Capítulo 1

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Supernenas X I: El concierto de Cactus

¡La ciudad de Townsville!

Ya han pasado 17 años desde que nuestras heroínas las supernenas nacieron por accidente en el laboratorio del profesor Utonium.

Ahora son preciosas muchachitas muy ocupadas en estudiar, salir con los amigos y comprarse ropa bonita, así que los alegres ciudadanos de Townsville están aprendiendo por fin a defenderse solos sin los superpoderes de Pétalo, Burbuja, y Cactus.

Pétalo sigue tan lista y emprendedora como siempre, pero ahora es una hermosa chica pelirroja de 1´70 de altura de bonitas piernas que trae de cabeza a los chicos de su clase de Telecomunicaciones.

Burbuja sigue cautivando con su inocencia.

Su cuerpo está madurando por fin, y ahora es una bonita chica de coletas rubias y ojos azules que cautiva con su ternura y su cuerpecito de belleza casi infantil.

Muchos chicos le han pedido salir, pero es tan tímida que todavía no se atreve. ¡Ay, esta Burbuja, nunca cambiará!

Y Cactus… ¿Y Cactus? No se sabe nada de Cactus. Se empeñó en dejar de estudiar cuando acabó el instituto y desde entonces no se sabe nada de ella.

Contento le tiene al profesor Utonium.

Se rumorea que va de aquí para allá, compartiendo pisos con amigos okupas, actuando por la calle, y que estuvo saliendo de nuevo con el jefe de la banda de «los Mohosos». Viviendo la vida loca, vamos.

Hace tiempo que en casa no tienen noticias de Cactus.

A eso precisamente iba Pétalo. Aquella mañana se encontró con un cartel que anunciaba un concierto: «Cactus y las Chumberas, concierto Hardcore-punk, hoy a las 20:00 en la Sala Trípode».

Así que allá fue Pétalo, volando sobre los edificios de Townsville, medio emocionada por el posible encuentro, medio enfadada por no tener noticias de su hermana desde hace tanto tiempo.

La Sala Trípode estaba llena de gente rara. Pétalo, con su elegante vestido rojo ceñido y su bolsito, desentonaba un poco.

Por fin subió el grupo al escenario. ¡Sí! ¡Era ella, era Cactus! ¡Caray, cómo había cambiado!

Seguía teniendo su melenita negra, pero su piel estaba muy pálida, sus ojos estaban bordeados de un negro muy oscuro, llevaba un collar de pinchos, unos shorts ajustados y una camiseta verde cortísima…

¡Estaba cortada casi a la altura de los pechos! ¡Cactus se había convertido en una sinvergüenza!

– ¡Eo! ¡Cactus! ¡Aquí, soy Pétalo! ¡Eeeeoooo! ¡Cactus! ¡Mírame, jo!

Pétalo intentó llamar su atención, pero el grupo empezó a tocar enseguida.

La gente botaba sin parar en la sala con las canciones frenéticas de Cactus y las Chumberas.

Cactus cantaba con una voz tan potente que parecía que iba a reventar los altavoces.

Aquella música era infernal. Pétalo se tuvo que tapar los oídos.

«¿Así que esto es lo que canta Cactus? Se va a destrozar la voz. ¡Vaya chufa de música!»

Por fin terminó el concierto.

El grupo se retiró raudo del escenario, a los camerinos.

Pétalo se hizo paso entre el público.

Al llegar a los camerinos un tío enorme le cortó el paso… pero primero examinó su cuerpo de arriba a abajo con la mirada.

– ¿Y tú qué quieres?

– Anda, déjame pasar, soy la hermana de la cantante.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice?

– ¡Soy Pétalo, soy una Supernena, gorila de pacotilla!

– ¡Oh! ¡Una supernena! ¡Lo siento, de veras! ¡Acepta mis disculpas, Pétalo, por favor, pasa…!

– ¡Ejem! Gracias…

El pasillo hacia los camerinos estaba ya desierto. sin embargo, antes de llegar a la puerta por donde el grupo había desaparecido, oyó algo extraño: como si alguien estuviera llorando, gimoteando.

Pétalo se puso en guardia, dispuesta una vez más a usar sus poderes para proteger al débil…

Pero se quedó helada al asomarse por la rendija de la puerta.

Se quedó allí, furtiva, contemplando el panorama.

Era su hermanita Cactus la que gimoteaba, pero no parecía que lo estuviera pasando mal.

Al contrario.

Era la cosa más desvergonzada y erótica que había visto nunca.

Cactus estaba arrodillada ante dos de sus compañeros de grupo.

Al fondo del camerino, otra chica del grupo fumaba y hacía de espectadora activa, pues se ocupaba también en acariciarse bajo los pantalones.

La boca de Cactus estaba ocupada con los paquetes de sus amigos.

A mordiscos les bajó las cremalleras y a mordiscos les desabrochó los pantalones.

A mordiscos les bajó a ambos los calzoncillos y liberó sus penes, algo que Pétalo no había visto muchas veces en su joven vida, y mucho menos así, a pares.

Una vez libre la carne, comenzó a besarlos con cariño, hasta hacer que crecieran hasta límites insospechados, y pronto tuvo ante sus ojos hambrientos dos grandes cachos de carne palpitante.

Besó sus puntitas y sus testículos, apenas usando las manos, pues la boca parecía su instrumento predilecto de placer.

Pétalo no podía creer lo que veían sus ojos.

Aquello le provocaba un enfrentamiento de sentimientos desconocidos: por un lado quería entrar allí ya mismo y abofetear a Cactus, llamarla zorra y egoísta, y por otro…

Por otro lado estaba aquel calor tan abrumador que la escena inducía en su cuerpo.

Sentía el impulso de acariciarse, incluso de unirse a ellos. Su cuerpo comenzaba a exudar y cambiar a tonalidades más calientes…

Los dos penes no podían estar más erectos.

Cactus pasaba de uno a otro con ansia. Primero chupaba uno, lo lamía bien, como un helado, se lo metía entero en la boca, hasta la campanilla, gruñendo.

Después lo abandonaba y pasaba al otro, lo besaba de arriba a abajo, se paseaba el glande por los labios, se lo tragaba.

La boca de Cactus era una gimiente máquina de bombear.

Sus mejillas se contraían hacia adentro en el esfuerzo, dándoles a los dos chicos aquel placer que les hacía temblar, gruñir, insultarla:

– Vamos, zorrita, chupa…

– Venga, cómetela toda, mámamela bien…

– Venga, putita, mi putita… Qué bien lo haces…

Pétalo comenzó a estrujarse los pechos entre sus manos, no se atrevía a más, por si la sorprendían con las manos en la masa. Incluso pellizcarse los pezones hasta ponérselos tirantes le pareció peligroso.

El miedo la atenazaba.

Con una pericia que sólo da la experiencia, la pequeña Cactus, su hermanita aguerrida e independiente, consiguió albergar las dos pollas a la vez en su boca.

Aquello le arrancó un gruñido de satisfacción, toda ella estaba llena de polla por partida doble.

Aun entonces siguió succionando y chupando, si acaso con más desesperación que antes.

La chica del fondo no cesaba en sus orgasmos, casi lloraba.

Pétalo se apretujaba los redondos y jóvenes pechos, se frotaba contra el borde de la puerta.

– ¡Ya, me corro! ¡Allá va!

– ¡Toda para ti! ¡Traga, traga!

Con un espasmo de los dos chicos la boca de Cactus explotó de semen.

Semen que la llenaba.

Semen que le manchaba los labios.

Semen que chorreaba por su barbilla.

Semen que había que rebañar, que había que restregarse por los labios, pintados de rojo oscuro, semen que Cactus recogió y tragó hasta la última gota, sedienta.

Demasiado semen para una sola chica.

Pero ella era Cactus, y su mirada decía que podía con todo…

(continúa en el capítulo II)

Continúa la serie