Lunes, principios de agosto de 1985. Amanece. El cielo sobre Buenos Aires tiene el color y la textura de la panza de un burro. Una capa gris y uniforme promete una llovizna tan triste como el fin de las vacaciones de invierno. Julián camina sobre las baldosas flojas de la vereda al Colegio Parroquial San Esteban.

El timbre suena y el pandemonio se desata en medio de un alarido metálico y oxidado. Cuerpos de adolescentes lo empujan en todas direcciones. Julián baja la cabeza, usando sus libros como un escudo, se escurre hacia el aula.

Apenas se sienta en su pupitre de la segunda fila, una mirada se le clava en la nuca. No necesita girarse. Sabe que es «el Ruso», que ha decidido, por algún motivo cósmico y cruel, que sería su presa del año.

La clase de Geografía transcurre con la misma lentitud de una gota de brea. El profesor Balbini, un hombre cuya pasión por la vida se ha extinguido una década atrás, recita los afluentes del río Paraná como la letanía de una vieja de la parroquia. Es entonces cuando el Ruso se pone en acción: le hace una seña a uno de sus secuaces. Un trozo de goma de borrar blanca, dura como una piedra, vuela por el aire en una parábola perfecta impactando justo debajo del ojo izquierdo de Mancini, el nuevo de la primera fila.

El golpe es seco, un sonido ahogado. Mancini suelta un quejido y se lleva la mano a la cara. Un par de risas aisladas mueren rápidamente. Julián se encoge en su asiento, el estómago hecho un nudo. Sabe que esa goma había sido para él.

—¿Qué pasa ahí atrás? —pregunta Balbini, sin interés real.

—Nada, profe. A Mancini le picó un mosquito —responde el Ruso, con una sonrisa que no llega a sus ojos.

Cuando Mancini baja la mano, el ojo ya empieza a teñirse de un morado oscuro. El preceptor, Giménez, un hombre corpulento y de rostro hastiado, entra al aula alertado por el murmullo. Mira a Mancini, mira al Ruso y finalmente, suspira.

—Bueno, bueno, termínenla con las pavadas —dice, cansado—. Mancini, vaya a la enfermería a ponerse un poco de hielo. Ruso, la próxima vez se lleva una amonestación.

Giménez se va. La clase continúa. El Ruso le guiña un ojo a Julián por encima de los hombros. Julián abre su cuaderno y, mientras el profesor vuelve a nombrar ríos y ciudades, se pone a dibujar el contorno de un pájaro a punto de echar a volar.

Mediodía. Julián come un sándwich a solas en el rincón más alejado del patio. El murmullo de la multitud se pierde como el rugido de un animal lejano.

La tarde se arrastra hasta la clase de Historia. El profesor Aranguren, un hombrecillo cuya corbata siempre está ligeramente torcida y fuma como una chimenea, intenta explicar la Revolución de Mayo. Su voz es un zumbido que choca contra una pared de indiferencia.

Julián, desde su asiento, percibe un movimiento furtivo en la primera fila. Es «el Colimba», el ladero del Ruso. Lo ve arrugar una hoja de su cuaderno y pasársela a su ladero, que está sentado justo delante del escritorio de Aranguren. Hay un intercambio de sonrisas cómplices. Julián se hunde un poco más en su silla.

De repente, un olor agrio empieza a flotar en el ambiente. Una delgada columna de humo negro que sale debajo del escritorio y se mezcla con la del cigarrillo. Varios ya se han dado cuenta. Aranguren, perdido en su propio relato sobre Cornelio Saavedra, no nota absolutamente nada.

El humo se vuelve más denso. Alguien tose.

—¡Fuego! —grita finalmente desde el fondo.

Aranguren se detiene, confundido. Ve las llamas anaranjadas lamiendo el costado de su escritorio. Pega un chillido agudo y el pánico se desata. Las sillas se mueven presurosas mientras todos se apartan bruscamente.

La puerta del aula se abre de par en par. Es el Rector, el Padre Benítez, un hombre alto y de hombros anchos cuya sotana no logra disimular un físico imponente. Todos se callan.

—¿Qué significa esto? —pregunta, la voz de trueno.

Giménez, el preceptor, aparece detrás de él con un pequeño matafuegos y apaga las llamas en una nube de polvo blanco. El cesto es ahora una masa negra y derretida.

El Padre Benítez se pasea entre los estudiantes. No le interesa el detalle. Le interesa el ejemplo.

—La estupidez humana no deja de sorprenderme —dice, juntando las manos a la espalda—. Este acto no solo es un peligro, es un insulto a la institución y a la memoria de los hombres que la fundaron.

No pregunta quién fue el responsable. Da por sentado que todos son cómplices por su silencio.

—Amonestaciones colectivas para todo el curso —sentencia—. Pueden retirarse.

Todos recogen sus cosas. El olor a quemado se les pega en la ropa y en el pelo.

Martes. Media mañana. El patio se llena de gritos, corridas y el sonido hueco de una pelota de fútbol de cuero gastado. Julián se apoya contra la pared del gimnasio, en una franja de sol tímido, y abre su libro. Desde allí, observa el movimiento febril del resto.

De repente, una onda expansiva recorre el patio. No es un sonido, es una reacción en cadena. Un chico cerca del centro se tapa la nariz con asco. Luego otro. En segundos, una mueca de repugnancia se extiende como un virus. Alguien ha tirado una bombita de mal olor. El aire se enrarece con un hedor insoportable a huevos podridos. Hay una estampida. Todos corren lejos del epicentro de la peste.

—¡Despacio! ¡Caminen, no corran, animales! —grita inutilmente el preceptor Giménez.

En medio de esa marea humana que huye despavorida, una figura entra por el portón de hierro de la calle. Es una mujer. Y camina en contra de la corriente.

Avanza con calma contra la corriente. Lleva colgada una funda de guitarra. Viste una pollera negra que no llega a las rodillas y una blusa blanca. Botas de gamuza hacen juego con la campera que lleva en el brazo. Se detiene en el centro del patio, en medio de la estampida, y observa la escena, con la curiosidad de una científica y una leve mueca irónica.

La mujer, Luciana, cruza la vista con Giménez, que gesticula inútilmente en el umbral del colegio. Ella levanta una ceja, un gesto que parece preguntar: “¿Esto es así todos los días?”. El preceptor solo atina a pasarse una mano por la cara, derrotado. La nueva profesora de música acaba de conocer el Colegio San Esteban.

Una hora después. La secretaría del Rector huele a papel viejo, cera para pisos y una autoridad rancia. Luciana espera de pie, con la funda de la guitarra apoyada contra la pierna. La puerta de roble se abre y el Padre Benítez le indica que pase con un gesto parco.

El despacho del Rector es una cueva. Una biblioteca de madera oscura cubre una pared entera, llena de libros encuadernados en cuero que parecen no haber sido abiertos en décadas. Sobre el escritorio macizo hay un crucifijo de bronce. El Padre Benítez se sienta en su sillón, que emite un quejido de protesta. Abre una carpeta que hay sobre la mesa.

—Luciana Madero —dice el nombre como si fuera el de una especie exótica—. Estuve leyendo sus antecedentes. Egresada del Conservatorio Nacional. Excelentes calificaciones y experiencia docente en… bueno.

Deja la carpeta con cierto desprecio y levanta la vista, sus ojos pequeños y astutos la miden por encima de las gafas:

—Voy a serle franco. No comprendo muy bien qué hace alguien como usted aquí. Su currículum, sus… referencias, hablan de una persona con ideas, digamos, progresistas. Una hippie, si me permite el término. Este es un colegio con casi cien años de historia y tradición.

Luciana no pestañea: —Vengo a hacer mi trabajo, Padre. Vengo a enseñar música.

El Rector sonríe con una mueca delgada que no transmite nada:

—Por supuesto. Y aquí valoramos el trabajo. Mientras se limite a hacer eso, todo irá bien, dele a los muchachos su pentagrama, sus corcheas, su Mozart. Pero no se extralimite. Esta institución tiene reglas, escritas y no escritas. Y yo espero que todos mis docentes las respeten. ¿Está claro?

—Cristalino —responde Luciana.

—Perfecto. Bienvenida al San Esteban. Puede retirarse.

Luciana se da la vuelta y sale del despacho. Piensa que todo ese hombre es un cliché.

Miércoles. Tarde. El aula de música está en el primer piso, al final de un pasillo que huele a humedad. Es un cuarto amplio, pero abandonado. Un piano vertical cubierto de polvo ocupa una esquina, y de las paredes cuelgan viejos afiches amarillentos de Beethoven y Mozart con rostros severos y desgastados. En el fondo una pila inestable de pupitres coleccionan telas de araña.

Cuando Luciana entra, la clase es un hervidero. Es la última hora y la energía está a punto de estallar. Vuelan bolitas de papel, se escuchan gritos y risas. Julián, en su rincón, intenta leer, pero es imposible concentrarse.

Alguien lanza un silbido.

—¡Qué bombón, flaca! —grita una voz anónima desde el fondo.

Luciana camina con paso seguro hasta el frente, ignora el viejo escritorio de madera lleno de iniciales talladas a navaja y, en un movimiento fluido, se sienta sobre él, cruzando las piernas. Un silencio curioso empieza a reemplazar el bullicio. La movida es tan inesperada que los desconcierta.

—Bueno —dice, su voz clara y pausada—. Soy Luciana. Y supongo que tengo que darles clase de música. A ver… ¿qué escuchan ustedes?

Todos se sorprenden por la pregunta.

—¡Virus! —grita uno.

—¡Soda Stereo! —dice otro.

—¡Queen! ¡The Police!

Luciana asiente, una media sonrisa dibujada en los labios.

—Bien. Rock, pop… Guitarras eléctricas, baterías que retumban. Me gusta. Pero díganme, ¿alguna vez escucharon esto en una canción de rock?

Deja la funda de la guitarra en el suelo y de un estuche más pequeño y rectangular saca un instrumento de madera oscura y llaves plateadas. Lo ensambla con destreza. La clase la observa, ahora en silencio. Se lleva la doble lengüeta a los labios para humedecerla y luego apoya el instrumento en su regazo. Viste unas medias negras que marcan sus piernas y resaltan contra la madera clara del escritorio.

Y entonces, toca el oboe.

El sonido que llena el aula polvorienta es puro, melancólico y increíblemente poderoso. Es una melodía que parece una serpiente de plata, que se enrosca en los pupitres, silencia las burlas y limpia el aire viciado. Cierra los ojos al tocar, los dedos moviéndose con una precisión y una pasión que a todos deja sin aliento.

Julián está fascinado. No es solo la música. Es ella. La forma en que se adueña del espacio, la confianza que emana. Siente que algo dentro de él se despierta.

Pero a su lado, Colimba, se inclina y le susurra a Julián al oído, haciendo un gesto obsceno con la mano.

—Che putito, si no fueras tan marica te la garcharías, ¿no?

Julián se gira y, sin pensarlo, le lanza una mirada helada. El Colimba, sorprendido por la reacción, obedece.

La melodía del oboe llega a su fin, dejando una estela de silencio perfecto. Luciana abre los ojos y ve de reojo a Julián.

Atardece. Julián camina de vuelta a casa. La melodía del oboe todavía resuena en su cabeza. Piensa en Luciana, en su sonrisa, en la forma en que silenció a todos con su sola presencia. Gira la llave en la cerradura y abre la puerta. El aire es denso y pesado. Los escucha.

—¡Estoy harta de tus excusas! ¡Harta! —es su madre desde la cocina.

—¿Ah, sí? ¿Y yo no me puedo cansar de tus reclamos? ¡Todo el día lo mismo! —responde su padre, la voz grave y empapada en sarcasmo.

Reproches. Amenazas. Insultos. La melodía del oboe muere, asesinada por la discordia. Sin hacer ruido, deja su mochila en el suelo, se da la vuelta y vuelve a salir a la calle.

Camina sin rumbo. Dobla esquinas al azar, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. El sol de la tarde ya ha caído y las luces de la ciudad empiezan a encenderse, pintando el cielo de un naranja artificial. Termina, casi por inercia, en la plaza del barrio.

Está casi desierta. Un par de chicos fuman en un banco. Sus siluetas son inconfundibles. Intenta cambiar de dirección, fundirse con las sombras de los árboles, pero es tarde.

—¡Eh, nerd! —la voz del Ruso atraviesa la plaza—. ¿A dónde vas tan apurado?

Lo ven. Julián se queda paralizado. El Ruso y Colimba caminan hacia él. Lo rodean.

—¿Qué pasa, Karlen? ¿Te comió la lengua la profe nueva? —se burla el Ruso, echándole el humo del cigarrillo en la cara.

—Hoy te hiciste el valiente en clase —añade Colimba, empujándolo por el hombro—. Defendiendo a la milonguita.

Julián retrocede un paso, pero choca contra un tercero que había aparecido de la nada:

—Dejame en paz, Claudio.

—¿Que te deje en paz? —El Ruso sonríe, y su sonrisa es lo último que Julián ve con claridad.

El primer golpe lo toma por sorpresa, un puñetazo seco que le estalla en el pómulo y le hace ver un universo de estrellas blancas. Cae de rodillas sobre el camino de baldosas. Una patada en las costillas le saca el aire de los pulmones en un silbido doloroso. Intenta cubrirse la cara, pero son demasiados. Siente el gusto metálico de la sangre en la boca.

La golpiza es corta, eficiente y humillante. Tan rápido como empezó, termina. Se alejan riendo, sus voces perdiéndose en la noche incipiente de Buenos Aires. Julián yace en el suelo, con el cuerpo temblando y el alma deshecha.

Lunes. Mediodía. El moretón en la cara es una constelación de colores violáceos y amarillentos. Luciana lo observa, pero no dice nada. La clase transcurre con una extraña normalidad, explicando la diferencia entre un allegro y un adagio. Suena el timbre. Mientras los demás guardan sus cosas en un torbellino de ruido, la voz de ella corta el aire: —Julián, un momento, por favor.

El aula se vacía. Julián se acerca a su escritorio, con la vista clavada en las vetas de la madera. Ella se sienta en un pupitre y lo invita a sentarse enfrente. Su falda es más corta que la anterior, y sus piernas quedan muy expuestas dejando casi a la vista su braga. Parece no importarle. El silencio se instala entre ellos, solo roto por el bullicio lejano del recreo.

—Ese golpe… —dice ella finalmente, su voz suave—, ¿estás bien?

—No es nada, profe —responde él, la mentira saliendo de forma automática—, me caí de la escalera el fin de semana.

Él no levanta la vista, pero sabe que no le cree. Espera un interrogatorio, pero Luciana solo guarda silencio por un par de segundos.

—Bueno. Tené más cuidado, entonces —dice la profesora.

Él sale del aula sintiéndose un idiota.

Tarde. Luciana encuentra al preceptor Giménez en la sala de profesores tomando un café recalentado y fumando un cigarrillo.

—Giménez, ¿puedo hacerle una consulta? —empieza ella.

Él levanta la vista, sin mucho interés: —Diga, profesora.

—Es sobre un alumno, Julián Karlen. Tiene un golpe muy feo en la cara. Me preocupa que lo estén molestando.

Giménez deja el lápiz sobre el diario con fastidio.

—Mire, Madero un consejo: es mejor no meterse en los juegos de los estudiantes.

—No me parece un juego golpear a alguien —responde la profesora apoyando las manos en la mesa.

—Son códigos de ellos —insiste él, con una sonrisa burlona, —se lo digo por experiencia, si nos metemos, es peor. El pibe queda como un buchón y cobra el doble. Deje que se arreglen solos, así es la vida.

Luciana no puede creer. No es un consejo, es una de las “políticas no escritas” de la institución. Maldito rector.

—Entiendo —dice, aunque su tono deja claro que no entiende en absoluto.

Se da la vuelta y sale de la sala de profesores. El olor a cigarrillo rancio parece seguirla por el pasillo. Ahora sabe que está sola en esto.

Miércoles. Noche. Una llovizna fina y persistente cae sobre Buenos Aires. El aire en el bar de San Telmo es espeso, una mezcla de humo de cigarrillo, cerveza y el murmullo de docenas de conversaciones. En una mesa de madera, bajo un afiche descolorido de la banda Sumo, Luciana gira su vaso de cerveza casi vacío.

—No lo puedo creer, Vero —dice, frustrada—, es como una película de terror, se supone que es un colegio católico, pero es una jungla.

Su amiga, Valeria, la baterista de su banda, le da una pitada larga a su cigarrillo y exhala el humo hacia el techo:

—¿Qué esperabas? ¿Un coro de ángeles cantando el Aleluya?

—No sé que esperaba, pero esto no, —replica Luciana—. En cinco días vi a un pibe con un ojo morado por un gomazo, prendieron fuego un escritorio, tienen banditas que afanan adentro.

Valeria se queda pensativa, sus ojos oscuros y delineados con kohl muestran preocupación: —¿Y las autoridades?

—Los profesores están todos cagados de miedo. Para mí que los preceptores están entongados y ese chupa cirios del Rector vive en una nube de pedos.

Llegan dos pintas más y se quedan en silencio tomando.

Luciana bebe el último sorbo: —Y hay un estudiante, Julián. Callado, con unos ojos tristes que te parten el alma. Dibuja increíblemente bien. Y le pegan, Vero. Sé que le pegan. Hoy tenía un moretón en la cara horrible.

Valeria apaga el cigarrillo en el cenicero. Su tono se vuelve serio. —Lu. Escuchame. Mejor no te metas.

—¿Cómo que no me meta? ¡Por Dios! ¡Alguien tiene que hacer algo!

—No. Vos no —insiste Valeria, inclinándose sobre la mesa—. Acordate lo que pasó en el colegio anterior y lo que te costó.

—No es lo mismo, Vero. Esto es diferente.

—Siempre es diferente, hasta que termina igual —dice su amiga, con una suavidad—, sólo cuidate, ¿querés?

Luciana no responde. La frustración arde en su interior. Sabe que no va a poder ignorar la imagen de Julián, con su ojo morado.

Viernes. Tarde. Luciana lo observa desde la distancia, una leona estudiando a un cachorro herido, esperando el momento adecuado para acercarse. Julián entra al aula de música con la cabeza gacha, intentando ocultar la hinchazón que le cierra el ojo derecho y el corte superficial en el labio. Esta vez, fue en el baño.

Luciana lo ve y una línea dura se dibuja en su boca. Da la clase como si nada, hablando de la estructura de una canción de Queen, pero su energía es distinta.

Cuando suena el timbre, Julián es el primero en levantarse, desesperado por escapar. Logra salir del aula y bajar la escalera a toda prisa. Cruza el patio casi corriendo, pero al llegar al portón de la calle, algo se interpone en su camino.

Es ella, manejando un Fiat 600 de color celeste: pequeño, con carácter y un poco abollado por la vida.

—Subí, Julián —dice, su voz tranquila, pero sin dejar lugar a la negociación—, vamos a dar una vuelta.

Él se queda paralizado, sintiendo la mirada curiosa de los demás: —Profe, yo…

—Subí.

Él obedece. El interior del auto huele a tabaco y a perfume de mujer. Luciana pone una cinta en el pasacasete y la voz de Sting inunda el habitáculo. Conduce en silencio por las calles de Buenos Aires, alejándose del territorio hostil del colegio.

Paran en un café tranquilo de Belgrano, un lugar de mesas de madera y mozos de corbata roja y chaleco negro. Luciana pide dos cortados.

—No te voy a preguntar si te caíste de nuevo por la escalera —dice ella, mientras le pone dos cucharadas de azúcar a su café.

Y con esa simple frase, las palabras empiezan a salir, primero como un goteo torpe, luego como un torrente imparable. Le habla del Ruso, de Colimba, de los golpes en los baños, de la indiferencia de los preceptores. Y le habla de su casa, de los gritos de sus padres, del ruido de platos rotos, del silencio helado de las mañanas. Habla hasta que se queda sin voz.

Luciana lo escucha sin interrumpir, con los ojos fijos en él. Cuando Julián por fin se calla, agotado, ella deja pasar un largo minuto.

—Tengo una idea —dice al fin—, quiero darte clases particulares de música.

Julián baja la vista a su taza vacía: —No puedo, profe. No tengo plata para pagarle.

Ella sonríe.

—No te preocupes por eso —dice—, conmigo los talentosos tienen derecho a una beca. Y yo decido quién tiene talento.

Sábado. Media mañana. Un sol brillante baña las calles arboladas de Villa Devoto. El barrio tiene una calma que a Julián le resulta extraña. Luciana vive en un PH de estilo antiguo, al fondo de un largo pasillo. Suben una escalera de baldosas blancas y negras hasta el primer piso.

Cuando ella abre la puerta ve un lugar que no se parece a nada que conozca. Atraviesan un jardín repleto de masetas con plantas de todo tipo, que dan al patio el aspecto de un bosque selvático. Él la sigue y entran a una habitación. Hay pilas de libros en el suelo, discos de vinilo apoyados contra las paredes y un leve aroma a incienso y a tierra húmeda.

—¿Vive con alguien más? —pregunta él.

—Me podés tutear, ¿si?, y vivo sola —responde ella con una sonrisa, mientras deja sus llaves en un cuenco de cerámica—, bienvenido a mi refugio, ¿querés tomar algo?

Él niega con la cabeza.

En el fondo hay una guitarra eléctrica en un soporte, un escritorio desordenado y, contra la pared del fondo, un piano eléctrico. La luz entra a raudales por un ventanal que da a la terraza.

—Sentate donde quieras —dice ella.

Pero Julián se queda de pie mientras Luciana se sienta al piano. Sus dedos, largos y ágiles, se deslizan sobre las teclas. Se calienta los dedos y toca una versión melancólica y compleja de «Love of My Life» de Queen. La melodía llena el estudio. Julián la observa, hipnotizado por la forma en que la música parece nacer de ella, una extensión de su alma.

—Vamos a empezar por esta canción, vení sentate a mi lado —dice suavemente.

El se pone nervioso pero disimula; puede oler su perfume, sentir el calor que irradia. Ella toma su mano derecha.

—No pienses. Solo sentí —le susurra.

Se para detrás de él y con delicadeza, le guía las manos hacia el teclado. Le muestra cómo curvar los dedos, cómo posarlos sobre las teclas sin ejercer presión. Julián apenas registra la lección. Lo único que puede sentir es el aliento en su nuca y el contacto de la piel de ella.

Una semana después. Media mañana. Julián sube la escalera del PH de Luciana. Golpea la puerta y es ella quien abre. Lleva un short de jean corto y una musculosa blanca muy holgada que deja entrever la ausencia de corpiño. Su pelo está recogido en un rodete desordenado y está descalza. Julián se queda sin palabras.

Luciana se ríe al ver su expresión: —¿Qué pasa? ¿Pensabas que dormía con el oboe puesto? Dale, pasá.

Se sientan al piano, pero la lección se desvía rápidamente.

—Y bueno, Julián… —dice ella, tocando una melodía suave y dispersa—, fuera de sobrevivir al San Esteban y soportar a tus padres, ¿qué querés hacer con tu vida? ¿Qué te gustaría estudiar?

La pregunta lo toma por sorpresa.

—No sé… —responde, sincero—, me gusta leer. Dibujar. Nunca pensé mucho en eso.

—Tenés que pensar. Imaginarte en otro lugar, siendo otra persona. Es el primer paso para escaparse.

La palabra «escaparse» resuena en él. La conversación deriva inevitablemente hacia su casa. Le cuenta más de sus padres con la triste resignación de quien describe un paisaje agreste y perdido. Luciana ve cómo la sombra vuelve a apoderarse de sus ojos.

—Basta de cosas tristes —dice de repente, levantándose del piano—. Te voy a mostrar mi otro yo.

Va hasta el rincón y descuelga la guitarra eléctrica de su soporte. Es una Fender Stratocaster de color rojo. Se la cuelga, y su postura cambia por completo. Sin decir nada, enchufa la guitarra a un pequeño amplificador y, guiñándole un ojo, ataca el riff inicial de «Message in a Bottle» de The Police.

El sonido es una explosión de energía que sacude la habitación. Es vibrante, potente y lleno de ansiedad. La ve transformarse, entregada a la música, a la distorsión, al ritmo. Es la misma mujer, pero a la vez es otra.

La canción termina y Luciana se queda con las mejillas sonrojadas por el esfuerzo.

—Eso —dice, casi sin aliento—, también es música. Y a veces, es la única que puede salvarte.

Julián no puede apartar los ojos de ella y aplaude entusiasmado.

Ella hace una reverencia y dice: —¿Vamos a comer? Tengo hambre.

Caminan por las calles silenciosas de Devoto y llegan a la Avenida San Martín. Paran en una antigua pizzería. Hablan despreocupados, hasta que la penumbra anuncia que la tarde terminó. Desandan el camino hasta el PH. De vuelta, ella le entrega un folleto: —Tocamos con mi banda, me gustaría que nos vengas a ver.

—Me encantaría —responde sonriente.

Ella se sienta en el sofá y se queda mirándolo. Le hace señas para que se siente.

—Hablamos de todo, pero no de lo más importante, ¿te gusta alguna chica? —pregunta.

—¿Qué? —responde haciendo montoncito con los dedos— ¿quién va a querer salir con estos cuatro ojos?, mirá lo feo que soy.

Luciana cambia la expresión y se pone seria. Se acerca y le acaricia la mejilla: —No me gusta que digas eso, sos muy lindo, nadie tiene derecho a decirte feo, y menos vos.

Él inclina la cabeza para sujetarle la mano y cierra los ojos. Siente la respiración de Luciana a centímetros y luego el suave roce, húmedo y delicado de la lengua de la profesora sobre sus labios lo hace estremecer. Un beso tierno y otro roce más. Abre los ojos y la ve sonriendo con los ojos brillantes.

—Es tarde, mejor te vas a casa —dice por fin.

Lunes. Amanece. El sol entibia el cemento del patio. El recreo estalla con la misma energía caótica de siempre. Julián, se sienta en unas gradas, abre un cuaderno de música y se concentra en una página llena de pentagramas.

En su cabeza, las notas forman una melodía silenciosa. Sigue el ritmo con un dedo sobre la rodilla y tararea las notas para adentro.

El Ruso y dos más se acercan. Se paran frente a él, bloqueándole el sol.

—Miren al mariposón —dice el Ruso, con una sonrisa burlona—. ¿Qué hacés, puto?

Julián no levanta la vista. Su ceño está fruncido, concentrado en un compás particularmente difícil. Es como si no los hubiera oído.

Uno de los laderos le da un empujón en el hombro: —Che, te está hablando.

—Dejalo que está estudiando —dice el Ruso—, ¿no ves que es un capo? El más capo.

Colimba agrega la parte final del guión que repitieron hasta el hartazgo: —Sí. El masca – pito.

Todos se ríen. Julián no les presta atención. Termina de leer la frase musical en su cabeza, hace una pequeña marca con el lápiz en el cuaderno, y solo entonces, con una calma exasperante, lo cierra. Se pone de pie, pasa por el medio de ellos y se aleja hacia el otro lado del patio.

Sábado. Media mañana. Luciana está vestida con ropa de gimnasia y tiene la cara y el pelo húmedo de sudor.

—¡Julián! Perdón, se me hizo tarde —dice con una sonrisa, secándose la frente con el dorso de la mano—. Esperame en el living, poné un disco si querés. Necesito una ducha de cinco minutos o no soy persona.

Él asiente y entra. Pone un disco de The Police y antes de que caiga la púa escucha el sonido del agua corriendo en el baño.

—¡Che, Julián! —grita la voz de ella desde la ducha, ahogada por el ruido del agua—. ¿Estás ahí?

—¡Sí! —responde él, levantando la voz.

—Te acordás de que el sábado que viene tocamos, ¿no?

—¿Qué? ¡No te escucho bien!

La puerta del baño, se entreabre: —¡Que vengas a vernos tocar! —repite ella, la voz ahora mucho más clara.

—Sí, obvio —responde.

El sonido del agua cesa. Y entonces ve el cuerpo de Luciana saliendo de la ducha a través del vapor, la curva de su espalda, las gotas de agua resbalando por su piel. Ella le habla pero no la escucha. Ve la toalla paseándose por su cuerpo perfecto. Está paralizado, incapaz de apartar la vista.

Ella, indiferente, se sigue cambiando. Se pone una pollera diminuta de jean sin nada abajo, y arriba una remera suelta. Julián traga saliva.

Cuando Luciana sale, se sienta a su lado en el sofá. Su pelo mojado huele a shampoo de hierbas.

—¿Y entonces? —pregunta de la nada.

Él suelta una risa corta sin saber qué responder.

—Te preguntaba si te sirvió lo del sábado pasado.

—Eh, mmm bueno sí, nunca había besado a nadie —dice él nervioso.

—No, tonto, el libro de solfeo. —dice ella riendo.

—Ah, sí buenísimo, estuve practicando toda la semana.

—Genial, ¿y el beso?, —bromea.

El sonríe colorado: —me encantó.

—No vuelvas a decir eso de vos nunca más, si te besé no fue por lástima, fue porque me gustás —se acerca para darle otro beso largo.

Esta vez él se relaja y deja que la lengua de Luciana haga su trabajo abriéndole suavemente la boca. El sabor de su saliva es exquisito y sus labios la cosa más dulce que jamás había sentido. La mujer sigue jugueteando con la lengua y él se suma al juego. La profesora se acerca un poco más y aprieta el muslo de Julián. El se arma de valor y toca la pierna de la mujer. Ella se detiene un segundo y luego sigue besándolo.

Él siente una erección. Luciana se acerca más y termina sobre él. Con habilidad se frota sobre su miembro. Los besos continúan, cada vez más intensos mientras ella se sigue moviendo hasta que la pollera se levanta totalmente. Él no puede resistirse y recorre con la palma de la mano la pierna de la mujer hasta llegar a su cola desnuda. La chica suspira y aumenta el ritmo rosando su clítoris desnudo sobre el pantalón de Julián. Su pene está completamente erecto y con cada embestida una oleada de placer eléctrico se expande desde el miembro hasta la entrepierna y el vientre. Tiene los testículos completamente contraídos.

Luciana se detiene apenas un instante para observarlo. Sonríe, agitada, y sigue besándolo con movimientos más salvajes. Él aprieta con fuerza los glúteos de su profesora y ella acaba en un grito como nunca había escuchado a nadie. El cuerpo de Julián también se contrae involuntariamente y una ráfaga de placer explota en su miembro. Gime sintiendo como el semen se le escapa con furia. Ella sigue moviéndose y besándolo, lentamente, hasta que ambos quedan quietos y exhaustos.

La mujer lo toma de la mano y lo lleva al baño.

—Creo que antes de la clase vas a tener que limpiarte, —dice señalando la mancha del pantalón.

El se cubre con vergüenza y ella se ríe con picardía.

—Es normal, no pasa nada, yo también acabé, hacía mucho que no me pasaba. —le dice extendiéndole una toalla y un conjunto de gimnasia—, ponete esto.

—Nunca estuve con… —dice él desde el baño.

—No parece —lo interrumpe—, igual esta clase no te la voy a cobrar.

Noche. Julián vuelve a casa flotando. Abre la puerta y lo recibe un silencio denso y pesado. Sus padres están en la cocina, moviéndose alrededor de la mesa puesta para la cena. Son dos planetas forzados a compartir una órbita que detestan. Él se sienta a la mesa en silencio, deseando poder evaporarse.

—Los fideos están pegados —dice su padre, removiendo el contenido de su plato con un tenedor.

—Si hubieras venido a comer cuando te llamé, no estarían pegados —responde su madre, la voz afilada.

—Estaba ocupado. A diferencia de otra gente en esta casa, yo trabajo.

—Ah, claro. Trabajas. ¿Y qué es lo que hago yo todo el día? ¿Jugar a las cartas?

La escalada es vertiginosa. De los fideos pasan al dinero, del dinero a viejas infidelidades, de las infidelidades a la acusación mutua de haberse arruinado la vida. Julián se encoge en su silla, la comida se hace un nudo en la garganta.

La violencia verbal se convierte en física. Su madre, en un arrebato de furia ciega, agarra la fuente de cerámica con el resto de los fideos y se la estampa en la cabeza a su padre. El impacto es brutal. La fuente se hace añicos y el hombre se queda sentado, aturdido, con fideos y salsa de tomate resbalándole por la cara, mezclándose con la sangre que empieza a brotar de un corte en su frente.

La reacción de su padre es instintiva y salvaje. Se levanta y le da una cachetada a su madre con la mano abierta. El sonido del golpe es un latigazo seco que llena la cocina. La mujer cae al suelo, más por la sorpresa que por la fuerza del impacto.

Julián reacciona.

—¡Basta! —grita, la voz quebrada por la angustia—. ¡Paren de una vez!

Pero no lo escuchan. Están ciegos y sordos: él no existe.

Julián corre a su cuarto y cierra la puerta con llave. Se tira en la cama, temblando, mientras los gritos continúan al otro lado de la puerta. En medio de ese caos, piensa en ella. Se aferra a ese recuerdo como un náufrago a una tabla.

Lunes. Mañana. Él está ausente. Luciana lo nota al instante. Él no levanta la vista del pupitre. Suena el timbre para el recreo. Mientras los demás estallan en una estampida hacia el patio, ella se para en la puerta.

—Vení conmigo —dice.

Él la sigue sin hacer preguntas. Lo lleva a un pequeño depósito junto al salón de actos, un cuarto que huele a telón viejo y a madera. Cierra la puerta.

—¿Qué pasó? —pregunta ella.

Él levanta la vista. Le cuenta lo de la cena, la fuente de fideos, la sangre en la frente de su padre, la cachetada que derribó a su madre, sus propios gritos inútiles. Luciana lo escucha con rabia impotente. Cuando él termina, ella no le ofrece palabras vacías de consuelo.

—Hoy, cuando termine la última clase, venís a mi casa.

—Pero hoy no tengo clase particular —responde él.

—No importa, te venís igual, le decís a tus padres que vas a lo de un amigo —dice ella con una firmeza absoluta.

Más tarde. Luciana está guardando sus cosas en el aula. Ledesma, uno de los preceptores más jóvenes, un tipo de sonrisa fácil y pelo aceitoso, se apoya en el marco de la puerta.

—Che, Madero. Te adaptaste rápido a este quilombo, ¿eh? —dice meloso.

—Hago lo que puedo —responde ella, sin darle mucha importancia.

Él entra en el aula y se acerca un poco más.

—Tenés una onda especial, distinta. Me gusta. Podríamos ir a tomar algo un día de estos, ¿no? Para… discutir ideas sobre los pibes.

Luciana deja de guardar sus cosas y lo observa distante con los ojos fríos como el hielo: —No me interesa, Ledesma. Y no me vuelvas a hablar en ese tono.

Él reemplaza la sonrisa por una mueca de humillación y resentimiento: —Como quieras, Madero. Vos te lo perdés.

Tarde. Julián llega a la casa de Villa Devoto. Ella lo recibe como una vieja amiga.

—Justo a tiempo —le dice con una sonrisa—. El agua para el chocolate ya está hirviendo.

Lo hace pasar a la cocina y le sirve una taza grande de chocolate caliente y espeso.

—Ahora, al living —ordena ella—. Terapia de película. Prohibido pensar en nada más por las próximas dos horas.

Se sientan en el sofá, y ella pone una cinta de VHS en la video casetera. En la pantalla aparece el título: Una Chica al Rojo Vivo.

—Un poco de humor idiota para un día de porquería —dice ella, guiñándole un ojo—. Funciona siempre.

A medida que avanza la película, Julián siente cómo los músculos de su espalda, tensos durante todo el día, empiezan a relajarse. Se ríe con las torpezas de Gene Wilder, pero sobre todo, es consciente de la cercanía de Luciana a su lado en el sofá. En un momento, la famosa escena con Kelly LeBrock y la rejilla de ventilación aparece en pantalla.

—No se puede negar que es una mujer espectacular, ¿no? —comenta Luciana en tono de broma.

Julián, envalentonado, dice: —No es tan linda como vos.

Luciana se gira, entre sorprendida y divertida. Una carcajada genuina y cristalina ilumina la habitación.

—¡Pero mirálo! —exclama, y empieza a hacerle cosquillas en las costillas.

Él se retuerce entre risas, intentando defenderse. Ruedan por el sofá, una maraña de brazos y piernas. Cuando las risas finalmente se calman, quedan muy cerca, sus rostros a centímetros de distancia.

Julián se inclina y le roba un beso. Ella se deja y él sigue. La besa en las mejillas, en el cuello. Agitada, ella abre sus piernas y lo sujeta tratando de acercarlo más a su cuerpo. Sigue bajando, pero se detiene, dudando. Ella sonríe y se abre la camisa para que siga. Los labios siguen bajando y se acercan a los pechos. Con delicadeza corre el corpiño negro de encaje y se queda observando la aureola apenas rosada que bordea el pezón erizado. Como si se tratara de una reliquia la besa con devoción. Luciana gime de placer y aprieta sus piernas.

La mujer lo gira y se pone encima. Con hábiles manos se quita la camisa y el corpiño dejando que él la vea desnuda. Ahora ella lo besa mientras él aprieta suavemente los pechos firmes y redondos de su profesora.

La remera de él sale de un tirón y ella besa el cuerpo lampiño, pasando su lengua por cada recodo de piel. Baja con sus labios, se detiene en el ombligo un segundo y luego llega al pantalón. Lleva puesto el uniforme de gimnasia. Con habilidad tira de él para dejarlo completamente desnudo. Observa su pene y con delicadeza lo acaricia, como si temiera romperlo. Instintivamente, el miembro se contrae dejando caer unas gotas de flujo. Él gime con un sonido aniñado.

Lentamente se saca la pollera y la braga, quedándose sólo con los zapatos de taco alto. Se acuesta a su lado y le da un beso largo y profundo mientras coloca una pierna sobre su costado. El extiende la mano y la pone en la espalda de Luciana, bajándola hasta que agarra la cola firme y trabajada de la mujer. Ese gesto la excita y se acerca más al alumno, hasta que ambos genitales quedan pegados.

Se siguen besando.

La mano de la profesora también toma la cola de su compañero y la aprieta con igual pasión. Él descarga otro chorro de flujo que humedece el vientre de la mujer.

—Quiero darte una lección de música —dice ella poniéndole un dedo en los labios para que se quede callado.

Se levanta y lo lleva de la mano a la mesa del comedor. Se sienta sobre la tabla abriendo bien las piernas. Apoya los tacos sobre dos sillas. Julián ve la vagina afeitada de Luciana e instintivamente se agacha para besarla. Ella lo toma del pelo y empuja la cabeza contra su sexo. Siente la lengua de él abriéndose paso por los labios vaginales, recorriendo torpemente el clítoris, sorbiendo sus propios jugos.

Lo levanta con suavidad, lo besa y siente su propio sabor en la lengua de él. Toma el miembro y lo vuelve a acariciar con manos, expertas y seguras.

—La música no está solo en las teclas, Julián. Está en todas partes. En el cuerpo. En la piel. Solo hay que saber escuchar —dice en un susurro profundo y sensual que solo él puede escuchar.

Con habilidad introduce el pene en su vagina y deja que la penetre suavemente, que se lubrique con su flujo que se adapte a su calor. Entonces comienza a componer una melodía. Empieza lentamente, adagio, explorando un tema simple, encontrando las notas una por una, con una delicadeza que lo hace contener la respiración.

Él cierra los ojos, entregándose a la lección.

Entonces, el ritmo cambia. La melodía va in crescendo, volviéndose más audaz y rápida. Lo que era una simple línea de notas se convierte en una armonía compleja. Luciana, toca el cuerpo de su alumno como una chelista experimentada, introduciendo nuevos arpegios que recorren su piel y le provocan escalofríos. Agrega síncopas con su boca que alteran su pulso y lo dejan sin aliento. Las caderas se mueven invitándolo a introducirse más adentro, y ahora siente una orquesta completa que interpreta una partitura desconocida y febril escrita sólo para él.

La tensión se acumula, la pieza se acelera, el miembro se mueve en un presto vertiginoso que lo arrastra hacia un lugar sin pensamiento, solo pura sensación. La melodía, cada vez más intensa y aguda, se precipita hacia una resolución inevitable, buscando el clímax.

Un sinfín de notas simultáneas que vibran en cada fibra de su ser, una disonancia que se resuelve en una armonía perfecta y abrumadora. Finalmente, explota en un estallido, un atronador fortissimo que anticipa el final sacudiéndolos hasta los cimientos. La vibración los recorre por completo y luego, lentamente, se desvanece, dejando tras de sí un silencio profundo y resonante, como el que queda en una catedral después de que el órgano ha tocado su última nota.

Los pies de Julián fallan y se apoya en el pecho de la mujer, quien lo sostiene con amor.

Cuando se separan, ella apoya la frente en la suya. Julián le rodea la cintura con los brazos. Ella lo abraza. Se acuestan sobre la alfombra y se quedan así, en silencio, durante el resto de la tarde, mientras, en la televisión la película termina y los créditos pasan sin que nadie los vea.

Noche. Julián camina de vuelta a casa bajo las luces de la ciudad, pero esta vez no ve la hostilidad de Buenos Aires.

Abre la puerta de su casa esperando el estruendo de la guerra . Sólo hay un silencio hueco y oscuridad. Encuentra a su madre en el living, sentada en la penumbra, la silueta apenas recortada por la luz ocasional de los autos que pasan por la calle. El único punto de luz en la habitación es la brasa anaranjada de un cigarrillo.

—¿Y papá? —pregunta Julián al silencio.

Su madre le da una calada larga al cigarrillo antes de responder —se fue.

Asiente en la penumbra, aunque ella no pueda verlo, y va a la cocina. Enciende la luz. Hay restos de la batalla del sábado por la noche; una mancha oscura en la pared, una silla fuera de lugar. Abre una alacena, saca un paquete de fideos y pone a calentar una olla con agua.

El ritual de prepararse la cena es metódico. El hervor del agua, el ruido de la pasta al caer, el vapor que le empaña los anteojos. Come sin ganas, de pie, en la cocina. Luego, sube a su cuarto. La casa está mortalmente silenciosa. Por primera vez, no tiene que poner música para tapar los gritos. Cierra los ojos y no piensa en su padre yéndose, ni en su madre fumando a oscuras. Piensa en Luciana. Y por primera vez en meses, Julián duerme. Un sueño profundo, tranquilo y sin pesadillas.

Miércoles. Tarde. El preceptor Giménez golpea en la puerta del aula de música.

—Madero, el Padre Rector quiere verla en su despacho. Ahora.

Luciana deja a al curso con un ejercicio y cruza los pasillos del colegio con una sensación de frío en el estómago.

El despacho del Padre Benítez está igual de oscuro y opresivo que la primera vez. El Rector no la invita a sentarse. Permanece de pie, junto a la ventana, dándole la espalda.

—Confiaba en que nuestra primera conversación había sido lo suficientemente clara —dice.

—Para mí lo fue, Padre —responde Luciana, manteniendo la calma.

Él se gira lentamente.

—Entonces quizás pueda explicarme por qué Ledesma me acaba de informar que le está dando una «atención particular» a un estudiante en situaciones dudosas, fuera del establecimiento y del horario escolar.

El aire se vuelve irrespirable. La mención de Ledesma le revuelve el estómago y los puños se le cierran dejándole los nudillos de color blanco.

—Estoy ayudando a un alumno con problemas, solo eso —replica ella.

—Imprudente —corrige él—, rompe todas las normas de esta institución. Aquí lo único que hacemos es cuidar de nuestros jóvenes, ¿por qué no puede hacer lo que hace todo el cuerpo docente? Estamos en un colegio católico, las habladurías son un cáncer.

—Cuidar de nuestros jóvenes —dice asqueada y continúa—, ¡Le aseguro que no ha pasado nada!

—Aún —concede el Rector—, pero no voy a esperar a que pase. Escúcheme bien, Madero. Si llega a mis oídos un solo comentario más, con o sin fundamento, no solo la echo de este colegio. Me encargaré personalmente de que no vuelva a conseguir trabajo en ninguna institución educativa de este país. Ni pública, ni privada, ni religiosa. ¿Entendió?

Luciana tiembla de una rabia impotente. No dice nada más. Se da la vuelta, camina hacia la puerta, y al salir, la cierra con más fuerza de la que hubiera querido.

Noche. Julián llega a la casa de Luciana. La encuentra diferente. Se acerca a él y le acaricia la mejilla.

—Hay una última lección que quiero darte —susurra.

Ella se da la vuelta y, sin decir palabra, camina hacia la habitación. Él la sigue. Los ojos de Luciana brillan reflejando la luz de la luna.

—Ya experimentaste la furia de la música en tu cuerpo, Julián —dice—. Sentiste cómo una melodía en crescendo puede transportarte a los placeres más recónditos de tu ser, cómo puede estallar en un acorde final que te sacude por completo.

Se acerca y le toma las manos. Lo besa lentamente.

—Pero tenés que aprender a saborear la sutileza. La suavidad de las notas que se perpetúan en un acorde continuo, uno que sostiene el placer de manera casi indefinida. Tenés que aprender a amar la melancolía del suspiro de un nocturno de Chopin, esa nota que es capaz de partir el corazón, pero, al mismo tiempo, de estremecer el alma.

Sin prisa desabrocha los primeros botones de su vestido y la tela se desliza hasta el piso acariciando el cuerpo desnudo de la profesora. Luego, le quita la ropa a Julián, saboreándolo con besos. Entonces se acuestan.

—Cuando reconozcas la belleza de una melodía triste vas a aprender que no siempre la melancolía duele, sino que embellece.

Ella se sube sobre él, y el contacto de su piel es la primera nota, tocada en pianissimo, una invitación a un mundo diferente.

Las manos se apoyan en el pecho de Julián y con leves movimientos va rosando los labios vaginales contra el miembro erecto. Cada pasada es una nota suave que conmueve.

Como si estuviera frente a un piano, su cuerpo empieza a tocar una pieza teñida de nostalgia por la despedida que aún no se ha producido. Sus movimientos son un legato perfecto, un vaivén suave y conectado que no busca un final, sino perpetuar el instante. Es un acorde en sostenuto que vibra entre ellos, una tensión que no pide resolución, solo existir.

El miembro penetra muy lentamente y se queda ahí, sintiendo las sutiles y húmedas vibraciones. Al principio, la necesidad de que la música avance, desespera a Julián. Su cuerpo, acostumbrado al crescendo, busca un ritmo más rápido, un clímax predecible. Pero Luciana, lo guía a través de su rubato, jugando con el tiempo, sosteniendo una nota un poco más de lo esperado, ralentizando el tempo justo cuando él cree que va a acelerar.

Y entonces, cierra los ojos y se deja llevar. Se rinde a la pieza. Descubre que hay un éxtasis diferente en la contención, un placer profundo en la tensión que no se rompe. Se pierden juntos en un mundo onírico de melodías suspendidas, donde cada movimiento es una nota en una composición trágica y hermosa.

No logra saber si han pasado así minutos, horas o días. Ambos están flotando en el tiempo, guiados por el movimiento de Luciana, que sostiene una presión infinita sobre el cuerpo que está debajo, hasta convertirse en parte de su ser. El se siente tan adentro de la mujer que no logra reconocer donde termina Julián y dónde empieza Luciana. El pene y la vagina ya son una sola carne, están unidos y sellados de una manera sublime y trascendental.

La directora de orquesta decide que la pieza debe llegar a su fin y con igual sutileza aumenta el ritmo de sus movimientos. Julián percibe el cambio como un conjunto de acordes nuevos, tristes, melancólicos, y llora de emoción mientras siente que su miembro se retuerce con un placer indescriptible.

Es un movimiento épico, que llena el corazón como un accelerando sigiloso, una nota nueva que se introduce en la armonía, luego otra. El adagio se transforma, sin que él se dé cuenta, en un andante apasionado. La tristeza de la pieza no desaparece, pero ahora está teñida de una urgencia febril.

Y luego, como la cadencia final de una sinfonía, todo se precipita. Es una cascada de acordes, una resolución inevitable y arrolladora que los arrastra a ambos. No es la explosión furiosa de la primera vez, sino una nota final, altísima y sostenida, que contiene a la vez, el éxtasis y la desolación. Una nota que, al apagarse, deja en el silencio la belleza imborrable de lo que nunca más volverá a ser.

Cuando ambos acaban se contemplan extasiados. Están llorando con lágrimas apasibles. Emocionada ella ríe, y lo besa. El la abraza y pasa la noche unido a la mujer como si jamás en el universo pudiera existir algo que separe sus dos almas.

Despierta a la mañana siguiente con la luz del sol bañando la habitación. Luciana está a su lado, observándolo.

—¿Qué va a pasar ahora? —pregunta.

Luciana le aparta un mechón de pelo de la frente. Su sonrisa es infinitamente triste:

—Ahora… voy a tener que irme, Julián.

El mundo de él se desmorona.

—¿Qué? No… ¿Por qué?

—Porque si me quedo, nos van a destruir a los dos. A mí me van a arruinar la vida, y a vos te van a señalar para siempre. No te merecés eso.

Las lágrimas empiezan a brotar de los ojos de Julián, pero esta vez calientes y amargas. Ella lo abraza con fuerza.

—Escuchame —le dice al oído—. Lo que vivimos no fue una tontería. Nos cambió a los dos. Te hizo más fuerte. Y a mí… a mí me recordó por qué amo la música. Te llevas una parte de mí, y yo me llevo una parte de vos. Y eso nadie nos lo puede quitar. Quizás, mucho más adelante, la vida nos vuelva a encontrar.

Él llora, pero a través del dolor, comprende y recuerda la belleza que hay en esa angustia. La besa por última vez, un beso salado por las lágrimas, un beso que sabe a final y a para siempre.

Se viste en silencio y vuelve al colegio.

Llega justo para la hora de música. Entra al aula, pero Luciana no está. En su lugar, el preceptor Giménez está de pie frente a la clase, con una expresión de aburrimiento.

—Silencio, por favor —dice, su voz monótona—. La profesora Madero ha presentado su renuncia por motivos personales. Hasta que consigamos un reemplazo, tendrán hora libre.

Julián se queda de pie en el umbral, mientras los demás celebran la noticia.

Diez años después. El nombre de Julián Karsel resuena en las capitales europeas. Tras ganar el prestigioso Concurso Reina Elisabeth, la crítica lo ha bautizado como la gran revelación de la música clásica. Esta noche, regresa a casa. Desde el escenario del Teatro Colón, se inclina ante el público que ruge en una ovación interminable. El sudor perla su frente tras una interpretación febril y desgarradora del Concierto para Piano n.º 2 de Rachmaninoff. El aire es una mezcla de euforia y alivio. Los músicos de la orquesta lo felicitan, le estrechan la mano. Agradece con una sonrisa profesional, pero sus ojos ya la buscan entre la gente. Y entonces, la ve.

Está de pie, apoyada contra una columna, esperándolo. El tiempo ha dejado suaves líneas alrededor de sus ojos, pero la energía en su mirada y la picardía en su sonrisa son las mismas.

Él se detiene a unos metros de Luciana. Se observan a través de los años, y no hace falta contar ninguna historia. Julián acorta la distancia, y también sonríe lentamente.

—Te esperé muchos años —dice él, su voz tranquila y segura.

Luciana le devuelve la sonrisa, y con ternura le acaricia la mejilla.

—Yo también —responde—. Tengo que darte algunas lecciones que me quedaron pendientes.