Capítulo 1
- El señor del mar I
- El señor del mar II
- El señor del mar III
- El señor del mar IV
- El señor del mar V
El señor del mar I
Miriam se miró al espejo por última vez. Sonrió, pero no le gustó la imagen reflejada de su sonrisa. «Venga, chica, es la hora», se dijo, mientras limpiaba su falda de pelusas inexistentes.
Suspiró hondo. Miró el reloj por enésima vez. Las seis y media. Miriam no quería llegar tarde, sabía que no podía llegar tarde. A las siete, un coche azul metalizado, conducido por una mujer rubia, la recogería en la parada de autobús de Plaza Asunción.
No habría esperas. Si no estaba cuando el coche llegase, la cita habría concluido. No sabía mucho más. La mujer iría vestida con una blusa negra y unos tejanos, la llamaría por su nombre y ella tendría que subir al asiento trasero del vehículo. Sin preguntas de ningún tipo, sin comentarios ni conversación de clase alguna.
Recibió con agrado la brisa fresca de la tarde en su rostro.
De su casa a Plaza Asunción no había más de diez minutos andando. Disponía del tiempo suficiente para dar un paseo que necesitaba, para templar sus nervios desatados, para ordenar los últimos pensamientos, incluso para arrepentirse de lo que ella misma calificaba de locura. A pesar de ello, anduvo deprisa.
Cuando llegó a Plaza Asunción, sonaron los cuartos en Santa María. Miró la hora instintivamente: las siete menos cuarto. Se sintió observada por quienes aguardaban el autobús en la parada.
El número 7 llegó de inmediato y todos subieron, menos ella. Buscó en su bolso el paquete de tabaco y encendió un cigarro, nerviosamente.
No solía fumar, salvo en contadas ocasiones. Miriam miraba fijamente a la embocadura de la Avenida con Plaza Asunción, tratando de adivinar la presencia del coche azul que habría de recogerla. «Demasiados coches azules», pensó, mientras apuraba el cigarrillo. Las siete menos cinco. Paró el número 2. Sintió deseos de subir y escapar de allí. Repicaron las campanas de Santa María. Las siete en punto.
El coche se detuvo delante de ella. Miriam quedó paralizada, incapaz siquiera de pestañear. Le recorrió el cuerpo un escalofrío al escuchar su nombre. Miriam subió al coche.
Observó a la mujer que conducía, mientras enfilaban la Avenida de la Constitución. Iba vestida conforme a lo anunciado: blusa negra de seda y pantalones vaqueros.
A Miriam le pareció su tono de pelo desnaturalizado. No estaba segura, pero hubiera apostado a que llevaba peluca. El silencio le hacía sentirse incómoda y acalorada. El coche dobló a la izquierda, por el Paseo de América. Sin lugar a dudas, se dirigía a la salida de la ciudad.
– Hola Miriam – le dijo la mujer, tan repentinamente que Miriam no pudo evitar sobresaltarse. – Mi nombre es Karla.
A Miriam le llamó la atención su acento extranjero. La marcada pronunciación de las erres le hizo pensar que fuera rusa o de algún país del este.
– Hola – contestó Miriam, con voz suave.
– ¡Cierra la boca!. ¿No te quedó claro que no habría conversaciones ni preguntas entre nosotras?. – Karla gritaba ante la mirada atónita de Miriam. – Procura que no vuelva a suceder. ¡Aquí solo hablo yo!. Si vuelvo a escuchar tu voz en lo que queda de camino, te tiraré en la primera cuneta que veamos.
A Miriam se le saltaron las lágrimas. Incomprensiblemente para ella, no fue capaz de responder. A nadie le hubiera permitido nunca que le hablara en ese tono y menos sin conocerla de nada. Sin embargo, permaneció en silencio, mordiéndose levemente el labio inferior. Intentó distraerse mirando por la ventanilla. La visión de la playa la ensimismó. Pero Karla volvió a llamar su atención.
– Mírame, Miriam. Cuando te hable, mírame. – Su castellano era perfecto. Solo el acento delataba su procedencia extranjera. – Estamos a punto de salir de la ciudad. Para ti, comienza una aventura de sensaciones inimaginables. Te pido que confíes en mi. Y, sobre todo, que confíes en él. Has aceptado montar en este coche por tu propia voluntad. Nadie te ha obligado a ello. Pero, a partir de ahora y hasta que lleguemos ante él, las normas las dicto yo. Pase lo que pase, obedece.
Miriam se sintió intranquila, aunque extrañamente segura de sí misma. Se acomodó en el asiento del coche y cerró los ojos. Karla no dijo nada. Sí, ella estaba en ese coche porque había aceptado vivir la aventura que le había ofrecido alguien del que no sabía mucho más que su dirección de correo electrónico y que en internet se hacía llamar Sea Lord, el Señor del Mar.
A él llegó, a través de una página web de contactos sadomasoquistas. Miriam nunca había tenido ese tipo de relaciones, pero era algo que la excitaba sobremanera, desde temprana edad.
Jamás había hecho a nadie partícipe de sus fantasías, las cuales alimentaba en la contemplación de fotografías y videos en la red. El chat le atemorizaba, ante la posibilidad de que le propusieran un contacto real. Sin embargo, aquel anuncio captó su atención e hizo crecer su inquietud y sus deseos de probar.
Leyó tantas veces el mensaje, antes de decidirse a contactar, una vez que había mandado su respuesta, mientras esperaba una contestación que dudaba que llegara, que le quedó bien grabado en su memoria: «Tú, mujer, joven corazón de esclava, no leas solamente este mensaje: deja que penetre en ti. Libera tus deseos más ocultos. Juntos navegaremos por el mar revuelto del dolor, rumbo a la isla del placer desconocido.
Yo soy el Señor del Mar. Dulce y cruel, a partes iguales. Busco una mujer, una única mujer, que desee vencer sus miedos y sus inhibiciones. Una mujer joven con corazón de esclava. Busco a la mujer que nunca se atrevió a dar el paso. Eres tú. Es tu oportunidad. Escríbeme. Solo una será la elegida. SeaLord.»
Aquel mensaje venía a su cabeza, una y otra vez. Abrió los ojos, tratando de volver a la realidad. Iba dentro de un coche, con una mujer desconocida y no sabía a donde se dirigían. El nunca le dijo de donde era. «Tú no te preocupes por eso, Miriam. Me encontrarás», recordó que le había escrito en uno de sus mensajes, mientras veía como atrás se quedaba El Pinar de los Blancos, a cincuenta kilómetros de la ciudad. Volvió a sumirse en sus pensamientos, recordando el impacto que produjo aquel mensaje en todo su ser. El Señor del Mar. ¿Se trataría de una broma?. ¿Qué podría ofrecerle ese Señor del Mar que se anunciaba en una página de contactos en internet?.
El brusco movimiento del coche hizo que Miriam despertara de su ensueño. Había girado a la derecha, para coger un camino sin asfaltar, repleto de baches y socavones. Miró el reloj y comprobó que había transcurrido poco más de una hora.
Al llegar a un cruce, tomaron el camino de la derecha, que atravesaba un bosque de pinos. Empezaba a oscurecer y los últimos rayos de sol se filtraban entre las ramas de los árboles, creando claroscuros que a Miriam le parecieron fantasmagóricos.
El corazón le latía con fuerza y se sentía inquieta y atemorizada. Karla condujo el vehículo hasta una zona sin árboles y allí se detuvo. Sin apagar el motor, se volvió hacia el asiento trasero, mirando fijamente a una Miriam cada vez más asustada.
– Hasta aquí la parte del trayecto que a mí me corresponde, Miriam. En unos minutos, continuarás tu viaje. Te recogerá una furgoneta. Dos hombres te indicarán lo que debes hacer. Obedece todas las instrucciones, sin réplicas ni preguntas. Ellos te llevarán ante él. Ahora, sal del coche.
Miriam obedeció. Nada más cerrar la puerta, Karla dio marcha atrás y salió, nuevamente, al camino.
Miriam vio alejarse el coche y se sintió desamparada en aquel lugar que se le antojó situado en medio de ninguna parte. Crecían las sombras y la oscuridad.
Deseaba gritar, invadida por un pánico incipiente que empezaba a atormentarle. Desesperadamente, buscó en su bolso el paquete de tabaco.
Anduvo unos pasos hasta el camino, tratando de liberar el miedo que la atenazaba. La visión de la furgoneta acercándose la tranquilizó.
Tenía que ser la furgoneta que Karla le había referido. Volvió tras sus pasos, a aquel pequeño claro entre los pinos, donde debía esperar.
La furgoneta se detuvo delante de ella. Bajaron dos hombres, tal como Karla había indicado. Uno de ellos, abrió las puertas traseras de la furgoneta, se introdujo en el compartimento de carga y encendió una linterna que, levemente, iluminó el habitáculo, mientras el otro agarraba a Miriam de un brazo, ordenándole que subiera.
– Ponte de rodillas, Miriam – le espetó el primero con voz rotunda. Miriam obedeció al instante. – Bien. Ahora, voy a vendarte los ojos. El te espera. Cuando estemos dentro de su morada, te quitaré la venda.
El hombre anudó fuertemente la venda en su nuca. Se cercioró de haberla colocado correctamente, agitando sus manos a la altura de los ojos de Miriam. Esta no hizo el menor movimiento. Situándose detrás, el hombre la agarró por las muñecas y tiró fuertemente de ellas hacia atrás. Miriam sintió un leve dolor por el tirón imprevisto. Su respiración se agitó cuando el hombre colocó las esposas en sus muñecas.
– Es solo para evitar que te quites la venda. Trata de ponerte cómoda, Miriam. Queda un largo trayecto.
Oyó el golpe de las puertas al cerrarse. Inmediatamente, la furgoneta se puso en marcha. Miriam trató de acomodarse sobre el suelo de la furgoneta. Había quedado de rodillas, con las manos atadas a la espalda. Aquellos baches del camino había estado a punto de hacerla caer de bruces. Decidió recostarse, lo más pegada posible a uno de los laterales de la furgoneta.
Estaba asustada pero, a su vez, sentía una enorme excitación. A menudo, sus fantasías la llevaban a imaginar que era secuestrada y sometida a todo tipo de vejaciones sexuales. Miriam sabía que no estaba soñando. Aquella venda realmente cegaba sus ojos.
Y aquellas esposas realmente inmovilizaban sus manos. Y era real que estaba sola, tirada en el suelo del compartimento de carga de una furgoneta en movimiento hacia algún lugar que ella desconocía. Sintió desasosiego al pensar que aquellos dos hombres la hubieran forzado. La invadían miles de preguntas sin respuestas. ¿Quiénes eran aquellos hombres?. ¿Quién era Karla?. ¿Quién era, realmente, SeaLord?.
El suave vaivén de la furgoneta hizo suponer a Miriam que habían salido del camino y tomado una carretera bien asfaltada. La misma de antes u otra. Comprendió que era imposible que pudiera orientarse. El hombre le había advertido que quedaba un largo trayecto y que solo le quitaría la venda cuando estuviera en el interior de la morada de SeaLord. Era evidente que éste no quería que ella supiera donde vivía. «No te preocupes por eso. Me encontrarás».
Miriam volvió a sumirse en los recuerdos del inicio de aquella historia. Aquel mensaje. Parecía escrito para ella.
«Busco una mujer, una única mujer, que desee vencer sus miedos y sus inhibiciones. Una mujer joven con corazón de esclava. Busco a la mujer que nunca se atrevió a dar el paso. Eres tú. Es tu oportunidad». «No leas solamente este mensaje: deja que penetre en ti». Su mano derecha, temblorosa, situó el puntero sobre aquella dirección de correo. Pulsó el ratón y se abrió la pantalla de redacción de su programa de correo electrónico. Miriam no sabía qué poner, cómo empezar a escribir su primer mensaje para él.
Escribía una frase y la borraba inmediatamente. Al final, dio el visto bueno al mensaje, después de releerlo infinitas veces:
«Hola, me llamo Miriam.
He leído tu mensaje y no soy capaz de describirte las sensaciones que en mí ha provocado. No sé si se trata de una broma o no. Tampoco sé si algún día recibiré una respuesta. Yo quiero ser esa mujer.
No sé si lo soy, pero quiero serlo. Deseo ser esa mujer que buscas. Mi experiencia se reduce a múltiples fantasías. Nada más. Supongo que soy una de tantas que nunca se han atrevido a dar el paso. Te confieso que, ahora mismo, tampoco sé si seré capaz de darlo alguna vez. Confío en que me ayudes a conseguirlo. De momento, este mensaje es mi primer paso.
De ti depende que dé el segundo». Mientras se enviaba, un sudor frío le recorría la espalda. Le palpitaban las sienes. Un aviso en la pantalla le alertó que el mensaje había sido enviado correctamente.
Se quedó mirando la pantalla del ordenador, con cierta sensación de haber hecho una de las mayores tonterías de su vida. Pero estaba excitada. ¿Y si aquello funcionaba?. Joven corazón de esclava.
Se imaginó desnuda, con sus brazos extendidos hacia arriba, pegados a la cara, sus manos esposadas, encadenadas al techo de una habitación, como aquella chica del vídeo que acababa de abrir, hermosamente dolorida por el látigo que estallaba contra su cuerpo. «Esa eres tú, Miriam», se decía mientras sus dedos se adueñaban de su sexo dispuesto para el placer.
Joven corazón de esclava. Azotada en su fantasía por aquel misterioso, intrigante y deseado Señor del Mar.