El deseo, ese intruso sutil, en la privacidad de mi cuarto —con las cortinas cerradas filtrando la luna en rayas plateadas—, dejé que me consumiera.

Me deslicé bajo las sábanas revueltas, el algodón fresco en contraste  entre el calor abrasador de esa noche de verano que ardía en mi cuerpo, y el  fuego líquido que se extendía desde mi vientre hasta los muslos.

Mis manos bajaron lentamente por mi abdomen, rozando mi piel suave, deteniéndose en el comienzo de mi fino vello púbico, prolijamente recortado.

El aroma residual de su colonia aún se aferraba a mis pensamientos, entretejido con el mío propio: un BLEU DE CHANEL crudo de excitación que llenaba el aire.

Separando mis piernas, toqué los pliegues hinchados, ya resbaladizos por los recuerdos de nuestro encuentro matutino: su sonrisa prometiendo pecados, el roce deliberado de su pie, la forma en que su voz ronca se pronunciaba «sensual» como una caricia prohibida.

Mis labios se separaban con facilidad, revelando la carne rosada,  caliente y pulsante, el fluido viscoso cubriendo mis dedos al instante.

Empecé con círculos lentos alrededor de mi clítoris, ese nudo endurecido que latía como un corazón desbocado, cada roce enviando ondas de placer que me hacían arquear la espalda.

Imaginé que eran tus manos, ásperas por la experiencia, explorando con precisión, sus dedos gruesos hundiéndose en mi entrada, ejerciendo una posesión prohibida.

El chapoteo suave de mi humedad resonaba en el silencio, acelerando mi respiración jadeante, gemidos bajos mordiéndome los labios para no alertar a mi esposo —aunque una parte oscura deseaba que él escuchara—. Aumenté el ritmo, alternando frotaciones urgentes con penetraciones profundas, sintiendo las paredes internas contraerse, chorreando jugos que empapaban las sábanas.

Con la mano libre, pellizqué un pezón, imaginando su boca, succionando con dientes que rozaban, mientras sus dedos me llevaban al borde.

El orgasmo llegó como un torrente, un estallido que me dejó convulsionando en espasmos de éxtasis, las paredes apretándose alrededor de mis dedos en contracciones violentas, liberando un chorro cálido que empapó todo.

Quede ahí, temblorosa, jadeante con la respiración entrecortada, la mente en llamas con culpa entretejida con el placer.

Era solo un deseo pasajero, me dije, un alivio para la tensión acumulada. Pero sabía que no era así, este fuego no se apagaría solo, no con toques propios que se sentían vacíos sin su presencia real.

El, era la llama que lo avivaba, el conflicto que me atraía con fuerza magnética, prometiendo que pronto la barrera se rompería y el deseo nos atraparía.

Mañana, más rutina, más represión fingida. Pero los ecos en mi cabeza persistían, húmedos y calientes, susurrando que la próxima vez, quizás, no estaría sola.