Calypso: Tentación en el paraíso

Episodio 1

Cada tarde, durante seis meses, contemplaba sentada en la playa como el orgulloso Lorenzo, que la martirizaba durante toda la jornada, acababa escondiéndose acobardado tras el horizonte, coloreando todo cuanto acertaba a ver de un intenso rojo anaranjado.

Simone podría confundirse desde la lejanía con una piedra más de la playa desierta. Permanecía inmóvil, serena, clavando sus ojos azules en el horizonte, esperando a que pasara otro día más en aquel paraíso natural que tanto se le asemejaba al mismo infierno.

La blanca arena le enterraba parcialmente los pies, y se le adhería allí donde antes había estado mojada. Era tan fina que podía confundirse con harina y salpicaba inevitablemente la morena piel de Simone, enredando su lacio cabello.

En los seis meses largos que llevaba en la isla, la muchacha se había acostumbrado a encontrar arena en cualquier recoveco, en todas partes. Su mundo era de arena, mar y palmeras.

El mar rojizo encendía el bello rostro de Simone, tiñendo de bermellón el bronceado caoba de su piel. Apenas si pestañeaba, el claustrofóbico paisaje que tanto aborrecía durante todo el día ahora la cautivaba, como el péndulo antes de caer hipnotizada. Las gaviotas se arremolinaban a su lado, y sus graznidos eran el único sonido que competía con las olas al estrellarse contra las rocas erosionadas que emergían del mar. Era una estampa impresionante, casi divina, la que aparecía cada tarde en aquel rincón paradisíaco.

Una manita se posó en su hombro desnudo. Sabía de quien en era, de la única persona en la isla además de ella.

– Hermanita, la comida está lista ¿tienes hambre? – Le preguntó el pequeñajo mientras se le iluminada la cara con una radiante sonrisa. Simone reconoció su semblante orgulloso, seguramente había preparado un delicioso plato con mucho esmero y dedicación.

– Claro ratita . -Así le llamaba cariñosamente .- ¿Qué has cocinado?

El niño sólo respondió con un gesto y Simone comprendió que era una sorpresa.

La chica se incorporó y se sacudió la arena de su firme trasero, tan duro que casi no se movía pese a la cachetadas que le propinaba para limpiarlo. Ya apenas sentía la incomodidad de no usar ropa interior, de sazonar sus recodos más íntimos con aquella fina arenilla. Sólo pudo salvar del naufragio la ropa que llevaba puesta mientras dormía en el barco y algunas toallas que aparecieron tiempo después en la orilla, así que aprendió a rasgar todas las piezas de que disponía para coserse un improvisado conjunto de dos piezas: una cinta que le apretaba los desarrollados pechos hasta casi asfixiarlos y una segundo paño, muy corto, con el que sólo conseguía poco más que cubrirse la entrepierna, aunque en algunos movimientos se hacía bien visible.

Carlitos, su hermano, vestía un vistoso taparrabos de hojas que él mismo se había diseñado, si bien gustaba de prescindir de él en los días más calurosos.

Los hermanos llegaron a la gruta cerca de la costa donde se habían refugiado. Aunque el lugar no cubría más de tres metros de profundidad y dos y medio de altura, su descubrimiento colmó de alegría a la pareja de náufragos cuando gracias a él pudieron resguardarse de una feroz tormenta nocturna, bastante repentinas en aquellos parajes tropicales.

Carlitos había dedicado mucho tiempo y energía en decorar la habitación hasta convertirla en lo más acogedora que pudo. La verdad es que para los diez años con que contaba, aquel renacuajo había hecho un gran trabajo. Logró hacerse con algunas herramientas antes de saltar por la borda del yate, y no se deshizo de ellos pese a que el bote de goma que los había salvado casi no podía aguantar tanto peso. Finalmente, una vez en tierra y encontrada la gruta, Carlitos comenzó a construir como podía algunos útiles de madera mientras su hermana recogía frutos y pescaba.

Con un hacha y cuerdas fue capaz de construir una mesa bastante resistente así como algunas estanterías con más o menos fortuna. Ahora, en el tiempo libre se dedicaba a construir una escalera para acceder con más facilidad a las copas de los árboles sin tener que trepar por los troncos, ya que, pese a la agilidad de su hermana, era muy peligroso alcanzar la cima de una palmera con la única ayuda de una cuerda mal trenzada.

Simone quedó perpleja ante la comida que le esperaba en la mesa.

-Enano … ¿has hecho tú todo esto?

Era una pregunta retórica, pues los hermanos estaban completamente solos en aquel islote.

Se concentró en el suculento manjar que Carlitos le había regalado. Habían tres clases de fruta cortadas en rodajas con la navaja multiusos del equipo de supervivencia, un hermoso pescado que no lograba identificar, bien descamado y troceado sin espinas y hermosas flores que decoraban con gusto en el centro de la mesa y cada plato. Los ojos de Simone se llenaron de lágrimas, que luchaban por escapar pero sin fuerza suficiente.

– Esto es… precioso Carlos .- La chica asentía con la cabeza .- Muchas gracias

– De nada.- le respondió satisfecho, acariciándole la mejilla.

Durante todos los días que llevaban confinados en la isla desierta Simone pocas veces se había dejado vencer por la naturaleza. Ya podía estar cayendo una tromba de agua con rayos y relámpagos que Simone se mantenía fuerte como un roble, protegiendo a su asustado hermanito y segura de sí misma. Pero a veces la armadura se oxida, las juntas se doblan y se agrietan hasta romperse, y Carlitos sabía que aquel era uno de esos días. Simone evitaba la conversación durante la cena, incluso jugaba con la comida, una actividad muy peligrosa cuando no se está seguro de cuando se volverá a comer.

– ¿Sabes que hubiera salvado de mi equipaje si hubiera tenido tiempo, enano? – Preguntó la joven sin levantar la cabeza del plato, Carlitos negó con la cabeza .- La foto de Jeremy.

El niño supo que era un día realmente nefasto para el ánimo de su hermana. Se fijó en que, mientras ella aún estaba por la mitad de la cena, él ya veía una enorme A en el fondo de su plato de latón. Era un fragmento del casco del yate, la A de Sofía, el nombre del barco y de su primera madre.

– Le echas de menos mucho ¿verdad?

– No sabes cuanto enano, cada vez que veo una puesta de sol me acuerdo de él y de mi juntos, de cuantas veces la hemos visto abrazados, es algo … no se cómo explicártelo.

– Te comprendo perfectamente, a veces me acuerdo de mamá cuando estoy a punto de quedarme dormido, echando en falta su beso de buenas noches. – El niño parecía querer lloriquear pero sabía que tenía que mantenerse firme para ayudar realmente a su hermana.

-¿Mamá Carlos? .- preguntó visiblemente enojada Simone .- Ella no es tu madre, es tu madrastra, no me gusta que le llames mamá.

El niño no respondió. Ya había mantenido muchas veces aquella misma conversación con Simone y siempre acababa con el moflete al rojo vivo.

– Además, el que estemos aquí es culpa suya, suya y de papá.

Carlitos devolvió su mirada a la cena, buscando los últimos restos de pulpa que aún quedaban. Su hermana casi había logrado convencerlo de que tenía razón. La historia había comenzado cuando Linda, la segunda mujer de su papá, quiso pasar unas vacaciones en familia en un lujoso hotel situando en la isla central del archipiélago de las islas Comoras, al sur de las Filipinas. Como el lugar donde se encuentra el hotel es muy pequeño para albergar un aeropuerto, sólo se puede llegar hasta el cruzando un buen trecho de mar en yate, tal como intentaron Simone y su hermano. Una inesperada tempestad a medio camino mandó el barco al fondo del mar, arrastrando a los dos miembros de la tripulación, todo su equipaje y al menos seis meses de sus vidas. A veces Carlitos no podía dejar de pensar que, en cierta forma, todo era culpa de Linda tal como defendía su hermana. De cualquier forma, el pequeño no le guardaba rencor a nadie, era demasiado joven para comprender tan corrosivo sentimiento.

– Vendrán a buscarnos, ya lo verás.- afirmó Carlitos a la vez que recogía la mesa.

Simone resopló mientras ladeaba la cabeza para fundarla en la palma de su mano. En todo aquel tiempo no había podido convencer a Carlitos de que su padre los ignoraba y para su madrastra sólo significaban dos partes menos con quien compartiría la herencia. Hasta comenzaba a sospechar que aquel accidente había sido planeado por la dulce Linda para quitárselos de en medio. Su padre tenía dinero para poner patas arriba cada islote del Océano Índico y sin embargo sólo habían visto pasar una avioneta dos veces, y demasiado lejos para poder ver sus señales.

Al acostarse en los colchones de hierbas que amortiguaban muy poco la dureza del suelo, Simone se dio cuenta de que había pasado otro día más en aquel pedazo de nada situado en ninguna parte. Pensó en Jeremy, en sus besos, su ternura, su cuerpo, hasta quedarse profundamente dormida.

La mañana poco a poco ganaba el pulso a la madrugada, el sol emergía de las aguas y ya iluminaba toda la gruta. Los hermanos dormían plácidamente, acostumbrados por completo a sus incómodos lechos y a la luz cegadora proveniente del exterior. El silencio de la isla del silencio aún era más callado.

De pronto un estruendo ensordecedor hizo vibrar toda la isla, los animales se escondían asustados, hasta los árboles parecían reaccionar contra algo ajeno, desconocido para la naturaleza virgen. Los hermanos se despertaron alarmados, se miraron frenéticos.

Simone llegó antes a la enorme roca de la costa que sobresalía del mar, y encendió con el fuego de la hoguera de una antorcha el enorme pebetero de leña que habían construido. Las llamas se alzaron hacia el cielo incontroladamente, y Simone pudo sentir el peligroso abatida, suplicando entre mascullos que el piloto de la avioneta mirara hacia atrás hasta que el avión se convirtió en un punto y luego en un recuerdo.

Carlitos llegó jadeante a su lado, y cuando recobró el aliento se dio cuenta de que su hermana estaba inmóvil con los ojos llenos de lágrimas. La tomó de la mano y la sacó de los alrededores de la hoguera.

– ¿Estás bien?

– Sí …. – Simone miró a su hermano asustada, completamente destrozada. Luego entornó los ojos y sus pupilas rebosaban energía, valor. – Claro que sí ratita, ¿qué estamos haciendo aquí? hay que coger fruta para el almuerzo.

– ¡ Así se habla!.

Y los dos hermanos bajaron con cuidado la roca, mucho más lentamente que cuando subieron, y se dirigieron hacia el campamento. Carlitos caminaba junto a su hermano dando saltitos, una costumbre que Simone no podía soportar, pero no le recriminó nada. En seis meses habían aprendido a respetarse y quererse, ninguno sabía cuanto tiempo más les quedaría juntos.

Con especial sigilo, Carlitos recorría el angosto caminito que se había convertido día a día en un obligado trayecto. Casi cada tarde, antes de cenar y de que refrescara la temperatura, el niño cubría el mismo sendero religiosamente. Tenía que cruzar un surco de lodo y sortear un largo pasaje tupido de vegetación, palmeras y ramas enredadas con la única ayuda de la navaja multiusos del kit de supervivencia y su pequeño tamaño.

Se agachó para no llamar la atención, aunque como nunca lo habían descubierto, nada le hacía sospechar de que algo pudiera ir mal. Lentamente apartó las últimas matas, dejando un campo de visión perfecto del espectáculo que estaba deseando disfrutar.

Carlitos era una mancha oscura en un mar verde, de espesa vegetación. Asomaba su cabecita, tumbado sobre una colina desde donde podía admirar con detalle la hermosa cascada que caía desde lo alto de una montaña, en tres escalones, para renovar constantemente el agua de una respetable laguna que alcanzaba una engañosa profundidad. El agua era tan clara que solo se podía diferenciar el suelo terrestre del el fondo marino cuando la brisa hacía temblar levemente la superficie de la laguna y las formas sumergidas se deformaban. Se agachó instintivamente cuando comprobó como su sueño había abandonado la lejanía del mundo de lo intangible para hacerse carne, y qué carne.

En la orilla, Simone liberaba sus pies de los trapos y vendas que suplían el calzado y evitaban quemarse las plantas cuando subía a las palmeras. Se sentó pacientemente en una roca, jugando con sus pies desnudos en el agua cristalina. Los peces se acercaban para curiosear y luego huían despavoridos, provocándole una preciosa carcajada. Carlitos suspiró, suspendido en una nube. Era muy pequeño aún para identificar lo que sentía pero cualquiera que observara los ojos de aquel niño podría adivinar que estaba enamorado.

La muchacha no tardó en soltar el nudo de la tela remendada que exprimía sus pechos, saliendo despedida impulsada por la expansión de las comprimidas carnes. El niño no hizo caso al gracioso movimiento de los prominentes senos, ensalzados por una línea blanca y gruesa que los destacaba del bronce del resto de la piel. Solo pensó en cómo confeccionar una prenda superior más holgada para su querida hermanita. Por fin Simone, deleitándose con un gesto lánguido y pausado, abrió el paño que tanto debía esforzarse para cubrir el secreto mejor guardado de la joven. La faldita improvisada se anudaba a un lado, como un pareo, así que la desnudez completa de Simone fue descubriéndose poco a poco, como la cortina que se recoge para mostrar un regalo.

Luchando contra la helada temperatura de la laguna, la joven se metió poco a poco en el agua dulce que cada tarde la libraba de la molesta salitre. Su cuerpo se atenazó de frío y sólo pudo inspirar unas entrecortadas bocanadas de aire. Al momento, cuando consiguió reunir la convicción mental suficiente, se sumergió completamente.

Carlitos agradeció la nitidez de las aguas. Sin esforzarse, pudo contemplar como aquella hermosa fémina nadaba, se retorcía y chapoteaba como una sirena. Simone no desentonaba en absoluto en el conjunto del paisaje, más bien parecía un elemento más.

La joven en aquel estado no podía considerarse una mujer, no era un ser humano civilizado del siglo veintiuno. Desnuda, con la piel húmeda y resplandeciente por las últimas caricias de un sol menguante, su vello púbico denso y enmarañado, sus cabellos lacios empapados y libres, Simone era todo un animal.

Un animal salvaje hembra de ser humano. Un exótico y sensual habitante del último rincón virgen del planeta. El niño que no perdía detalle desde lo alto sintió como si volara suspendido en la por la insoportable belleza de su hermana.

Simone, agotada de dar brazas, descansó sobre una piedra de la orilla. El agua sólo le cubría hasta las caderas. Se apoyó en sus codos, echándose hacia atrás, para recuperar el aliento. Encontró una piedra perfectamente colocada para apoyar su linda cabecita. Poco a poco su acelerada respiración fue remitiendo, pero adoptó un ritmo que Carlitos nunca había visto antes: muy profunda y dejando un espacio inusual entre cada inspiración.

Con su mano derecha, coronada por unas uñas mucho más largas de lo que Simone acostumbraba en su vida anterior, se acarició el cuello, casi sin tocarse. Tras recrearse unos instantes, decidió bajar un poco más, hasta el comienzo de sus pechos. Su tacto estimuló los dos pezones, hasta que sus tersas aureolas se arrugaron y contrajeron, irguiéndose totalmente, casi le dolían.

Carlitos nunca había visto algo parecido, se preguntaba qué hacía su venerada hermana. La derecha de la joven bajó lentamente pero con seguridad hasta perderse bajo el agua, mientras, la traviesa mano izquierda se esforzaba por satisfacer la atención que los pechos requerían.

Los ojos de Carlitos se abrieron de par en par como dos mitades de coco cuando contempló como su querida hermanita comenzaba a gemir despreocupadamente a la vez que sacudía la mano bajo el agua, primero con suavidad para irse convirtiendo en una batidora.

Las hondas producidas por la agitación impedían deducir qué ocurría allí donde se unían las ligeramente musculadas e interminables piernas de Simone. El pequeño sólo acertaba a comprender que aquello enloquecía a su hermana, aunque su rostro se tensaba de forma similar a cuando se arrancaba una astilla de la planta del pié, lo que le hizo dudar.

Sin embargo, su hermana se erizaba, gemía, se retorcía, como nunca antes había hecho ante su mirada. A la vez que aceleraba el movimiento de su mano bajo el agua, Carlitos pudo percibir como Simone emitía unos leves susurros apenas audibles, que asomaban tímidamente de la mandíbula poderosamente apretada. El niño entrecerró los ojos, le interesaba descifrar los mensajes que su hermana dejaba aflorar desde lo más profundo de su deseo, pero por mucho que agudizó el oído no pudo lograr su empeño.

De pronto la muchacha comenzó a gritar, a exhalar grandes cantidades de aire en sonoros gemidos hasta que por fin dio la oportunidad a su hermano de entenderla.

-¡Jeremyyy! ¡oh siii! .- Se oyó claramente, las paredes rocosas que rodeaban la laguna sirvieron de amplificadores y hasta la propia Simone se sorprendió del volumen de su exclamación, pero no detuvo ni un instante su masaje manual. Sus caricias se fueron aminorando hasta desaparecer. Se quedó tumbada sobre las rocas, recuperando el aliento.

Carlitos quedó contrariado. Pese a los seis meses de aislamiento, Jeremy estaba aún muy presente en el corazón de su hermana. Se desanimó y una despiadada bofetada de inseguridad estuvo a punto de hacerlo llorar. Jeremy y Simone salían juntos desde hacía más de dos años, cuando ella tenía quince y él veinte, y su relación, pese a pasar meses sin verse, nunca se había tambaleado. Jeremy era alto, fuerte, guapo, vestía ropas caras y conducía un cochazo que enloquecía a su hermana, mientras él sólo era un niño pequeñajo y llorica.

Pero miró a las aguas tranquilas de la laguna y encontró su propio reflejo en ellas, también pudo ver a su hermana, que ya se escurría su larga cabellera morena dividida en el medio, saliendo del agua. Sin embargo, no había nadie más. Carlitos se sintió satisfecho. Él y su hermana estaban allí, Jeremy no.

Simone volvía a pelear con el trapo, apretándose los pechos con fuerza hasta aplastarlos, con la esperanza de ganar un poco de tela que le permitiera hacer un nudo más o menos resistente, así que Carlitos abandonó su puesto de observación a toda prisa para regresar al refugio antes que su hermana, y disimular cortando alguna fruta o construyendo la escalera.

Aquella noche, Simone devoró la cena mientras reía y conversaba, llena de vida y energía. No había que tener más de diez años para darse cuenta de que la muchacha debía regalarse más a menudo un desahogo. Las carcajadas y la mirada brillante de Simone engatusaban a su hermanito, y cuando lo trataba como una persona mayor, haciéndole cómplice de sus esperanzas y deseos, el niño podía sentir como su mundo daba vueltas, recordándole al hermoso carrusel en que solía montarse todas las vacaciones, cuando su madre verdadera aún vivía. Simone estaba realmente radiante y fue Carlitos, aquella noche, el que no pasó de la mitad de la cena.

A las puertas de la gruta ya habían tres pescados frescos y bastante gordos colgados en una cuerda sostenida entre dos palmeras. Eran suficientes para un almuerzo abundante, incluso aseguraban la cena, pero Simone continuaba pescando sobre una roca, en la vertiente más escarpada de la playa. Gracias a su experiencia forzada había aprendido que los días afortunados debían aprovecharse al máximo y no dejaría de pescar, cogiera lo que cogiera, hasta la hora del almuerzo.

Su roca preferida para pescar, donde ahora se encontraba, penetraba varios metros en el mar y las olas rompían a uno de los lados con violencia, pero el mar, en el otro lado, estaba en perfecta calma.

Simone estaba absorta en su trabajo, concentrado todos sus sentidos en el dedo que controlaba el sedal, analizando concienzudamente el menor tironcito. Por eso dio un salto cuando sintió algo que le aferraba el pié, su corazón se volcó mientras comprobaba como su hermano emergía del mar entre risotadas.

– ¡Jajajajaja! ¡Caíste bobona! ¡Si te hubieras visto la cara!

El rostro angelical de Simone se transformó en el de un demonio enfurecido.

– ¡Enano de mierda! ¡Tú te crees que esto es normal! ¡En una isla desierta llena de animales peligrosos!

A Simone le exasperaba las malditas bromas de su hermano, a eso sí que nunca había logrado acostumbrarse. Siempre la asustaba, siempre. Escondiéndose en la noche, haciendo ruidos con la boca, el pequeñajo tenía un abanico interminable de travesuras. Pero esta vez se las iba a cobrar de una manera más original que un simple coscorrón. Cogió el cacharro con vísceras y sangre de peces que usaba para atraer a los pequeños tiburones y se lo viró por encima, hasta la última gota.

– ¡¡Simone!! ¿Qué haces? .- Le preguntó el pequeño aterrado. Carlitos nunca había cazado un pequeño tiburón desde la roca pero si que había visto a su hermana atravesándolos con un largo pincho de metal. Algunos eran bastante gordos y con un aspecto espeluznante.

El niño intentó subir a la roca pero su hermana se lo impedía mientras se reía.

– No te dejaré subir para que aprendas enano, o nadas rápido hasta la orilla o me sirves de carnaza …

Carlitos abrió los ojos de par en par, suspirado, a punto de empezar a llorar, pero le tenía tanto miedo a los tiburones que no lo dudó un instante, se impulsó con la piernas apoyándose en la roca y nadó con todas sus fuerzas hacia la playa.

Simone rompió en carcajadas mientras su hermano huía despavorido. Estaba muy segura de que por allí no había ningún tiburón, de ser así no hubiera pescado nada en toda la mañana, pero el conocimiento le daba una ventaja muy preciada respecto a Carlitos a la hora de gastar bromas. Recogió los bártulos y se dirigió a la playa.

Su hermano tosía agotado, sentado en la arena con la cabeza gacha. La miró enfurecida en cuanto se hubo tranquilizado un poco, evitando vomitar.

– ¿Pero tú estás loca o qué te pasa? .- Le preguntó encolerizado. Ella se sentó junto a él.

– Lo que me pasa es que sé aguantar las bromas, y tú no.

Él aún se enfadó más. Simone conocía esa mirada.

Carlitos se impulsó con todas su fuerzas para agarrarse del cuello de Simone, derribándola hacia un lado. El niño se aferró a su objetivo, casi tapándole con sus bracitos la boca y la nariz de la joven, pero no pudo mantener su presa cuando su hermana le clavó las uñas en un costado. Se alejó unos centímetros, llevándose las manos a las pequeñas heridas, momento que aprovechó Simone para cruzarle un derechazo a la mandíbula que lo tumbó. Durante toda una vida juntos, las peleas eran constantes así que ambos se conocían perfectamente. El niño se revolvió un segundo, tendido en la arena, para recuperar sus fuerzas pero su hermana se le abalanzó, rodando mientras se cubrían de arena. Ella quedó sobre él, con las rodillas clavadas en la arena, a los lados de Carlitos, jadeante. Su mirada estaba perdida, como si Simone hubiera abandonado su cuerpo un instante para viajar a algún recoveco de su memoria. El niño la miró preocupado.

– Se te ha caído … – Dudó en decir Carlitos.

– ¿Eh?

El niño miró tímidamente el busto de la muchacha. Ella bajó la vista asustada. Sus pechos, boca abajo, colgaban libres como dos suculentas frutas en un árbol.

Simone se incorporó aceleradamente, tapándose avergonzada los pechos con las manos, encorvándose un poco para facilitar su labor. Intentaba arroparse tan apuradamente que no se percató de que el pareo se le había subido hasta la cintura, revelando su espléndido culito por completo.

Pese a los seis meses que llevaban viéndose cada día desde que se levantaban hasta la noche, Simone había guardado celosamente su anatomía a su hermano. No le importaba ceñirse los pechos dolorosamente con tal de evitar que su hermano pequeño de diez años, único habitante de la isla, los viera libres.

La muchacha gateó un poco hasta encontrar el paño medio enterrado en la arena. Primero recompuso el pareo hasta dejarlo en su lugar, luego, sosteniéndose los pechos con la izquierda, intentó realizar la difícil operación de vestirlos sólo con una mano. Naturalmente le resultó imposible.

– Enano, ¡lárgate de aquí! ¿No ves que me estoy vistiendo?

Carlitos no le contestó. Se sentó detrás de ella, para tirar de las dos puntas del paño hasta lograr tela suficiente para hacer un nudo.

– Antes, cuando te quedaste sobre mí ¿qué te ocurrió? .- Le preguntó Carlitos, apreciando la belleza de la nuca de su hermana cuando ella colocó su cabellera a un lado, hacia delante, dejando toda la espalda libre para facilitar la labor.

– Nada enano.

– Eso no es verdad, ¿En qué te quedaste pensando?

– ¡Enano! ¡Te he dicho que nada! .- Le gritó mientras se daba la vuelta irritada. El niño la miró con los ojos llenos de lágrimas, asustado. A veces se olvidaba de que no era más que un chiquillo de diez años.

– No me ocurrió nada, es que la situación me recordó algo … .- Comentó tiernamente, intentando reconciliarse con su hermano sin pedirle disculpas.

– ¿A qué …? .- Preguntó el niño, secándose las lágrimas con el brazo.

– Bueno, no se como explicártelo .- La chica miró hacia el suelo, intentado encontrar las palabras adecuadas.- Es que casi reviví un día, que jugaba con Jeremy.

El niño quedó un instante en silencio. Otra vez Jeremy.

– Te acuerdas mucho de Jeremy ¿Echas de menos jugar con él?

La chica se sonrojó como una colegiala, el niño no era consciente de lo privada que era la pregunta. Nunca se había acercado tanto a su esfera más íntima.

– Pues la verdad es que sí …. echo de menos sus juegos.- Acertó contestar.

Carlitos bajó la mirada apenado, su hermana estaba terriblemente enamorada de otro. Ella miró a otro lado, asimilando la conversación que había mantenido con su hermano. Ninguno de los dos buscaba al otro, hasta que el niño la llamó de nuevo, tocándole el hombro. Ella se volvió, pero no logró mirarle a la cara.

– Yo podría jugar contigo a lo mismo que Jeremy, si tú quieres .- Le ofreció Carlitos. La chica arqueó las cejas incrédula y no pudo evitar soltar una carcajada, nuca había podido imaginar que tendría esa conversación con su diminuto hermano. – Si cierras los ojos podrías imaginar que soy él, y así estarías más feliz.

Aquel comentario sí que molestó a Simone. Se asqueó cuando no pudo evitar recrear mentalmente la escena. Sabía que el niño hablaba con todo su corazón, para ayudarla, pero sin quererlo, le estaba proponiendo algo repugnante.

– Ni te lo pienses enano, no puede ser y déjalo ya.- Le contestó cortante a su hermano.

– ¿Por qué no? .- Insistió.

Ella lo fulminó con la mirada, decidiendo rápidamente si debía explicarle su respuesta o ignorarlo. Finalmente, la solución le resultó tan fácil que no tardó en contestar.

– Porque no y punto .- El niño la seguía mirando, esperando una respuesta. -A esos juegos no pueden jugar los hermanos.

-¿Sólo los hermanos? ¿Por qué los hermanos no pueden jugar a eso?

– Porque está mal ¿te acuerdas cuando mamá te decía que si decías mentiras te salían bichos por la boca? Pues es más o menos parecido.

– Pero mamá me estaba engañando.

– Ya… pero

La muchacha se estaba haciendo un lío. ¿Por qué tardaba tanto en expresar una cosa tan sencilla? Por culpa del lío que se estaba haciendo su hermano no conseguía comprender una cosa evidente.

– Atiéndeme Carlos .- Le dijo, mientras se daba la vuelta para explicarle con claridad el asunto. Sin embargo no había bajado ni un momento el brazo izquierdo que escondía a duras penas sus pechos con el paño sin anudar. – Las personas pueden divertirse mucho jugando como hacía yo con Jeremy, pero esa diversión está prohibida a los hermanos. Jugar a eso entre hermanos es algo asqueroso, y está muy mal visto, es algo impensable ¿Me estás entendiendo?

– Creo que sí, menos una cosa ¿Por qué dices que es asqueroso? A ti te gusta ¿no?

Simone pensó la respuesta.

– Sí, pero no contigo, sino con Jeremy.

– Pero puedes cerrar los ojos, e imaginarte que soy él.

– A ver Carlos, la cuestión de si jugaría contigo o no es secundaria, lo importante es que está muy mal visto y no podemos hacerlo.

– ¿Quién te podría mirar mal en esta isla? ¿Las palmeras? ¿Los peces?

La chica se sorprendió de la agilidad mental del pequeño, encontraba respuestas para todo en unos segundos. Por un momento le pasó la idea por la cabeza de aceptar la ayuda de Carlos pero se negó avergonzada y enojada con el niño que le había hecho dudar.

– No es no. – Contestó tajante mientras se levantaba para acabar de una vez con la estúpida conversación.

El niño no se preocupó. Ni siquiera movió del sitio hasta que comprobar que las perfectas nalgas de su hermana desaparecían entre la vegetación en dirección a la gruta. Luego se levantó alegre, sabiéndose libre para hacer lo que deseaba desde hacía varios días y que a presencia de su hermana le impedía. Si ella lo descubriera en un momento tan íntimo se moriría de la vergüenza.

Se sentó en la orilla y comenzó a construir con toda su ilusión un castillo de arena, el más grande que jamás se hubiese visto.

Pasaron varios días y todo pareció seguir igual. Ni siquiera las nubes parecían haberse movido. Los hermanos seguían haciendo lo mismo siempre, pescar, recolectar y sobrevivir. Como cada tarde, Carlos se apostó en la roca sobre la laguna para espiar a su hermana. Ella no había faltado a la cita.

Se había desnudado, nadado, aseado y hasta se sentó en la orilla a tocarse, era la segunda vez que lo hacía pero no logró gozar como la primera. Ni siquiera terminó, cansada y defraudada dio un puñetazo de rabia en el agua y gritó con furia una enfática palabrota. Luego se vistió con desgana y volvió sobre sus pasos, maldiciendo.

El niño se sintió confuso, espantado. Era la primera vez que veía una mujer insatisfecha.

Por su menuda edad fue incapaz de comprender el significado de la cantidad de veces que su hermana se rascaba bajo el paño inferior, durante toda la tarde y la cena. En un principio hacía maravillas para disimular, pero a medida que se iba acabando el día los picores se hacían más evidentes, incluso se perdió un segundo entre los matorrales para escarrancharse y refrescar su entrepierna con agua fresca que calmara su calorcillo. Carlos no comprendía nada y hasta se preocupó por si le hubiese salido algún salpullido.

Cuando se tumbaron en los incómodos colchones, Carlos no tardó en quedar embelesado, a punto de dormirse. Desde su llegada a la isla ninguno de los dos había tenido problemas para dormir, llegaban tan cansados a la noche que sus cuerpos se rendían al momento. Sin embargo, un leve y ahogado suspiro, apenas perceptible, le sacó de su duermevela. Temió lo peor, algún animal salvaje se habría colado en el refugio.

Lentamente se dio la vuelta, arropado en la oscuridad de la noche, para descubrir la procedencia del sonido. A escasos centímetros de su cama, la imponente hermana jugaba una vez más con sus dedos en su cuerpo. Un tenue rayo lunar iluminaba modestamente la zona inferior de la muchacha, Carlos tuvo que forzar la vista hasta adaptarse a la oscuridad, lo que pudo vislumbrar lo dejó perplejo, hipnotizado. El niño exploró el último recodo virgen a sus miradas espías. Fue toda una revelación, casi mística.

La «vagina», como la llamaban en la escuela, era la cosa más hermosa que jamás había visto, más que el atardecer de fuego, más que la espuma del mar una vez la ola se ha roto, más que la cascada y la laguna, mucho más. Le recordó vagamente a los moluscos que el y su hermana recogían de las piedras, pero mucho más bello y perfecto. Los pliegues carnosos le llamaban poderosamente la atención, hubiera dado su mano derecha por estar más cerca, por pegar su cara en él, por tocarlo con curiosidad.

Estaba seguro que era la mejor vagina del mundo, que ni su mamá Linda, ni mucho menos su profesora, la señorita Vermeider, podían poseer tan espléndido tesoro.

Tuvo poco tiempo para fijarse en cómo se frotaba su hermana, sólo aprendió que con los dedos de una mano abría la boca de la vagina y con dos dedos de la otra se acariciaba en la parte superior del órgano, dando círculos. Pero no pudo reconocer nada más.

Simone se detuvo un instante, respiró profundamente y comenzó a refunfuñar entre dientes. «mierda, mierda, mierda», rezaba para sí. Se giró contra la pared de la gruta, dando la espalda a su hermano. Carlitos la escuchó llorar.

– Jeremy … ¿dónde estás?

Poco a poco el llanto fue cesando y Carlos se propuso descansar. Sin embargo, en el ambiente flotaba un olor completamente nuevo para el niño, un olor intenso pero atrayente, a camino entre el sudor y la fragancia más salvaje. Aquello que le embargaba era la esencia de Simone.

Carlos emergió del mar cerca de las rocas, y trepó por ellas, dirigiéndose a la playa. Estaba exultante, traía una red rebosada de erizos y estrellas de mar, una captura envidiable. El sol quemaba como nunca y su rostro se arrugaba, hasta convertir sus ojos en dos líneas muy finas.

Un bulto inmóvil se veía a lo lejos, a medida que avanzaba iba convenciéndose de que era Simone y no una piedra. Efectivamente así era, apoyada en una palmera, justo donde la playa de arena blanca daba paso a la vegetación tropical.

El niño corrió hacia ella riendo.

– ¡Mira Simone!¡Traigo la bolsa llena!

Ella no le sonrió, ni tan siquiera le miró. Seguía reposando su espalda en el tronco de la palmera, ofreciendo el exuberante perfil de sus pechos, encorsetados sin piedad.

-Escucha enano…

El niño se asustó. La tristeza de su hermana era muy reveladora, algo malo había pasado.

– Necesito tu ayuda ¿Puedo contar contigo?

Carlitos asintió. No se hacía una idea de qué podía ser tan grave.

– Claro Simone ¿Qué pasa?

Ella tragó saliva, aún indecisa. Por fin logró el arrojo necesario.

– Quiero que me jures que intentarás olvidar todo cuanto ocurra en la próxima hora ¿me lo juras?

– Sí, Simone.

– Bien, acércate.

Simone se agachó para ponerse a la altura del niño. Enredó uno de sus dedos en la maraña de pelo que tenía Carlos por cabellera.

– Nunca te pediría esto, amor, nunca me rebajaría … -Hizo una pausa para cambiar el rumbo de la conversación.- si no estuviera completamente desesperada, créeme.

El niño asintió. Su hermana le necesitaba, pero aún no sabía para qué.

– No sé si esto te hará daño en un futuro, cuando lo recuerdes .- la chica no pudo evitar que una lágrima se le escapara.- Pero es que lo necesito tanto … Sólo quiero que cuando seas mayor comprendas que no lo hago con malos sentimientos, sino por una necesidad tan grande como el hambre.

Carlos la miró extrañado.

– Vamos a jugar, Carlos.

– ¿A jugar? ¿Al juego de Jeremy?

– Casi, sólo a la primera fase, no merezco robarte tu niñez.

El niño sonrió alegre, jubiloso, por fin le quería tanto como a Jeremy, y le iba a enseñar ese juego tan secreto que estaba prohibido entre hermanos.

La chica se sentó en la arena, con la espalda apoyada en el tronco de una palmera. Abrió ligeramente las piernas, y miró una vez más a su hermano, sin decir nada.

Se le veía tan inocente, diminuto, un mocoso que apenas superaba el metro y veinte. En sus ojos sintió la alegría, Carlos no tenía ni idea de la trascendencia que aquel momento podría tener en su vida. Simone clavó su mirada a la del niño, tal como hacía con Jeremy, y luego desanudó el pareo y subió un poco la tela, revelando una pequeña porción del impenetrable vello púbico. No tenía fuerza para destaparse del todo.

El niño se sorprendió cuando los pelos gruesos afloraron de entre la oscuridad. Su hermana jamás se habría mostrado en cualquier situación normal, pero como poco a poco iba comprendiendo, aquella no era una situación normal. Simone estaba hambrienta. Carlos volvió a mirarla, aún incrédulo.

– ¡No me mires, joder! .- Le gritó mientras se tapaba la cara. – Agáchate…

Carlos obedeció. Simone le cogió por la muñeca, se veía tan frágil en sus manos, tan delgada como el pincho que usaba para pescar.

La chica cerró los ojos, y lentamente, sin mucha convicción, se acarició el pubis con ella, de arriba a abajo, deteniéndose justo antes de llegar al comienzo de su sexo. Un suspiro peleó en su interior hasta encontrar la salida.

Su excitación le liberó parcialmente de sus inhibiciones, y fue bajando la mano del niño hasta rozar con ella sus húmedos labios vaginales. Giró la cabeza hacia un lado, escondiéndose de ninguna mirada, luego escogió el dedo índice de Carlos y recorrió con el su abertura, desde la base hasta el clítoris, aunque sin tocarlo. El dedo de Carlos sintió el calor y la humedad del sexo de su hermana mayor.

– E- esos … – interrumpió el niño.- ¿Esos son mocos?

Simone cesó al instante y soltó la mano del niño, azotada en un segundo por las culpas de su lascivo y bárbaro comportamiento. Se levantó alborotada, sofocada, mientras se colocaba sin ninguna agilidad el pareo.

Carlos quedó atónito, con la misma cara de tonto que se le quedaba al fallar un penalty con su equipo de la escuela. Pero no se rindió, él no se rendía. Si fuese un perdedor no hubiera sobrevivido seis meses y medio de la naturaleza más despiadada. Se levantó y corrió tras su hermana, alcanzándola en pocos segundos pese al caminar apresurado de Simone. Él también sabía jugar al juego de Jeremy, había observado atentamente como lo hacía ella solita y quería demostrarle que la prohibición era otro engaño de mamá para que se portaran bien y estudiaran.

Se lanzó a la espalda de la joven, sorprendiéndola y haciéndola caer. El aterrizó sobre el inesperadamente rocoso trasero de la chica.

Simone se dio la vuelta asustada, pero el chico no le dejó decir nada. Quedó hipnotizada cuando su hermano de escasos diez años se introdujo los dedos índice y anular en la boca, y los extrajo rebosantes de saliva. La calentura, el ansia de sexo que había llevado a la joven al borde de entregar su dignidad, volvieron a irradiar sus entrañas. Los pezones se le irguieron, su vagina se lubricó, su mirada se volvió brillante y deseosa. Carlos bajó los dedos empapados pausadamente, hasta el pequeño botoncito que no tardó en encontrar.

La muchacha gimió despreocupadamente. Carlos estimuló muy levemente el clítoris de la chica, y mantuvo el ritmo al observar como los pechos apretados de su hermana subían y bajaban cada vez más deprisa, tensando hasta el límite las costuras remendadas del paño. Simone poco a poco abandonaba sus miedos y se dejaba al placer que le brindaban los diminutos dedos de su hermanito.

– Esto te gusta ¿verdad?

Ella no pudo articular palabra. El placer recorría su cuerpo, prendiendo y disponiendo cada rinconcito de su piel.

Pero, pese a que la excitación le atenazaba hasta casi impedirle moverse, Simone quería más. Ansiaba el orgasmo como un hombre. Sólo quería explotar en manos del chico, liberarse del calor que la quemaba hasta consumirla.

Aferró la mano de su hermano con fuerza y seguridad y movió los dos dedos chorreantes de jugo circularmente, apretando ligeramente el clítoris con más ritmo. Guió a su hermano durante unos instantes para, una vez que el niño asimiló los gustos de Simone, dejarlo fluir sólo. Él no le defraudó.

La chica cerraba los puños con todas sus fuerzas, llenándolos de arena que se derramaba por los lados. Se mordía el labio inferior hasta hacerse daño. Las caricias de Carlos, las primeras propinadas por un chico tras más de nueve meses, la estaban sacando de sí.

No le resultaba difícil olvidarse de que era su hermano pequeño quien la estaba haciendo gozar. Con su ayuda, era tan bueno o mejor que su novio Jeremy. No tenía más que cerrar los ojos e imaginar que era su fornida pareja quien la masturbaba. Tan sólo le asaltaba la culpa cuando se fijaba en el tamaño de los deditos que se perdían entre sus labios, gigantescos en comparación. Su cuerpo sudado y lleno de sal estaba cubierto de fina arena que se le colaba en la boca, los oídos, el cabello. Ella ya ni la notaba.

Tras darle algunas vueltas a la cabeza, Carlos logró descubrir a qué le recordaba el olor corporal de Simone. Era el mismo perfume que saturaba el aire de la gruta la noche anterior. Aprendió a relacionar a su hermana con ese olor tan propio.

– Sigue Jeremy … más rápido ¡Oh, más rápido! – Le suplicó la chica mientras se sentía azotada por olas de placer.

Carlos aceleró su masaje, concentrándose en rozar en cada pasada con la yema de sus dedos el botoncito de su hermana, había aprendido que eso era lo que más le gustaba. Simone le respondía con gritos de placer, tan altos como quería. Nadie, además de su hermano, podrían oírlos.

De pronto los jadeos se hicieron más cortos y repetidos, Carlos pensó ingenuamente que su hermana se estaba asfixiando, y no se equivocaba. Su cuerpo se preparaba para la descarga definitiva. Se apretó los pechos por encima del paño con tanta fuerza que Carlos estaba seguro de que en cualquier otro momento hubiera roto a llorar. Su cuerpo se empezó a sacudir, a contonearse, estirarse y volverse a encorvar. Carlos sintió en sus dedos como la vagina de Simone cada vez estaba más húmeda y resbaladiza.

– ¡Oh, me corroooooo, Jeremyyyyyy! ¡Oh siiiiii!

El niño levantó la vista asustado, lo que contempló jamás podría olvidarlo. Su hermana comprimía todos los músculos posibles de su cara y no podía cerrar la boca rebosante de saliva, escapándose en un pequeño hilito por una de sus comisuras. El rostro candoroso de Simone se quebró un instante, como si el tiempo se hubiera detenido. El niño quedó hipnotizado por la belleza de una verdadera hembra desbordada por un orgasmo demoledor.

– ¡¡Qué no me mires , joder!!!-. Le rugió mientras cedía al placer supremo.

El sonrojo que encendió el rostro de la muchacha se ahogó en el bronceado y el sofoco del orgasmo. Simone se volvió hacia un lado, tapándose la cara con ambas manos.

– ¡Eres un imbécil! ¡no debí confiar en ti!

La chica se levantó de la arena en medio de un ataque de furia. Su hermano pequeño había pisoteado lo poco que le quedaba de integridad, disfrutando de su semblante descompuesto por el éxtasis. Se cerró el pareo con ira y se marchó con paso firme, estampando sus huellas en la arena.

Carlos se quedó sentado, con la boca abierta, confundido, sin ninguna experiencia sobre cómo comprender el complejo funcionamiento de las mujeres.

Sin embargo, la sorpresa y el miedo hacia su magnífica hermana dejó paso a la satisfacción por haber descubierto el juego prohibido. Subió los dos dedos bendecidos por el néctar de Simone y los miró detenidamente, ya echaban de menos el calor de la muchacha y se habían quedado pegajosos. Todo aquello era fascinante y novedoso para el niño aunque una cosa tenía muy clara. Quería repetir.