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El juego de la galleta

El juego de la galleta

Como ya se acercaba la fecha de los exámenes el profesor nos mandó un trabajo en grupo y nos dijo que debía estar listo para la semana próxima.

Como yo era nuevo en el instituto y aún no tenía muchos amigos, me pusieron con otros tres chicos, a los cuales no les hizo mucha gracia aquello, pero que tuvieron que acatarlo por decisión del profesor.

Quedamos esa misma tarde en casa de uno de ellos para empezar a preparar el trabajo.

Cuando llegué ellos llevaban ya un rato y habían estado bebiendo, a juzgar por los restos que había en los vasos sobre la mesa, donde descansaba una botella de ron semillena y una de vodka ya totalmente vacía.

Según supe luego, los padres de Luis, que así se llamaba el dueño de la casa, habían ido a pasar unos días fuera, dejando la casa a disposición de su hijo y sus amigos.

Yo propuse empezar con el trabajo pero ninguno de ellos estaba por la labor y me invitaron a unirme al pequeño botellón que habían montado.

“No te preocupes, luego haremos el trabajo”, me dijo Ramón, el mayor de los cuatro.

Yo acepté y comencé a beber, algo que pronto me sentó mal, ya que no suelo hacerlo.

Carlos, un chico rubio y muy atractivo, propuso que tomáramos unos chupitos de tequila.

Aquello fue demasiado. Estábamos completamente borrachos y las risas y los comentarios subidos de tono se hicieron los dueños de la escena.

Entonces Luis propuso que jugáramos a algo. Entre los tres intercambiaron una sonrisa cómplice mientras me miraban.

“Podríamos jugar a La Galleta”, comentó Carlos.

Los tres asintieron, entre risas y eructos.

“Yo no sé jugar a eso”, dije tímidamente.

Mientras Luis iba a por una galleta me explicaron la mecánica del juego: Tras colocarnos en circulo se sitúa una galleta en el centro.

A continuación hay que masturbarse hasta lograr correrse, depositando el semen de los participantes sobre la galleta. El último de los participantes, el que más tarde en correrse, debe comerse la galleta rellena de leche.

“Jo, que fuerte”, exclame. Ellos le quitaron importancia. Decían que ya habían jugado otras veces y que era muy divertido ver la cara del perdedor tragándose la galleta con el esperma recién ordeñado del resto.

No quise que me vieran como a un cobarde para no echar a perder la confianza que me estaba ganando y acepté el reto, sin que se me pasara por la cabeza la posibilidad de tener que tragarme aquello ya que normalmente no tardo mucho en correrme.

Empezaron a sacarse las pollas y yo hice lo mismo. Alguno la tenía ya en semierección, a juzgar por el tamaño. Entre bromas y risas me saqué la mía y comencé con el meneito, dispuesto a no quedarme el último, aunque note que los efectos del alcohol hacían más ardua la tarea.

El primero en correrse fue Luis, que cuando notó que se corría cogió la galleta y la untó delicadamente con su néctar.

A continuación le tocó el turno a Ramón, que tenía una verga de considerable tamaño y con un glande morado y sobresaliente del resto del tronco, lo cual hacía que resaltara sobre el resto de pollas allí congregadas, que tampoco estaban mal.

Solo quedábamos Carlos y yo. Yo ya estaba a punto de venirme cuando oí un gritito de placer de Carlos. Acababa de correrse sobre la galleta.

Instantes después hice lo propio sobre una galleta repleta de semen que a duras penas podía contener más leche.

Sabía lo que me tocaba ahora. Intenté escabullirme recordando a los demás que teníamos que terminar un trabajo de clase, pero se rieron y miraron la galleta.

“Tienes que cumplir con el castigo”

Imploré piedad, pero ninguno se mostró débil.

Haciendo acopio de valor me acerqué la galleta a la boca. Desprendía un olor desagradable y diferentes texturas en función de la espesura del semen de sus propietarios.

Cuando el primer bocado llegó a mi lengua paladee aquel néctar, que todavía estaba caliente y que no me supo tan malo como en un principio había imaginado.

Su sabor más bien salado, se mezclaba con la dulzura de la galleta, dándole un sabor agradable al conjunto. Vamos que podrían comercializarlo, digo yo.

Para que los demás vieran que me comía la galleta debía masticar con la boca abierta, con lo que podía apreciarse como mi lengua paladeaba aquel manjar y como se me cubrían los dientes de blanco, lo cual les ponía bastante cachondos, a juzgar por el estado semierecto de sus pollas.

“Parece que le gusta”, comentó Luis.

En efecto, aquella galleta estaba buenísima (os lo recomiendo, amigos, deberíais probar este manjar de dioses) y me quedé un poco triste cuando terminé de tragar el último pedazo de aquel postre de fabricación casera.

Me relamí los labios, buscando restos de leche, pero no quedaba nada.

“¡Quiero más!”, grite. A estas alturas el alcohol y el semen me habían desinhibido de forma alarmante. Siempre me pasa cuando bebo.

Y sin saber como me aferré a la polla de Ramón en busca de más y más líquido.

Aquella polla merecía un monumento. Alcanzaba los 22 cms. y su grosor era el de un pepino maduro. Cuando lamí el glande Ramón pegó un respingo me agarró la cabeza con fuerza.

“Chupa, mamón, que es toda para ti”, me dijo al tiempo que la hundía en mi garganta hasta que mis labios rozaban la pelambrera de sus huevos.

Los demás se colocaron a su lado y me ofrecieron sus atributos. Me sentía el homenajeado en una fiesta. No perdí ocasión de probar aquellos dos ejemplares de polla joven.

Pese a que se habían corrido hace unos instantes estaban de nuevo en plena forma y deseosos de cubrirme de leche caliente y espesa.

Yo no daba abasto, tan pronto tenía dos trancas en la tráquea como lamía los testículos de cualquiera de mis amantes.

De pronto Luis se situó detrás de mí y abriéndome el culo, acercó su cara a mi agujerito para inspeccionarlo.

Debió de gustarle lo que vio porque al momento introducía varios centímetros de su lengua en mi interior, aflojando mi cerrado esfínter, para luego empalarme cuidadosamente y comenzar un bamboleo celestial.

Mientras Ramón dio muestras de que no aguantaba más y separándome unos centímetros apuntó a mi boca y descargó todo su cargamento en mi cara, cubriéndome sin piedad con su espeso líquido, que por unos momentos me impidió ver como Carlos hacía lo mismo.

Me sentía totalmente empapado en leche caliente cuando noté como Luis intensificaba su penetración para llenarme el culo con su abundante corrida.

Agarré, desfallecido, las tres pollas que me habían desvirgado y me las pasé por la cara recogiendo los restos de semen que quedaban para llevarlos a mi lengua y paladear aquella sabrosa salsa lechosa que acompañé con el resto de galletas que había sobre la mesa para terminar la merienda más gozosa de toda mi vida.

Quedé totalmente satisfecho y nos vestimos.

Ni decir tiene que el trabajo no lo entregamos a tiempo, pero, ¿a quien le importa eso?

¿Alguien quiere una galleta?

¿Qué te ha parecido el relato?


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