Había quedado con un chico llamado Antonio por el chat, pero le llevaba esperando desde hacía veinte minutos y no veía aparecer a nadie.
El día era desapacible, bastante frío y oscuro.
Y todo el parque estaba vacío, no había ni un alma. Lógico, era 25 de diciembre y estaba visto que no había conseguido escaparme de la soledad.
La vuelta a la ciudad me había traído malos recuerdos.
Hacía un año que no volvía, casi desde que rompí con Juan, el chico con el que había pasado casi tres años.
Después de la ruptura me fui a la ciudad de mis padres alegando asuntos de trabajo. Ha sido un año muy duro y no he levantado cabeza.
Pero había una venta bastante importante y no me apetecía unas Navidades en familia. A mis 28 años, estarían preguntándome por mis amores y no quería ponerme a llorar como una boba.
Yo siempre había pensado que sería una solterona.
Nunca me he considerado guapa ni soy muy abierta. Pero el idiota de Juan me hizo creer lo contrario. No le importaba que mi cara fuera redonda y más bien regordeta, con una nariz de punta redondeada, prominente, labios finos, pálida, pelo castaño y recogido en una coleta, ojos marrones y vulgares.
Ni que mis piernas fueran cortas y gruesas, ni que no tuviese un buen tipo o mis caderas fueran bastante anchas.
Ni tampoco le importaba que mis pechos fueran descomunales.
Ahí venían mis traumas. Sobre todo en el instituto.
Me decían cosas como «Teresa la de las tetas que más pesan». A los 15 años y con unas mamas que ni una gorda de 200 kilos.
Todos los chicos tenían la curiosidad de salir conmigo sólo para vérmelas o tocármelas, aunque sobre todo para acabar mofándose.
Y alguno acababa engañándome y, tras verme los pezones, casi más grandes que sus manos, al día siguiente comentaban con sorna mi tamaño.
Fui a la universidad con fajas y todo tipo de corpiños, vistiendo jerséis holgados y todo tipo de camisetas desproporcionadas.
Pero conocí a Juan y no le importó. Todo mientras estuve con él fue maravilloso.
Excepto el adiós.
Y lo más curioso fue que llegó tras operarme los pechos, reduciéndomelos hasta una talla 115, una maravilla de tamaño que no me destrozaba la espalda y que me permitía usar sujetadores normales. Y encima no me quedó marca alguna.
Entonces descubrí que Juan era una persona que solía enamorarse de personas con problemas.
Antes de mí había salido con una chica tuerta y me dejó por una coja. Suena a chiste, pero es verdad. Así que este año me lo he pasado en blanco, sin mojar, de nuevo encerrada en mí misma y muy desconfiada.
Así que en medio de ese parque desolador, me puse a llorar. Casi ni me enteraba de que la lluvia me estaba calando los huesos.
Tampoco me di cuenta de que de repente había escampado.
Pero yo oía caer la lluvia. Un roce en el hombro me sacó de mi paseo por las nubes. Era el guarda del parque, que me estaba protegiendo con su paraguas. Me preguntó si estaba bien y me dijo que le acompañara a su caseta, que estaba subiendo las escaleras.
Era bastante pequeña, de techo bajo, con una mesa, una especie de sillón antiguo, un armario en la pared opuesta a la ventana, que tenía la persiana bajada.
Y una neverita en un rincón. Al llegar puso un radiador y me dijo que me arrimara. Hablaba con un tono de rudeza, pero trataba de ser amable conmigo. «Esto no tiene pinta de escampar, mejor te quedas aquí un rato y te secas».
-Por cierto, me llamo Melchor.
Yo le dije mi nombre, Teresa. Me volvió a preguntar qué me pasaba y al ver que me costaba encontrar palabra, me hizo un gesto que venía a significar que ya lo entendía. Él lo tomó por las fechas navideñas y a que estaba sola. Hablaba sin dejar de buscar algo en el armario. Por fin sacó una manta.
Por primera vez que yo me fijase me echó una ojeada: llevaba unos pantalones de pana, unas botas de invierno de cierto tacón y un jersey marrón de tela suave. Y me tapaba un abrigo totalmente empapado. Cuando se lo di y lo puso en el armario vio que no me había protegido de la lluvia. Me preguntó qué hacía en el parque un día como el de hoy. Le dije lo del plantón. Él se sorprendió. «¿Ibas a una cita así vestida?» .
La verdad es que me había puesto muy conservadora, pero no quería dar pie a malos entendidos a un desconocido con el que sólo quería pasar un rato charlando.
Iba a explicarle toda mi historia, porque tenía ganas de desahogarme, pero él me frenó. «Mira, Teresa, estás empapada. Lo mejor será que te quites toda la ropa mojada y la pongas sobre el radiador. Te pones la manta encima y esperas a que se te seque para irte. ¿De acuerdo? Yo ahora tengo que dar otra vuelta para revisar todo esto y aprovechas para desnudarte. ¿Te parece?»
Antes de que contestara, se marchó. Dudé un poco, pero lo que me decía Melchor era razonable. Me puse a pensar en él y me dije a mí misma que era alguien que inspiraba confianza.
Era un poco más alto que yo, algo más de metro setenta, bastante fuerte, de pelo oscuro y corto, con un poco de aspecto de dureza, como sus manos grandes.
Claro que toda esa impresión podía deberse al uniforme azul de guarda. Los uniformes siempre impresionan.
Me quité el jersey y vi que la camiseta no estaba mojada. Era un alivio. Ya sólo con la camiseta transparentaba bastante mi sujetador y mi busto, pues la camiseta sí me quedaba bastante prieta. Luego me quité los pantalones y me quedé en bragas. Bueno, en tanga. Me avergoncé de haber elegido esa prenda, si sólo quería hablar con ese hombre del chat.
Dejé la ropa en el radiador y me cubrí con la manta como pude, tapándome sobre todo las piernas.
A los diez minutos o así, regresó Melchor. Me pidió que le contara y le largué mi historia con Juan y el último año. Mira, la verdad es que tienes tú la culpa. Ahora mismo no parece que fueras a una cita.
Ni siquiera te has maquillado. Tú arreglada en una discoteca tendrías que quitarte a los tíos encima. No digo que encontrarías al amor de tu vida, pero sí a alguien para echar todas las canas al aire. Te lo digo yo, que me he tirado a callos mil veces más espantosas que tú sólo porque me dieron la oportunidad de hacerlo.
Era bastante sincero y brusco, pero no dejaba de tener razón. Cambiamos de tema al ver cómo arreciaba la lluvia. Luego Melchor se dirigió a la nevera.
«Mira, pensaba repartirla con mi compañero, pero como se ha puesto malo pensé que la guardaría para otro día». Sacó un cava y un par de vasos y brindamos. Sólo al bebernos más de la mitad me di cuenta de que sus miradas estaban cambiando ligeramente. Sin querer, al moverme la manta se me había resbalado un poco y sólo me cubría las piernas, por lo que mi camiseta estaba bastante a la vista. Y mis pechos, por mucho que tuviese una camiseta y un sostén debajo.
Fue sólo un instante, pero mi confianza en Melchor quedó un poco en entredicho.
Pero se sonrojó en parte y se levantó a mirar mi ropa. «Todavía está bastante mojada». A su manera era una especie de disculpa. «Míralo tú también, pero creo que aún no te lo puedes poner». Antes de irse dio un trago al cava. «Voy a dar la penúltima ronda, vale?» Se puso el abrigo y abrió el paraguas y se fue.
Tardé un rato en decidirme a levantarme. Tenía el temor de que estuviera espiándome fuera. Tomé fuerzas y me puse en pie. Estuve a punto de caerme. El cava se me había subido bastante a la cabeza. Tuve que volverme a sentar. Estaba algo borracha. Me levanté de nuevo, pero con más cuidado, casi a gatas. Comprobé que Melchor no me mentía. Sobre todos los pantalones seguían bastante mojados, así como las botas.
Volví a mi sitio, no sin dificultades. Me tomé otro sorbo de cava y esperé a que volviera Melchor. No pasó mucho tiempo desde que se fue cuando volvió a entrar. Ni siquiera me había dado tiempo a cubrirme con la manta.
Melchor no me dejaba de mirar con un deseo terrible. Me dijo que estaba buenísima, que quería follarme. Se acercó a mí sin dejar de apartar su mirada de mis pechos.
Los estrujó con fuerza por encima de mi camiseta sin que yo pudiera o quisiera moverme. Estaba como hipnotizada por el bulto de su entrepierna.
Hacía más de un año que no cataba una polla y estaba borracha. Y encima Melchor me decía que me había espiado al desnudarme y que estaba muy caliente, me restregaba los pechos y me decía que deseaba mis tetas y mi coño, me decía que era una puta que se la había puesto dura.
En menos de un minuto mi tanga había desaparecido, tras repetirme una y otra vez lo puta que era, que iba con esas bragas para follar con un desconocido, me comió el coño majestuosamente y luego se quedó en bolas, dejándome ver su rabo, que por supuesto me comí hasta que se corrió sobre mi pelo.
Después se volvió a empalmar tras jugar con su pene flácido en mis dos pechos, sobándolos contra mis pezones marrones y grandes.
No dejaba de aplastármelos y besármelos.
Ni yo a él de comérmelo a besos, deleitándome con la dureza de su culo (me encanta sobar los culos de los hombres, además de sus vergas). No tardó mucho en ponérsela dura otra vez. Entonces me folló encima de la mesa como un animal enloquecido.
Me decía que era el mejor polvo de su vida y me hacía repetir que también lo era de la mía.
Ni nos acordamos de protecciones. Eso sí, antes de volver a correrse, se salió y me eyaculó en las tetas, haciéndome desparramar el semen por toda lo ancho de mis melones.
Aquella sesión de sexo continuó en su casa por la noche, todo tipo de posturas y juegos.
Estoy muy colgada de Melchor, aunque sé que entre nosotros sólo hay sexo. Pero es sexo del bueno. Vaya si lo es…