Primera parte: Las calles del recuerdo
La lluvia había cesado hacía apenas unos minutos, pero la ciudad seguía oliendo a agua vieja y a hojas podridas.
Buenos Aires, en otoño, tenía ese tono de melancolía que lo envolvía todo: los charcos, las farolas, las fachadas con balcones de hierro forjado.
Martín caminaba sin prisa, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. No sabía exactamente por qué había decidido volver al bar “Los Inmortales”, aquel donde tantas noches habían compartido vino, tangos y silencios. Quizás buscaba una excusa para recordar, o quizás, sin saberlo, esperaba tropezar con un fantasma.
El reloj del café marcaba las ocho y media. Dentro, el aire estaba tibio, y el humo de los cigarrillos se mezclaba con el perfume dulce del café recién molido.
Martín se sentó en una mesa junto a la ventana, desde donde podía ver la avenida Corrientes brillar bajo la lluvia.
Pidió un Malbec, como solía hacer entonces, y abrió un cuaderno que llevaba años sin tocar. Las páginas olían a papel húmedo y tinta antigua.
Escribió:
“El amor después del amor no se parece a nada. Ni siquiera al recuerdo.”
Sonrió al leerlo, sabiendo que, si ella lo viera, probablemente se reiría también.
Lucía siempre decía que él dramatizaba demasiado, que todo lo convertía en metáfora. Pero esa noche no había nada más real que esa frase: el amor, después del amor, era una herida que brillaba cuando llovía.
Afuera, alguien cruzó la calle con un paraguas rojo.
Martín alzó la vista, distraído, y el corazón se le detuvo un segundo.
No podía ser.
Pero era.
Lucía.
La reconoció por la forma en que caminaba, como si el mundo se inclinara a su paso.
El cabello, un poco más corto, pero igual de indomable. El mismo gesto distraído al buscar algo en el bolso.
El mismo paraguas rojo que le había regalado una tarde de tormenta, cuando aún creían que el amor era invencible.
Martín no se movió. La observó entrar al bar, quitarse el abrigo, sacudir el paraguas.
Por un momento, el tiempo se contrajo: veinte años reducidos a un instante.
Ella no lo vio enseguida.
Pidió un café, y solo cuando giró buscando asiento, sus ojos se cruzaron con los de él.
No hubo sobresalto ni sonrisa. Solo ese silencio eléctrico, esa pausa que ocurre justo antes de que un rayo parta el cielo.
Lucía dudó un segundo, y luego caminó hacia su mesa.
—Martín. —Su voz sonaba igual, aunque con un matiz distinto, una sombra de algo que no estaba allí antes.
—Lucía. —Él respondió casi en un suspiro.
Se miraron un momento que pareció eterno.
Luego ella dejó el bolso sobre la silla, se sentó y pidió al camarero otro vino.
El diálogo fue torpe al principio, lleno de frases cortas, de sonrisas que servían para disimular los silencios.
Hablaron del trabajo, de los años, de lo poco y lo mucho que había cambiado todo.
Pero entre palabra y palabra, había otra conversación ocurriendo en paralelo, muda y cargada de historia.
Cuando el vino llegó, ella lo sostuvo entre los dedos y lo olfateó con una sonrisa.
—Sigue siendo un Malbec —dijo—. No has cambiado tanto, parece.
—Supongo que hay cosas que uno no aprende a olvidar —contestó él.
Lucía lo observó con esa mirada que parecía atravesarlo.
—¿Y otras que sí?
Martín no respondió. Solo bebió un trago, largo, intentando que el vino le borrara la memoria.
Había algo distinto en ella. Una serenidad que antes no tenía, una calma casi triste.
Él recordó su risa desbordante, sus discusiones absurdas a las tres de la madrugada, las veces que bailaron sin música, solo siguiendo el ritmo del corazón.
Y de repente, lo entendió: no era nostalgia lo que sentía. Era deseo.
Un deseo viejo, dormido, pero aún vivo.
El bar se fue vaciando lentamente.
Lucía jugaba con el borde de la copa, dibujando círculos con el dedo.
—¿Sabés qué es lo peor de todo? —dijo, sin mirarlo.
—¿Qué?
—Que todavía me acuerdo de cómo olías. —Lo dijo con una sonrisa leve, pero la voz le tembló.
Martín la observó en silencio.
—Y yo todavía me acuerdo de cómo temblabas cuando mentías —respondió, casi en un murmullo.
Lucía alzó la vista. Por un instante, volvió a ser la misma de antes, la de las madrugadas en que todo parecía posible.
Él sintió que algo dentro suyo se encendía.
Afuera, la lluvia volvió a caer, suave, insistente.
Lucía miró por la ventana.
—No tengo paraguas —dijo, aunque el suyo seguía apoyado en la silla.
Él entendió.
—Podés quedarte hasta que pare. —Su voz fue más una invitación que una frase.
Ella asintió, y por primera vez en muchos años, el silencio entre ellos no dolió.
Segunda parte: El vino y la lluvia
El reloj del bar marcó las once menos cuarto.
La lluvia seguía cayendo, persistente, dibujando líneas en el vidrio empañado de la ventana.
Lucía sostenía la copa con la mirada perdida, como si las gotas que resbalaban por el cristal pudieran explicarle en qué momento se había torcido todo.
Martín, frente a ella, la observaba sin esconderlo. No la miraba con deseo inmediato, sino con esa mezcla de incredulidad y ternura que solo se siente ante algo que se creía perdido para siempre.
Habían pasado quince años.
Quince otoños, quince inviernos, quince primaveras sin esa voz, sin ese modo de inclinar la cabeza al reír.
Y, sin embargo, allí estaban, como si el tiempo hubiera sido apenas una pausa larga entre dos canciones.
Lucía dejó la copa sobre la mesa, despacio.
—¿Sabés? A veces pienso que todo lo que nos pasó fue un malentendido —dijo, con una sonrisa que no era del todo triste ni del todo alegre.
Martín arqueó una ceja.
—¿Un malentendido? —repitió, como si necesitara que ella lo confirmara.
—Sí… —Ella buscó las palabras—. Dos personas que se amaron mucho y que, por orgullo, se olvidaron de preguntarse si todavía podían seguir amándose.
El camarero se acercó, recogió un par de copas vacías y les ofreció otra botella.
Martín asintió sin pensarlo.
—El mismo —pidió.
Lucía lo miró de reojo, con una media sonrisa.
—Sos un terco.
—Y vos siempre quisiste que lo fuera.
Se hizo un silencio.
De esos que no son incómodos, sino densos, cargados de electricidad y memoria.
Lucía apoyó los codos en la mesa, acercándose apenas.
—¿Y si lo fuimos todo, Martín? —preguntó—. ¿Y si no queda nada más?
Él la miró un instante largo, y luego respondió con voz baja, casi un susurro:
—El fuego nunca se apaga del todo, Lucía. A veces solo espera un poco de aire.
Ella sonrió, pero en sus ojos brilló algo parecido al miedo.
El camarero sirvió el vino, y cuando se alejó, ambos bebieron al mismo tiempo, como si la copa fuera un conjuro.
—¿Seguís escribiendo? —preguntó ella.
—De vez en cuando. Ya no con la misma rabia, pero sí con la misma necesidad.
—¿Y escribiste sobre mí?
Martín dudó, pero no mintió.
—Siempre. Aunque ya no lo diga con tu nombre.
Lucía bajó la mirada. Sus dedos jugaban con el anillo de plata que llevaba en la mano derecha.
—Pensé que ya no me recordabas.
—Imposible —respondió él—. Uno no olvida el primer incendio.
Ella soltó una risa leve, casi tímida.
—Yo te soñé muchas veces, ¿sabés? Pero siempre te ibas antes de que amaneciera.
—Tal vez porque en mis sueños vos nunca te ibas.
Las palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de un calor invisible.
Lucía lo miró con algo nuevo en la expresión: no era deseo, no era nostalgia, era algo más hondo, más humano.
Como si de pronto se viera reflejada en él y entendiera que ambos seguían siendo los mismos, aunque el tiempo los hubiera desgastado por dentro.
Fuera, el viento sopló con fuerza y el paraguas rojo cayó al suelo.
Ella se levantó para recogerlo, pero Martín se adelantó.
Sus manos se rozaron apenas, y el contacto fue suficiente para desatar algo que ambos habían contenido demasiado tiempo.
Lucía no retiró la mano.
Martín tampoco habló.
Durante un instante, todo lo que existió fue ese roce, ese pequeño temblor entre los dedos, esa corriente que los unía y los devolvía a una noche antigua, a un cuerpo que ya conocían de memoria.
Ella fue la primera en romper el hechizo.
—No deberíamos —susurró, más para sí misma que para él.
—Nunca pudimos, Lucía. Y aun así lo hicimos igual.
La sonrisa de él era serena, sin urgencia.
Lucía se sentó otra vez, con el pulso acelerado.
—No sé si tengo fuerzas para repetir la historia.
—No hace falta repetirla. Podemos escribir otra —dijo él, con esa calma que esconde una tormenta.
Los minutos se volvieron invisibles.
El vino se acabó.
El bar se vació.
El reloj marcó la medianoche.
Lucía miró por la ventana, donde la lluvia había cesado.
—Ya paró —murmuró.
Martín la observó.
—Y sin embargo, no te movés.
Ella lo miró a los ojos.
—Porque tengo miedo.
—¿De qué?
—De volver a sentir lo mismo.
Martín sonrió apenas.
—Eso es lo que nos mantiene vivos, ¿no? Sentir.
Hubo un largo silencio.
Luego, ella se levantó, tomó el paraguas rojo y, tras dudar un segundo, le extendió la mano.
—Acompañame —dijo.
Salieron juntos.
La calle olía a tierra mojada, a jacarandá, a recuerdos que el viento arrastra sin preguntar.
Caminaron sin rumbo, bajo un cielo que se abría de a poco.
Lucía hablaba de cosas pequeñas —un viaje, un libro, un sueño— y Martín la escuchaba como quien escucha un idioma que conoce desde siempre pero había olvidado pronunciar.
Llegaron a una esquina donde un bandoneón sonaba en la distancia.
Lucía se detuvo.
—¿Te acordás? —preguntó—. Esa vez que bailamos sin música, en la terraza.
Martín sonrió.
—Cómo olvidarlo. Dijiste que el silencio era el mejor ritmo del mundo.
—Y lo sigue siendo. —Ella lo miró fijo, y entonces añadió—: ¿Bailamos?
Él no respondió. Solo la tomó de la cintura, y allí, bajo la tenue luz de una farola, comenzaron a moverse.
Lento, torpe al principio, pero cada vez más natural.
Los cuerpos se reconocieron antes que las palabras.
No había música, pero sí un compás secreto, un pulso que los unía.
Lucía apoyó la cabeza en su hombro.
—El amor después del amor —susurró—. Suena distinto, ¿no?
—Sí —respondió Martín—. Como una canción que aprendés a tocar cuando ya sabés lo que duele.
Se quedaron así, bailando sin razón, sin futuro, sin promesas.
Solo el presente.
Solo ellos.
Cuando se detuvieron, Lucía lo besó en la mejilla, suave, como quien despide un sueño.
—Vení —dijo entonces—. Te invito un café.
Caminaron hasta su departamento, en una calle silenciosa de Almagro.
Las luces amarillas de los faroles daban a la noche un aire de película vieja.
Subieron en silencio.
El ascensor olía a madera y a nostalgia.
Al entrar, Lucía dejó el paraguas rojo apoyado en la pared.
Martín recorrió el lugar con la mirada. Era distinto, pero había algo suyo en ese espacio, una sombra de lo que fueron.
Ella preparó el café sin hablar.
Cuando se lo ofreció, sus manos se rozaron otra vez.
Y entonces, sin que nadie lo decidiera, se acercaron.
El beso fue lento, tibio, inevitable.
No había urgencia, solo reconocimiento.
El cuerpo recordaba lo que el alma nunca olvidó.
Lucía lo abrazó, apoyando la frente en su pecho.
—Te esperé muchas veces —murmuró—. Pero siempre llegaba tarde la vida.
Martín le acarició el cabello.
—Tal vez la vida no llega tarde —dijo—. Tal vez nos prepara para entender.
El reloj marcó la una de la madrugada.
Afuera, la lluvia volvía a insinuarse.
Dentro, el silencio tenía la forma exacta de un segundo antes del fuego.
Tercera parte: La luz después del fuego
El café se enfrió sin que ninguno lo probara.
La noche, afuera, respiraba despacio, con ese silencio que solo Buenos Aires conoce cuando llueve sobre sus techos viejos.
Lucía seguía abrazada a él, y Martín sintió que el tiempo, por fin, se rendía.
No eran los mismos, lo sabían.
Pero tampoco eran otros.
Eran el eco de lo que alguna vez fueron, y ese eco bastaba para incendiar de nuevo la memoria.
Lucía levantó la vista. En sus ojos había un brillo distinto, una mezcla de ternura y vértigo.
Martín le acarició el rostro, y ella cerró los ojos, como si el gesto la devolviera a un lugar conocido.
—¿Tenés miedo? —preguntó él, apenas un murmullo.
—Sí —dijo ella—. Pero no es del fuego. Es de lo que venga después.
El silencio se volvió cómplice.
El reloj marcó un minuto, luego otro.
Afuera, el viento golpeaba las persianas con suavidad, como un tambor lejano.
Entonces, sin palabras, se acercaron.
Fue un movimiento leve, inevitable, como si el aire los empujara uno hacia el otro.
No hubo urgencia ni desborde.
Solo una corriente lenta, profunda, que los envolvió como un río tibio.
Los labios se encontraron, y en ese instante el mundo pareció detenerse.
El pasado y el presente se fundieron, las heridas y los años se borraron.
Era un beso sin promesas, sin certezas, sin futuro.
Un beso de los que no buscan poseer, sino comprender.
Él la sostuvo entre los brazos, y ella se dejó caer en esa calma que sólo se encuentra cuando se ha amado demasiado.
No hicieron falta más palabras.
El amor, después del amor, ya no era fuego, era luz.
El amanecer los sorprendió así, abrazados, respirando el mismo aire.
El cielo, detrás de las cortinas, se teñía de un rosa pálido.
Lucía abrió los ojos, sonrió apenas y le susurró:
—Te soñé muchas veces.
—Yo también —respondió él—. Pero en mis sueños nunca amanecía.
Ella rió, suave, y apoyó la cabeza en su pecho.
—Ahora sí —dijo—. Ahora amaneció.
Durante unos minutos, el mundo pareció tener sentido.
El reloj marcaba las seis.
Los primeros colectivos cruzaban la avenida.
El olor a pan recién hecho subía desde la calle.
Martín la miró dormir. Había algo en esa quietud que le dolía y le curaba a la vez.
Tomó el cuaderno que llevaba en el bolsillo del abrigo y escribió, casi sin pensar:
“El amor después del amor es el recuerdo que el alma tiene del fuego.”
Dejó el cuaderno sobre la mesa, junto a la taza fría, y se quedó observando el humo leve que aún salía del café.
Entonces sonó el teléfono.
Un sonido breve, cortante, que rompió la quietud.
Lucía no se movió.
Martín, sin saber por qué, sintió un escalofrío.
Dejó el cuaderno y atendió.
—¿Hola?
Del otro lado, una voz femenina, serena, dijo:
—¿El señor Martín Suárez?
—Sí.
—Lamento despertarlo. Llamo del Hospital Rivadavia. Tenemos una paciente ingresada anoche, una mujer llamada Lucía Pereyra. Su nombre estaba como contacto de emergencia.
Martín no respondió.
El silencio lo atravesó como un relámpago.
La voz continuó:
—Sufrió un accidente automovilístico alrededor de las diez. Lo sentimos mucho. Falleció hace unas horas.
Martín apretó el teléfono con fuerza.
La mirada se le nubló, y de pronto el sonido de la lluvia volvió, lejano, interminable.
Giró lentamente hacia la cama.
Lucía seguía allí, dormida.
La luz del amanecer la envolvía.
Parecía respirar.
—Debe haber algún error —murmuró él, apenas un hilo de voz—. Está aquí conmigo.
Pero cuando dio un paso, algo dentro de él comprendió.
El aire estaba inmóvil.
El cuarto, demasiado quieto.
Lucía no se movía.
Se acercó despacio.
El cuaderno seguía abierto sobre la mesa.
La taza, vacía.
El paraguas rojo, apoyado contra la pared, aún goteaba.
Martín se sentó a su lado.
No lloró.
Solo la miró, con una serenidad que dolía más que el miedo.
Afuera, la ciudad comenzaba a despertar.
Los colectivos, los perros, los porteros barriendo las veredas.
Todo seguía.
El mundo seguía.
Y él comprendió, finalmente, las palabras de la canción:
“Nadie puede y nadie debe vivir sin amor.”
Porque el amor no termina con el cuerpo, ni con el tiempo, ni con la distancia.
A veces el amor regresa solo para despedirse bien.
Martín tomó su cuaderno y escribió una última línea:
“El amor después del amor no es volver. Es comprender por qué se fue.”
Dejó el cuaderno sobre la mesa, junto al paraguas rojo, y salió al amanecer.
La lluvia había cesado, y el sol nacía tímido sobre la ciudad.
El viento traía olor a jazmín, a calles húmedas, a memoria.
Y mientras caminaba, con las manos en los bolsillos y el corazón en silencio, sintió que, por primera vez en muchos años, estaba en paz.
… Fito Páez