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Sin límites II: La sorpresa

Sin límites II: La sorpresa

Durante el camino a casa estuve pensando en las palabras de Carmen, en la picardía que bailaba en sus ojos mientras me hablaba, en lo provocador y escabroso del tema.

Para mí siempre había sido natural que tuviese alguna que otra aventura, pero no me gustaba la idea de compartir a mi esposa.

Sin embargo, me consideraba un hombre sin prejuicios y a decir verdad, si yo podía gozar fuera del matrimonio, ¿por qué mi esposa no lo haría?.

Tal vez todo fuera como dicen algunos, que algo de aventura le da sabor al matrimonio, es como si rompieramos con la rutina, siempre y cuando no mediase el amor.

Pero algo continuaba dándome vueltas en la cabeza y no sabía a ciencia cierta qué cosa era.

Pensando así casi llegué a casa, y recordando lo de la posible sorpresa, decidí estacionar el auto poco antes de llegar y recorrer los metros restantes a pie.

Así llegaría en silencio.

Nuestra casa es amplia, con jardín y piscina.

Las habitaciones de dormir todas están en la planta alta, y las de la planta baja casi todas tienen acceso a la piscina, especialmente una que utilizamos para descansar, ver televisión y conversar.

Los muebles son muy cómodos y amplios, sobre todo un sofá reclinable donde muchas veces hacemos el amor.

Entré por una puerta lateral que se abre en el muro que rodea la parte posterior de la casa, donde se encuentra la piscina. Introduje la llave con cuidado y con mucho más cuidado aún cerré la puerta.

Me sentía como un ladrón en mi propia casa.

Atravesé toda el área de la piscina en completo silencio, vigilando el balcón de la planta alta, que comunica todos los dormitorios, presto a ocultarme ante cualquier imprevisto.

Me dirigí hacia la izquierda, evitando la puerta de la cocina, donde Paola, nuestra muchacha de servicio debía estar trabajando en ese momento.

En puntas de pie me fui acercando a la sala donde descansábamos habitualmente, miré por las amplias ventanas de cristal y no observé nada anormal.

Penetré en la casa tratando de afinar el oído para captar cualquier sonido, pero sólo se escuchaba a Paola en la cocina.

Con cuidado atravesé la sala y comencé a subir las escaleras, aprovechando que mis pasos eran acallados por la alfombra.

Pero algo llamó mi atención.

Sobre el sofá estaba una cartera de mujer y no la conocía, nunca se la había visto a mi mujer.

Volví sobre mis pasos y abrí la cartera.

En ella estaban las cosas que habitualmente cargan las mujeres, nada fuera de lo común, ni siquiera una foto para determinar a quién pertenecía.

Estuve a punto de llamar a Paola para preguntar, pero me contuve.

A estas alturas la curiosidad me comía por dentro. Imaginé que sería alguna de las amigas de mi esposa que tal vez la había venido a buscar para salir de compras.

En fin, que todo aquello no era más que el producto de una mente calenturienta y de las palabras de Carmen.

Lo más probable era que estuviesen arriba, conversando mientras mi esposa se arreglaba para salir.

Ya más tranquilo subí las escaleras y me dirigí a nuestra habitación.

Pero a punto de abrir la puerta escuché vagamente algo que me puso nuevamente alerta.

Detrás de la puerta se escuchaban jadeos, palabras… y esos sonidos los conocía a la perfección. ¡Mi esposa estaba haciendo el amor con otro hombre… y en nuestra propia cama!

Continué hasta la siguiente habitación y entré sin hacer ruido.

Quería sorprenderlos por donde menos lo esperasen.

Iría hacia el balcón y entraría por allí.

Ya me había olvidado del consejo de Carmen y de las conclusiones a las que había llegado, camino a casa. Aquello era inadmisible.

Con mucho sigilo me acerqué a las ventanas de nuestro cuarto y me asomé tratando de que no me viesen, y por poco me desmayo.

Mi esposa estaba totalmente desnuda, acostada y con las piernas abiertas, sus manos apretaban sus senos, los ojos entrecerrados, se relamía los labios, y entre sus piernas una cabellera rojiza era la que se estaba encargando de tenerla en ese estado.

Aquello me dejó perplejo, realmente no estaba preparado para ello, a pesar de lo que había pasado la noche anterior, a pesar de las cosas que imaginaba, a pesar de nuestra “conversación” por la mañana, a pesar de lo dicho por Carmen.

Es cierto que iba preparado para algo, pero no para lo que mis ojos estaban viendo.

Yolanda, mi querida y sensual esposa, estaba siendo poseída por otra mujer, ¡y evidentemente estaba disfrutando de lo lindo!

No podía distinguir quien era la otra, pero por los gemidos de Yolanda, se notaba que le estaba dando una mamada espectacular.

Mi esposa retorcía ahora sus pezones, se los estiraba hasta el límite, ya los tenía completamente erectos y parecían de roca.

Su cuerpo cimbreaba sobre la cama, se movía como un reptil, elevaba las piernas y las volvía a reposar sobre la cama, con las rodillas dobladas, y entonces elevaba las caderas, buscando ser penetrada por esa lengua que la hacía volar.

La causante de aquella explosión de placer en mi esposa fue elevando lentamente su culo, sin dejar de chuparle la vagina a mi esposa, y entonces pude apreciar su cuerpo mucho mejor.

Era casi de la estatura de Yolanda, pero con la piel tostada por el sol.

Casi no se le notaban las marcas del traje de baño, por lo que deduje que era aficionada al nudismo.

Su cuerpo se veía duro, atlético, un cuerpo cultivado con ejercicios aeróbicos.

El cambio de posición me estaba dando una vista sumamente excitante.

Mi verga, que hacía rato estaba como hierro, se estaba poniendo más dura aún, tanto, que ya el slip me molestaba mucho.

La visión de mi esposa gozando al máximo, de aquel culo duro y empinado al aire, los gemidos y palabras de éxtasis que invadían la habitación, el olor a sexo, me provocaban tantos deseos que todo me comenzó a dar vueltas.

Comencé a respirar más profundamente, más despacio, para relajarme, no quería estropear el show.

La amiga de Yolanda fue bajando una de sus manos hasta su sexo y comenzó a darse placer, mientras con la otra hacía no sé qué manejos en el culo de mi esposa, porque la posición no me dejaba ver bien, y no quería moverme por temor a delatarme.

Los movimientos se fueron intensificando y los gemidos subieron de tono.

Se estaban acercando al orgasmo.

Yolanda llevó sus manos de los senos a la cabeza de su amante para acompañar los movimientos de la mamada, enterrándola aún más entre sus piernas.

Había elevado tanto las caderas que la otra mujer tuvo que subir su cuerpo al mismo tiempo.

Entonces pude admirar sus tetas.

Eran simplemente hermosas, del mismo tono que el resto de su cuerpo, con unos erectos pezones color café más grandes de lo normal para el tamaño de sus senos.

Se bamboleaban al compás de la mamada, y cada vez más rápido, según ella se movía para chupar el clítoris de Yolanda y se pasaba la mano por toda la vagina.

Dentro todo se detuvo por un segundo, para después estallar con el orgasmo de aquellas formidables mujeres.

Yolanda se mordía los labios para no gritar, mientras su amiga gemía como posesa. Ahora podía ver como su lengua iba de un extremo a otro de la raja.

Poco a poco se fueron calmando.

Yolanda abrió los ojos y sonrió.

De entre sus piernas salió una cara angelical, completamente mojada por sus jugos, que también le sonreía.

Era mucho más joven que mi esposa, no creo que tuviese más de 16 años, pero el brillo de aquellos ojos verdes demostraba que era una experta en los trajines del goce carnal.

Lentamente se fue incorporando, al tiempo que retiraba la mano que hacía mucho estaba entre las nalgas de Yolanda.

Y con sus manos salió el consolador que en muchas ocasiones habíamos utilizado.

Lo fue pasando por la raja abierta por completo de mi esposa y llevándolo a sus labios, saboreando el sabor de sus jugos.

Fue subiendo con sus caricias.

Ahora el consolador se paseaba por los pezones, describiendo círculos, oprimiéndolos. Yolanda tenía los ojos entrecerrados, como si estuviese en otro mundo.

Pronto estuvieron una sobre otra, las bocas muy cerca, las piernas entrelazadas, moviendo la pelvis como si tratasen de penetrarse una a la otra.

Y se fundieron en un húmedo beso.

Las lenguas jugaban en el aire, recorrían los labios, se mordían suavemente, para después volver a unirse en el más erótico de los besos.

Ya no sabía qué hacer.

Me apretaba el miembro fuertemente, tratando de calmarlo, pero seguía saltando como un caballo desbocado.

A punto estuve de entrar y saltar sobre el lecho, pero aquello no era lo más prudente, así que decidí esperar para ver en que terminaba todo aquello.

La amiga de mi esposa continuó subiendo.

En el instante que sus senos quedaron a la altura de la boca de Yolanda, ésta se lanzó a chuparlos, a morderlos, a pasarle la lengua alrededor, mientras sus manos apretaban aquellas nalgas duras hermosas.

La linda cara de la joven se transformó en el vivo retrato del placer.

La boca entreabierta dejaba escuchar la respiración entrecortada, a la vez que el pecho subía y bajaba cada vez con mayor rapidez.

Y de repente, como un rayo, terminó de subir y colocó las piernas a ambos lados de la cabeza de Yolanda, que comenzó a recorrer con su lengua aquellos labios empapados por entero.

Sus manos se elevaron hasta los senos de la pelirroja, que en las alturas se erguían desafiantes.

Los sabios dedos de mi esposa comenzaron a amasar aquellas hermosas tetas al mismo compás con que chupaba la vagina.

Pronto otro par de manos se unieron a las caricias, mientras las caderas subían y bajaban, al mismo tiempo que Yolanda trataba de endurecer la lengua para penetrar en la cueva de donde manaba sin cesar los jugos que ya corrían por la comisura de sus labios hasta el cuello.

Sin embargo, no sólo la joven desconocida era la que se excitaba. Yolanda retiró una de sus manos y tanteado encontró el consolador.

Entonces, abriendo las piernas se lo enterró en su raja de un solo golpe, hasta el tope, y comenzó a meterlo y sacarlo como sólo ella sabía hacer.

La pelirroja ya estaba cerca del clímax, su cuerpo se arqueaba, mientras la lengua y los labios la chupaban con fruición.

Casi a punto de alcanzar el orgasmo, Yolanda hizo algo que me dejó atónito.

Se sacó el consolador y mordiendo el clítoris de su amante lo encajó en el culo de ésta, hasta lo último.

Tal fue el golpe que la muchacha perdió el control y gritó, mientras mi esposa estiraba su clítoris con los dientes.

Entonces llegó la apoteosis.

Yolanda se introdujo los dedos de la otra mano en la raja y al tiempo que de la vagina de su amante comenzaban a salir los jugos casi a borbotones, de tal forma que parecía que se orinaba.

El grito fue convirtiéndose en una especie de aullido y entonces sí comenzó a orinarse. Increíblemente, Yolanda no separaba la boca, que ahora permanecía abierta bebiendo el néctar que sobre ella caía, en cantidad tal que mojaba la cama.

Después de esto ambas cayeron desfallecidas.

Se movieron hasta quedar una frente a otra, acostadas sobre un costado, con una mano acariciando la cintura de la otra, mientras la mano libre servía de almohada.

Se besaron tiernamente, Yolanda se volteó hasta quedar boca arriba y su amante se acomodó en su pecho, con la boca sobre uno de sus pezones. Así se durmieron.

Yo no salía del asombro.

Tal era la excitación que tenía, que estaba a punto de tener un orgasmo.

Volvía a respirar profundamente para calmarme, y con una osadía inusitada en mí penetré en la alcoba.

Me detuve frente a la cama y admiré con calma a aquellas dos diosas del sexo.

Los labios vaginales de Yolanda estaban tan hinchados que le hacían mantener las piernas abiertas.

El culo de la pelirroja se veía irritado y aún dilatado por la penetración del consolador.

En silencio me retiré de la habitación, dejándolas descansar después de la amorosa batalla que acaban de librar.

Bajé las escaleras despacio, meditando en lo que había visto.

Si bien tenía mis sospechas, en realidad nunca imaginé que mi esposa fuese bisexual.

Y no me molestaba, es más, ansiaba ser parte de aquello, deseaba poder estar con ellas en la cama, dando y recibiendo placer, disfrutando del amor y el sexo a plenitud.

La sangre nuevamente fluía con rapidez por mis venas, el deseo de descargar mis ansias de sexo era inmenso, tendría que hacerme una paja.

De no ser así, me volvería loco. De súbito recordé a Paola.

Era trigueña, con el pelo largo hasta casi la mitad de la espalda, que recogía en un moño cuando estaba trabajando.

La juventud le salía por los poros y sus carnes rotundas siempre me habían excitado.

Muchas veces me calenté mirándola, para después descargar el deseo en la acogedora vagina de mi esposa.

Pero hoy sería diferente, lo intuía.

Me acerqué a la cocina y miré por la puerta entreabierta.

Ella no me había escuchado, y aparentemente tampoco había escuchado los gritos y gemidos de la planta superior.

O tal vez sí lo había hecho, pero era cómplice, o partícipe, ¿quién sabe?.

Continuará…

Continúa la serie << Sin límites I: Mi asistente Sin límites III: Paola >>

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