Lady Frankenstein
Siendo cirujano plástico, es apenas una ironía que la historia que voy a contar sea precisamente una historia reconstruida a punta de retazos de mis sentimientos, pedazos de piel, cortes finos de un alma muy fina, pliegos y pliegos de apariencia, injertos de una vocación hasta ahora desconocida, de manos que sirven de vendajes.
Todo el mundo parece estar de una u otra manera conforme con la profesión que ha elegido, y desde luego uno nunca se pregunta si el oficio a que uno se dedica tiene implicaciones con aspectos tan íntimos de la propia vida, como lo serían las costumbres sexuales, pues fundamentalmente uno trabaja por dinero, sin embargo, de entre las profesiones hay algunas que despiertan más morbo que otras, sobre todo si te preguntas cómo será la vida sexual de tal o cual profesionista.
Hay profesionales que prefieren eludir el tema, por ejemplo, el ginecólogo que hace papanicolaus a granel, que durante el día tiene que meter mano en sus pacientes, ya sea por la vagina, o bien por el ano si sospecha la existencia de algún quiste.
¿Qué siente por la noche cuando su mujer le dice «tócame»?
¿Sentirá lo mismo que el resto de simples mortales?.
¿Cómo es el tacto del escultor en barro?
¿Cómo es el movimiento de cadera del cabrón que trabaja todo el día con una perforadora de concreto mecánica?
¿Qué concepto tiene de los orificios corporales el fontanero especializado en cañerías?
Estoy seguro que hay una breve fracción de emoción que no pueden contener los guantes de látex, hay un aroma que no puede ocultarse a la nariz, hay un vibrar que el cuerpo no olvida aún dormido, siempre queda algo de nosotros en nuestra profesión, y en venganza, siempre queda algo de nuestra profesión en nosotros, eso no puede eludirse, somos la misma persona las 24 horas del día, aunque le pese a los que creen que descansan, aunque le pese a los que creen que trabajan.
Pero volvamos a mi caso. Cirujano plástico, reconstructivo. Para mí queda claro lo que es la piel.
Sé lo que hay debajo, sé que estamos rellenos de músculo, grasa, hueso, sangre. ¿Les da asco?, peor para ustedes, son todo ello en su conjunto.
Sé que colores hay debajo de unos pechos, sé cómo brilla el cartílago que suspende una nariz, sé cómo se siente limar ese cartílago, sé cuánta fuerza hay que imprimirle al bisturí, sé dónde quedan los sostenes naturales del busto, sé la edad de una mujer sólo de verle el cuello, las manos, la curvatura de ciertos huesos. Sé del cuerpo físico, debo saberlo, pues trabajó con él.
Hasta hace bien poco creí saber también del miedo a no ser quien se es. Hasta hace muy poco creí tener maestría en materia de apariencia, de camuflaje.
Es como si la belleza fuese una constante universal y todo lo feo resaltara horriblemente en medio de todo el panorama, y yo, el cirujano, con mis artes, pudiera disfrazar de belleza a la gente y dotarla de esa hermosura que la hará imperceptible en medio de ese enorme mosaico de perfección, la hará que no se distinga, tal cual si fuesen un camaleón parado en un muro color camaleón, un pez lenguado que ha adquirido el color del agua.
Cosa curiosa, todos quieren ser distintos, únicos, diferentes, y para ello vienen a mí, a que los uniforme con narices de un catálogo bien definido.
¿Quieres lucir única?
Bien. Entonces…
¿La nariz la quieres como la de Brooke S.?
¿El busto como el de Sofía L.? Escoge de entre los modelos, hay miles.
Sin embargo, Ana llegó.
La primera vez que llegó ella a mi consultorio portaba una falda bastante larga.
Apenas y si se podían ver unos tobillos muy bonitos.
Al buen observador no puede distraerle una falda, por horrible que sea, siempre notará dónde se encuentra una mujer bella.
Los pechos de Ana eran pequeños, lo que daba pistas del objeto de su visita.
Yo debo ser muy discreto con mis comentarios, pues básicamente acude a mi consultorio gente que no está conforme con su apariencia, de lo contrario, ¿A qué cambiar?.
Luego son muy sensibles a la crítica.
Sin embargo, debo ser atento y educado, incluso ameno, pues no hay que olvidar que uno se acerca a mí a sabiendas que sé usar un cuchillo, que sé reacomodar carne, tejidos, entonces debo dar tranquilidad, generar confianza frente al filo que represento.
Mis preguntas siempre son muy genéricas, pues de lo que menos quiero enterarme es del uso que habrán de dar a mis implantes.
Pese a que mi curiosidad fue corta, ella iba decidida a hacerme saber mucha más información que la que yo quería saber.
Era casada. Su esposo se llamaba Cuauhtémoc, pero al tercer día de casados éste le había exigido dulcemente que le llamase «Temo», así de cariño.
Hablaba de él con tanto miedo que me resultaba claro que el tipo era un hijo de puta completo.
El detalle del nombre era revelador, ella podría afirmar:
Temo al despertar, temo al caminar, al mirar a las esquinas de mi calle temo, al hacer de comer temo, al ir al baño siempre temo, temo en las noches, en mis sueños temo, y temo cada vez que inhalo, para luego hacerlo al exhalar.
Ese día en que él dejó de ser Cuauhtémoc para ser Temo, él le dijo:
Desde ahora habrás de decirme Temo.
No me gusta cómo se escucha. – Replicó ella.
Cariño, no discutas, dime así.
Pero si yo no te temo. -Insistió.
Te equivocas, sí me temes.
Temes que no esté, temes que me vaya y te deje sola siendo lo que has sido siempre.
Por eso, amorcito, me dirás Temo. Si me dices de otra forma no atenderé tu llamado.
Pero cada vez que me digas Temo, estaré cerca, cerquita de ti, amándote como nadie lo ha hecho, como nadie lo hará o haría.
Temo le daba permiso para todo, si era obediente le daba una palmadita en la cabeza, felicitándola, y ella seguramente movía el rabo agradeciendo la croqueta moral, y si se portaba muy bien le haría el amor más noche.
Temo le ponía cada vez pruebas más inverosímiles para demostrar su amor, según entendí.
Una de ellas era venir a mi consultorio.
Su nariz estaba bien.
Yo juraba que venía a ponerse implantes a los pechos, pero no.
Temo se había aburrido de su nariz, así que ella tenía qué cambiarla.
Yo lo haría pese a que la idea me disgustaba, pero como se sabe, algo que un cirujano casi no tiene, es opinión acerca de la belleza.
La nariz de Ana era una bella nariz aguileña, con una curva tan perfecta y exquisita que la verdad era una pena estropear.
Sin embargo, ella quería una naricita como la de Salma H.. ¡Por Dios! Yo no hubiera cambiado esta nariz tan singular por la de Salmita H. así me diesen de regalo sus tetas para jugar durante un domingo.
En fin, hice el papeleo, los preparativos, los estudios, todo.
Practiqué la operación y una vez que quité el vendaje me convencí más que hubiera quedado mejor como estaba, pues la nariz aguileña de Ana brindaban a sus ojos un aspecto de ternura que ahora se había esfumado casi por completo.
El tal Temo estaría conforme ahora.
Pasaron un par de meses y ella volvió a mí.
Esta vez no pude dejar de notar que sus cejas habían sido depiladas casi por completo y en sustitución había quedado un tatuaje con la forma de ceja de María F.
Su cabello era ahora color castaño. Esta vez tenía unas ojeras muy acentuadas y quería que le inyectara los labios para tenerlos como los de Angelina J.
De nuevo no estuve de acuerdo.
De nuevo no importó. Al inyectar aquellos labios para que quedase como si les hubiesen dado un martillazo artesanal a todo lo largo, se esfumaron aquellos finos labios de Ana.
Su boca perdió la borrosa sinceridad de que gozaba, pero eso tampoco parecía importarle a nadie, pues una cosa era bien cierta, con esta nueva boca, al pronunciar «Temo», los labios temblaban un poco.
Ese detalle seguro que sería para él tal Cuauthémoc un gesto impagable.
La primera vez que Ana apareció, me resultó normal.
No era sino una mujer con problemas de autoestima que deseaba agradar a ese amo macho.
La hubiese olvidado cómo olvido a todas, lo que es algo un tanto ingrato después de haberles visto los huesos.
Sin embargo regresó, y me contó que había hecho muchos esfuerzos para que Temo le pagará esta inyección.
Eso me desconcertó, pues obvio que los labios eran para él, sin embargo ella creía que eso era un premio para ella misma.
Volvió una tercera vez, y en esta ocasión quería unos pechos nuevos.
Temo se había aburrido de los pechos que ella tenía, al igual que lo había hecho de su cabello, de sus cejas, de sus labios, de su nariz. Ahora eran sus pechos.
Esta vez tuve el atrevimiento de opinar más de la cuenta.
Discúlpeme que le diga esto señora, pero sus pechos están perfectos. Se lo digo como médico y conocedor de las proporciones del cuerpo humano.
Ella se sonrojó profundamente, eso pude notarlo ahora que su piel era menos morena que antes, pues seguro que se estaba aplicando una de esas cremas que afectan la pigmentación de la piel a riesgo de contraer cáncer.
Ella bajó la mirada, que ahora tenía unos injertos de pestaña que hacían de sus ojos avellana, ahora cubiertos por unos lentes de contacto de color azul, una rara alegoría de cómo quedaría una telaraña circular que es atravesada en su centro por una bala perdida, y dijo en voz muy baja:
Usted póngamelos, es el único que puede hacer que recupere a mi amor.
Bueno. Cada vez más confuso de mi vocación, realicé el papeleo, los preparativos y, por fin, la intervención.
Se volvió a marchar de mi consultorio con un rostro de alegría que le costaba, por alguna razón, gran esfuerzo.
Si bien las tres visitas que ella había dado a mi consultorio me habían reportado un muy buen ingreso, ello no me hacía más conforme con mi labor.
En especial su caso me hacía sentir mal, no sé por qué. Pese a todo, yo que creía haberlo visto todo en mi vida de cirujano, estaba a punto de sorprenderme al grado máximo.
Ni todos los cursos en materia de mi profesión, ni los libros de ética profesional, ni la estatuilla de Galeno, ni el brillante color ámbar de mi título de cirujano, me prepararon para lo que Ana me pediría en su cuarta visita.
Ese día llegó mucho más inquieta que las veces anteriores. Sus ojos, ahora verdes, estaban poblados de una promesa de lágrimas.
Necesito de usted. – Me dijo.
Me gustó escuchar eso, creo que por motivos más que profesionales. Me había llegado a simpatizar, aunque era una simpatía pariente de la pena.
Sólo usted puede ayudarme a recuperar mi amor.
¿Qué parte de tu cuerpo ha llegado a aburrirle a tu marido?
De hecho ninguna. Pero parece no estar conforme.
¿Con qué no está conforme?
Con el orden.
La respuesta me inquietó al máximo, un escalofrío me recorrió el cuerpo por entero, como si mi instinto fuese más veloz que mi capacidad de razonar, y al segundo en que mi intelecto no entendía aun, mi ser interior ya supiera en qué consistía la petición de Ana.
Explíquese.
Temo dice que sería fantástico que los pechos no los tuviera donde regularmente se encuentran…
Estaba mudo, ella continuó.
– Más bien su deseo indica que debería tenerlos en los glúteos…
Me llevé la mano a la barbilla para negar con la cabeza a gusto sin caerme al suelo de la sorpresa. Una gama inmensa de ideas pasaron por mi mente, pero de cierto, entre una idea y otra se intercalaba una idea bien clara: «Temo hijoputa».
Pero los pechos van donde van, en el pecho. Su nombre lo dice.
Pero sólo le pido que cambie los pezones a mis caderas, que parecen unos pechos, es todo lo que le pido. Por favor.
Empezó a llorar porque me estaba negando. Entre sus sollozos se lograba advertir que decía «Sólo… Usted puede… Ayudarme a recuperar mi amor».
Me conmovía.
Tomé el teléfono y llamé a un amigo mío que era abogado, para cuestionarle los riesgos legales que pudiera tener por practicar una cirugía semejante.
Escuché cómo escupió una carcajada para luego vomitar.
Escuchar todo aquello me hacía pensar en otro tipo de riesgo, que se diera a conocer esta intervención y se me catalogara como un moderno Frankenstein.
Cesando de reír, mi amigo abogado completó.
– ¡Si serás cabrón Eduardo!. Me has hecho reír como no lo había hecho desde la infancia.
Eres un carnicero nato, no cabe duda que eres un jodido monstruo moderno.
Y dicen que los abogados somos unos culeros, pero vaya, con esto no tienes par.
Has lo que quieras, la Ley no te castigará si llenas el papeleo que te diseñé, está tan bien hecho que puedes hacer experimentos nazi con la gente y aun así serías inmune porque cuentas con el consentimiento civil de quien te solicita el servicio.
Es más, si vas a juicio te hago un descuento de la mitad de mis honorarios.
¡Vaya panorama!
Más inconforme que nunca, y movido por aquella mirada, accedí a hacer el trabajo.
Durante la operación me pregunté a cada segundo qué maldita autoridad tenía yo sobre el diseño perfecto de Dios.
Como detalle artístico procuré que en el sitio en el que estaban los pezones quedará una fina cicatriz en forma de cruz, y reubiqué la carne oscura de aquellos tersos pezones, colocándolos en esa parte que, aprovechando la ligera caída que la fuerza de gravedad operaba sobre aquellas voluminosas nalgas de Ana, dieran la apariencia de un par de tetas situadas al final de la espalda.
El trabajo era profesional, pero el diseño era abiertamente demencial.
Ella permanecía anestesiada, tendida sobre mis sábanas blancas, reflejo de mi habilidad para intervenir sin derramar sangre innecesaria.
Al terminar, mi enfermera dio paso a renunciar de inmediato. Me quedé parado cerca de Ana, viendo los vendajes e imaginando cómo quedaría el resultado.
Ahora que recuerdo, Ana siempre vino sola, nunca la acompañó el tal Cuauhtémoc.
¿Qué tipo de persona es ese hijo de puta a quien la mujer se le desaparece para volver distinta?
Casi lo imagino, el mamón le ha de prohibir la entrada hasta que ella vaya y se encargue de sus «imperfecciones», y es hasta que regresa que la admite, dándole su croqueta.
Luego sonrío, pues pienso que un cabrón así es igual de nefasto que un médico que hace lo que yo terminaba de hacer.
Claro, tuve que pasar a Ana a la sección de mi consultorio donde hay camas de recuperación, para que despertase más tarde, para darla de alta y se vaya mareada, dando traspiés, sin ayuda de nadie, a tomar un taxi para volver a su Temo, a su mala costumbre de temer, a su deseo de temer.
Ya sin enfermera tuve que hacerme cargo de transportarla, de moverla de cama, de cuidarla.
Cuando despertó, me sonrió como una niña, con una ternura contenida desde hacía mucho.
Sus ojos, a los cuales había quitado los lentes de contacto, brillaron con una magia única, luego volvió a cerrar sus ojos, frunciendo las cejas como lo haría un ratón rodeado de gatos.
En sus sueños temo, frente a ellos yo, descubriéndola, dándome cuenta que la sonrisa y el brillo eran cortesía de su vigilia, de haber escapado unos segundos de esa rutina suya que era el horror, supongo.
Me quedé toda la noche a su lado, como un centinela muy fiel. Su cara era ya un enigma de realidad, y ello en parte era obra mía. ¿En qué medida uno abraza su destrucción?
A la mañana siguiente contraté a otra enfermera, a la cual tuve que mentirle respecto de la operación, dije una aberración, que había detectado cáncer de pezón (habrase visto), y que de los glúteos había tenido que extraer un pequeño trozo de piel para resanar los pechos.
No sé con qué credulidad la enfermera me dio por mi lado.
Llegó el momento de enviar a Ana a su casa.
Esos días no hacía más que pensar en ella, en su voz diciendo: «Necesito de usted», «Sólo Usted puede ayudarme a recuperar mi amor».
En realidad me gustaría tener un bisturí del alma para hacerle ver que su demencial carrera de modificación de su organismo era algo absurdo y tenebroso a la vez.
Esa dama era una obra mía, entre Dios y yo la habíamos diseñado.
Una vez que se fue mi mente me tendió muchas emboscadas, pues comenzaba a imaginar cómo sería tener a Ana en cuatro patas, penetrándola y a la vez tocando sus flamantes pechos del culo, o besarle el sexo, como si éste quedará situado en un esternón imaginario, pendiendo de unas costillas extremas, besar los pezones sujetándole de las caderas, aspirando el olor a coño. Me sentí enfermizo.
Estaba solo en mi oficina pensando en todo lo que había hecho cuando sonó un fuerte portazo en la entrada principal.
Me alcé de mi silla molesto y violento, pues del portazo se había roto el vitral que me había costado tanto dinero adquirir.
Mi secretaria ni siquiera le preguntó al extraño qué deseaba, pues, a juzgar de que arrastraba de los cabellos a Ana, la situación resultaba bastante evidente.
De un jalón más fuerte arrojó a mis pies a Ana, para luego dar un paso y darme un golpe en el vientre que me hizo torcerme sobre mi tronco, y luego otro en la cara que afortunadamente no me pegó de frente, sino sólo en la mejilla y en el cuello.
Era obvio que se trataba del tal Temo.
Era justo como lo había imaginado, alto, pesado, de complexión maciza, con cara de bruto, de bigote, con muchas joyas encima, algo viejo para ser pareja de Ana.
Se separó de mí luego de propinarme una patada que me pegó en el muslo derecho.
Extendió su mano y señalándome con el dedo índice me amenazó:
Voy a arruinarte, carnicero de mierda. Eres un miserable monstruo.
El monstruo eres… cof… cof… eres Tú, grandísimo hijo de tu puto padre.
Se abalanzó sobre mí, pero se retiró de inmediato luego de descubrir que la sensación fría que sentía en la palma de su mano era fruto de un hábil tajo que le di con un escalpelo.
Se miró horrorizado por la sangre y absorto de no haberse dado cuenta de la agilidad con que le había hecho más grande la huella de la vida.
Sacudió su mano y manchó la cara de Ana con sangre.
– Están locos los dos. Y Tú, puta, quédate con este imbécil, a ver si puede corregirte bien algún día. Ojalá tu defecto fuese físico, operable.
El problema eres Tú, el problema es que eres una inútil. Nunca te quise. Te dejo en este instante.
Comenzó a andar en dirección a la salida del consultorio y Ana se aferraba de su pierna izquierda, dejándose arrastrar como un perro, humillándose. Yo no sabía qué sentir.
Temo volteó la cabeza para decir algo, algo que yo imaginé se le había ocurrido en ese instante para acabar por completo con Ana. Se liberó del abrazo de Ana dando un fuerte zapatazo, la escupió y comenzó a decir:
– Sábete que siempre fuiste una….
Guardó silencio para tragar saliva al sentir que tenía la hoja de mi escalpelo en el cuello.
Una palabra suya bastaría para empezar a regar sangre por todo mi consultorio. Manteniendo la hoja en su piel le dije:
– No. Sábete Tú que siempre has sido un hijo de puta que no has sabido ver la mujer con la que has vivido. El monstruo aquí eres Tú. Yo no te temo cabrón, y ella no tiene ya nada que aprender de ti. Así que lárgate de este lugar, que a nadie le importa escuchar ninguna de las cosas que tengas que decir.
Apretó los dientes con furia y salió del lugar.
Ana se quedó en el suelo, de rodillas, sumisa. Yo no la quería. Me daba curiosidad cómo sería tener su cuerpo modificado, tal como si me ofrecieran preñar un ser de otro mundo, pero por otro lado nadie mejor que yo podría comprender la mujer que había detrás de ese cuerpo alterado.
Ella pidió que le diera asilo en el consultorio, por unos días. Le dije:
-No sé qué pensar de que te quieras quedar aquí, aunque sea por unos días. ¿es que no comprendes lo mucho que has hecho por ese infeliz?, ¿Nunca sospechaste que tú también eres un ser, mucho más valioso que este cabrón? Por Dios, ha sido muy difícil transformarte a esta mujer que eres ahora, pues tu cuerpo era perfecto, tu nariz, tu boca, tus pechos, los de arriba, y sigues siendo perfecta aun. ¿Qué es necesario que ocurra para que te enteres de eso?.
No es lo que he aprendido, pero me gusta lo que dices.
En los pocos días que transcurrieron después ocupe mucho tiempo en hablar con Ana.
Del consultorio la había enviado a mi casa a que se quedara en el cuarto de servicio, y debo admitir que comencé a comprometerme más con ella.
Me da por pensar que en cierto modo me sentía responsable de ella, como si cambiarle la apariencia física hubiese establecido una liga, digamos, artesanal y divina, entre los dos.
Llegaba a casa por la tarde y me daba gusto saber que ella estaría ahí.
Era inocente, todo era nuevo para ella. El tal Cuauhtémoc la había perjudicado en muchos niveles. Poco a poco le fui demostrando que uno vale por sí mismo.
Sucedió una cosa muy rara, conforme más le explicaba lo fundamental de la belleza más allá del cuerpo, más vacío me sentía en mi actividad, pues me parecía pura vanidad las necesidades de mis clientas.
Era igual de talentoso, igual de dedicado, igual de profesional, igual de caro, pero sentía que mi misión era banal.
Un día llegué a la conclusión que toda esta historia había sido un pretexto para poner en mi camino a Ana, quien me gustaba tal como estaba, aunque, obvio, al estar vestida no notaba yo el detalle de sus pechos en las caderas. Pero su mirada, tierna, me subyugaba.
Una noche escuché un grito que venía del cuarto de servicio. Corrí hacia allá. Encontré a Ana incorporada sobre la cama, con su camisón algo desajustado, dejando ver uno de sus pechos en cruz.
Instintivamente extendí mi mano para acomodar bien el camisón y cubrir su desnudez, pero ella alzó su mano para provocar que mi mano no se marchara de su seno.
Sentí un impulso de retirar mi mano, como si el pecho que yacía bajo mi mano tuviese lepra. Comencé a llorar. ¿Qué hacía?, ¿Estaba juzgándola a ella por esas cicatrices que tantas veces fui yo quien dejé?.
Una emoción muy fuerte comenzó a llenarme por completo, más que una aceptación a su cuerpo era una aceptación al cuerpo de los dos, a la belleza, en mi corazón se reinventaba la belleza y por primera vez en todos mis años, germinaba en mi pecho una hoja verde, el amor.
La tomé en mis brazos y la llevé a mi habitación, la cual por razones de luminosidad la tenía llena de espejos por todas partes.
Le quité el camisón y tuve frente a mí dos montañas de carne coronadas por un par de cruces pequeñas y rojas.
Las toqué con mi dedo índice y jugué con la huella maravillosa. La mirada de Ana me decía, «Aquí estoy, esta soy yo», y yo lo aceptaba a plenitud.
Con mi lengua comencé a recorrer el borde de las pequeñas cruces que permanecían enterradas en el par de Gólgotas, y en ambos casos fue como si besara la cruz misma de Cristo, pues un fuego celestial disolvía todas las ideas erróneas que tenía acerca de la belleza, acerca de lo estético, pues al besar las cruces cerraba mis ojos porque no necesitaba ver para ser consciente y merecedor de aquel don.
Al contacto de mi lengua, el cuerpo entero de Ana se vestía de una euforia en los poros, como si mi lengua fuese de un hielo que quema erizando la piel.
Junté mi mejilla en aquellos pechos y sentía lo reales que eran, lo completos que eran. Alcé mi rostro y estaba ahí su boca entreabierta, con unos dientes bien blancos detrás, sonriéndome. Su mirada era dulce, abierta, y sobre todo, sin temor, sin miedo.
Me torcí a uno de sus costados aprovechando que ella estaba sentada sobre sus talones, comencé a besarle las costillas, a morderle.
Después me pasé detrás suyo y comencé a besarle la espalda. Le tomé de la cintura y comencé a sujetarla como la sujetaría una vez que la estuviera penetrando.
Y mis manos tuvieron un desliz y tocaron los pezones que ella inusualmente tenía en las nalgas, y recordé que ella no era una mujer convencional, que no lo era la primera vez que entró a mi consultorio y a mi vida.
Ella se alzó juguetona. Tenía un cuerpo bellísimo. Sus caderas abultadas y erguidas, su cintura bien delineada. Mi mirada de cirujano podía imaginar el extremo orden y salud de que gozaban sus músculos del vientre, de la espalda, de las piernas.
Comenzó a caminar con una lentitud asombrosa, para hacer temblar sus nalgas frente a mí. Yo seguía con atención cada paso y advertía que su culo era un pecho perfecto, un par de círculos llenos de brío, y en su punta esos pezones magníficos, y muy muy cerca su sexo.
Ese caminar lento y descarado que se mostraba a mis ojos me tenía hipnotizado. Ella caminó de espalda y a cada paso que daba yo entreveía la gloria.
Paso, tiemblo, otro, tiemblo. Se agacha y muestra su esternón virtual, un sexo hermoso, cubierto de vello, los labios y el ano oscuros, prometiendo calor.
Puso sus pezones, que quedaban en sus inusuales caderas, y comencé a besarlos olvidándome que eran nalgas y no pechos, obedeciendo a un absurdo de ubicación física, un desorden espacial que sin embargo me encendía de manera asombrosa.
Besar los pezones de sus nalgas y tocar con mis manos su vagina era como si las mujeres tuviesen un hueco justo debajo de los senos, un hueco permitido, un hueco natural, en el cual uno pudiese meter mano, y de ser así, lo que se tocaría sería el corazón, yo tocaba el corazón de Ana al acariciar su sexo.
Ella se subió a la cama y se empinó, sus pechos, y lo que había justo debajo y en medio de ellos, me llamaban poderosamente. Me coloqué detrás de ella y la empalé a lo perro.
Su coño era candente, hospitalario.
Comencé a penetrarla y el morbo me obligó a magrear con mis manos aquellas nalgas-tetas con mis manos, como si llevara a cabo una masturbación cubana en un pecho diseñado expresamente para ello.
Apretaba las nalgas con mis manos y los pezones quedaban enmarcados por mis manos. Apretaba la carne con ansia, sintiendo cómo cedía su espíritu blando a mi tacto.
Luego me senté a la orilla de la cama y ella se sentó sobre mí a horcajadas, y en los espejos nos divertíamos viendo cómo mi miembro se perdía en medio de aquellas montañas que figuraban los pechos virtuales.
Mientras ella me montaba, yo sostenía con mis manos sus nalgas, dirigiendo el ritmo de su entrega, a la vez que con mi boca besaba los pechos reales, y su singular cicatriz. Luego alzaba mi cara y ahí estaba su boca.
Llegado el momento, saqué mi miembro de su sexo y lo aprisioné entre los dos glúteos, y sujetándolo con los dos montículos de carne, moví las caderas de Ana de arriba abajo, recibiendo la presión de las dos montañas, y en el dorso de mi verga el cálido lamer del dilatado ano de Ana.
Comenzó a manar mi leche y tanto Ana como yo, miramos divertidos en el espejo cómo se teñía de blanco aquella cadera, aquel pecho.
Con su mano, Ana recogía mi semen y lo distribuía generosamente sobre aquellos pezones. Yo también extendía el esperma en sus nalgas, sintiendo la textura resbalosa que sólo tiene el semen al tocar una cadera de mujer.
Por esos días encontré muchas ventajas a la singularidad de mi mujer.
La desgracia sobrevino luego. Cuauthémoc vendió su historia a un periódico sensacionalista que, tal como lo había presentido, me llamó el Nuevo Frankenstein.
La historia era muy comercial, el médico loco que seduce a la paciente, practicándole operaciones para su goce sexual que pasó de la lujuria a la monstruosidad al ponerle pechos en el culo.
El reportaje es tan exagerado que lo guardé. Acababa con la siguiente frase. «El médico loco y la paciente viven un cálido romance marcado por la aberración y la degeneración.
Hoy le ha puesto pezones en las sentaderas, ¿Mañana que seguirá en esta carrera de demencia?»
Yo pregunto, ¿Qué es la monstruosidad?. La monstruosidad es el arte de ser especial, de ser distinto, es una variación de la belleza. Es curioso que la monstruosidad haya sido necesaria para hacer que Ana y yo nos encontráramos.
Es irónico que el bueno de la historia sea, para la opinión pública, Cuauhtémoc, y nosotros los enfermos.
Sinceramente desearía que el mundo fuese tan feliz como lo somos Ana y yo, si eso es monstruosidad, yo voto por que la monstruosidad reine.
Luego del reportaje mi negocio como cirujano plástico se vino a pique, pues a ninguna de mis clientas les gustaba la fama de ser atendida por el médico loco. Me he tenido que marchar a una ciudad más pequeña, donde no sea muy conocido.
Tengo dinero de sobra, fruto de la gente insatisfecha que durante años requirió de mis servicios. No echo de menos el trabajo, pues fabricar una falsa belleza ya me estaba cansando.
He conseguido empleo como cirujano reconstructivo en un hospital que tiene muchas carencias.
Nadie ahí pregunta mi historia, nadie quiere saberla, sólo se sabe que soy excelente cirujano, y aunque recibo un sueldo, el mejor pago es ver cómo gente que llega sin rostro, gente que pierde una mandíbula, gente que se cree condenada a la horridez, retoma una nueva belleza al pasar por mis manos. «Es usted un ángel» me dicen.
Al final del día llego a casa y Ana me recibe con un beso. Nunca he sido más pleno.
Cenamos, reímos, jugamos. En la noche sé que habré de reconstruirla como siempre, ya no el cuerpo, sino la energía que integra su corazón, su amor.
Qué razón tenía ella, sólo yo podía ayudarle a recuperar su amor, el suyo, ese que se le escurre por cada poro, ese que siempre embriaga.
Antes de venir a esta nueva ciudad, nos asaltaron una colmena de reporteros, deseosos de extraer todo el morbo posible de nuestra historia.
Salimos de nuestra casa Ana y yo y recibimos tal lluvia de fotos que me sentí como se siente un gol en una final de la copa del mundo de fútbol.
Se acercan como perros y me preguntan «Doctor, ¿de esto qué sigue?», les contesto que sin comentarios.
A Ana le preguntan, «Señora, ¿Qué se siente ser la esposa de este Frankenstein?».
«Yo soy Lady Frankenstein.» Contesta.