El sol de la tarde castigaba el asfalto mientras el coche de mi tía Sofía se deslizaba por la carretera costera. A mis 18 años, cualquier viaje lejos de mis padres era una victoria, pero este era el gordo. Iba con mi tía Sofía, una mujer de 42 que el tiempo había tratado con una crueldad inexistente; curvas que desafiaban la gravedad y una sonrisa que prometía travesuras. Y, por supuesto, iba mi prima, Camila, que era menor que yo, estaba en esa etapa incómoda y fascinante donde la niña empieza a cederle paso a la mujer, con un cuerpo que se estiraba y se definía con cada día que pasaba.

—¿Estás seguro de que es por aquí, sobrino? —preguntó mi tía, ajustándose las gafas de sol mientras su mirada se posaba en mí por el retrovisor. Su tono era juguetón, siempre al borde de la broma picante.

—Totalmente, tía. Es una playa súper tranquila, casi secreta. La encontré en un foro de viajeros. Dicen que la arena es blanca y el agua, cristalina —mentí, sintiendo un nudo de excitación y nervios en el estómago.

La playa que había encontrado en el foro, en efecto, tenía todo eso, pero un detalle crucial que había omitido: era nudista. No era un plan premeditado para corromper a nadie, más bien una mezcla de curiosidad adolescente y la oportunidad de ver qué pasaba. Ver a Camila reaccionar, ver a mi tía… la idea me tenía tenso.

Cuando llegamos, el panorama era exacto como lo describían, salvo por la abundancia de piel bronceada sin un solo hilo de ropa sobre ella. Vi cómo el rostro de mi tía se dibujaba en una mueca de sorpresa seguida de una sonrisa cómplice.

—Vaya, sobrino. Una playa muy tranquila, ¿no? —dijo, con un tono que me hizo sonrojar.

Camila, en cambio, se puso rojo como tomate. Se cubrió el rostro con las manos y susurró: —¡No me digas que nos trajiste a una playa de… de gente desnuda!

—Tranquila, Cami. Nadie te mira. Y si no te sientes cómoda, podemos irnos —dije, tratando de sonar maduro y comprensivo, aunque mi mente ya estaba en otro lugar.

Mi tía, en un acto de audacia que me dejó sin aliento, simplemente se rio. —¡Qué va si nos vamos! Si es una playa nudista, pues a respetar las reglas. Además, hace un calor de mil diablos. Y tú, joven —me dijo, señalándome con un dedo—, no te hagas el tímido.

Y así, con una naturalidad que me descolocó, mi tía Sofía se deshizo de su vestido veraniego, revelando un cuerpo que era pura escultura. Camila y yo nos miramos, ella con pánico, yo con una mezcla de pánico y excitación galopante. Bajo la presión de su madre y mi ejemplo, y tras varios minutos de dudas, Camila acabó quitándose el bikini, quedando en un rincón de la toalla, intentando hacerse invisible con su cuerpo joven y aún algo torpe.

Yo fui el último. Me quité los shorts y la boxer, y al sentir el aire libre en mi piel, y sobre todo, en mi miembro, que ya estaba medio despierto por la situación, sentí una liberación absoluta. Me senté en la toalla, tratando de pensar en cualquier cosa para no ponerme erecto allí mismo.

Pero fue inútil. Sentí la mirada de Camila sobre mí. No era una mirada de juicio, sino de pura y absoluta curiosidad fija en mi verga, que había respondido a la estimulación visual de su cuerpo y el de su madre, creciendo hasta una erección que era imposible disimular. Se quedó mirando, boquiabierta, con los ojos muy abiertos. Sus labios se entreabrieron ligeramente.

Mi tía Sofía, que había cerrado los ojos para tomar el sol, notó la tensión. Abrió un ojo y vio la escena: a su hija, hipnotizada por la erección de su primo. En lugar de enfadarse, sonrió. Se acercó a Camila y le susurró algo al oído que no pude escuchar, pero que hizo que el rostro de mi prima se sonrojara aún más, aunque esta vez con una sonrisita casi imperceptible.

Al rato, mi tía dijo que iba a dar un paseo por la orilla, dándonos la espalda y dejándonos solos. Fue el momento.

Camila se movió un poco más cerca de mí en la toalla. Ya no intentaba cubrirse. —Nunca… nunca había visto uno así de cerca —murmuró, sin quitarme los ojos de encima.

—Es… es normal, Cami. Pasa —dije, con la voz ronca.

—¿Duele? —preguntó, su inocencia era tan excitante como peligrosa.

—No. Al contrario.

Se calló, pero su cuerpo hablaba. Se recostó un poco más, abriendo las piernas casi sin querer, una invitación silenciosa. Mi mano, con vida propia, se deslizó por la arena de la toalla hasta rozar la suya. Ella no retiró la suya. Al contrario, la giró y entrelazó sus dedos con los míos.

—¿Podríamos…? —empezó a decir, sin atreverse a terminar la frase.

No hice falta. Me incliné sobre ella, mi erección pulsando entre nosotros. Nuestros rostros estaban a centímetros. Pude sentir su aliento caliente. —¿Estás segura? —susurré, la última barrera de razón.

Ella asintió, casi imperceptiblemente. Y entonces, la besé. Fue un beso torpe, de adolescente, lleno de dientes y nervios, pero cargado de una electricidad que recorrió todo mi cuerpo. Mi mano libre encontró su pecho pequeño y firme, y ella soltó un gemidito ahogado. La manipulación estaba en el aire, una danza de inocencia y deseo donde yo guiaba y ella se dejaba llevar, fascinada.

Mi mano bajó por su estómago liso hasta llegar entre sus piernas. La encontré húmeda, caliente, lista. Sus caderas se movieron instintivamente contra mi mano. —Primo… —susurró, y esa palabra, prohibida y familiar, me disparó.

La guie sobre mí. Estaba nervioso, tembloroso, pero el instinto era más fuerte. Se situó encima, y con mi ayuda, mi miembro encontró su entrada. Era estrecha, increíblemente apretada. Bajó lentamente, con una mueca de dolor y placer a la vez. Nos detuvimos, unidos, en ese instante sagrado y profano. El sonido de las olas era la única banda sonora.

Empezamos a movernos, un ritmo lento y tímido al principio, volviéndose más urgente. Cada embestida era un descubrimiento, cada gemido una confirmación. La veía a los ojos, llenos de lágrimas de placer y asombro. —Así… así sí —gemía.

Fue entonces cuando sentimos la presencia. Mi tía Sofía estaba de pie, a unos metros, observándonos. No tenía cara de enfado. Su expresión era de lujuria pura, de un calor animal. Una de sus manos se había metido entre sus propias piernas, masturbándose lentamente al ver a su hija y a su sobrino follando bajo el sol.

Nos detuvimos, sobresaltados. Pero el pánico duró apenas un segundo. La mirada de mi tía era toda una invitación. Se acercó, sin decir palabra, y se arrodilló junto a nosotros. Acarició la mejilla de Camila, luego la mía.

—No se detengan por mí, chicos —dijo con una voz suave, cargada de deseo—. De hecho, creo que a la pequeña le falta aprender un par de cosas.

Y con esa frase, se inclinó y nos besó a ambos, primero a su hija en un beso lujurioso y luego a mí, en una boca que prometía el paraíso y el infierno. La playa, el sol, el mar… todo se desvaneció. Solo éramos nosotros tres, un trío de sangre y deseo, rompiendo cada tabú existente bajo el atardecer.

La noche cayó sobre nosotros como un manto de estrellas y secretos. El aire, ya fresco, se sentía eléctrico en nuestra piel sudorosa. Camila yacía entre mi tía y yo, exhausta, pero con una sonrisa de satisfacción y asombro dibujada en su rostro. Sus dedos trazaban círculos perezosos en mi pecho.

Mi tía Sofía, por su parte, era la encarnación de la energía pura. Se incorporó, su cuerpo silueteado por la luz de la luna, y nos miró con una intensidad que me erizó la piel de nuevo. —No puede terminar así —dijo, su voz un susurro sedoso—. Esto solo ha sido el prólogo.

Se levantó y nos extendió la mano. —Vamos. La noche está llena de posibilidades.

Sin preguntar adónde, la seguimos. Camila tomó mi mano y la apretó con fuerza, como si necesitara anclarse a mí en medio de la tormenta de sensaciones que la azotaba. Caminamos por la playa desierta hasta llegar a una pequeña palapa de madera, casi escondida entre los arbustos, que parecía un puesto de vigilancia abandonado.

Dentro, olía a sal, a madera y a misterio. Era un espacio pequeño, con un par de hamacas y una vista espectacular del mar bajo la luna. Mi tía encendió unas velas que había sobre una mesita, y la luz parpadeante bañó la escena, convirtiéndola en algo casi mágico y perversamente íntimo.

—Aquí es donde un ex y yo veníamos a escaparnos —confesó Sofía, mientras se deslizaba detrás de Camila y le acariciaba los hombros—. Pero creo que le he encontrado un uso mucho mejor.

Sus manos bajaron por los brazos de Camila hasta encontrar sus tetas, acariciándolos con una familiaridad que solo una madre puede tener, pero cargada de una intención que era cualquier cosa menos maternal. Camila recostó su cabeza hacia atrás, sobre el hombro de su madre, y cerró los ojos, soltando un suspiro.

—Tía… —murmuré, sin saber qué hacer ni qué decir.

—Tú, ven aquí —me ordenó Sofía con una sonrisa—. Es hora de que la pequeña aprenda a dar y no solo a recibir.

Me acerqué y mi tía tomó mi mano, guiándola hacia el sexo de Camila. —Enséñale a usar esa boca para algo más que gemir, sobrino.

La idea me volvió loco. Con la ayuda de mi tía, que la mantenía en su sitio, Camila se arrodilló frente a mí. Su mirada era una mezcla de sumisión y curiosidad. Mi tía se arrodilló a su lado, como una maestra en un taller prohibido.

—Míralo a los ojos, Cami. Tócalo primero. Siente cómo late por ti —susurró mi tía al oído de su hija.

Camila obedeció. Su mano temblorosa me envolvió, y su piel suave era una delicia. —Ahora, babea un poco la punta. Llévala a tus labios. Hazlo despacio.

Con la guía de su madre, Camila introdujo la punta de mi verga en su boca. La sensación fue celestial. Cálida, húmeda, nueva. Mi tía le mostraba cómo mover la lengua, cómo usar los labios, cómo tomar más y más de mí hasta que sentí su garganta contra mi glande. Los gemidos de Camila se ahogaban en mi carne, vibrando y llevándome al borde.

—Así se hace, mi niña. Así se hace a un hombre feliz —decía Sofía, con un orgullo perverso en la voz, mientras una de sus manos se masturbaba sin disimulo.

No pude aguantar más. Con un gruñido, me corrí en la boca de Camila. Se sobresaltó, pero mi tía la sostuvo. —Trágalo todo, cariño. Es una proteína, no la desperdicies.

Camila me tragó, tosiendo un poco, pero con una sonrisa triunfal en los labios al terminar.

Pero la noche no era mía ni de ella. Era de mi tía. Se recostó en una de las hamacas, abriendo las piernas en una invitación explícita. —Ahora me toca a mí. Y quiero a los dos.

Camila y yo nos miramos. Ya no había vergüenza, solo complicidad. Nos acercamos a la hamaca. Mi tía tomó la mano de su hija y la llevó a su propio sexo, ya empapado. —Siente cómo estoy, mi amor. Siente lo que me han hecho ustedes dos.

Luego, me miró a mí. —Y tú, ven aquí y dame un beso como el que le diste a ella, pero aquí abajo.

Me arrodillé y mi boca encontró el centro de placer de mi tía. Era diferente, sabía a mujer madura, a experiencia. Mientras la lamía y la besaba con avidez, sentí a Camila acercarse. Su pequeña lengua se unió a la mía, y juntas, prima y tía, sobrino y tía, exploramos, lamiendo y besando en un festival de lujuria compartida hasta que el cuerpo de Sofía se arqueó en un espasmo violento, gritando nuestros nombres al cielo nocturno.

Agotados, los tres nos acurrucamos en el suelo de la caseta. La brisa marina nos enfriaba la piel. Camila dormía entre nosotros, con una sonrisa plácida. Mi tía me besó en la frente, un beso tierno que contrastaba con la ferocidad de hacía un rato.

—Mañana, cuando despierte, todo será diferente —susurró—. La has iniciado en un mundo nuevo, sobrino. Y tú y yo… hemos cruzado un punto sin retorno. Esto no fue un juego de verano. Esto es nuestro secreto ahora. Nuestra pequeña familia retorcida.

Miré a mi prima dormir y luego a mi tía, y supe que tenía razón. El viaje a la playa había terminado, pero el viaje que empezábamos estaba apenas en su primera página.