Siempre coincide con Olga una mujer de unos 30 años muy apetecible
Es muy normal encontrarse gente todos los días en el autobús.
Cuando me mudé a mi nuevo barrio, al noroeste de la ciudad, tenía un buen camino desde mi trabajo hasta allí.
Cuando no voy leyendo informes del currelo o una novela, me gusta mirar a todos los que viajan conmigo en el metro o el autobús.
En el último tramo, el que lleva a mi vecindario, suelo coincidir con las mismas personas, pues todos somos muy exactos en nuestros horarios.
Un día descubrí a Olga: era una mujer de treinta y pocos, rubia, con el pelo muy corto (de hecho, comparado con ella yo era un greñas).
La primera vez que la ví, la descubrí a través de su hija.
La pequeña tiene tres años y se pasa el trayecto del autobús parloteando con su madre o con los viajeros.
Aquel día yo estaba sentado enfrente de ellas, leyendo una novela policíaca y la pequeñaja me interrogó.
Tenía ese desparpajo que hace que contestes a cualquier pregunta, incluso las indiscretas.
Que nadie piense mal, la niña tiene tres años así que la indiscreción no pasa del “¿dónde vives?”.
Al bajarme del autobús le dirigí una mirada y un guiño a la pequeña y descubrí a su madre. Pero apenas me fijé.
El sábado siguiente bajé a la ciudad a hacer unas compras y las volví a ver al bajar del autobús.
Ellas no me vieron. Olga llevaba una chaqueta tres cuartos, minifalda y medias.
Y unas piernas… ¡Madre, cómo estaba la madre!.
Decidí que me estaba haciendo muy viejo si no me había dado cuenta de que semejante ejemplar había estado a menos de un metro de mí. Nadie es perfecto…
La siguiente vez que ví a Olga iba ella sola.
Estaba sentada en la parte de atrás del autobús y yo, con toda la intención del mundo, me senté delante de ella.
– Buenas tardes –me sonrió.
– Buenas tardes, ¿cómo está su hija?
– En la guardería.
– No me he presentado, me llamo Ricardo.
– Olga –su mano era suave y firme. Y blanquísima. Casi temía mancharla.
En aquél momento no se me ocurrió más conversación, así que saqué un libro y me puse a leerlo.
Lo sé, lo sé, soy un inútil, pero ¡qué queréis!
No me iba a quedar desnudándola con la mirada directamente o babearía como un quinceañero en primavera.
El viejo truco del libro y las miradas de reojo funciona todavía… o quizá no, porque en una de esas me pilló mirándola por el reflejo del cristal y sonrió.
Soy un quinceañero en primavera, lo admito.
Admito que no me quedó más remedio que pelármela en casa de manera salvaje en cuanto llegué repitiendo “Olga… Olga…” estaba intentando probar lo de los reflejos condicionados de Pavlov, no creáis.
Así la próxima vez que oyera la palabra mágica –Olga–, mi verga saltaría de los pantalones. Más o menos, soy un poco imaginativo.
Pues bueno. Una semana después paseaba yo por mi nuevo barrio (tiene más verde que una ensalada) y me las encontré.
De casualidad, lo juro. Iban las dos cogiditas de la mano.
Me extrañó que el padre de la cría no estuviera con ellas, entonces pensé que
Olga estaba divorciada y sola en el mundo… y se despertó en mí el instinto de protección.
Es una forma como otra de decirlo, ¿no?
– Hola –me saludó la niña.
– Hola, Vero –mi quintacolumnista en la “operación Olga” se llamaba Verónica.
– Señora… –saludé a Olga con una inclinación de cabeza.
– Señorita –puntualizó ella. Soy el hombre lobo. Auuu.
Verónica me cogió de la mano y echó a correr.
– Quiero enseñarte algo, ¡ven!
Corrección. Soy Herodes, asesino de niños. Verónica me arrastró hasta un lago donde nadaban unos patos. Me señaló uno.
– A ver, ¿cómo se llama ese animal?
– Pato despellejado a la naranja.
– No, tonto, se llama pato –lo malo de los niños es que no captan las indirectas.
– Ah…
La lección de biología sobre el terreno se prolongó durante media hora.
Olga nos veía y aprovechó para fumarse un cigarrillo.
Paseaba por el camino de arena, con una falda larga y un jersey de punto de angora.
Y con mejores curvas que un circuito de Fórmula 1. Y yo me estaba poniendo malo.
Cosas del tal Pávlov. O de la doctora Ochoa.
Para psicología estaba yo en esos momentos.
Vamos, que me coge Freud y me dice que soy un enfermo mental, poco menos.
Bueno, para decir eso me basto yo solo y las películas que me estaba montando en el parque, junto al lago, queriendo ahogar a Olga y violar a Verónica. ¿O era al revés?
Olga se había acercado y se agachó. Su barbilla estaba por encima de mi hombro y noté el calor de su aliento cuando le habló a su hija.
– Verónica, tienes que ir a dormir la siesta.
– Vale, pero Ricardo me acompañará.
Antes de que Olga dijera lo típico de “no molestes al señor” se me escapó.
– ¡Si no es molestia!
– ¿Cómo? – Olga arquea las cejas por encima de sus gafas de sol redondas.
Hemetidolapatahemetidolapatahemetidolapatasoyunbocazasoyunbocazasoyunbocazas…
– Digo, que si no es molestia –eso me pasa por precipitarme. Luego tengo que ser 100% educado en vez de decirle que en cuanto te pille a solas te vas a enterar rubia y delicadezas como ésa…
Olga sonrió y se encogió de hombros.
Caminaba por delante de nosotros, meneando las caderas.
Luego me confesó que ya empezó a actuar a mala leche, al ver lo quemado que iba.
Y que a ella le hacía gracia la idea. Sí, sí, gracia. Para gracia y misericordia la que vas a pedir cuanto te pesque otra vez.
¿Continuará? ¿Lograré comerme a Olga? ¿Mataré a Verónica? ¿Desvelaré el caso GAL?
¿A qué viene el título? Se admiten valoraciones, sugerencias, comentarios, teléfonos/emails de chicas o un simple “retírate de esto, macho”.
Bueno. El caso es que estaba yo siguiendo a Olga, la encarnación de la mujer en esos momentos para mí.
Sí, como en el típico chiste que dice que los tíos sólo piensan en el sexo. Pues yo estaba pensando en el sexo.
Concretamente, en cómo librarme de Verónica y saltarle encima a Olga.
Y Olga dale que te pego con las caderitas. Oscila a un lado. Oscila al otro. Y yo hipnotizado intentando traspasar con los ojos el estampado de su falda.
Pimpam. Pimpam. Pimpam. Esto tiene que ser malo para la salud. Un motorcito –lo expresó muy bien Jack Lemmon, en “Con faldas y a lo loco”–, tienen que tener un motorcito…
Afortunadamente, Olga y Verónica viván cerca y mi tortura hormonal no se prolongó demasiado.
Era un chalet de una sola planta, muy cuco. Parece que profesionalmente, Olga estaba tan bien como en el plano físico-personal.
Acosté a Verónica que se quedó como un cesto antes de que yo pudiera contarle lo del rey que tenía tres hijas por decimocuarta vez consecutiva.
Alá es grande y misericordioso, qué peste de cría oye, el aguante que tienen a esa edad.
Había visto la cocina al pasar hacia el dormitorio de la niña y hacia allí me encaminé, pues había oído a Olga trastear con algo que sonó a platos de lavavajillas.
Ella estaba de espaldas, exprimiendo unas naranjas.
Durante un breve instante, pensé en deslizar mis manos por su cuerpo sin pedir permiso. Pero nunca he sido un presuntuoso. Y me he llevado más de una bofetada.
– ¿Zumo? –me preguntó ella al descubrirme en el reflejo de la ventana.
– Por favor.
Los que esperaban que me ofreciera un güisquicito, que levanten la mano.
Pues el zumo de naranja es bien sano, aunque desconozco sus efectos afrodisíacos.
Y no me gusta el whisky.
La verdad es que después del episodio del cuento las aguas habían vuelto a su cauce, y el Winston a su posición habitual, no sé si captáis el hábil eufemismo.
Me condujo al salón de la casa, por cuya cristalera entraba un solecito rico, rico. Olga se desperezó en el sofá sonriendo.
– Con éste calor que hace, no dan ganas nada más que de tumbarme en el sofá y dormir un ratito.
– Pues hazlo, yo no te lo impediré.
– ¿Tú no quieres dormir la siesta?
– Pues la verdad es que no es lo que más me apetece –toma, Moreno. En realidad no lo dije tan convencido, sino que me debí de trabucar una o dos veces a mitad de la frase. En cualquier caso, hizo el efecto pretendido.
– ¿Y qué es lo que quieres?
– Pues en éstos momentos, nada me apetecería más que borrar esa expresión de suficiencia de tu cara –contesté. Ha llegado el momento de sostener la mirada.
– Vaya –dijo. Quizá detecté sorpresa en sus ojos por mi arranque de rebeldía. No sé, no me lo tengo tan creído. Puede que estuviera ya bastante excitada y le apetecía que el juego pasara a las manos.
– Ven aquí y demuéstramelo.
Despacio, relajando los movimientos, deposité el vaso en la mesa.
Sin decir nada crucé el salón hacia el sofá y me situé detrás de ella.
Lentamente, muy, muy lentamente acerqué mis labios a la parte posterior de su cuello. Rocé el vello con mi boca y soplé sobre él.
A Olga se le puso la carne de gallina. Diría que hasta cerró los ojos y sonrió, pero yo no podía verlo.
Descubrí su cuerpo con menos lentitud de lo que requerían las circunstancias, pero estaba realmente excitado.
Besé su cuello, sus hombros, su vientre en una espiral que me acercaba implacablemente hacia la fruta que se enterraba en su ingle.
Sopesé sus pechos, firmes y redondeados, un poco grandes. Sus manos se perdieron en mi espalda, en mi culo, mi vientre, mi pecho.
La volteé sobre el sofá, elevando sus caderas que me ofrecían un sexo hambriento de caricias.
Ella quedó con los brazos apoyados en el respaldo, inclinada hacia delante y los pies en el suelo. Mi lengua atacó su rajita por detrás.
Estaba húmeda, dulce, caliente… jadeaba con mis lametones en voz baja.
Le besé las nalgas. Luego pasé mi lengua entre ellas, sin profundizar, dejando que rozara el borde de su ano. Olga se estremeció.
Lentamente, separé las semiesferas de su culo, observando el agujero tenso y pulsante.
Mi lengua recorrió su perímetro antes de introducirse en él todo lo que pudo.
Olga suspiró sin ningún pudor.
Seguí lamiendo su ano y deslicé mi mano por encima de su coño.
Lentamente, ella fué relajando el esfínter, haciendo que mi lengua penetrara más y más en ella. Mis dedos frotaban incansablemente su vulva jugosa, preparándola.
Llevé sus fluidos hasta mi verga, para asegurarme que estaba bien lubricada. La situé apoyando el glande en su ano. Me adelanté y le susurré al oído con la voz ronca:
– ¿Lo quieres?.
– Ssííí…–gimió ella-. P… por favor…
Penetré muy despacio en su recto. Sus músculos se relajaban a medida que mi polla se enterraba en sus entrañas.
Separó las piernas aún mas, mis pelotas rozaron su húmedo sexo.
Me incliné sobre ella y le agarré las tetas. Despacio me moví de adelante a atrás, sujetándola por los senos. Su respiración era fuerte y profunda. Gemía con cada movimiento.
Nuestros jadeos se mezclaban. Yo empujaba mis caderas contra sus nalgas una y otra vez.
Me levanté y la sujeté por las caderas, moviéndome más rápida y profundamente.
En un momento dado, cambié el ritmo bruscamente y le clavé la polla hasta el fondo. Olga gritó. Suplicó. Pidió. Ahí ya no pude más y me corrí en cuatro embestidas, gritando su nombre.
– Oh… Ohh… ¡Olga! ¡OLGA! … –como para haber despertado a la niña. Luego me caí desmadejado sobre su espalda sudorosa. Ella chilló a la vez, fue casi un grito animal.
– Sigo prefiriendo que me follen –me dijo luego con el aliento entrecortado–. Pero no me importaría repetir.
Y yo pensé en el anuncio de las natillas. Y me reí.