La jugadora de cartas
No sé de donde saco esas ansias por jugar a la brisca. Supongo que de alguno de esos puercos programas que veía en la televisión.
El caso es que para cuando la conocí ya estaba totalmente enganchada. Fue mi hermana quien me la presentó.
Era la madre de una de sus amigas, nada especial.
En cuanto supo que yo sabía jugar se puso como loca y quería que quedáramos todas las tardes para jugar.
Me quedé a jugar un rato, aquella tarde, a desgana. No lo hacía especialmente bien tampoco.
Cuando me disponía a marcharme me insistió:
– Lo he pasado muy bien, tenemos que quedar otro día.
– Sí, claro, le repuse – para salir del paso – cualquier otro día.
Entonces me comenzó a insistir para que le diera mi móvil. No pude decirle que no.
Conseguí escapar de aquella pesada, pero para mi pesadilla, esa misma noche me llamó para ver si quedábamos al día siguiente. Le dije que estaba ocupado, que tal vez al otro.
Llegó el día siguiente y me volvió a llamar, le dije que no sabía si podría ir, me volvió a insistir a media tarde. Le dije que de acuerdo, pero que ya no volvería a ir.
Cuando llegué a su casa lo tenía todo preparado. En la mesa estaba un mazo de cartas, impecable, ya barajado, con las tazas del café esperando a punto.
Apenas me senté me empezó a dar cartas, sin esperar a servirme café.
Era demasiado ansiosa y no veía como decirle que me dejara en paz, que a mí las cartas no me gustaban lo más mínimo.
Le dejaba ganar las manos, estaba totalmente distraído. Entonces pensé salir de esa absurda situación.
– Así sin apostar es muy aburrido.- Le dije.
– Pues yo no me aburro nada.
– Pero yo sí, mejor me voy.
– No no! Espera. Vale apostamos. ¿Cuánto nos apostamos?
– Bueno, tampoco tiene que ser dinero. Es por darle una vidilla. El que pierde tiene que hacer una prueba.
– Vale, vale, venga vamos a otra.
Continuamos con la brisca y decidí ganarle. «Le pediré algo que no pueda cumplir y me libraré de todo esto», pensé. Pero resultó que ganó ella.
– Bueno, tu prueba es que tendrás que venir a jugar todos los días de la semana.
No podía creerlo. Qué mala suerte había tenido. Pero la idea había sido mía. De acuerdo, dije, y fuimos a otra.
Me centré más en el juego y fue una mano dura. En las bazas finales conseguí ganar.
– Esta bien. – Ya sabía que le pediría – Tendrás que ir al cuarto de tu hija y vestirte con la ropa que ella llevara puesta.
– ¿Qué dices? Eso es absurdo.
– Joder, ¿quieres que juguemos o no? Si no sigues las reglas me voy.
– Pero es una tontería.
Entonces hice ademán de marcharme ella me sentó de nuevo en la silla. – Espera, me dijo. No tardaré.
En cuanto salió del salón comencé a recoger la chaqueta.
Mientras ella buscaba la ropa y se la trataba de poner me daría tiempo de irme sin que pudiera vocearme por la escalera.
Ya me justificaría con mi hermana más tarde. Ya había perdido dos tardes de estudio estúpidamente.
Fueron poco los segundos que dudé, pero suficientes para que esa maniática de la brisca apareciera en el umbral de la puerta.
– ¿Qué haces con la chaqueta en la mano?
– Esto… Tenía algo de frío.
– Venga vamos.
Volvimos a sentarnos a jugar. Fue entonces cuando me fijé en su grotesco vestuario.
Su hija tenía sólo 17 años y ella ya estaba entrada en carnes.
Vestía una falda demasiado corta para una señora metida en los cuarenta, pensé.
Y el top que tenía hacía que los pechos casi se le salieran por completo.
No está tan mal, pensé por primera vez.
Sus pechos eran soberbios, bastante firmes para la edad, estaba tan absorta en el juego que podía mirárselos sin ningún disimulo.
También las piernas parecían bonitas, algo gruesas, pero nada a lo que hacer ascos.
Me estaba calentando un montón y no podía pensar en el juego.
Empecé a pensar que tenía un arma enorme con eso de las pruebas, y que con tal de continuar jugando haría cualquier cosa.
Pero eran ya casi las 7. «El marido estará a punto de venir y como la vea así me va a matar».
Pensé. Estaba tan agobiado que no sabía ni lo que hacía con las cartas que me venían. Estábamos llegando al final y sólo veía sus dos tetazas que estaban casi fuera del top.
Algo debió fijarse porque se las trató de acomodar de mala manera.
Terminamos e hicimos el recuento. Increíblemente, había ganado yo. No tenía nada pensado, pero ya tenía mis ideas sobre como aprovecharme de esto.
Ya solo pensaba en sobarle las tetas. Pero me daba mucha vergüenza decírselo. Di un paso más, jugándome el todo por el todo.
– Mira Ana, te he estado mirando todo este tiempo, no sé si lo has notado. Lo de las apuestas lo dije por darle una emoción al juego. Si no quieres cumplir las reglas me marcho y ya está. – Y me acerqué a coger la chaqueta.
– ¡Qué dices! Me dijiste que me pusiera la ropa de mi hija de ayer y eso he hecho. La he cogido de la silla de su cuarto.
– Bueno, cuando dije toda la ropa, me refería a toda. No sé si me entiendes.
Se puso muy roja, veía que la había cogido. Me sentí más desenvuelto y aproveché la circunstancia.
– Y eso he hecho. No se porqué lo dices.- Se había puesto muy nerviosa y no sabía mentir. Sin pensarlo, había acertado de pleno con eso de las trampas. Estaba tan obsesionada con el juego que el faltar a las reglas le parecía la peor cosa que se podía hacer en el mundo.
– ¡Venga, no me vengas con milongas!, me vas a decir que llevas puesta la ropa interior de tu hija.
– Pues sí – No había la más mínima credibilidad en su forma de hablar, pero le resultaba más difícil reconocer que había incumplido la apuesta que seguir con ese absurdo diálogo.
– Voy a comprobarlo, – dije. Y sin darle tiempo a decir nada le metí las manos por ese escote que estaba a punto de reventar. Le tomé las enormes tetazas y se las agarre como buenamente pude. Mientras las movía con movimientos circulares, le dije.
– Me dirás que llevas puesto el sujetador de tu hija…
Ella no dijo nada pero se dejó hacer.
Continué magreándole descaradamente. Sus pezones comenzaron a ponerse duros como rocas y yo ya estaba con una calentura brutal.
Pero ella seguía allí callada, como si la cosa no fuera con ella.
Le quité el top y comencé a tocarla con más cuidado. La miré y tenía los ojos entornados, por lo que vi que estaba disfrutando tanto como yo. Le subí la falda todo lo que pude y ella solita se bajó las bragas hasta los tobillos.
Tenía un coño horrendo, muy peludo y grande, totalmente empapado. En un santiamén le tenía 3 dedos metidos hasta las entrañas y jadeaba como una perra en celo.
Cuando vi que estaba para correrse paré en seco y me desnudé, antes de que pudiera pensar en lo que estaba pasando ya estaba de rodillas chupándome toda la polla.
La verdad es que lo hacía muy bien y me dejé llevar.
Como no decía nada, me corrí de mala manera en su boca y cuando se retiró para no tragárselo el semen le salpicó por toda la cara, cosa que me bastó para seguir tan caliente como antes.
Pero lo de la corrida le había molestado mucho y se dirigió al baño para limpiarse.
Yo no quería que la cosa acabara ahí y le dije:
– ¡Eh! Espera. Aún no te he dicho la prueba que tienes que hacer.
Se paró a mitad de camino. Parecía que había olvidado todo el juego. Tardó en responder.
– Ah! Venga dí.
– Muy simple. Ven aquí y ponte a cuatro patitas.
Resignada, pero no sin ganas, se me acercó y cumplió la prueba.
Fui a la cocina a por algún lubricante.
Estaba tan caliente que me bastó ver la botella de aceite de oliva para echarme un buen chorro en la punta del capullo y dirigirme rápidamente al salón.
Buena dieta mediterránea le iba a dar yo. Ella seguía allí, esperando.
Acomodé cerca de su culo y le acerqué la polla a su estrecho agujero.
Sintió un tacto extraño, e hizo por retirarse. Le masajee las tetas que volvieron a ponerse a 100. Cuando menos lo esperaba su cuerpo comenzó a moverse acompasadamente, – esto me va a doler más a mí que a tí – pensé, y se la metí por el culo toda de una vez.
Pegó un enorme grito que yo pude aguantarme por no haberme pillado de sorpresa. Imprimí un ritmo compulsivo que en poco la hizo retorcerse como una anguila. Jadeaba muy sonoramente y estaba disfrutando a lo grande.
Cuando ya estaba por terminar hice una cosa que siempre me atrajo mucho, la cogí del pelo y tiré un poco hacia atrás, sin hacer daño, sólo lo hacía por la pose,- pensé. Le solté una descarga que debió de llenarle todas las entrañas.
Cuando paré ella seguía retorciéndose.
Acabamos los dos tirados por el suelo. Luego pensé que el marido estaba al caer y me puse muy nervioso.
Me vestí como pude y cuando estaba atravesando el umbral de la puerta me dijo.
– Recuerda que tú también tienes que cumplir la prueba. Todo esto hay que repetirlo cada día de la semana.
Desde luego, pensé, pero me marché sin decir nada. Fue una pena que la historia no continuara.
Supongo que se lo contó al marido, porque estuvo rondando por mi casa unos días, y bueno, fue una suerte que nada me pasara y yo siga aquí vivo y haya podido contaros esta historia.