Mi alumna Lucy
Soy profesor universitario y la mayoría de mis alumnos son mujeres.
Tengo fama de severo, pero las alumnas me buscan para pedir consejo o explicación de los temas, especialmente los psicológicos.
Entre mis alumnas está Lucy, un poco gordita pero con una mirada, muy sensual, que llega a lo más profundo de los deseos.
Tiene unos senos espectaculares y unos labios por los que pasa su lengua con bastante frecuencia.
Eso, por lo menos, es lo que había advertido durante las clases. Su mirada me seguía y sus labios se mojaban con su lengua para que yo los viese.
Un jueves, después del mediodía, estaba trabajando en mi oficina cuando tocaron a la puerta.
Era Lucy, quien pidió permiso para entrar. Lo hizo y me saludó con beso en la mejilla. Le indiqué se sentara en un sillón frente a mi escritorio. Ella lo hizo. Su mirada, más arrecha que nunca, se fijó en mí.
– ¿En qué puedo servirte?, le pregunté.
– Profesor -me contestó-, aunque usted no se ha fijado en mí yo sí me he fijado en usted, y he venido a traerle un regalo.
Ella vestía una falda amplia que, al sentarse, dejó ver unas rodillas lisas y brillantes.
Tenía una blusa semitransparente que deja ver los senos más grandes que he visto.
Pero lo mejor de todo era su mirada, cada vez más ardiente, y su lengua repasando los labios con ansiedad.
– ¿Un regalo? ¿y por qué?, le pregunté.
– Porque es usted mi profesor preferido; porque cuando dicta sus clases su voz me acaricia el cuerpo y siento un ardor que me sube hasta la cabeza y me baja por todo el cuerpo hasta concentrarse en mi vagina la que comienza a latir de deseos.
Por las noches, sola en mi cama, me acaricio el cuerpo, aprieto mis senos y froto mi sexo pensando en usted e imaginando que son sus manos y sus labios los que me acarician, y siento un placer que me hace terminar muchas veces y mojar las sábanas.
La miré en silencio mientras mi pene se ponía erecto y comenzaba a mojar mi ropa interior.
– ¿Y cuál es el regalo?
– Prométame quedarse donde está mientras se lo entrego.
– Prometido -le contesté-.
Ella abrió su bolso y sacó un objeto pequeño.
Era un vibrador.
Mi miró con sus ojos entrecerrados mientra su lengua lubricaba sus labios una vez más.
Pasó el vibrador por su rostro, lo llevó al cuello hasta llegar a sus senos.
Lo metió bajo su blusa mientras con una mano acariciaba sus muslos.
Comenzó a jadear y a moverse.
Suspiraba y sacaba la lengua para humedecerse los labios.
Con maestría llevó el vibrador hasta sus muslos por debajo de la falda.
Yo alcanzaba a ver su entrepierna y las bragas blancas que llevaba. Se movía cada vez más rápido mientra me decía:
– ¡Qué rico eres! Es tu pinga la que me hace gozar. La siento en el fondo de mi coño y me llenas de tus jugos.
El vibrado seguía su labor.
Llegó a la entrada de la vagina y allí se posesionó mientras ella abría y cerraba las piernas y los ojos.
Debió concentrarse en el clítoris porque sus gemidos y movimientos se hicieron más intensos.
– Más, más, más, dame más. Así, rico, rico, traspásame con tu pinga e inúndame con tu leche.
Gritó y quedó temblando. Cerró las piernas, bajó su falda y guardó el vibrador.
– Éste ha sido mi primer regalo. Pronto volveré para traer otro. Me dio un beso y salió.