Una pareja de novios estudian juntos en una biblioteca con mucho calor
Aquel día no había aire acondicionado en la biblioteca y tu te abanicabas alegremente con un fajo de apuntes.
Yo estaba sentado unas mesas por delante de ti y de vez en cuando me mirabas entre párrafo y párrafo de tu estudio.
En una de esas miraditas tuyas me giré y te miré, sonriéndonos mutuamente.
No habíamos conseguido una mesa para los dos.
Tu tenías un chupachups que girabas al ritmo de la música que estabas escuchando.
Se te veía muy guapa vestida con ese vestido de verano de tela vaquera.
Regresé a mis apuntes y me concentré por unos minutos tras los cuales me levanté para ir a buscar un libro a las estanterías.
Lo encontré fácilmente y hojeé buscando la parte que me interesaba.
De pronto apareciste tu. Sonriéndote, con cara de niña buena, te acercaste lentamente a mi y me abrazaste por detrás besándome dulcemente en el cuello.
Dejé el libro en la estantería y me volví para responder a tus carantoñas. Te besé en los labios.
Un beso furtivo y dulce. Luego otro, y otro más. Nuestras lenguas jugueteaban. Me estaba excitando mucho.
Entonces palpé tu trasero sobre la tela vaquera.
Y moví una de mis manos hacia tu pecho. Tu me agarraste con fuerza mis nalgas con las dos manos mientras yo te acariciaba un pecho sobre la tela de la camiseta y tu culito sobre la tela vaquera.
Entonces me soltaste de golpe y te separaste de mi hacia tras, apoyándote sobre la estantería que había tras de ti, como yo estaba apoyado sobre la que tenía el libro que había ido a buscar.
Cada uno a un lado del pasillo, mirándonos.
Tu mirada, pícara, me resultaba muy sexy. Estabas guapísima y se te notaba la excitación de las caricias que nos acabábamos de proporcionar.
Entonces hiciste algo que me dejó helado y excitado a la vez: con un movimiento rápido y ágil te quitaste las braguitas dejándolas caer hasta los tobillos, te agachaste para recogerlas y me las pusiste en la mano; me diste un beso rápido en la boca y te fuiste rápidamente.
Me quedé de piedra, sonriéndome, excitado. Mi entrepierna estaba pugnando por salir de mis pantalones cortos.
Tus braguitas, blancas de algodón, estaban húmedas y desprendían un aroma embriagador mezcla de perfume, sudor y excitación. Yo estaba muy excitado. Me las metí en el bolsillo y cogí el libro.
Salí del pasillo tapándome el bulto con él y fui hacia mi mesa. Al llegar te vi sentada en la tuya, estudiando como si nada hubiese pasado.
Ni siquiera me miraste. El chico que había delante de mi en la mesa se había ido así que me senté de frente hacia ti.
Abrí el libro e intenté leer la parte que me interesaba pero no podía concentrarme.
La mirada se me iba hacia ti y seguía muy excitado. Hacía varios días que no hacíamos el amor por diversos motivos y te deseaba con todas mis fuerzas.
Seguí por varios minutos intentando estudiar forzándome para no mirarte.
Metí la mano en el bolsillo y palpe la humedad de tus braguitas. Sólo de imaginarme tu entrepierna desnuda en ese vestidito vaquero me ponía a cien.
Entonces volvía mirarte pero ya no estabas.
Habías desaparecido de la mesa aunque tus cosas seguían allí.
De pronto tus manos se apoyaron en mis hombros.
Estabas allí, detrás de mi.
Te agachaste y me mordisqueaste suavemente, me lamiste y me besaste la oreja.
«Sígueme» me dijiste al oído, y te fuiste directamente hacia la puerta.
En cuanto desapareciste me levanté intentando disimular como podía mi excitación y me fui por donde tu te habías ido hacía un instante.
Al salir a la zona del mostrador de préstamos te vi entrando en el ascensor.
Corrí pero sólo llegué a tiempo para ver como se me cerraban las puertas en las narices. La flecha del ascensor parpadeó apuntando hacia arriba.
Corrí escaleras arriba y al llegar al tercer piso te vi entrando en la última de las aulas de estudio para grupos.
Te seguí. La puerta estaba abierta.
Entré y te vi sentada allí, en el hueco de la ventana, al otro lado de la mesa, mirando por la cristalera como si nada.
Me acerqué y me miraste con la mirada más lujuriosa que jamás te había visto, hasta el punto que me paré en seco.
Me indicaste con el dedo que me acercase.
En cuanto empecé a moverme hacia ti te empezaste a subir la falda hasta la cintura, mostrándome tu sexo, tu preciosa entrepierna.
Llegué hasta ti y te besé en la boca. Entonces me dijiste: «Hazme el amor».
Me agaché hasta colocarme a la altura de tu entrepierna.
Separaste las piernas y te colocaste al borde del poyete.
Separé suavemente tus labios húmedos con mis dedos y te besé por todo tu sexo.
Lo lamía suavemente saboreando el dulce de tu néctar. Introduje mi lengua todo lo profundo que pude buscando el máximo de tu placer mientras que con mi dedo te frotaba suavemente el clítoris.
Mi otra mano acariciaba tus pechos, desnudos ya, y pellizcaba tus pezones, los presionaba y los rozaba suavemente.
Empezaste a respirar con más fuerza y continué con mis juegos por varios minutos hasta que te derrumbaste en tu primer orgasmo.
Nos abrazamos durante unos momentos mientras te relajabas y descansabas. Nos besamos apasionadamente.
Ya repuesta bajaste del poyete y me empujaste sobre la mesa.
Querías más guerra.
Me tumbé y tu me bajaste rápidamente los pantalones y los calzoncillos, dejándolos caer al suelo. Me besaste el estómago y acariciaste con dulzura mi miembro.
Lo besaste, me besaste también los testículos y me acariciaste por todas partes. Yo no podía más estaba demasiado excitado.
Me estabas haciendo de rogar de nuevo como tanto te gustaba hacer. Te la metiste en la boca y jugaste con la lengua sobre mi glande.
Chupabas, lamías, besabas.
Cuando tu boca se ocupaba de otras partes de mi cuerpo, cuando te incorporabas para besarme en la boca, era tu mano la que se encargaba de mi miembro. Seguiste jugando con manos y boca sobre mi cuerpo.
Llegó un momento en que no pude aguantar más y te avisé de que iba a correrme.
Estallé en un enorme orgasmo y me quedé completamente relajado. Te subiste a la mesa y me abrazaste.
Yacimos abrazados durante un buen rato, sin hablar, simplemente ahí abrazados, acariciándonos.
Al cabo de unos minutos me pediste guerra de nuevo.
Yo estaba deseando penetrarte, sentirme dentro de ti. te pusiste de pie y te colocaste sobre la mesa con las piernas abiertas en el suelo, dándome la espalda.
«Te deseo» dijiste. Yo me puse de pié detrás de ti.
Con cuidado coloque mi glande en la entrada de tu precioso coñito y al notarlo pegaste un pequeño respingo de placer.
En lugar de meterlo directamente lo froté por toda tu vulva, sobre todo por tu clítoris y tu entrada.
En uno de esos movimientos llegue hasta tu hoyito trasero que tanto me gusta y también lo rocé un poco por allí, lo que hizo que te contrajeses.
«Tranquila, solo es una caricia» te dije. Giraste la cabeza y me sonreíste. Entonces me dispuse a meterme dentro de ti.
Coloqué de nuevo mi punta palpitante sobre la entradita de tu sexo y presioné. Suavemente me introduje hasta el fondo lo que hizo que soltases un suave gemido de placer.
Permanecí así, quieto por unos momentos, y alargué una mano para acariciar tu cabeza y tus pechos.
Entonces comencé a moverme lentamente, de dentro a fuera, calculando para no sacarla del todo.
Dentro, fuera, dentro, fuera. Tu empezaste a mover las caderas al compás. Me quedé quieto y tu misma hiciste que entrase y saliese de ti.
Reanudé la marcha y te ayude en el cálido y húmedo bombeo que nos gustaba tanto a los dos. Coloqué mis manos en tus caderas sujetándote para mejorar el movimiento.
Cada vez íbamos más rápido.
De pronto noté que tu orgasmo venía. Jadeabas, tu cuerpo templó; me dejé llevar y aumente el ritmo consiguiendo que el orgasmo nos llegase a los dos más o menos a la vez. Mi líquido inundó tu interior caliente y suave.
Pudiste sentir como me derramaba en ti y yo pude sentir como tu cuerpo se estremecía de placer.
Tras el orgasmo permanecimos los dos muy quietos.
Salí de tu interior y tu te dite la vuelta.
Nos abrazamos y nos sentamos en una silla los dos, descansando, tu sentada sobre mi regazo, sudorosos e inmensamente relajados.
Así nos quedamos dormidos por unos minutos, no se exactamente cuanto tiempo.
Y al cabo de un rato me despertaste de un beso y me dijiste: «Vamos, es hora de irse a casa». Nos vestimos y salimos del aula de trabajo. Eran casi las nueve de la noche.
Fuimos hasta el ascensor y nos abrazamos de nuevo, besándonos, mientras este llegaba.
Ya en su interior metí la mano en el bolsillo y encontré tus braguitas.
Las saqué y te las ofreció.
Con una sonrisa pícara levantaste tu falda hasta la cintura y dijiste: «Pónmelas».
Me arrodillé y te puse las braguitas, ajustándolas perfectamente contra tu entrepierna y rematando la labor con un beso en tu ombligo.
El ascensor llegó hasta la planta donde estaban nuestros puestos de estudio justo cuando yo me incorporaba y tu terminabas de colocar el vestido vaquero.
La puerta se abrió y nos encontramos de cara con Elena.
«¿Donde estabais? Venía a buscaros para ir a tomar unas cervezas con Éstos» dijo con su habitual tono de reprimenda.
«Estábamos descansando un ratillo» dijiste tu con toda naturalidad, «deja que recojamos las cosas y vamos a la buhardilla».
Al cabo de unos minutos disfrutábamos con los demás tomándonos unas cervezas, jugando al futbolín, charlando.
De vez en cuando te miraba y te guiñaba un ojo y tu me respondías con un beso lanzado al aire…