Capítulo 4

El señor del mar IV

Eduard acabó de amarrar a Karla en el ancla, situada en mitad de una espaciosa sala que SeaLord había bautizado como «La Bodega», en recuerdo de las existentes en los viejos galeones corsarios, mazmorras de prisioneros y esclavas raptadas en algún asalto.

La bodega de SeaLord era la sala de castigo.

Lejos de toda artificialidad, era una sala amplia, de inmaculadas paredes blancas, sin más decoración que algunas estanterías y una colección interminable de instrumentos comunes en relaciones sadomasoquistas.

Del techo colgaban cadenas, poleas y barras, junto a numerosos focos direccionables con bombillas de diversos colores.

SeaLord era amante de los contrastes, de jugar con la intensidad de la luz, de crear claroscuros, sombras y efectos luminosos con la mezcla de colores.

Junto al escaso mobiliario común –algún armario, varias sillas, una mesa y un sillón tapizado en negro de confortable apariencia–, el tradicional conjunto de muebles propios para sesiones sado: la cruz de San Andrés, el caballete, los postes de amarre…

Y el ancla. En el centro de la sala. Forjada en hierro por las propias manos de SeaLord. Ideada y concebida como singular instrumento de suplicio.

Colocada sobre una plataforma, SeaLord había diseñado todo un sistema de engranajes y raíles que permitían variar la posición del ancla: inclinarla hacia atrás o delante, ladearla y elevarla.

El ancla era, así, patíbulo para atar, encadenar, crucificar o colgar al esclavo, en las más variopintas posturas, conforme a la intensidad del castigo deseado.

El arganeo –el eslabón superior del ancla para poder sujetarla a la cadena– podía ser usado como cepo, introduciendo la cabeza del esclavo en él y cerrándolo alrededor de su cuello.

La barra superior –el cepo, en lenguaje marino– permitía atar o encadenar al esclavo en toda su extensión, según se quisiera un mayor o menor estiramiento u horizontalidad de sus brazos.

Igual ocurría con los brazos inferiores del ancla que disponían, además, de unos raíles para variar la posición de las piernas, sin necesidad de ser desatadas, hasta la total abertura de las mismas, si la flexibilidad del esclavo lo permitía.

Karla fue atada por Eduard, tal como le había ordenado SeaLord. Aquel había sujetado sus muñecas y tobillos con anchas esposas de cuero. Sus brazos y piernas abiertos, formaban una equis casi perfecta.

Karla conocía bien el ancla, sabía del primer estremecimiento al notar el frío hierro de la caña en la piel desnuda, de la distancia infinita entre las uñas cuando sus piernas se abrían al límite del dislocamiento. En el ancla había aprendido a sufrir y a amar.

Antes de salir, Eduard apagó las luces de la sala, excepto tres focos de color rojo direccionados al ancla. La suave luz de los focos iluminaron tenuemente el cuerpo entero de la esclava que parecía estar crucificada en las sombras del vacío, llenándolo de la sensualidad de sus pechos breves, de su vientre liso, de su pubis infantil, de su respiración entrecortada.

Así la encontró Miriam cuando entró en la bodega, conducida por SeaLord. Su contemplación le hizo abrir los ojos desorbitadamente.

¡Qué distinta a la Karla que le había ordenado que callara en el interior del coche!. La mujer sometida se le antojaba frágil, quebradiza y absolutamente hermosa en su sumisión.

Karla no podía verlos en aquella oscuridad, únicamente rota en su cuerpo. Adivinó la presencia del amo porque oyó sus pasos al entrar en la sala. Miriam estaba descalza y sus pisadas eran ligeras e insonoras. SeaLord se detuvo y Miriam también.

El soltó la cadena que acarició la piel del vientre de Miriam.

Se acercó a Karla, contemplándola absorto. La cercanía de SeaLord aceleró el pulso de la mujer. Le ocurría siempre y se agudizaba cuando se sabía frenada en sus movimientos, dispuesta para un castigo anunciado pero nunca descrito.

Un castigo, de inexorable cumplimiento, que temía y anhelaba, a partes iguales.

Conocía la mirada de su dueño aunque no pudiera mirarle a los ojos. A menudo, Karla luchaba por evadir su mente con ideas absurdas, con paisajes idílicos, porque sabía que SeaLord adivinaba sus pensamientos.

Y, de alguna manera inexplicable, los controlaba y dirigía.

El sudor frío perlaba su piel desnuda. Invisiblemente, se vaporizaba con la respiración caliente de SeaLord que Karla sentía en su carne como una caricia de aire. La voz del amo, aterciopelada, tensó los músculos de Karla.

– Es más fácil controlar el dolor del cuerpo que el del alma – SeaLord hablaba despacio, mientras recorría el contorno de los pechos de Karla, acariciándolo levemente con la yema de su dedo índice. – En la piel, el dolor marca su efímero territorio. En el alma, se acuna sin marcas y se acomoda.

No dijo nada más. Retrocedió en sus pasos y desapareció en las sombras de la sala. Karla miró al frente en un intento vano por divisarlo.

Preparó su mente para el primer golpe, para la primera descarga de dolor que solía ser la más intensa, por inesperada. Pero no llegó. Comenzó a distinguir claramente los sonidos agitados de la respiración de una mujer.

SeaLord se había situado tras de Miriam. La agarró por la cintura y comenzó a besar su cuello y sus hombros, a morder suavemente los lóbulos de sus orejas.

Sus manos surcaron su piel suave, buscando y encontrando la turgencia de sus pechos, los cuales amasó y moldeó con profundas caricias. Con agrado, descubrió la humedad de su sexo.

Miriam se entregaba sin esfuerzo al placer ofrecido. Su corazón latía deprisa y sus piernas flaqueaban.

SeaLord la apretaba contra sí y un sublime escalofrío recorría la columna vertebral de la mujer al sentir el roce de sus ropas en su espalda y sus nalgas desnudas.

Agarrando la cadena, SeaLord la llevó hasta el sillón.

Se desnudó completamente y se acomodó en él. Miriam se vió arrastrada hacia el hombre que jalaba de la cadena de su cuello.

Se sentó sobre sus piernas, mientras sus labios se fundieron en un beso ardoroso y profundo.

A Miriam le quemaba la piel de SeaLord en la suya y sintió su miembro erecto apretado contra su vientre.

Lo deseó en su interior pero no se atrevió a tomar la iniciativa. Fueron las manos de él las que dispusieron el momento, elevando el cuerpo de Miriam que afirmó sus rodillas en el asiento, estrechándolas contra el cuerpo de SeaLord.

Con extrema suavidad, la verga fue penetrándola, hasta quedar atrapada por completo en la húmeda caverna de su ardiente sexo.

Una oleada de placer sacudió a Miriam que, frenéticamente, cabalgó sobre el miembro de SeaLord, enloquecida, poseída por un deseo desmedido que aniquiló sus miedos y complejos.

La oscuridad impedía gozar de la visión de los cuerpos pero no de sentir su ardor creciente, el sudor propio y ajeno, carne sobre carne, sexo contra sexo. SeaLord no supo si estaba poseyendo a aquella mujer o era ella la que lo poseía.

Miriam marcaba el ritmo de las penetraciones, intensas, vigorosas, profundas. SeaLord, sin soltar la cadena, tiraba de ella, desplomando a la mujer sobre su pecho. Y Miriam jadeaba, gemía y gritaba, arrastrada por la fuerza de un orgasmo, interminable y compartido.

Cuando SeaLord volvió a ponerse delante de Karla, esta pudo observar la brillantez pegajosa de la verga semierecta de SeaLord. Y él adivinó en su rostro las huellas amargas de un sufrimiento que nacía de su interior.

– El dolor del alma, Karla – le dijo, con la voz entrecortada por una respiración aún alterada. – No te dejes arrastrar por él. Podría destruirte.

Y liando la cadena en sus dedos, salió con Miriam de la habitación, dejando en el ancla a Karla, desvanecida e inmóvil, con los ojos inundados de lágrimas, como quedaba siempre después de una larga sesión de tortura corporal.

Pero esta vez, su cuerpo blanquecino no presentaba más enrojecimiento que el de la luz de los focos dirigidos hacia él.

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