La calle del alcazaba
Como cada día, María se preparó para ir al trabajo.
Aquella tarde hacía demasiado calor.
De entre su amplio vestuario decidió que lo mejor era ponerse ese vestido blanco que se compró en las segundas rebajas de El Corte Inglés.
Por otro lado, sentía un inmenso remordimiento, especialmente en aquél momento, porque sabía que, de camino al trabajo, como siempre, tendría que pasar por la zona más «peligrosa» de la ciudad llamada la zona de «las perchas», y no precisamente de buena fama…. se encontraría, con toda seguridad, con situaciones difíciles de solucionar o la menos, la podían poner en un gran aprieto,… Pero, no iba a dejar de ser ella misma por cuestiones de tipo, llamémosle.. «inevitables».
Era todo un reto. Vestida, al fin, con un gran escote en forma de corazón que sobre su pecho latía como nube de algodón, le favorecía de tal forma que parecía había sido diseñado para cubrir aquellos preciosos pechos, duros, bien formados, y muy jóvenes, que ella, con apenas 23 años recién cumplidos, lucía con todo descaro y desconsideración para con sus compañeras de trabajo, mucho más gruesas que ella y con menos estilo en el vestir.
Cerró la puerta con sumo cuidado.
Sus padres estaban echándose una siesta placentera, y a ella no le gustaba que la oyeran marcharse con aquellos tacones de aguja, de color blanco con tira azul y bolso a juego, que tan especialmente esbelta le hacían.
Suponía que su madre, y con toda la razón, le llamaría la atención recordándole que tendría que pasar por la gran avenida que conduce a lo alto de la calle La Reina, o lo que es lo mismo, la oficina de información y turismo de La Alcazaba.
Al pasar por enfrente de la puerta de los cines Monumental, se dio cuenta que pequeñas gotas de sudor brotaban de su frente, por entre su flequillo despeinado con gran estilo y al gusto de su estilista, que suponía que era lo mejor para aquél espíritu siempre inquieto y rebelde.
Tomó un pañuelo de su bolso y se paró a asearse aquél estado de su cara que, por mucho que se empeñara su estilista, ella consideraba que no era el apropiado para ir a una mediocre oficina a trabajar todo el tiempo con la cabeza gacha y resoplando para poder ver los manuscritos que tenía que copiar y leer.
De espaldas, se dejaba ver la perfecta línea que marcaba su espalda, sólo alterada por la forma del sujetador y unas braguitas que marcaban su perfecta silueta. A través del espejo de la puerta, vió como, no creyéndose vistos por nadie a esas horas, un chico se para y de forma impetuosa sienta en el capó de un coche azul a una chica y la besa una y otra vez, sin dejar de levantarle la falda y acariciarle las nalgas y la espalda.
Lo que vió le hizo enrojecer. Se dijo que hacía mucho calor y siguió su camino, sintiendo como cierto pudor le corría sus mejillas y un cierto calor en su vientre le producía una sensación de celo que la desorientó.
Tocó al timbre, y al abrirle la puerta Sebastián, sintió como si toda la imagen que tenía en su mente se reflejara en su rostro como si de una película se tratara. Le preguntó que si le pasaba algo y la acompañó a la entrada principal hacia las escaleras de piedra que conducen a la oficina de Información al cliente.
Suba usted, señorita. Sintió la mano de Sebastián en su espalda y un escalofrío, mezclado con la sensación de calor que todo el camino la había acompañado.
Deseó estar sentada en su acogedor asiento y poner el aire acondicionado, secuencia que repetía cada tarde nada más llegar.
Cuando ya estaba a punto de entrar en el pequeño saloncito, acogedor y bien decorado de su estancia, miró el reloj y se dio cuenta de que aún faltaban más de 15 minutos antes de que sus compañeros vinieran, entre otras cosas porque no era precisamente la puntualidad su cualidad más destacada.
Dejó el bolso sobre la estantería y salió.
No había hecho más que volver hacia la esquina de la oficina en dirección a los baños termales cuando sintió la mirada fija de Sebastián en su espalda. Prefirió no mirar hacía atrás y hacerse la desentendida.
A esa hora era totalmente imposible que nadie la observara ya que Sebastián era el portero de la Alcazaba y la hora de apertura al público con explicaciones históricas de cada aposento y demás no la empezada su compañera Rosario hasta las 18 y 15h., por lo menos, por aquello de la puntualidad que habíamos dicho antes.
Aceleró el paso y entró en la estancia que la madre naturaleza se había encargado de hacer y que los jardineros se preocupaban de mantener con todo esmero.
Por algo se había, con el paso del tiempo, producido un entramado de ramas y flores que mantenían como oculta la entrada a los baños y daban esa sensación de seguridad que da cualquier pared de ladrillo de una casa normal.
Nada más entrar le embriagó el olor intenso a alhelíes y narcisos que tanto le gustaban.
Con calma se desabrochó la gran cremallera que corría su espalda desde el cuello hasta la altura de la cintura y dejándolo caer sobre la piedra ocre y limpia se sujetó el pelo con unas horquillas y dejó los zapatos en un lado para que no se mojaran con el chapoteo del agua.
Unos rayos de sol cubrían su cuerpo cobijándola del mismísimo sol y del aire caliente que atontaba.
Avanzó despacio, bajó un escalón, luego otro, y cuando el agua ya estaba por su cintura se dejó caer del todo sintiendo que todo su cuerpo se abría y se dejaba mecer por aquella agua cristalina y templada producto del sol y de las propiedades termales que la caracterizaban.
Jugó un rato con el agua.
Sintió que estaba aún bastante acalorada, excitada por las imágenes que más que haber visto, había imaginado y sentido dentro de sí como fuego que abrasa.
Pasó sus manos por sus pechos, su vientre, con suavidad, y tembló de deseo y placer.
Estaba en esa pose, como quién hace el muerto en el agua, cuando sintió que otra mano la cogía de la espalda y una sombra tapaba los rayos de sol que cubrían su cara.
Miró, dio un respingo y fue a levantarse cuando Sebastián le dijo que se dejara llevar, que no pasaba nada, con esa voz profunda y tan personal que le caracterizaba, así como con una mirada fija y segura en sus ojos.
Nunca supo porqué ni se lo preguntó porque no encontró respuesta que le satisficiera, pero se dejó llevar….
Sebastián la empujó suavemente por entre el agua y los nenúfares del estanque jugando con su cuerpo, que ahora se dejaba deslizar hacia abajo y luego hacía arriba formando un remolino que a la vez que le producía cosquilleo le daba, entre las piernas, una sensación de quemazón que cada vez le estaba gustando más y más.
Las manos de Sebastián, firmes, seguras, cogían ahora su espalda, luego bajaban por sus nalgas, sus piernas, con ritmo y suaves a la vez… que la embriagaban.
No abría los ojos. Se dejaba llevar.
Cuando de pronto, sintió que en una de esas veces que él la deslizaba hacia abajo, le abrió las piernas con suavidad y la atrajo hacía si, sintiendo que con dureza y fuerza como la paraba con su sexo y la rozaba con pequeños golpes en los labios una y otra vez, sin ningún esfuerzo, como si flotara sobre una nube de algodón, más que nadar en aquellas aguas tan cristalinas.
Parecía una pluma en sus manos. Una sensación liviana, sutil, etérea,… así se sentía y así lo parecía. Se dejaba llevar y traer.
Contrajo las piernas, la pelvis, sentía como si en cada vaivén se tragara el agua del estanque y sentía cierto pudor..
Sebastián la cogió por la cintura con una mano y con la otra le rozó los labios de su coño así como le introducía los dedos sin esfuerzo para ir excitándola cada vez más..
Le pasó la mano por entre su pelo rizado y rubio, sus labios cada vez más rojos y excitados, su clítoris duro y prominente.. que la estaban haciendo gritar de placer.
Gemía con fuerza. Y no podía parar. En ese juego pausado, suave, y sin parar estaban cuando oyeron el timbrar ensordecedor de aviso a los clientes de que empezaba el recorrido hacia el interior de la Alcazaba.
Con esfuerzo y rabia salieron a toda prisa, se secaron y se vistieron, tirando cada uno por un camino distinto de vuelta a la oficina.
Sintió un dolor agudo en el bajo vientre y en la pelvis una gran quemazón… fue una jornada sin acabar y estaba deseando hacer algo… no podía más.
Saludó con cierta aparente frialdad a sus compañeras, más por estar ajena a ellas que por dejadez y se metió a toda prisa en la habitación que conduce a los aseos de señoras a la derecha y caballeros a la izquierda.
Una ligera brisa de aire movió su pelo con cierta soltura.
Miró la ventana y se dedujo que la habían abierto sus compañeras al entrar. Iba a coger el pomo de la puerta de entrada a uno de los aseos cuando la levantaron por detrás.
Y la pasaron hacía dentro.
Una mano en la boca le impidió gritar… era Sebastián.
Si ella estaba excitada, él, fuerte, varonil y fogoso estaba ansioso y angustiado por el placer que sentía.
Sin mediar más palabras la subió sobre sus rodillas y la penetró con fuerza una y otra vez. La besaba para que no se oyeran sus gemidos y la hablaba al oído con palabras cada vez más obscenas y excitantes…