En el labavo

Capítulo I

Aquel era un día de clase cualquiera.

Estábamos en clase de lenguaje.

La quinta hora de un día que, en su conjunto, distaba mucho de lo que podría denominarse como «día normal».

Yo estaba muy aburrido y miraba de un lado a otro de la habitación buscando algo que distrajera mi atención.

Comencé a pasar lista a mis compañeros de la fila de mesas situada a mi derecha: Luis, que era un cachondo y me caía bien; Alberto, que también era un cachondo pero que ya no me caía tan bien; Marta, una chica bastante mona, pero algo tímida; Sandra… estaba muy buena y además, como estaba echada hacia delante hablando con otra compañera, se le veían las braguitas.

Aquella visión me hipnotizó. Sandra era la típica chica que vestía camisetas ajustadas y que apenas le llegaban a los pantalones y que, además estos, la mayoría de las veces se ceñía a su cuerpo mostrando espléndidamente las formas de su cuerpo.

Sobre todo las formas de su culo. Ese día no era una excepción y los pantalones se le pegaban al culo de tal forma que invitaba a tocarlo.

Sandra volvió a sentarse de nuevo, pero mi vista seguía prendida en aquel bonito culo. Decidí inspeccionar un poco el resto de su cuerpo. Sus tetas, aunque no eran muy grandes, estaban bastante bien.

Además, con aquella ceñida camiseta, estas estaban muy bien marcadas. Incluso podía notarse ligeramente el pezón. Seguí subiendo por su cuerpo con mi mirada mientras yo me ponía burro. Notaba como había algo en mi que comenzaba a tener vida propia.

Llegué a su fino cuello, casi oculto este tras una media melena parda. Llegué de ahí a una cara de fino aspecto y muy hermosa también.

Para mi sorpresa, ella estaba mirándome. Sus oscuros ojos se clavaron en mi y me sonrió, tal vez adivinando mis pensamientos. Aquello me avergonzó mucho. Había sido demasiado descarado.

Sin embargo, ella me sonreía y, lo que es más, me guiñó un ojo ¿Qué querría decir aquello?

Lentamente, ella se levantó de su silla, pero marcando mucho su culo. Fue hasta el profesor y le pidió permiso para ir al lavabo.

Este se lo concedió y ella, antes de salir de la clase, volvió a mirarme y a sonreírme. Aquello fue como una señal para mí. «Me está esperando», pensé.

Esperé un tiempo prudencial y yo también me levanté para ir al lavabo. El profesor me concedió permiso para ir y yo salí de la clase casi corriendo. Oí como toda la clase se reía de mí, pensando que me estaba cagando encima. «Mejor», pensé yo, «así tengo una excusa para tardar».

Cuando salí al pasillo, ella estaba esperándome en la puerta del baño de las chicas. Ella me hizo un gesto para que me acercara y yo la obedecí.

Fui hacia ella y cuando llegué, ella me cogió de la mano y me llevó dentro del lavabo de las chicas. Nos metimos en uno de los retretes y ella cerró con cerrojo.

Yo estaba sorprendido y me quedé mirándola a los ojos como un bobo. No me lo podía creer. Estaba en el lavabo de las chicas con la tía más buena de mi clase.

Yo seguía mirando aquellos ojos oscuros que me excitaban hasta lo indecible.

Sin pensármelo más, la cogí entre mis brazos y la besé, mientras que con una mano le acariciaba uno de sus blandos pero firmes pechos. Ella, por su parte, me frotaba la poya por encima de los pantalones.

Metí la mano por debajo de su camiseta y, esquivando el sujetador, le cogí la teta y le pellizqué suavemente el pezón. Ella, por su parte, me había desabrochado el pantalón y jugueteaba con mi pene.

Ella dejó por un momento de besarme y masturbarme para quitarse la camiseta y el sujetador, dejando libres sus pechos redondos y perfectos.

Yo aproveche ese momento para bajarle los pantalones y las braguitas.

Tras esto, seguimos besándonos como antes: yo acariciaba sus tetas y ella me masturbaba. Pero ella paró al poco rato y se agachó, buscando mi miembro con su boca. Tras un breve instante, noté una cálida humedad en mi miembro.

Ella lo estaba chupando con mucho cariño. Yo, por mi parte, seguí pellizcándole suavemente los pezones, los cuales comenzaban ya a ponerse rígidos.

Notaba por sus espasmos al chuparme la poya, que ella se estaba masturbando a su vez. Se estaba tocando el clítoris.

Al cabo de un ratito, hice que se levantara. Le di la vuelta e hice que apoyara las manos en la pared de enfrente para poder penetrarla desde atrás. Puse la punta de mi pene entre sus labios vaginales y, lentamente, la penetré.

Ahogando un suspiro para evitar ser descubiertos, le introduje lentamente mi miembro. Ella, por su parte, también ahogaba sus gemidos.

Al principio, me moví lentamente, disfrutando de aquel cálido órgano, pero luego fui aumentando poco a poco el ritmo.

Aprovechando que ella también se movía, volví a cogerle los pechos y a pellizcarle suavemente los pezones. Notaba como mi poya se iba endureciendo en el interior de su vagina.

Al cabo de un rato de movimientos rítmicos y acompasados, y de reprimir los jadeos para no ser descubiertos, yo comencé a notar espasmos en mi pene.

Estaba a punto de correrme. Se lo dije en un susurro entrecortado y ella me respondió que podía correrme en su interior.

Animado por esta noticia, aceleré algo más el ritmo. Finalmente, y tras una serie de espasmos cortos, me corrí en su vagina.

Cuando volvimos a clase (uno tras otro, para evitar sospechas) hubo algún compañero que se burló de mí preguntándome si el motivo de mi tardanza era que me había tirado a Sandra.

Yo sabía que aquella pregunta era una broma, pero en mi interior, yo no podía parar de reír.

No tenían ni la más remota idea de lo que había pasado en el lavabo de las chicas entre Sandra y yo. Tras eso, miré a Sandra y ella me miró a su vez, y me volvió a guiñar el ojo.

Al finalizar la clase, me susurró al oído que se lo había pasado muy bien y que quería que la esperase a la salida…

Capítulo II

Por fin llegó la última hora y con ella, el final de las clases por aquel día.

Recogí todas mis cosas y me fui. Cuando llegué a la puerta del instituto, Sandra estaba esperándome. Me pidió que la acompañara a casa y yo acepté.

¿Cómo podía negarme después de lo ocurrido? No, no podía rechazar tal oferta. Además, solo Dios sabe lo que podría pasar una vez allí.

Tras andar un buen rato, ella me cogió de la mano y se pegó a mí.

Su mano era suave y su perfume me embriagaba. Entonces, mi mente comenzó a volar, y a mi imaginación llegaron eróticas escenas de cama entre Sandra y yo.

Al cabo de un rato, llegamos a su casa y ella se despidió. Antes de entrar en casa, ella me dio un dulce beso en la mejilla. Tras esto, me dijo un ligero «hasta luego» y entró en su casa.

Yo sonreí debido a aquel beso, pero sobre todo, a todas las historias que yo me había ido montando camino de su casa.

Sin embargo, un leve dolor de tripa me recordó la hora que era y me apresuré en llegar a mi casa, mientras sacaba de mi cabeza todas aquellas ideas que había tenido de camino a casa de Sandra.

Tras comer, descansar un poco y estudiar durante un rato, me puse a ver un poco la televisión. Pero eran las cinco y media de la tarde, y a esa hora no había nada interesante que ver.

Cuando más aburrido estaba, el teléfono sonó y me sobresaltó. Me levanté del sofá de un salto y contesté. Era Sandra quien había llamado, y me pedía que me pasara un momento por su casa.

Aquella petición me sorprendió un poco, aceptando sin preguntar si quiera para qué quería que fuera. Así pues, cogí mi cazadora y salí de casa.

Al cabo de un rato llegué a casa de Sandra y llamé. Quien abrió fue Sandra en persona y, con una cautivadora sonrisa, me invitó a pasar.

Una vez dentro, me quité la cazadora y, obedeciendo el ruego de Sandra, me senté en el sofá y esperé el «segundo» que me pidió.

Sin embargo, al poco rato oí cómo me llamaba desde el piso de arriba. Me decía que fuera a su habitación. Al oír esto, recordé lo que había pasado esta mañana y mi imaginación comenzó a volar de nuevo.

Así pues, subí las escaleras de dos en dos y en un santiamén me presenté frente a la puerta de su habitación. Llamé levemente con los nudillos y, sin esperar a la respuesta, entré.

Sin embargo, lo que vi al entrar distaba mucho de lo que mi imaginación había fraguado.

Sandra estaba sentada en su escritorio haciendo los deberes. Llevaba puesta la ropa de gimnasia del instituto, o sea, unos pantaloncillos azules y una camiseta blanca, ambos holgados, a diferencia de la ropa que había llevado aquella mañana.

Ella desvió la mirada de sus apuntes, me miró y me sonrió. Me preguntó si podía ayudarla a hacer los deberes de inglés.

Así pues, solo era eso. «Y yo que me había montado no menos que una orgía con ella en la cabeza…» pensé. Como no podía ser menos, acepté. Cogí una silla y me senté junto a ella.

Nunca pensé que a Sandra se le diera mal el inglés, ya que siempre era una de las que sacaban buenas notas. «Bueno – pensé – al fin y al cabo, las chuletas hacen milagros».

Pasamos un rato en el cual ella me preguntaba cosas y yo se las respondía. Aprovechaba las pausas entre pregunta y pregunta para inspeccionar la habitación.

Esta era medianamente grande, tenía una cama más o menos grande y que además parecía ser bastante cómoda.

Junto a la cama había una mesilla de noche con dos cajones, una lámpara encima de ella y un par de revistas que no fui capaz de identificar. Había también un armario ropero inmenso, cosa que era de esperar debido a la gran cantidad de modelitos que solía llevar Sandra.

Además de eso, había en la habitación una repisa con una mini cadena y varios discos y libros.

Aquella habitación tenía una ventana bastante amplia, por lo que estaba muy bien iluminada. La ventana, a su vez, estaba cubierta por una translúcida cortina de color crudo.

Aparte de eso, algún que otro cuadro o póster decoraban la habitación. En conjunto, era una habitación bastante agradable.

Al cabo de un rato, terminamos de hacer los ejercicios de inglés y comenzamos a charlar. Sandra era una chica bastante entretenida y siempre tenía algo de qué hablar. De hecho, hablamos de todo, e incluso llegamos a lo ocurrido aquella mañana.

Ella me confesó, casi en un susurro, que se lo había pasado muy bien, y que yo también lo había hecho muy bien. No sé por qué, pero yo me puse rojo como un tomate, al igual que un niño pequeño tras recibir un halago.

Sandra se dio de cuenta (era casi imposible no hacerlo) y pasó sus brazos por detrás de mi cabeza, en un ligero abrazo. Se rió ligeramente de mí y me dijo que no tenía de qué avergonzarme. Eso era algo que yo ya sabía, pero aún así y todo, no pude evitarlo.

Entonces ella se aproximó a mí y me besó. Me pilló desprevenido, pero no me sobresaltó. Todo lo contrario, intenté disfrutar de aquel maravilloso momento.

Nos besamos durante un rato más a menos largo, y luego paramos. Me quedé mirándola con una sonrisa de oreja a oreja y ella también a mí de igual manera.

Sin embargo, ella me guiñó el ojo, igual que aquella mañana. Yo no me lo podía creer ¿Quería hacerlo otra vez? Me cogió de la mano con la misma dulzura de aquella mañana y me invitó a levantarme. Yo, por supuesto, le hice caso.

Tras eso, nos volvimos a besar, pero esta vez abrazando nuestros cuerpos. Paramos un momento y me dijo que esta vez quería hacerlo con tranquilidad. Yo asentí con la cabeza y volví a besarla.

Lentamente fuimos desplazándonos hacia la cama y nos dejamos caer encima. Los muelles protestaron un poco debido al repentino sobreesfuerzo que había tenido que soportar, pero se callaron de inmediato.

Volvimos a para y ella comenzó a desnudarme. Comenzó con la camiseta, siguió con los pantalones y acabó con los calzoncillos. Tras esto, ella me cogió el pene y comenzó a jugar con el.

Cuando mi miembro adquirió una cierta dureza, la aparté ligeramente y cambié las tornas. Entonces comencé a desnudarla yo a ella. Empecé por quitarle la camiseta y luego los pantaloncillos pero resultó que, para mi sorpresa, ella no llevaba ni sujetador ni braguitas, lo que me facilitó bastante la tarea.

Así pues, y una vez la hube desnudado por completo, comencé a lamerle un pecho, la aureola y más tarde el pezón, con la punta de mi lengua, mientras que con una mano le pellizcaba suavemente el otro pezón.

Estuve así un rato, alternando la lengua con los dedos, hasta que noté que sus pezones comenzaban a endurecerse. Mientras la acariciaba, oía como esta vez Sandra no ocultaba sus suaves gemidos.

Entonces comencé a bajar lentamente, lamiéndola y besándola por debajo de sus pechos, por el vientre, bajo el ombligo… hasta que llegué a su vulva

Una vez ahí, comencé dando lentas pasadas por su vulva, pero parándome un poco en la zona del clítoris. Cada vez que rozaba este, Sandra suspiraba y arqueaba un poco su espalda, lo que significaba que le estaba gustando lo que hacía. Esto me divertía y me animaba a seguir.

Estuve así un rato hasta que noté que su vagina comenzaba a humedecerse.

Entonces dejé de lamerle la vulva y le metí dos dedos en la vagina. Los comencé a mover lentamente, mientras lamía con suavidad su clítoris. Los suspiros y gemidos de Sandra se transformaron en jadeos entrecortados.

Cambié de postura y volví a besarla, mientras seguía moviendo los dedos en el interior de su vagina. Poco a poco, notaba como esta se iba lubrificando.

Llegó un momento en el que ya no pude aguantar más. Saqué los dedos de la vagina de Sandra y me dispuse a penetrarla. Sin embargo, ella me dijo que esperase, y eso me dejó perplejo.

Pero ella sabía muy bien lo que estaba haciendo, me cogió y e tumbó en la cama boca arriba.

Entonces cogió mi miembro y, sentándose encima de mí, se lo introdujo, mientras arqueaba la espalda y gemía de placer de nuevo.

Cuando se lo hubo introducido, se tumbó encima de mí y me miró con sus azabachados ojos. Pude ver en ellos que ella no estaba haciendo el amor conmigo por necesidad, sino por amor.

Es decir, no me estaba utilizando, me estaba haciendo el amor (en el sentido espiritual de la palabra). Tras esa larga mirada, me besó y comenzó a moverse lentamente.

Yo aproveché mi posición para poder acariciarle de nuevo los pechos, a la vez que pellizcaba sus pezones con suavidad. De vez en cuando, dejaba sus pezones para bajar acariciando su cuerpo hasta llegar a su culo y hacer algo más de fuerza.

Para que no resultara tan monótono, me enderecé, con mi pene en su interior, y la abracé a la vez que la besaba. Estar unidos de semejante forma y sentir sus pechos junto a los míos, hacía que me sintiera como en la gloria.

Estuvimos así durante un rato, entre jadeos y suspiros que ahora no tratábamos de disimular, y volvimos a cambiar de postura. Esta vez, yo me puse encima de ella, a la manera tradicional, y comencé a moverme rítmicamente.

Al poco rato de comenzar a moverme, comencé a notar los mismos espasmos que aquella mañana, o sea, que me iba a correr.

Se lo dije de nuevo entre jadeos, pero esta vez, ella me dijo que no me corriera dentro. Y yo la entendía: tentar a la suerte dos veces el mismo día era muy arriesgado.

Ella se separó de mí y, ágilmente, me tumbó de nuevo en la cama. Pero esta vez no se puso encima, sino que comenzó a hacerme una felación. Pero a diferencia de la de esta mañana, no lo hizo con suavidad, sino apretando con los labios y succionando mi pene.

Los espasmos reaparecieron inmediatamente y, al poco rato, noté como de mi interior brotaba un líquido blanco y lechoso.

Entonces, ella se levantó y salió de la habitación. Por los ruidos que hacía, adiviné que estaba escupiendo el semen en el lavabo, cosa que, por otro lado, encontré lógica. «Más vale prevenir que curar», rezaba el dicho. Yo sabía que yo no tenía SIDA ni nada parecido, pero ella no lo sabía. Simple y llanamente, Sandra era una chica prevenida.

Al poco rato, Sandra volvió a la habitación con una sonrisa de oreja a oreja y se recostó junto a mí, que aún estaba tumbado en la cama desnudo.

Estuvimos así durante un buen rato, hasta que llegó un momento en el que noté que su respiración se había vuelto relajada y acompasada. Se había quedado dormida. A pesar de todo, si sonrisa permanecía inalterable en su boca.

Como tenía miedo de que llegaran sus padres y nos sorprendieran en ese estado, la desperté con unas suaves sacudidas.

Abrió los ojos lentamente, como si se tratasen de dos amaneceres paralelos. Le expliqué mis temores y ella volvió a sonreír.

Me contestó que sus padres no estaban en casa aquella semana, por lo que estábamos solos ella y yo. Tras una pausa, añadió que deseaba volver a hacerlo de nuevo otro día. Yo le contesté que estaría dispuesto siempre que ella quisiera y, tras sonreír de nuevo, volvió a quedarse dormida.

A las nueve de la noche salía de la casa de Sandra, aunque ella aún permanecía dormida. Tras escribirle una nota diciéndole que la quería y que nos veríamos el día siguiente en el instituto, me fui de allí.

Sin embargo, antes de ir a mi casa, pasé por una farmacia y compré una caja de condones. «Sabe Dios lo que podrá pasar mañana», pensé…