La partida de lamedores I
Se conocieron a través de una pantalla en un ordenador. Todos tenían algo en común, eran adoradores de los pies femeninos. Llevaban comunicándose sus experiencias, sus frustraciones, sus miedos, sus ansias insatisfechas tanto tiempo, que cuando a uno de ellos se le ocurrió proponer la idea de formar una «partida de lamedores», los demás no tardaron mucho en sumarse al grupo.
El plan era sencillo: salir a buscar los pies que voluntariamente no conseguían: los de todas las mujeres que les apetecieran. Había reglas, claro que había reglas, era un juego, no hay juego sin reglas. Cada uno buscaría una «presa», la fotografiaría para mostrársela a sus compañeros, no importaba si los pies de la mujer en cuestión habían estado o no ante los ojos del «explorador», los pies están en proporción de las manos, de la cara, del cuerpo. Los pies apetecen porque la mujer apetece, basta con imaginarlos para desearlos. Ellos ni se conocían ni se conocerían entre sí, siempre llevarían el rostro cubierto, quien quisiera romper esta regla estaba en su derecho. Había, eso sí, una norma inquebrantable: no eran violadores, eran adictos a los pies. Sólo los pies y las piernas, nada de aterrorizar a sus «víctimas» más de lo necesario para satisfacer sus deseos.
Todos estuvieron de acuerdo, nadie discutió, mala señal.
La edad de las «descalzables» debía ser siempre superior a los 18 años, nada de menores. Esto tampoco despertó queja alguna, por absurdo que parezca. Los cazadores deberían ir siempre juntos, eran cuatro. Si alguno interponía su veto, la acción se desechaba. Si a alguno no le apetecía la víctima, debía asistir en calidad de observador, de ayudante, por si había excesiva resistencia, por si no se trataba de una mujer sola, por si aparecía la policía o cualquier otra amenaza.
Quien propusiera, debería también idear el plan de actuación, nada de sorpresas, nada de aventuras peligrosas. Quien fallara una vez quedaría excluido del grupo.
Había otras reglas, pero no las recuerdo, o no me las contaron.
Cambiaron sus direcciones electrónicas y se comunicaron las nuevas identidades para reconocerse con seguridad. Tenían una contraseña muy poco original, no importa, no viene al caso. Dejaron correr una semana y quedaron en un chat para comunicarse en clave. Una vez reconocidas las contraseñas y reunidos en «privado», unos a otros se enviaron las fotografías de las elegidas. Era verano, y algunos adjuntaron fotos de los pies desnudos que habían seleccionado. Esa noche no durmieron tranquilos. Una semana después se pusieron de acuerdo en la muchacha que iban a probar.