Hace un par de años, tras el rompimiento de una larga relación, atravesaba por una extensa época de abstinencia sexual causada por una extraña mezcla de tristeza, mala suerte y aislamiento voluntario.
Llevaba unos cuatro meses sin probar mujer, y los placeres solitarios se habían vuelto insuficientes para contener los deseos de sexo que se hacían cada día mayores.
Y como si el destino se compadeciera de mi estado, una tarde recibí la llamada de una amiga muy deseada pero que nunca había tenido intenciones de ampliar la relación o de experimentar algo más intenso.
Supe, en pocas palabras, que estaba de visita en la ciudad, que estaba desconsolada porque no encontraba trabajo, que se sentía triste y perdida, y que (¡oh maravilla!) ansiaba verme.
Sin dudarlo, programé un encuentro para el día siguiente, muy a su gusto. Comenzando con una obra de teatro experimental, continuando con unos tragos, y finalizando con lo que la noche quisiera depararme.
Al día siguiente la ví: hermosa como siempre. Con su cabello castaño claro despeinado, unos pantalones de tela café ceñidos, una chaqueta de cuero viejo y su maleta tejida, Claudia parecía la belleza simple y joven que siempre me había gustado.
La abracé con todo el cariño que pude mientras ella me sonreía con placer. Pero la emoción cayó al suelo al ver a su lado a un acompañante imprevisto.
«Este es Javier», me dijo con desparpajo. «Me estoy quedando en su casa». La obra de teatro no sólo fue mala. También ser convirtió en una incesante tortura por la presencia de aquel idiota que parecía ser otro queridísimo amigo de mi adorada mona.
Salimos de allí callados. De todas maneras decidí continuar la noche, esperando por lo menos compartir algunos de los recuerdos de nuestra amistad. Así que caminamos a un acogedor café cercano y pedimos unas cervezas. Allí empecé a comprender un poco la situación. Javier era casi un niño, con sus 17 años, pero aparentaba más edad por su altura. Aquel colegial apenas si podía ser un amigo casual de Claudia, quien con sus 23 años bien vividos disfrutaba más de la compañía de hombres experimentados.
Al conocer la edad dejé de considerar un competidor a Javier y me relajé. No había problema en sacar a relucir los diez años de ventaja que le llevaba. Además, cuando la conversación pasó a temas fuertes, el muchacho dio todas las trazas de ser virgen e inexperto.
Me relajé y la velada pasó rápida y agradablemente. Pero al cerrar el bar decidimos tomar caminos diferentes. Claudia y su amigo iban para el centro y yo para el norte, así que buscamos un par de taxis que nos llevaran.
Javier se sentó en el vehículo mientras ella se abrazaba a mí y me daba un enorme y sensual beso, despidiéndose como jamás lo había hecho. Y mi sorpresa aumentó cuando ella llevó mi mano hasta su pecho izquierdo, apretándola para que lo masajeara. Y luego se fue, dejándome excitado y descompuesto en medio de la noche y lejos de mi casa.
Apenas si pude dormir. Habíamos decidido vernos de nuevo el día siguiente, viernes, para salir de rumba. Durante todo el día tuve el recuerdo de su beso y la sensación deliciosa de su seno en mi mano. Apenas oscureció salí de mi trabajo para ir a buscarla al centro. La encontré fumando en la puerta del apartamento donde se estaba quedando. Me preguntó si quería conocerlo. «No hay nadie, mis amigos se fueron de rumba», me dijo. Yo accedí encantado.
El apartamento era una típica vivienda de estudiantes universitarios: desordenado, lleno de muebles viejos y desvencijados, las camas eran sólo colchones y había una decoración precaria. Pero tenía una vista maravillosa hacia la ciudad y era bastante grande y espacioso. Y lo más importante: había cerveza y cigarrillos. «¿Para qué salir?», le pregunté. «Quedémonos aquí y reponemos mañana las cervezas que nos tomemos». Ella estuvo de acuerdo conmigo, prendió un cigarrillo y se quedó mirándome un rato largo.
Yo quedé embelesado. Ella nunca me había mirado así. Me quedé viéndola también, admirando su cara de niña rebelde, sus ojos claros, sus senos grandes y bien formados, sus labios juguetones y su aspecto desarreglado que tanto me excitaba.
Empezamos a conversar y a acercarnos cada vez más. Hasta que no pude contenerme y la besé de nuevo, largo y tendido, mordisqueando sus labios y jugando con la lengua a recorrerla. Ella me respondió con un beso salvaje y desenfrenado, quitándome rápidamente la camisa y lamiendo mi cara por todos lados.
Tendidos en el sofá quedamos desnudos de la cintura para arriba. Pude contemplar sus tetas grandes y pálidas, rematadas por unos pezones pequeños y delicados.
Dejé de besarla para bajar hasta su pecho y acariciar los senos con mi lengua, primero entre ellos y después recorriéndolos en espiral hasta llegar al sutil pezón, que resultó ser tan sensible como deseo siempre que beso allí a una mujer.
Claudia comenzó a gemir calladamente, mientras sentía crecer poco a poco entre mis piernas al compañero que tan poca atención femenina había recibido durante esos días. Inmediatamente se acomodó para que mi miembro rozara su pubis, que ya se sentía caliente aún sobre sus pantalones de cuero ceñido.
Seguimos durante más de media hora tocándonos y besándonos por todos lados hasta que ella de repente se puso en pié y se fue. Yo me quedé estupefacto y sin saber qué hacer. «Voy a poner música, ¿te gusta Bach?» me dijo desde otra habitación. Fui tras ella mientras comenzaban las variaciones Goldberg, melodiosas y emocionantes.
Claudia me tomó de la mano y me llevó a una habitación con una cama doble destendida y amplia. «Mis amigos no vienen hoy», me susurró. Y luego se apagó la luz y se tendió entre las cobijas. Yo no pude esperar más. Me desvestí en dos segundos y me dirigí a su cuerpo para acabar de desnudarlo. No me tomó mucho tiempo: ella me ayudaba con las mismas ansias que yo tenía por hacer el amor.
El tamaño (apenas 18 centímetros) la envergadura de mi aparato es bastante y puede alcanzar los cinco centímetros en su parte más ancha, lo cual me produce problemas en las mujeres que no tienen una entrada amplia.
Con movimientos convulsivos, Claudia se sentó encima y comenzó a agitarse de una forma deliciosa. Me senté para chupar y lamer sus pezones mientras apretaba con saña las nalgas para acomodarla a mi ritmo. Luego la acosté boca abajo y empecé a embestirla desde atrás. Ella ahogaba sus gritos de placer con la almohada, y más de una vez apretó con fuerza las nalgas y los músculos de su vagina, como llegando a sucesivos orgasmos.
Pero eso no me impidió continuar. Salí de su cuerpo y acomodé su cuerpo boca arriba. Claudia siempre me había parecido una mujer de mucho carácter, y de sexo desenfrenado, pero en la cama realmente era dócil como una muñeca. Levanté sus piernas hasta donde más pude y se lo introduje en un brusco y rápido movimiento. Los gritos ahora fueron enormes, tanto que empecé a temer por las quejas de los vecinos.
Así que la besé mientras agitaba mi herramienta dentro de su cálida entrepierna, rozándola suavemente antes de volver a meterla hasta el fondo. Luego la levanté y me puse de pie para aprovechar la gravedad. La penetración de esta forma suele ser bestial. En esta ocasión no fue diferente. Pocos instantes después, pegada a mí como un animal en celo, Claudia se desplomó en la cama, jadeando por el esfuerzo y el placer.
No tardó en dormirse. Pero yo no había quedado satisfecho. A pesar de que habíamos tenido sexo el tiempo suficiente para terminar de escuchar el disco de Bach, yo no había llegado aún. Así que le di un tiempo para descansar mientras me entretenía mirando su ropa interior y echándole un vistazo a ese cuerpo espectacular que me había permitido gozar un rato inolvidable.
Le permití una hora de sueño antes de comenzar de nuevo. Conseguí un frasco de aceite Johnsons en el apartamento, y aprovechando su desnudez y vulnerabilidad, mojé la entrada de su sexo y mi miembro con el viscoso líquido.
Poco a poco me fui introduciendo en ella desde atrás, sin que despertara, y comencé el movimiento de forma suave. Mi táctica fue exitosa.
Claudia permaneció dormida un buen rato y fue despertando entre gemidos y suspiros de goce. Cuando abrió los ojos, sorprendida al darse cuenta de que no era un sueño, no tuve clemencia. Empujé mi caliente aparato hasta el fondo y empecé a empujarla con violencia, masajeando ambas tetas.
Era sábado, y ella partía de regreso el martes. Por eso aproveché para sugerirle un viaje a Villa de Leyva, esperando gozar de nuevo con sus enormes senos, sus deliciosos besos y su insaciable sexo.
Pero este segundo capítulo de mi encuentro, como diría Ende, deberá ser contado en otra ocasión.