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El señor del mar V

El señor del mar V

A petición de SeaLord, Roy guió a Miriam hasta la que sería su habitación, en la planta superior de la casa.

Miriam la encontró confortable y acogedora.

“Desde luego, te tratan como a una reina, chica”, pensó para sus adentros. Buscó ansiosa el cuarto de baño. Suspiró aliviada al comprobar que existía y que contaba con todos sus accesorios y saneamientos.

Necesitaba con urgencia una ducha relajante y, perentoriamente, hacer uso del inodoro. Antes de meterse en la ducha, se miró en el amplio espejo.

Contempló su desnudez reflejada y se encontró hermosa.

Ante Roy había vuelto a azorarse al saberse desnuda, por más que este no hubiera mostrado excesivo interés en la contemplación de su cuerpo.

Ahora, ante el espejo, Miriam disfrutaba de su imagen, puestos aún el collar y las muñequeras. Se los quitó para no mojarlos y se metió en el baño.

El agua cálida la inundó por completo, haciéndola sentir dichosa.

Con esmero, frotó con la esponja enjabonada cada centímetro de su cuerpo. Se recreó en su sexo y no pudo evitar recordar a SeaLord vertiendo su placer en su interior.

Se excitó pero estaba demasiado cansada para la masturbación.

Un largo enjuague completó la ansiada ducha.

Anudó la toalla a la altura de su pecho como provisional vestido.

Volviendo a la habitación, abrió el armario empotrado, con la esperanza de encontrar, al menos, algún tipo de ropa interior, pero estaba vacío. Suspiró resignada ante la obligada desnudez.

Sorprendida, descubrió que, sobre la cama, habían dejado una bandeja con comida. Miriam sintió, al verla, un hambre atroz. Realmente, no había comido nada desde el mediodía.

Con avidez, devoró lo que le parecieron auténticos manjares, aún cuando no fuera más que un poco de fiambre, queso y ensalada. Saboreó con deleite el zumo de naranja natural.

Y acompañó el vaso de leche con las galletas que le habían traído. Satisfecha, deseó poder encender un cigarro, pero su bolso había quedado… “¡En la furgoneta!”, recordó. Supuso que, en algún momento, se lo devolverían.

De momento, no le quedaba más remedio que resignarse a no fumar. De sus pertenencias, solo conservaba los pequeños pendientes en sus orejas. Su ropa y calzado quedaron en el despacho de SeaLord.

Y su reloj también. En aquel lugar, parecía no importar el tiempo.

Observó la cortina estampada y cayó en la cuenta que seguía sin saber dónde estaba.

La descorrió con prisas y abrió la ventana. Un intenso frescor golpeó en su rostro. Inspiró profundamente, llenando sus pulmones de aire limpio.

Afuera, todo estaba invadido por la noche, como un enorme abismo de oscuridad.

Escuchó el calmoso rumor del mar cercano, delatado en su susurro y en su aroma inconfundible.

Y cerró la ventana, aterida de frío, pensando en qué lugar del país estaría aquel paraíso de una casa con vistas al mar, que se oía, allá abajo, rompiendo la silenciosa quietud de la noche.

Destapó la cama y se acostó, agradeciendo el cálido y suave roce de la sábana que olía a limpio.

Estaba cansada. El día había sido largo, intenso y repleto de sensaciones.

Sin embargo, le costó conciliar el sueño. En su cabeza se sucedían, desordenadamente, imágenes, palabras y cientos de preguntas sin respuestas.

Con los ojos cerrados, el rostro de SeaLord se dibujaba perfectamente en su ensueño y su voz recreada inundaba su mente. Imaginó a Karla atada en el ancla y sintió deseos de ser ella.

La realidad de aquella primera experiencia había distado enormemente de lo imaginado y soñado tantas veces.

Sí, llevaba razón SeaLord. Siempre había imaginado al amo de cuero que la ataba y pinzaba sus pezones, la azotaba con su fusta, insultándola, para acabar penetrándola con violencia.

El amo de los videos y de los relatos de dominación. Aunque aquel mensaje de contacto y el resto de mensajes recibidos delataba a alguien distinto y especial.

Miriam no había conocido el dolor en ese primer día.

Tampoco lo había deseado. Sí tuvo que afrontar los primeros temores y las primeras vergüenzas, para acabar sucumbiendo a una pasión desbocada, a un deseo sexual incontenible, ante aquella mujer atada.

Extrañamente, recordó a Pablo, aquel novio estúpido que acabó tratándola en la cama como a una furcia y que, constantemente, le reprochaba ser “demasiado fría”.

“Tendría que haberme visto esta noche”, pensó.

Sonrió ante el pensamiento, aunque convino consigo misma que jamás había follado tan locamente, tan deseosa de sentirse traspasada por una verga, tan puta como a Pablo le hubiera gustado que fuera.

Se preguntó qué habría sucedido con Karla. Habían salido de la bodega, dejándola allí.

Roy estaba junto a la escalera.

SeaLord desenganchó la cadena del collar y le indicó a Roy que llevara a Miriam a su habitación. Y se fue, camino del despacho.

Ni una palabra, ni una mirada, ni un gesto hacia ella. Nada que indicase qué debía hacer a partir de ese momento, cómo actuar, conocer sus limitaciones o prohibiciones.

Nada. Procuró no inquietarse por ello. No pudo evitar imaginar a SeaLord volviendo a la bodega y calmando ese “dolor del alma” que Karla había debido sentir pero que ella no alcanzaba a comprender.

Luchó por desprenderse de la imagen de aquel cuerpo desnudo, envuelto en la sensualidad de los tonos rojizos. Y sintió en el pecho un fugaz e hiriente vacío, como el que dejan los celos cuando aparecen.

Casi en duermevela, la imagen de Karla se fue transformando en la suya propia, atada en el ancla, expuesta ante SeaLord, permitiendo su mente que contemplara en sueños lo que la oscuridad había impedido mostrar a sus ojos: el cuerpo desnudo del hombre.

Instintivamente, su mano se deslizó por su cuerpo, buscando la hendidura de su sexo, aún despierto.

Dibujando caricias en los pliegues de sus labios, llenó sus dedos con la viscosa esencia de su flujo.

En su cabeza, los dedos de SeaLord encontraron la perla de su clítoris, reflejando su onírica visión en la realidad de sus propios dedos.

Con sus pies, arrancó la sábana de su cuerpo y se entregó al placer que tomaba posesión de todo su ser. Apretó los labios, ahogando sus gemidos, ante el temor de ser escuchada.

Y la triada de sus dedos corazón, índice y anular, apelmazados unos contra otros, penetraron en la oquedad de su coño, hurgando la carne en frenético vaivén que la llevaron a abrir los ojos y arquear la espalda sobre la cama, sacudido su cuerpo por el estremecimiento de una descarga eléctrica recorriendo sus venas.

Tras la explosión final de su orgasmo, Miriam acarició su vientre con sus dedos mojados y, lentamente, fue cayendo en un sueño profundo y sosegado.

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