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Sin límites IV: Yolanda

Sin límites IV: Yolanda

Aquella revelación la estaba esperando, no quería que Paola se diese cuenta.

El ver a mi esposa con otra mujer me había hecho entrar en otro mundo, un mundo donde el sexo y el placer ocupaban el primer lugar.

Sentado, con el vaso de whisky en la mano, mirando a mi sirvienta que, para frente a mí, prácticamente esperaba una orden, me imaginé en breves instantes un montón de imágenes donde Yolanda, mi querida esposa, hacía el amor con Paola.

Debía continuar averiguando, y así lo hice.

¿Cómo dices? – le pregunté simulando asombro.

Déjeme explicarle, señor.

(A partir de ahora será la misma Paola quien les cuente todo)

Cuando comencé a trabajar aquí, hace 1 año recién había cumplido los 18.

Hasta esa fecha sólo había tenido un novio, desde que tenía 15.

El fue el primer hombre que me besó, el primero que acarició mi piel, del que por primera vez recibí placer, en fin, con él perdí la maldita virginidad.

Recuerde usted que mi novio venía diariamente a buscarme cuando terminaba mis labores.

Era muy celoso, entre sus manos me había hecho mujer, ya no era más la muchachita fea del barrio, los hombres me miraban con lujuria cuando iba por la calle y esto no podía pasar inadvertido para él.

Esto lo alteraba mucho. Comenzamos a discutir por cualquier cosa, se fue tornando violento. Es increíble lo que pueden hacer los celos.

Fue en esa época en que los ví por primera vez a usted y la señora haciendo el amor.

Un sábado había terminado de hacer las labores aquí abajo y subí para recoger una de las habitaciones.

El día anterior su asistente, la señora Carmen, había estado trabajando con usted hasta muy tarde en el estudio y se quedó a dormir aquí. Había dormido en la habitación continua a la suya.

Como le decía, subí para cambiar la ropa de cama.

Estado en la habitación, sin querer, comencé a escuchar como usted y la señora lo estaban haciendo.

Mi primer impulso fue el de bajar y esperar a más tarde. Pero la curiosidad fue mucho mayor.

Con mucha cautela salí al balcón y me acerqué a las ventanas de su alcoba.

Usted estaba acostado en la cama y su señora estaba sentada sobre usted, dándole la espalda, con la verga completamente incrustada en el ano.

Con una mano se acariciaba el clítoris y con la otra se estaba amasando los senos.

Aquello me dejó paralizada. Jamás había visto a una pareja haciendo el amor, además, nunca mi novio me la había metido por atrás.

Algunas veces lo intentó, pero yo siempre me opuse.

Su esposa comenzó a subir y a bajar.

Cuando subía se sacaba la verga y se la introducía en la vagina.

Entonces bajaba por completo, sin dejar de acariciarse el clítoris.

Después repetía la misma operación, pero a la inversa.

Entonces vi su verga por primera vez.

No pude evitar compararla con la de mi novio y me di cuenta que lo que hasta ese momento había sentido era puro juego si alguna vez llegaba a tener la de usted dentro de mí.

Tal vez fue en ese momento que me nació este deseo que al fin hoy se ha cumplido.

Yo los respeto mucho, porque son muy buenos conmigo, pero no pude evitar el comenzar a excitarme.

Jamás me había pajeado, pero había escuchado a algunas amigas como era que se hacía.

Conteniendo la respiración, introduje una de mis manos en los pantys.

Mi vagina estaba totalmente inundada por los jugos de la excitación.

Casi instintivamente comencé pasarme los dedos por la raja, sin dejar de mirarlos a ustedes.

Su esposa tenía la verga en el culo y parecía gustarle mucho.

De pronto llevó una de sus manos hacía atrás, y de debajo de una almohada sacó un consolador.

Yo solamente había oído hablar de ellos, pero nunca había visto uno.

Era grande, con la misma forma de una verga, pero no tan linda y grande como la suya.

La señora se la pasaba por los labios, mojándola.

Después se la restregaba por los pezones, que tenía bien erectos.

Poco a poco la fue acercando a su raja.

Se la pasaba de arriba abajo.

Se introducía sólo la punta y volvía a chuparla.

Usted movía suavemente las caderas haciendo que su esposa se excitase aún más.

Por mi parte, yo pellizcaba mi clítoris, que siempre tuve grande, y que mi novio con sus mamadas y caricias se había encargado de desarrollar un poquito más.

Me introducía dos dedos en la vagina, manteniendo la palma de la mano apretada contra el clítoris, restregándolo.

Como su esposa saboreaba el falo de goma después de haberlo introducido en su vagina, yo decidí probar a qué sabía.

Llevé mis dedos a la boca y los chupé lentamente.

El sabor me embriagó por completo. A partir de ese momento no he dejado de hacerlo nunca.

Ya su esposa estaba lista para completar la doble penetración.

Despacio fue introduciéndose el consolador en su vagina, al tiempo que abría la boca, pasándose la lengua por los labios, en un gesto tan morboso que, unido a la paja que me hacía, me provocaron el orgasmo.

Casi suelto un grito cuando comencé a correrme, pero me mordí los labios y continué observando mientras me corría.

La señora Yolanda subía y bajaba sobre su verga con desesperación, al tiempo que usted elevaba las caderas y se clavaba su estaca hasta las mismas pelotas.

El ritmo con que ella metía y sacaba el consolador de su vagina era vertiginoso.

Comprendí que ustedes también se estaban corriendo, lo cual quería decir que habíamos terminado los tres al mismo tiempo.

En el desespero del orgasmo yo había llegado a introducir dos dedos en mi ano hasta más allá de la mitad.

Cuando estaba terminando de correrme fue que me di cuenta real de lo que estaba haciendo y los fui sacando despacio, lo que me provocó otro orgasmo, del que disfruté como nunca antes lo había hecho. Había cerrado los ojos, disfrutando el momento.

Cuando los abrí la señora se pasaba el consolador sensualmente por los labios, lamiéndolo de vez en cuando, y tenía clavada la vista en mí. Todo el tiempo ella estuvo de frente a mí.

En sus ojos no había reproche, si no más bien complicidad y deseo.

Debo confesar que no sólo el mirar su verga y como hacía el amor me había excitado.

Mirando a su esposa a los ojos, con mis dedos aún en la vagina, comprendí que la visión de su cuerpo, de la forma en que se acariciaba, de sus movimientos, de sus hermosas tetas, de su vagina abierta prácticamente ante mí, me provocaron sensaciones que nunca había sentido.

Nuestras miradas no se desviaban, se había establecido una especie de magnetismo entre nosotras.

Tenía ganas de correr hacia la cama y abrazarlos, de pedirles de rodillas que me hiciesen gozar tal y como habían hecho ustedes, pero el respeto me detuvo. Me ruboricé a causa de mis pensamientos y bajando la vista me aparté de la ventana.

Después supe que casi desde el mismo instante en que comencé a acariciarme, la señora se había dado cuenta de mi presencia.

Entre en la habitación contigua y recompuse mis ropas. Salí sin hacer el menor ruido. Cuando al cabo de unos minutos usted bajó en busca de un trago, me encontró sacudiendo los muebles, como siempre.

A propósito me incliné para recoger algo, de forma tal que usted pudiese ver mi culo, pero usted no se dio cuenta.

Esa tarde cuando mi novio vino a buscarme le dije que no me iría con él.

Había comprendido que nuestra relación ya no servía, además, había comprendido que jamás él me haría sentir lo mismo que había sentido en el balcón, mirándolos a ustedes, que jamás podríamos gozar como gozaban ustedes.

Mis palabras lo dejaron atónito. Por supuesto que no le conté nada de lo que había visto.

Simplemente le dije que no pensaba seguir saliendo con él, que lo nuestro no tenía futuro, que ya no soportaba sus celos, que era inadmisible la forma en que me trataba (y en ese momento pensaba en cómo trataba usted a su esposa), que las discusiones eran insoportables.

Al ver su rostro comprendí que no se esperaba algo así.

Se sintió herido en lo más profundo y noté como asombro se iba transformado en ira. Me empezó a decir horrores.

Los calificativos que me endilgó me apena volverlos a decir. Ya casi estaba gritando.

Usted estaba durmiendo en su habitación y la señora estaba tomando un jugo en la cocina cuando escuchó la discusión.

Llegó hasta nosotros y lo conminó a marcharse, de no hacerlo llamaría a la policía, que volviese a presentarse en la casa, que si se enteraba que él se acercaba a mí, lo acusaría ante la justicia.

Todo esto lo dijo de forma tan decidida y firme que él no tuvo más remedio que marcharse. Desde ese día no lo he vuelto a ver.

Al cerrar la puerta comencé a temblar. Temía que cuando me fuese a casa me estuviese esperando para hacerme alguna barbaridad.

No pude contener el llanto. La señora me tomó por los hombros y me acercó a ella diciéndome dulcemente:

Ven, no temas, no te pasará nada. Recuesta tu cabeza en mi pecho y llora, eso te ayudará a calmarte.

Mientras así me hablaba me acariciaba el pelo. Hice lo que me decía y puse mi cabeza sobre su pecho. La bata que vestía se había abierto ligeramente y dejaba ver el nacimiento de sus senos perfectos.

Con la mejilla contra su piel, sintiendo su calor, mirando sus senos tan de cerca, se me fue pasando el nerviosismo.

Pero estar abrazada con una mujer tan sensual, a la que había visto gozar completamente desnuda hacía sólo un rato, provocó que mi corazón comenzase a latir más aprisa.

Mi respiración se hizo más agitada, pero ella parecía estar sintiendo lo mismo, su pecho subía y bajaba al ritmo del mío, sentía como su piel se erizaba al contacto de mi aliento, como su cuerpo se iba apretando contra el mío, mientras sus manos ya me recorrían la espalda, desde el cuello hasta la cintura.

El olor de su cuerpo recién lavado contrastaba con un olor dulzón y atrayente que subía por dentro de su bata.

Era el mismo olor que había sentido cuando chupé mis dedos por primera vez, después de haberlos tenido en lo más profundo de mi vagina.

Al pegarnos más una a la otra, sin quitar mi cabeza de su pecho, su bata se había abierto aún más, dejando ver uno de sus senos por completo.

Tenía el pezón duro como piedra tan cerca de mi boca que sin siquiera pensarlo comencé a besarlo. Fue algo involuntario, como si algo dormido dentro de mí me incitase a hacerlo.

Lo fui lamiendo con la punta de mi lengua, mientras con mi mano apretaba el seno, que ya estaba hinchado por la excitación. Tomaba el pezón con mis labios y lo sorbía con ansiedad y con deleite, lo mordía levemente, poniéndolo más duro aún.

Ella comenzó a acariciar mis nalgas con una de sus manos, mientras con la otra acariciaba mis mejillas tiernamente.

De pronto me tomó por los hombros con fuerza, obligándome a soltar aquel manjar que tanto estaba disfrutando. Pensé que había vuelto en sí y me regañaría, pero fue todo lo contrario.

Me besó en los labios con una ternura tal que casi me desmayo. Introdujo su lengua en mi boca, buscando la mía, encontrándola y enredándose con ella, comenzando una danza loca que iba de mi boca a la suya.

Nos besamos largamente, con deseo y lujuria, tocándonos por todas partes, dejando que nuestras manos conociesen el cuerpo de la otra.

Con dulzura me separó de ella. Todo su cuerpo resplandecía de deseo y mis muslos estaban empapados por la enorme cantidad de secreciones vaginales que sus caricias me habían provocado.

Debemos detenernos – me dijo – mi esposo puede despertar y bajar. Pero no te aflijas, quiero que esta noche te quedes a dormir aquí, no podemos arriesgarnos a que ese imbécil de tu exnovio – y recalcó lo de “ex” – e encuentre y te haga algo. Yo me encargaré de hablar con el señor.

Y besándome en los labios se marchó, al tiempo que me decía:

Esta noche conoceremos el cielo juntas.

Yo estaba sin habla de la emoción. Había tanto amor y tanta ternura en su voz, en sus gestos, en sus caricias, que me había quedado muda. Pero mi piel hervía de deseo.

Fui hasta la cocina después de ver como subía a la planta alta. Me recosté de la mesa, donde había dejado listo todo para preparar la cena. Mis manos buscaron instintivamente mi entrepierna. Estaba completamente empapada y tenía el clítoris y los labios sumamente hinchados.

Comencé a acariciarme con lentitud, disfrutando cada caricia. Pero fui acelerando el ritmo, incrementando la fuerza de los pellizcos y tirones, metiéndome despiadadamente hasta tres dedos en el coño.

Ello, lejos de saciar mi deseo, lo aumentó. Entonces me fijé en uno de los pepinos que pensaba preparar en ensalada.

Lo tomé y embarrándolo en aceite me lo empecé a meter en la vagina.

Tuve que hacerlo poco a poco, porque era muy grueso, en realidad era algo descomunal, pero me lo introduje por completo y comencé a meterlo y sacarlo con rapidez.

Mis piernas fueron doblándose hasta quedar acostada en el piso, arrastrando de paso algunas otras hortalizas que estaban sobre la mesa.

Y allí quedé, con las piernas bien abiertas, dándome duro en el coño con un enorme pepino, satisfaciendo el deseo que una mujer había provocado en mí.

Me contorneaba como si fuera una serpiente, mi vagina estaba sumamente dilatada y aquello entraba y salía con mayor facilidad.

Entonces mi mano tropezó con una zanahoria. Sin pensarlo me puse en cuatro patas, con el culo al aire, y me la empecé a meter por el ano.

Aquello fue suficiente para provocar mi primer orgasmo, que se prolongó todo el tiempo que demoré en meterla por completo.

Después empecé a moverla igual que hacía con el pepino. Sentía llenos mis dos orificios por completo, tal y como los había tenido su esposa. Y pensar en ella mientras me los metía y sacaba me hizo estallar nuevamente.

Caí desfallecida por el esfuerzo, pero no dejé de chupar las hortalizas hasta dejarlas limpias por completo.

Cuando pude incorporarme, fui a mi cuarto, me bañé, me vestí y preparé la cena, durante la cual su esposa le contó a usted lo que había pasado con mi novio y le dijo que quería que yo me quedase esa noche, para evitar cualquier desgracia.

Esa noche, después de estar usted durmiendo, la señora fue a mi cuarto …, y realmente conocí el cielo, o más bien una parte, la otra la conocí con usted hoy.

Desde esa noche la señora y yo compartimos el goce del sexo, con ella aprendí a disfrutar realmente.

Ella me permitía observar cuando ustedes hacían el amor y después, cuando ella lo deseaba, gozaba conmigo y me permitía hacerlo a mí también.

Desde esa noche soy su esclava. Hoy por la mañana me llamó al despertarse y me mostró su pubis embarrado con su semen, señor, y me preguntó si quería probarlo.

No le miento si le digo que me encantó la idea.

Me desvestí y comencé a saborear la lechita que usted le dejó allí.

Cuando la limpié por completo, continué haciéndole el amor con mi boca, disfrutando de su sexo, el cual ella me ofrecía con tanto amor.

Fue entonces cuando su esposa, desde la cama, lo llamó a usted a la oficina. No sólo eran sus dedos los que acariciaban su raja, mi lengua la recorría de arriba abajo, penetrándola con la punta, excitándola al máximo.

Nos corrimos juntos, señor, usted allá en la oficina y nosotras aquí, ella con mi lengua y yo con mis dedos en el coño y el consolador enterrado bien profundo en mi ano, como a ella le gusta.

Gocé mucho. Por primera vez, sin que usted lo supiera, lo había hecho correrse.

Pero sobre nosotras no debo ser yo quien le cuente, al igual que otras muchas cosas.

Creo que con lo que vio usted hoy y lo que hasta ahora le he contado, ya sabe usted lo suficiente como para lograr que su esposa se abra más y logré disfrutar de mucho más placer que el que hasta ahora ha sentido.

Bien sé cuánto su esposa desea que usted goce con nosotras de todo lo que hacemos.

Ya tuvo un ejemplo allá arriba y otro aquí, conmigo.

¿Verdad que es preciosa la señorita Lucía?.

Sólo tiene 15 años, pero estoy segura de que usted se asombraría de las cosas que es capaz de hacer.

Continuará…

Continúa la serie << Sin límites III: Paola Sin límites V: Tres en una cama >>

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