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Alejandro III

Alejandro III

El sargento Cazañas se aleja de la fría noche para adentrarse, con paso firme y decidido, en las entrañas del Fantasy.

– Tienes que pagar, encanto – le dice un gorila, demasiado ceñido, demasiado mayor…-. Esto no es la beneficencia. – Cazañas echa mano a su cartera y le arroja un billete.

Esperando el cambio, escucha unos gemidos, un “ábrete más, cabrón” y una melodía que lo envuelve todo: una canción compuesta por gemidos, gritos de dolor y el lastimero sonido de un desvencijado somier. Provenían de algún punto del oscuro pasillo que estaba detrás del gorila y que, sin duda, conducían al verdadero local.

El gorila sonríe pícaramente al apartarse de la entrada

– Suerte, encanto – le dice al pasar -. Aunque con ese cuerpazo no la necesitas, mamón – piensa mientras contempla su macizo cuerpo alejarse por el pasillo

Cuadros que ni la imaginación más perversa pariría, se deslizan a ambos lados del tétrico pasillo, enmarcados por indiscretas puertas abiertas.

Cazañas reduce la velocidad, en parte por curiosidad, en parte por la creciente presión en su, ya de por sí, abultado pantalón; y permite a sus ojos penetrar en una de ellas. Entonces observa uno de los cuadros con toda claridad: una imagen más turbadora que sus gritos.

Un chico joven como objeto de deseo de dos hombre más fuertes, con mayor experiencia, de aspecto militar y modales de minero asturiano que, en pleno punto álgido, frotan sus cuerpos perlados de sudor contra el precioso veinteañero rubio: un ángel lánguido y atractivo como el mármol, corrompido por esas largas y sudorosas pollas, amas implacables de su culo y boca.

Cazañas da unos pasos en derredor, hasta que sus férreos brazos se apoyan en el quicio

de la puerta. Levemente, su cabeza se introduce en la habitación. Cierra los ojos y respira profundamente. Una hilera de blanquísimos dientes emergen del tupido bigote para morder el grueso labio inferior.

Tras sus párpados, una imagen. La de un muchacho moreno, a gatas, con los calzoncillos alrededor de las rodillas, suplicando:

– Por favor, señor, por favor

Violentamente, Cazañas abre los ojos. Sus pupilas verdes se dilatan. La polla del que se la metía por la boca se agita, convulsa, entre sus manos. El rostro del muchacho sepultándose bajo un caudaloso río blanco…

Eso es lo último que ve el sargento Cazañas antes de que sus brazos se desprendiesen del mugriento umbral.

Siguiendo el sonido de una música pegadiza, Cazañas ve una luz al fondo. Al llegar, los confusos pensamientos y viejos sentimientos despertados son sepultados por una poderosa voz.

– Follow me – dice – to a place where we can be, absolutely free…

El sargento Cazañas baja las inclinadas escaleras que desembocan en la pista de baile. Desde diversos puntos de la pista, miradas indiscretas lo observan, miden y valoran: un aprobado general aparece en sus rostros lascivos; pero Cazañas los ignora y dirige sus pasos hacia la barra.

– ¿Qué va a ser? – le pregunta el barman, secando una copa con un paño rojo.

– Busco a un chico…

– ¡Joder – le interrumpe -, como todos! ¿Te parece que hay poco donde elegir?

Y su dedo, un largo y huesudo dedo, señala a la multitud, donde se pierde entre los incontables chicos que, como lobos hambrientos, acechan su presa. Unos bailan, otro esperan en un rincón, pero sus miradas los delatan. Dicen: “busco lo mismo que tú”.

– Busco a este chico – y le muestra una fotografía que ha sacado de su abrigo.

El barman coloca la copa, ya seca, junto a una larga hilera de cristal, toma la foto y la estudia con detenimiento. Tras unos segundos, su rostro se ilumina y chasquea los dedos. Entonces, dice:

– Sí, ya lo recuerdo…- se detiene -. Bueno, no sé, por aquí pasa mucha gente. ¿Cómo esperes que recuerde a éste en concreto?

Basta sólo un cruce de miradas para que Cazañas catalogue al individuo que resulta ser el barman. Acostumbrado como está a tratar con semejantes personajes, sabe perfectamente lo que necesita para recuperar la memoria.

Con la misma repugnancia con la que había aflojado la pasta de la entrada, Cazañas saca otro billete y lo escupe en la barra. Sin dilación, el barman lo cubre con su mano y va a parar a su bolsillo. Entonces recupera la memoria y desembucha.

– Tu amigo – miró el reloj -, a estas alturas ya habrá cenado. ¿No sé si me entiendes? Hace más de media hora que desapareció por aquella puerta. Iba bien acompañado… ¡Qué prisas! – dice al ver, extrañado, como Cazañas desaparece a toda pastilla por la puerta que segundos antes le había señalado.

En la frente de Cazañas se dibuja una profunda arruga de preocupación al tratar de abrir, en vano, una de las puertas. Entonces, pega el oído y percibe algo que le sobresalta:

– Te voy a reventar, cabrón…

Ante la duda, el sargento Cazañas retrocede unos pasos y apoya todo su peso en su pierna izquierda, mientras que la derecha, flexionada, se alza y arremete contra la puerta. En el acto, la puerta cede como cede el papel a las tijeras. Y al abrirse, ante sus ojos, dos hombres desnudos rompes sus lazos genitales y lo miran, expectantes y asustados. Reconoce enseguida al de la fotografía, el más joven, que permanece encogido sobre el colchón, tapándose.

– Pero, ¡qué coño haces tú… cabrón de mierda! – arremete el otro, un tipo fortachón, poniéndose los calzoncillos, dispuesto a levantarse y emprenderla a hostias con quien ha osado usurpar su templo.

Cazañas, desafiante, da unos pasos hacia él. Lleva una mano hacia el interior de su chaqueta, saca su cartera y la muestra.

– Sargento Cazañas – anuncia -. Será mejor que se vista y desaparezca de aquí cagando leches si no quiere problemas.

El rostro del fortachón palidece. Con torpes movimientos, se sube los pantalones, recoge el resto de su ropa y desaparece por la desvencijada puerta. De su presencia sólo quedan las manchas de semen que pudiese haber dejado en los recovecos del muchacho, quien, abrumado, mira al sargento Cazañas.

– Tú eres Eric, ¿verdad? – inquirió -. Tenemos muchas cosas de que hablar tú y yo. ¿Qué tal si me cuentas algo de tu amigo Alberto? El que te hizo esta foto.

Eric abre los labios y frunce el entrecejo, mientras que sus manos se cruzan ante su pecho blanco y carente de vello, para aliviar un escalofrío que recorre su cuerpo desnudo.

– Alberto… – murmuró.

Continuará..

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