conversación.

«Ahí es donde necesito tu ayuda, igual que te ayudo a ti y a tu madre», dijo.

Asentí, sin saber muy bien qué quería.

La F100 tenía un solo asiento increíblemente largo. Los dos estábamos sentados en los extremos. Se movió al centro y muy despacio sacó una toalla de la guantera, me la dio y, bajándose la bragueta, sacó su pene. Lo miré sorprendida, con el corazón latiéndome con fuerza, los nervios a flor de piel.

Con calma, se desabrochó los últimos botones de la camisa, separándolos, y con la misma serenidad dijo:

«No vamos a hacer nada que no aceptes, pero me gustaría que me ayudaras».

Lo miré, tragué saliva con dificultad y asentí con miedo.

“Tómalo en tus manos y acarícialo.”

Temblando, agarré su pene, y al instante se hinchó con el roce de mi mano. Vi cómo esa cosa crecía en mi mano como si tuviera vida propia.

Sus venas se hincharon, llenándose de sangre. La calidez de la temperatura me llamó la atención, y de repente la cabeza del animal emergió de entre los pliegues, de un brillante color violeta.

Aunque sabía lo que era porque mi madre y yo habíamos hablado de sexo e higiene en varias ocasiones, esta era la primera vez que tocaba los genitales de otra persona.

Don Hilario, tomando mi mano entre las suyas, me pidió que hiciera los movimientos de esta manera, y comenzó a mover lentamente mi mano de arriba a abajo en toda su longitud.

Era grande, mi mano apenas lo rodeaba, y me pidió que lo apretara con fuerza.

Obedecí e hice esos movimientos, notando que él comenzaba a jadear y a respirar con dificultad. Continué con firmeza.

Debo confesar que, a pesar de todo, la situación era algo excitante; la aspereza de sus venas y la temperatura lo ponía sensible.

En un momento dado, lo oí susurrar: «No aguanto más, pero sigue, toma la toalla».

Apreté más fuerte y continué. Un gemido escapó de sus labios con una sacudida de su cuerpo, y su pene se endureció en una fuerte contracción.

Empujé de nuevo con la mano y sentí la erupción viscosa de su semen blanco saliendo y chorreando sobre mis manos, luego otra vez. Su espeso semen fluía a chorros desde la punta de esa enorme cabeza y goteaba por entre mis dedos. Jadeaba y gemía en breves sonidos mientras se retorcía, eyaculando.

Todo duró unos segundos, luego tomé la toalla y limpié con cuidado su pene, su vientre y mis manos.

Me miró con ternura, me besó en la mejilla y me dio las gracias.

Con el paso del tiempo esto se convirtió en nuestra rutina habitual de martes y jueves. Don Hilario y yo nos desviábamos a la pequeña zona boscosa y yo hacía mis deberes.

Recuerdo la última vez, en medio de todo y anticipando su inevitable orgasmo, abrí la guantera de la camioneta y no encontré la toalla por ningún lado.

Mi desesperación crecía porque no estaba, y el tsunami se acercaba.

Don Hilario estaba a punto de eyacular y yo no tenía con qué limpiarlo. Me armé de valor y, en un acto de osadía, justo cuando apareció la primera gota, metí su pene en mi boca y recibí la primera oleada de semen caliente.

Me atraganté en una arcada, pero no dejé escapar ni una gota.

Un par más siguieron, llenándome la boca con su semen.

Cuando terminó, abrí la ventana y lo escupí todo. Pensé que me iba a morir de asco, pero no; el sabor no era tan horrible como me habían dicho.

Sorprendido, me acarició la cara y me la besó, dándome las gracias.

Creo que esto me dio la oportunidad de convertirme casi en la hija predilecta de Don Hilario.

No me faltaba nada, él se preocupaba por mi educación, mis notas, me ayudaba con los exámenes y estaba atento a todo lo relacionado con mi formación.

Incluso me regalo dinero y un potrillo en secreto cuando cumplí dieciséis años, sin que su familia lo supiera.

Un jueves por la tarde, ya en el bosque, paramos a nuestro ritual de siempre. Con los pantalones bajos y el pene erecto, me preguntó si no lo tomaba a mal, diciendo que le encantaría que me subiera encima y me lo metiera.

Quería sentirme.

Sabía que en algún momento esto terminaría con él pidiéndomelo.

Me subí encima, de espaldas a él, me corrí la falda y él tomó su pene y lo colocó en la entrada de mi vagina. Empujó un poco y empezó a introducir el glande. Grité.

Lo miré y le dije: «No, Don Hilario, por favor, espere…».

Agarré su pene y, escupiendo en mi mano, humedecí bien su glande con saliva. Repetí la acción y, con la mano, me corrí las bragas y coloqué el glande directamente en mi culo, frotándolo bien.

Apreté con fuerza y ​​sentí que Don Hilario comenzaba a entrar en mi púber ano.

Fue un dolor agudo, pero lo aguanté.

Me agarró de la cintura y, apoyando ambas manos en el torpedo de la camioneta, empujé las caderas hacia atrás con fuerza.

Su pene entró casi hasta el fondo. Dolía, pero sabía que tenía que seguir.

Mi esfínter anal se apretó a su alrededor como un grillete de carcelero, y en tres o cuatro embestidas más, sentí el calor de su explosión dentro de mí.

Su semen fluyó a través de mí en una cálida erupción volcánica, extendiéndose por mis intestinos en una marea de lava blanca.

Gritó y se aferró a mi espalda. Lo sentí llorar… me abrazó.

«Mi querida Elenita, cuando te vayas, ¿qué haré sin ti?», dijo entre sollozos.

Le sonreí y saqué su pene de mi culo. Fue un alivio enorme.

Me besó y nos fuimos.

Nuestras vidas transcurrían prácticamente sin incidentes. Mamá estaba ocupada con las tareas de la casa, Doña Rosa estaba enfrascada en sus divagaciones diarias, las niñas se acercaban a sus vacaciones de verano y Don Hilario y yo dábamos nuestros paseos habituales de los jueves por el bosque.

No sabíamos nada de papá.

Escuché a mamá hablando con Don Hilario, diciendo que nunca sabríamos qué había sido de él, que creía que estaba muerto pero que no había forma de confirmarlo.

Sonia nos visitó una tarde, conduciendo un largo trecho en zigzag para evitar que la siguieran.

La dictadura en nuestro país se había vuelto cada vez más generalizada y muchas personas habían desaparecido, y sus familias exigían respuestas públicamente.

Sus noticias no eran alentadoras. Le dijo a mamá que se desconocía el paradero de varias de sus amigas, sospechaban que muchas se habían exiliado en otros países, huyendo a través de las fronteras.

Eran tiempos extremadamente difíciles y tristes.

Lo único nuevo en esta rutina fue que perdí mi virginidad con un compañero de la escuela agrícola un poco mayor que yo.

Un encuentro completamente casual e intrascendente en el que tuvimos sexo que realmente no valió la pena.

Mi virginidad perdida en un sándwich podría haberse titulado…

Triste, pero así fue.

EL jueves siguiente Don Hilario pasó a buscarme como siempre, volvimos charlando hasta llegar al bosquecito.

Una vez ahí me mira y me pregunta

“Que te gustaría estudiar? Después de la secundaria, digo”

“No sé” contestó

“Tal vez derecho, me gustaría ayudar gente buscando sus parientes desaparecidos”

Sonrió con la plenitud de quien se encuentra satisfecho con la respuesta, me miró y me dijo

«Muy bien, mi pequeña, me encanta. Sin duda eres de las buenas…».

Le sonreí y comencé a bajarle la bragueta.

Mientras lo ayudaba a bajarse los pantalones, noté que tenía la cara más roja de lo habitual. Le pregunté si estaba bien y me dijo que probablemente era por haber estado al sol toda la tarde.

Asentí, me quité la falda y las bragas, algo que nunca hacía en nuestra rutina, mientras él me observaba los genitales.

Me puse en cuatro patas a un lado del asiento y, mirándolo a la cara, susurré:

«Don Hila… me gustaría sentir tu lengua ahí abajo…» mientras abría mis labios vaginales con los dedos, ofreciéndoselos.

Mirándome hipnotizado, obedeció mis órdenes.

Me sujetó las nalgas, separándolas, y comenzó a chupar los labios con avidez. Recorrió cada pliegue con la lengua, subiendo hasta mi clítoris, luego de vuelta y bajando hasta mi ano, rodeándolo.

Aullé, rogándole que no parara. Tuve un orgasmo interminable justo en su cara, que empapé con mis fluidos.

Era un cóctel de temblores.

En señal de aprobación me dio un sonoro beso en el ojete, ese al cual había ingresado infinidad de veces volcando toda su producción dentro.

Por fin lo veía de cerca, con sus rosados pliegues y sus violáceas venas.

Intenté incorporarme, pero Hilario me dijo que me quedara así, nunca lo hacíamos en cuatro patas.

Se quitó los pantalones y pude ver su erección. Parecía más hinchada de lo habitual. Extendí la mano y la tomé, la sentía muy firme y sus venas latían rítmicamente.

Se colocó detrás de mí, mirando mi ano, para penetrarme como siempre, abriéndome las nalgas.

Lo miré y, tomando su miembro en la mano, le dije:

«Hoy mando yo».

Me miró con una sonrisa satisfecha, asintiendo.

La chupé un par de veces, humedeciéndola, y lo oí gemir profundamente.

Apoyé las manos en la ventana de mi lado, poniéndome en cuatro patas, y lo acerqué más hasta que hicimos contacto. Froté su glande contra mi vagina húmeda, como siempre. Pero a diferencia de las veces anteriores, esta vez lo dejé presionado contra la entrada de mi vulva.

Giré la cara, mirándolo por encima del hombro, y le pedí que entrara, que lo quería ahí mismo.

Se inclinó sobre mi espalda y embistió con fuerza; su miembro se deslizó dentro de mí con un movimiento rápido.

Lo sentí absolutamente todo, era indescriptible.

Me abrió las entrañas con un veloz movimiento, cada centímetro de su interminable miembro se hacía sentir, provocando escalofríos por mi espalda.

Empecé a temblar sin control.

Gimió profundamente al entrar, y una vez dentro, pude sentir el latido de su enorme herramienta.

Se sentía como hierro, dura y palpitante, dejando su presencia perfectamente clara.

Empezó a bombear dentro de mí furiosamente, como si intentara saciar años de no tener sexo con una vulva en tan solo unos segundos.

No pude contenerme, tuve otro orgasmo inusual mientras él continuaba con sus furiosas embestidas.

Tardaba más de lo habitual en terminar dentro de mí, era extraño. Quizás quería prolongar el orgasmo para saborearlo más.

Lo miré de nuevo por encima del hombro y noté que, mientras bombeaba, las venas de sus sienes y cuello se le hinchaban, como si estuvieran a punto de reventar.

Lo oí gritar con un jadeo y, extendiendo la mano, agarré su cara apretándola contra la mía, mientras él apretaba su cuerpo profundamente contra el mío.

Y ahí sí….

Sentí lo que nunca había sentido en mi vida, el calor de su espesa blancura invadiendo mi vientre fértil. Sentí ese manto cálido y viscoso de la vida misma llegar a lo más profundo de mi ser, empapándolo todo a su paso.

Mi útero henchido de deseo, en un baño seminal sagrado.

Tres o cuatro veces, y entonces se detuvo…

Luego se desplomó sobre mi cuerpo.

Nos quedamos así varios minutos, imagino que a cualquiera que nos viera le habría parecido cómica la escena.

Al cabo de un rato, nos levantamos.

Salí con cuidado de la camioneta porque mi vulva seguía chorreando su contenido por mis piernas.

Me limpié lo mejor que pude y me vestí.

Antes de irnos, me dio un beso en la mejilla, como siempre, agradeciéndome caballerosamente. Le dije que hoy lo había notado como nunca, más duro e hinchado que la mayoría de las veces, y con una vitalidad que me abrumaba. Sonrió.

Por fin, ya era viernes y empezaba el descanso después de una semana dura en la escuela.

Llegué a casa y no encontré a nadie. Busqué a mi madre, pero ella tampoco estaba, era extraño.

Estela, la esposa del capataz, me vio y se acercó.

Dijo:

«Se fueron todos. Se llevaron al Señor al hospital porque no se sentía bien».

Me quedé desconcertada, no tenía ni idea de que había pasado nada. Pensé en tomar el autobús rural al hospital del pueblo para ver qué había pasado.

Y así lo hice.

Llegué casi al anochecer, y doña Rosa y mi madre estaban en el vestíbulo. Me dijeron que don Hilario había sido ingresado porque había sufrido un infarto, que su estado era grave y que teníamos que esperar.

Me dieron ganas de echarme a llorar.

Finalmente, al día siguiente, Don Hilario murió.

Toda la casa era un mar de llantos, su esposa, sus hijas, Estela y su marido Ramón el capataz. Hasta mi madre lloraba desconsoladamente.

Yo traté de no desarmarme porque no había quien sostuviera la situación sino. Pero era la pérdida del ser que más había hecho por mí en esa casa.

Al cuarto día de duelo, una tarde en que mi madre había ido al pueblo a buscar provisiones. Estela me viene a buscar y me dice que la Sra. quería verme, que me esperaba en el estudio.

Voy a ver a Doña Rosa, entro despacio y en la penumbra de esa gran sala que es el estudio de Don Hilario, la encuentro sentada frente al escritorio con una botella de whisky y un vaso por la mitad.

Me mira y me hace un gesto que pase, el aire era irrespirable y yo sentía la adrenalina del miedo corriéndome por las venas.

Paso, me siento frente a ella, era indudable que había tomado alcohol porque sus ojos brillaban mucho aún en la oscuridad.

Me mira y me dice

“Elenita…….quiero contarte algo”

Yo temblaba como una hoja.

Continuó

“Siempre supe que le hacías favores a Hilario, de hecho, lo supe antes que sucedieran, porque vi la forma en que te miraba”

“Fue un viejo infiel y putañero toda su vida”

Yo quería que la tierra me tragase, sentía el calor de la vergüenza subirme a la cara instantáneamente.

“Pero no te llamé para retarte, sino todo lo contrario, para agradecerles” la miré sorprendida, no entendía

“Por?” balbuceé inocentemente

“Gracias a Uds, él no me jodió nunca más a mí.

Sé que te dijo que la rutina nuestra hizo que no tuviéramos sexo y blablablá…”

“Pero la realidad es que no nos casamos por amor sino por conveniencia familiar”

“Y por eso te agradezco, porque me lo han sacado de encima un buen tiempo.

También habrás escuchado que lo dije en plural, bueno es porque además de tener con vos sus escapadas, también se ha cogido a tu madre en varias oportunidades”.

Me quise morir, mamá había caído a sus influjos también.

“Y una última cosa más, más que nada para que vos no te sientas con culpa. Sus análisis forenses, dieron que tenía una dosis de viagra en sangre muchísimo mayor que la aconsejada, así que tranquila, al menos lo disfrutaste.”

“Pero no todo son palos en la vida mi amor. Porque él quiso que vos estudies y te formes. Y ese pedido yo se lo voy a cumplir”

Se desmoronó una parte de mi vida en solo dos días, dicen que lo bueno dura poco.

Llegó febrero del año siguiente y me encontré parada en la estación del micro que va a Buenos Aires, bolsito en mano y rumbo a emprender una nueva y universitaria vida.

Me había inscripto en derecho.

Desde los escalones del andén donde el micro parte veo a todas las mujeres del grupo, incluida mi madre despidiéndome,

Inesita le menor de las chicas me gritaba

“Elenaaa chauuu….Elena ……Elenaaaa…!”

¡Elena!… ¡Elenaaa!

Escucho……

El viento me golpea la cara, abro los ojos, y un par de mujeres me abrazan llorando, me dicen

“Ganamos!! Ganamos doc..!!!”

“El juicio al represor Gómez lo ganamos, sin Ud nunca lo hubiéramos logrado!!”

Una multitud aplaudía en esa escalinata, recordé toda mi vida en un segundo y abrazada a esas mujeres lloré lágrimas contenidas durante muchos años.

Supe que, en ese momento, la cara de mi viejo desde algún lugar del más allá, esbozaba la sonrisa de aprobación más hermosa que pudiera regalarme…