Cita a ciegas
La cita era a las ocho.
Nunca nos habíamos visto, así es que habíamos quedado en que ella llevaría un suéter rojo, y yo una camisa de color malva -que me tuve que comprar especialmente para la ocasión, y que pensaba tirar a la basura al día siguiente, porque había sido idea de ella, pero a mi no me gusta ese color-.
Pero llevaba desde las ocho menos cinco en la cafetería, eran más de las ocho y media, y ni había ninguna chica con esa prenda, ni entró en todo el tiempo que llevaba allí.
Así es que pensé que había sido objeto de una broma, o que al final se había arrepentido, y pedí la cuenta.
Mientras esperaba, por fin, una chica con una prenda roja entró por la puerta.
Yo no sé si aquello que llevaba era un suéter, pero era rojo, así que le dediqué mi sonrisa «Profiden», pero aunque miró en mi dirección, se fue hacia un extremo de la barra sin hacerme ni caso.
Me quedé observándola. Ella se había definido como «25 años, 1,65, 68 kilos de peso, pelo rubio teñido y ojos castaños».
A mí me parecía algo mas alta; evidentemente, no podía medirla, el pelo era rubio oscuro como sus cejas, y parecía totalmente natural, aunque nunca se sabe.
Lo que sí estaba es buenísima. Era como si me hubiera tocado la lotería, porque no me esperaba que una chica que había conocido en un «chat» pudiera ser tan atractiva como aquella.
Vi que sacaba unas gafas del bolso, y se las ponía para hojear una revista que llevaba en la mano, mientras esperaba que la sirvieran.
«Eso es -pensé-. No se pone las gafas por coquetería, y por eso no me ha visto».
Así es que me acerqué a ella:
– Hola Elena. Soy Jaime.
Me miró de arriba abajo.
– Pues mucho gusto, pero yo no me llamo Elena.
Me quedé bastante «cortado».
– Pero, ¿no eres tú «godiva»? -era su «nick»-.
– No, pero tú sí debes ser «Tom el mirón» -respondió rápida-.
Me estaba tomando el pelo claramente.
Efectivamente, mi «nick» es «myron». Si no hubiera estado tan condenadamente buena, hasta me habría cabreado.
Que no hay cosa que más me encorajine que esperar, seguido de que se burlen de mí, y ella había hecho las dos cosas.
Me senté en un taburete libre a su lado.
– Venga, Elena. Me ha gustado la broma, pero ya basta.
Se volvió con cara de mal genio.
– Escucha tío, no sé cual es tu rollo, pero déjame en paz. Ya te he dicho que no me llamo Elena, ni Godiva, ni te conozco, ni me gusta que intenten ligar conmigo con el truco de «¿no nos conocemos de algo?» en versión rara.
Pensé en una posibilidad poco agradable para mi ego. Era imposible que se dieran tantas casualidades, salvo que ella conociera la historia. Insistí:
– Perdona, Elena. Si no soy lo que tú te imaginabas, y no quieres salir conmigo, pues me lo dices y tan amigos.
– Yo no te imaginaba de ninguna manera, aunque ahora puede que aparezcas en mis pesadillas. Y ¡joder! te repito que no me llamo Elena.
Por primera vez, empecé a pensar que me había equivocado de mujer vestida de rojo.
– Escúchame dos minutos y me voy. He quedado citado aquí con una chica con la que he estado «chateando», pero que no he visto en mi vida, y me dijo que traería puesto un suéter rojo. Se llama Elena, y su «nick» es «godiva». Y al verte he pensado que eras tú.
Ella sonrió.
– Y, ¿cuál es tu «nick», Jaime?.
«Se acuerda de mi nombre, ¡bien!».
– Myron.
Ahora se rió con ganas. Después me miró sonriente.
– Perdona, pero es que me ha hecho gracia. Si de veras esta no es tu imaginativa forma de ligar, es que te ha dado plantón.
– Pues sí -dije mohino-.
– Oye, yo no estoy muy puesta en estas cosas de Internet, pero creía que lo de establecer relación con los ordenadores, era cosa de gente solitaria, o con problemas. Pero tú no «das» el tipo.
Y me recorrió de arriba abajo con la vista.
– No, verás -expliqué- es una forma de conocer gente con la que de otro modo no te relacionarías nunca. Solo que a veces descubres que la otra persona vive en tu misma ciudad, y os citáis para conoceros en persona.
– Y, ¿te has citado con otras chicas de esta forma?.
– No, es la primera vez. Por cierto. Tú sabes mi nombre, pero no me has dicho cómo te llamas.
Me dirigió una mirada especulativa.
– Me llamo Olivia. Pero ya han pasado tus dos minutos.
– Pues cambiaré mi «nick» a «popeye» -respondí- pero dame cinco minutos más…
Volvió a reír echando la cabeza hacia atrás. Se le formaban unos preciosos hoyuelos en las mejillas cuando lo hacía.
– Es la primera vez que me río con alguien que quiere ligar conmigo. Pero, ¿y si ahora aparece «Lady Godiva»?.
– A menos que venga desnuda sobre su caballo, prefiero mirarte a ti.
Puso cara de picardía:
– Pero, si viene desnuda, no traerá un suéter rojo…
– Es verdad, no había caído -repliqué-. Bueno, pues adiós Elena, hola Olivia.
– ¿Y si te digo que estoy esperando a un tipo grande, grande, y con muy malas pulgas?.
– Tomaré mi lata de espinacas.
Volvió a reírse con ganas. Sentí que le había caído en gracia, y tenía mesa en un restaurante, al que ahora no podría ir, al menos acompañado.
Claro que también había reservado habitación en un hotel, porque Elena me había dicho de forma bastante clara que estaba dispuesta, y esa sí que no la podría utilizar.
– Oye, tengo una mesa reservada para cenar. A lo mejor convences al tipo grandote de que te duele la cabeza esta noche.
Noté claramente que titubeaba. Luego se decidió:
– Está bien, pero no me gustan las verduras. Y después de cenar, cada mochuelo a su olivo.
– ¿Es una proposición? -le pregunté irónico-.
Ella me miró con cara de desconcierto.
– ¿No me has dicho que después, este «mochuelo» a su «olivia».
Se atragantó con la coca-cola que se estaba llevando a los labios, y me salpicó la camisa malva.
Cuando se le pasó la tos, ayudada por ligeras palmaditas mías en su espalda, me miró horrorizada:
– Te he puesto perdido, espera. ¡Camarero!. Un vaso de agua, por favor.
Humedeció una servilleta de papel en el líquido, y empezó a frotar las salpicaduras de mi camisa.
Tenía unas manos muy bonitas, con las que me estaba rozando el pecho.
Ella se dio cuenta de repente, se puso muy encarnada, y me entregó el papel humedecido.
– Casi… Mejor sigue tú.
Hubo un mal momento al llegar al restaurante.
Por el camino, ella había dejado claro que todavía estaba convencida de que no existía la tal Elena.
Y yo no la quise sacar de su error, porque a lo mejor no le sentaba bien que yo la hubiera utilizado como «suplente» una vez que la otra chica no apareció.
Así es que le dije al «maitre» que no tenía reserva, confiando en que hubiera mesa disponible.
Afortunadamente, la había. Olivia se me quedó mirando con sorna:
– ¿Así que tenías mesa reservada para Lady Godiva, no?.
Me encogí de hombros, y puse cara de niño bueno. Funcionó. Ella sonrió, y nos sentamos.
A mitad de la cena, se había establecido ya un buen ambiente entre nosotros.
Resultó que Olivia vivía en Madrid, y que estaba allí por motivos de trabajo.
Y que, continuando con las casualidades de la noche, se alojaba en el mismo hotel al que yo había pensado llevar a Elena.
Pero eso no se lo dije, obviamente.
Y aquella horrible camisa malva se había empeñado en coleccionar manchas.
No se notaban demasiado las de coca-cola, pero al servirme el pescado que yo había pedido de segundo, el camarero me arrimó en exceso la bandeja, y dejó un gran rastro de grasa en la pechera.
Disculpas, «no se preocupe, que le pondremos un quitamanchas», pero me habían hecho polvo la noche.
Porque yo había confiado en llevarme a Olivia a bailar, y después… ¿quién sabe?. Pero lo del quitamanchas fue aún peor que la grasa, porque ahora tenía un gran lamparón blanco. Y así no podía ir a ninguna parte.
Al salir, le dije claramente que había confiado en que accedería a venir conmigo a una discoteca, pero que antes tendría que ir a mi casa a cambiarme.
– Bien, pues vamos si quieres, y yo te espero en alguna cafetería.
¡Ella estaba dispuesta!. Si conseguía llevarla a mi casa, a lo mejor…
– Bueno, pero es que vivo en una casa aislada fuera de Barcelona, y allí no hay bares para que me esperes.
Ella lo estuvo pensando unos instantes. Por fin me miró:
– Creo que será mejor que me dejes en mi hotel. Se va a hacer muy tarde, y mañana tengo que estar temprano en la oficina.
Maldiciendo internamente la camisa, al camarero, al quitamanchas, y a la madre que los parió a todos, abrí la puerta de mi coche. Y poco tiempo después, estaba parado ante la entrada del hotel.
La cara de desilusión se me debía ver a las claras.
– ¿Puedo verte mañana, después del trabajo?.
– No es posible. Después de comer, volveré en el Puente Aéreo.
– Pero, ¿vienes con frecuencia a Barcelona? -pregunté esperanzado-.
– No, pero es posible que más adelante…
– Espera, voy a darte mi teléfono.
Empecé a buscar un bolígrafo y papel en el coche. Ella rebuscó en su bolso. Pero ninguno de los dos llevaba nada con qué apuntar.
– Podemos entrar a recepción, allí de seguro podrán prestarnos -dije yo-.
Ella se me quedó mirando durante un largo rato, sin decir nada.
– Debo estar loca, pero… Aparca el coche, y sube a la habitación 322.
Y salió, dirigiéndose a la puerta del hotel. Yo tardé en reaccionar, mudo de estupor. Mi pene no.
Cinco minutos más tarde, estaba de nuevo con Olivia. Ella estaba muy seria. Pensé que se estaba arrepintiendo del impulso repentino que le había llevado a invitarme a subir.
– Oye, ya que al final no pudimos ir a bailar, podríamos hacerlo aquí -le dije-.
Apreté varias teclas del control del hilo musical, hasta que salió algo lento. Me acerqué a ella y la tomé por la cintura. Ella no se movió. Me miró intensamente:
– No creas que esto lo hago continuamente, y que me echo en brazos de cualquiera la primera vez que le veo. Es solo que esta noche… no sé lo que me pasa.
Eso sólo tenía una respuesta.
La atraje contra mi cuerpo, y probé a besarla suavemente.
Ella no correspondió de momento, y mantuvo los labios cerrados.
Después, pareció decidirse, se abrazó a mí, y empezó a besarme como si me quisiera comer.
Todavía tuvo un momento de duda cuando yo empecé a acariciar sus nalgas por encima de la falda, pero luego apretó aún más su vientre y su pubis contra mi erección, entregándose completamente.
Unos momentos más tarde, tuvimos que separarnos para tomar aliento.
Cuando dirigí mi vista a sus pechos pude comprobar que, efectivamente, su suéter rojo presentaba una sombra blanca del quitamanchas. Me desprendí de la camisa:
– Te voy a arruinar completamente el suéter.
Ella acarició mi pecho por unos instantes.
Luego, se dedicó a juguetear con mis tetillas, y yo la imité. Sólo que yo estaba en desventaja, así es que tuve que igualar el juego.
Muy despacio, saqué la prenda roja por su cabeza.
Debajo había un sujetador de encaje, que dejaba ver por arriba la mayor parte de sus pechos, hasta el mismo borde de las aréolas. Me dediqué a besarlos.
Luego, bajé ligeramente una de las copas, dejando a la vista un pezón todavía arrugadito, que no duró mucho en tal estado, porque mi boca lo hizo ponerse bien duro.
Le quité la prenda, liberando dos hermosos y firmes pechos.
La abracé de nuevo, y mis manos encontraron en la parte posterior de su cintura los corchetes y la cremallera de su falda, que desabroché, dejando el paso expedito a mis manos, que introduje por debajo de las braguitas, acariciando sus nalgas de seda, ahora sin el estorbo de la ropa.
Todavía hubo un momento de duda por su parte, cuando mis dedos se introdujeron entre sus piernas, pero duró poco.
Apartándose ligeramente de mí, desabrochó el cinturón de mi pantalón y abrió la bragueta.
El pantalón fue a parar a mis rodillas del mismo modo que su falda, que se deslizó por sus caderas hasta quedar arrugada en torno a sus tobillos.
Me detuve a mirarla. No hay nada que me guste más que la contemplación de un hermoso cuerpo como el suyo.
Eso es para mí más de la mitad del placer del sexo. Ella tenía la vista fija en el bulto de la delantera de mi «slip», pero parecía dudar. La decidí, tomando una de sus manos, y la puse sobre mi erección, que ella empezó a acariciar suavemente.
La dejé un rato que tomara confianza, mientras seguía lamiendo y besando todas las partes de su cuerpo que quedaban al alcance de mi boca sin agacharme, porque el tacto de sus dedos sobre mi miembro, aunque fuera a través de la tela, me estaba poniendo en el cielo.
Finalmente, me bajé el «slip» y lo aparté a puntapiés junto con el pantalón. Ella miró fijamente lo que la tela había ocultado hasta ese momento, y después continuó con sus caricias.
Bajé sus braguitas hasta las caderas, mientras volvía a comerme su linda boca, y poniéndome ligeramente a su costado, conseguí hacer llegar mis dedos hasta su sexo, húmedo y caliente.
Allí empecé a deslizarlos arriba y abajo por su abertura, deteniéndome a acariciar su clítoris, que notaba como una perlita debajo de sus pliegues.
Ella estaba ya masajeando mi pene y mis testículos, con bastante menos suavidad que antes, mientras respiraba roncamente, con la boca entreabierta y los ojos cerrados.
La dejé hacer durante unos segundos, y luego me arrodillé, bajándole totalmente las braguitas.
Ahora pude ver por primera vez el vello de su pubis, y el inicio de la rajita entre sus piernas.
Y empecé a lamer su vientre, y la cara interior de sus muslos, hasta que ella me tomó del pelo, obligándome a levantarme, y volvió con sus manos a mi verga, y con su boca a morderme suavemente los labios.
Aunque tuve que doblar ligeramente las rodillas, pude alcanzar su sexo desde atrás, introduciendo primero un dedo y después dos en su vagina, mientras el resto de mi mano masajeaba su ano y la parte inferior de su vulva.
Ella se descontroló totalmente, y se pegó a mí muy apretada, con las dos manos en mi espalda, y una de sus piernas encogidas en torno a mi cintura.
La levanté ligeramente, dejándola en el aire, con lo que la otra pierna pasó también a abrazarme. Mi pene se introdujo entre sus piernas, rozando la húmeda suavidad de su coñito, y yo me moví ligeramente adelante y atrás, acariciándola con él, pero sin introducírselo.
Sus besos eran ahora ligeros mordiscos en mis mejillas, pero no me importaba. Cuando podía, yo atrapaba sus labios entre los míos, o introducía mi lengua en su boca fragante, explorando la suavidad de su interior, y jugando con su lengua.
Estaba a punto de explotar.
Llevándola aún en vilo, la deposité en el borde de la cama, levantando sus piernas encogidas, me arrodillé entre ellas, y la penetré con suavidad, hasta alojarle la totalidad de mi falo.
Mientras la bombeaba cada vez con más rapidez, me incliné para seguir besándola la cara, el cuello los pechos…
Hasta que ella explotó en un intensísimo orgasmo, gimiendo al ritmo de mis embestidas.
Yo paré mis movimientos, porque estaba a punto de correrme, y quería hacerlo durar más. Así es que separé sus labios con dos dedos, y me dediqué a lamer el interior de la herida rosada entre sus piernas.
De vez en cuando, tomaba sus pliegues entre mis labios, y tiraba ligeramente de ellos, hasta que se escurrían de mi boca.
O recorría con la punta de mi lengua el perímetro de su clítoris.
No tardó en volver a sus contracciones, elevando y bajando las caderas, mientras gemía intensamente, hasta que su cara se contrajo, elevó el trasero, y sus manos apretaron mi cabeza contra su sexo, chillando al compás de las oleadas de placer que la recorrían.
No me permitió volver a introducirme dentro de ella. Se desasió de mí, y se arrodilló en la cama, obligándome a tenderme boca arriba.
Se puso a horcajadas con una pierna a cada lado de mis caderas, tomó mi pene entre las manos y se sentó sobre él, empezando a subir y bajar su sexo sobre él.
Quise tomar sus pechos en las manos, pero preferí verlos bambolearse al compás de sus movimientos.
Ella tenía una mano en su nuca y la otra pasada, tras su cuerpo, masajeaba mis testículos. No pude resistirlo mucho tiempo, y eyaculé dentro de ella.
Ella siguió con sus movimientos durante unos instantes.
Por fin, se tumbó sobre mí contorsionando las caderas, se abrazó a mi cuerpo como si quisiera fundirse conmigo, y gritó estremecida por un nuevo orgasmo.
Más tarde, estábamos los dos tendidos frente a frente.
Ella tenía puestas sus manos detrás de mi cabeza, mientras su rostro mantenía una hermosa sonrisa, con los ojos muy brillantes.
Yo tenía aferrado uno de sus pechos, y estaba siguiendo con mi dedo el contorno de su boca. No podía resignarme a despedirme de aquella preciosidad de mujer:
– Si tú quieres, puedo ir a Madrid de vez en cuando…
Ella acarició mi frente, y dijo dulcemente:
– Lo siento, pero eso no es posible. Es que, verdaderamente, tengo allí a un «Brutus», Popeye. Pero la noche es larga, y no tengo sueño.
Suspiró, mientras me contemplaba con cara de lujuria:
– ¿Necesitas tus espinacas para un nuevo asalto?.
Levanté la sábana, y miré mi pene, que estaba empezando a recobrar la erección. No, no me hacían ninguna falta…
Nota: Por si algún lector no conoce la leyenda, y le ha resultado incomprensible el diálogo con Olivia, Lady Godiva fue una noble inglesa que en 1040, apenada por la miseria en la que había sumido al pueblo del condado de Coventry los altos impuestos que exigía su marido Leofric, conde de Chester, amenazó a éste con pasearse desnuda a caballo por el pueblo.
Como éste no accediera a rebajarlos, Godiva cumplió su amenaza. Los aldeanos, solidarios con ella, se encerraron en sus casas para no verla, excepto el sastre, Tom, que en adelante fue conocido como «Peeping Tom» -Tom el fisgón, o «mirón»-.
(Mmmmm. Una pelirroja desnuda, montada sobre un caballo… Esto tiene «materia» para otro relato).