Ginna I: pasión vía internet

Con un resoplido final, Mario arqueó el cuerpo para dejarse caer encima e inundarla con los líquidos de su orgasmo conseguido sin muchos preámbulos y cuando Gina recién empezaba a disfrutar del acto sexual con su esposo.

El semen corrió por sus muslos hasta formar un charco en las sábanas, cuya humedad aumentó su insatisfacción al comprobar que nuevamente quedaba sin su parte en el goce al que tanto había contribuido, hoy mucho más que otras noches por el grado de excitación al que la había llevado la lectura de ese relato erótico que tanto la perturbara durante todo el día y cuyo recuerdo contribuyó a que su frustración final fuera mayor.

El se recostó a su lado, puso una de sus manos en su cabeza, en un gesto que parecía ser de cariño, y al cabo de un rato y después de un escueto «buenas noches», se dio vuelta y se abandonó al sueño en tanto ella continuaba mascullando malhumorada respecto de la inutilidad de sus esfuerzos por tener un orgasmo cuando su esposo la penetraba, pero después de tanto tiempo aún desconocía eso que sus amigas llamaban «acabar» y que tanto anhelaba.

Llevaba siete años de casada y en todo este tiempo no había logrado conocer las maravillas del lecho conyugal que imaginara cuando con sus 17 abriles aceptara a Mario como compañero de su vida y le entregara su virginidad.

Todo el torrente de escalofríos, de fuego interior, de explosión de emociones contenidas que tanto le comentaban sus amigas, nada de eso había conocido hasta ahora. Y aún cuando su esposo la buscaba permanentemente y siempre se mostraba satisfecho en la cama, ella nunca había llegado a los límites suyos.

Y su cuerpo juvenil reclamaba ese algo que aún no lograba conseguir cuando era penetrada por Mario, al que había insinuado en más de una oportunidad introducir variaciones.

Pero él se negaba a hacer algo que no fuera montarse encima de ella, meterle su verga y cabalgarla hasta alcanzar su goce total, sin preocuparse mayormente de los preliminares que ella deseaba o si finalmente su pareja también lograba el clímax.

Lo suyo no era egoísmo, según pudo concluir.

No, no se trataba de que fuera insensible a las necesidades de su pareja, no.

Era falta de imaginación, acompañada de una deficiente educación sexual, a lo que se agregaban las ataduras de una moral restrictiva.

Pero no había egoísmo en él, solo que no sabía de sus deseos, de sus ansias y anhelos en la cama que su cuerpo reclamaba.

Y esto era más grave para ella, pues no vislumbraba ninguna salida a su situación, pues no había argumento que esgrimiera ante él que lograra hacerlo cambiar.

Se sentía en un callejón sin salida, ya que en ningún momento pensó en engañarlo, en buscar fuera de su hogar lo que su esposo no podía brindarle.

No, eso estaba fuera de toda discusión.

Esa mañana, sola en casa, empezó a navegar en Internet y encontró un portal de relatos eróticos, que empezó a leer por mera curiosidad.

Había algunos cuentos escritos sin una pizca de imaginación, mal redactados y en muchos casos groseros, que intentaban explicar relaciones sexuales con un lenguaje procaz que ofendían a su sensibilidad de mujer educada y refinada, acostumbrada a la buena literatura.

Ya estaba por abandonar el portal, desilusionada, cuando las primeras líneas de un cuento llamaron su atención.

Con pocas palabras el autor logró captar su atención a un tema que le resultó interesante, aunque la situación no tenía nada de extraordinario.

Al cabo de un rato su interés se trocó en excitación cuando se dio cuenta de que el hilo de la narración la tenía absorbida y que la descripción del acto sexual le llegaba profundamente, produciendo en ella sensaciones desconocidas pero exquisitamente deliciosas.

Sintió que tras el relato había un ser que expresaba sus mismos sentimientos, que sentía el sexo como algo digno y que merecía respeto, que no era un acto animal sino un momento de conjunción de dos seres que logran un conocimiento cabal uno del otro, dando libertad a sus deseos para alcanzar la misma meta: entregarse mutuamente la plenitud de sus sentimientos, sin inhibiciones, queriendo ser totalmente el uno para el otro.

Así lo sentía ella, así lo anhelaba. Y así lo expresaba ese desconocido, como ella deseaba que Mario lo sintiera.

Y la excitación que le produjera el relato la acompañó el resto del día y esa noche se sintió doblemente motivada cuando Mario la buscó, pero nuevamente la frustración fue su compañera final, aumentada ahora por el grado de excitación que tenía debido al relato que había leído.

Sin lograr calmar su ánimo, finalmente logró conciliar el sueño, que esa noche fue sobresaltado en parte por excitación no calmada y en parte por el relato que no lograba apartar de su mente.

A la mañana siguiente continuaba pensando en el relato, en su autor y en el hombre que habría detrás y que tan bien la interpretaba.

¿Quién sería el hombre que se ocultaba tras el seudónimo de «Salvador»? ¿Sería tan sensible como le pareció a ella cuando leyó su relato? No, creía no equivocarse al pensar que ese misterioso personaje no era cualquier hombre, que era algo especial. Su intuición le decía que podía confiar en él.

Sin detenerse a pensar en las consecuencias de su acto, Gina escribió a ese misterioso autor una amable pero escueta carta de felicitación, con la esperanza de que en su respuesta pudiera encontrar el mismo hombre que ella suponía que había tras el autor del relato que tanto le gustara.

Esa misma tarde encontró una respuesta esperándola en el computador.

Con cierto nerviosismo leyó el correo de ese desconocido que la inquietaba.

En principio sentía que lo que había hecho era casi como una traición a Mario, aunque se tranquilizaba a si misma pensando que mientras no conociera a ese hombre, mientras siguiera siendo un desconocido para ella, al que nunca conocería en persona, no era una traición propiamente tal.

La redacción y los conceptos vertidos en su misiva, delataban al mismo hombre que ella había imaginado.

Y más aún, porque su desconocido interlocutor entreabrió su corazón de inmediato y Gina sintió que la comprendía perfectamente, como nunca nadie lo había hecho.

Era extraño que alguien completamente desconocido le dijera cosas tan certeras respecto de ella misma y se mostrara al mismo tiempo tan respetuoso y tan sincero con ella.

Le respondió de inmediato y él hizo lo mismo con una larga y sincera carta en que le hizo confidencias que a ella le causaron una muy buena impresión, pues en ningún momento él pretendió aparecer mejor de lo que cualquier hombre en su situación lo era.

Esa sinceridad y modestia terminaron de cautivarla.

A las primeras cartas siguieron confesiones personales mutuas cada vez más íntimas, que fueron mostrando lo que sus corazones guardaban sin poder expresar a sus respectivas parejas.

El resultó ser un buen confidente que le dio nuevos puntos de vista en cuanto a su situación matrimonial, sin demostrar una actitud egoísta de querer obtener un beneficio personal.

Más parecía un antiguo amigo de la infancia que siempre hubiera sido su hombro de confidencias, al cual ella siempre había acudido en busca de consuelo, de consejo.

Se sentía más cómoda contándole a él sus cosas que a sus amigas.

Encontraba en él más sinceridad, más desprendimiento, más deseo de ayudarla, de contribuir a su felicidad.

Todo esto le parecía increíble y peligroso a la vez, pero no quería dejar de vivir esta experiencia, tan novedosa, tan única en su vida. Se sentía tan a gusto confesando a ese desconocido sus intimidades que lo sentía como una necesidad en su vida, a la cual no quería ni podía renunciar.

Salvador resultó ser un hombre de 60 años, casado, padre de tres hijos y abuelo.

Pero eso que en un principio le pareció una barrera infranqueable para una muchacha de su edad, acostumbrada a ser admirada por jóvenes de su misma edad, con los que suponía podía entenderse mejor, prontamente fue superada por la corriente de confianza que se produjo entre ambos.

Para ella su remitente no tenía rostro ni edad.

Era un ser incorpóreo con el que se sentía totalmente a gusto.

No creía ser infiel a Mario pues no había un hombre propiamente tal al otro lado sino alguien que la hacía sentir cómoda, escuchada, atendida, comprendida, y sin otra intención que el escribirse con una confianza tal que les permitía abordar el delicado tema del sexo sin que ella se sintiera inhibida ni mal interpretada.

Con ninguna persona conocida, incluyendo a su esposo, podría conversar de las cosas que confidenciaba a ese desconocido.

Cuando estaba por salir de vacaciones se atrevió a confidenciarle a su desconocido confidente que el relato por el cual le había escrito la había excitado, agregando con un toque de femineidad que le daba vergüenza confesarlo.

Este último comentario lo hizo con el afán de demostrarle que no era su ánimo rebajar el nivel de su relación sino que quería ser sincera con él aunque para ello debiera contarle cosas tan íntimas que nunca antes ninguna otra persona había escuchado de sus labios.

El era la primera persona en su vida que recibía una confidencia tan íntima y esperaba que él lo entendiera así. Hubiera sido frustrante para ella si su misterioso amigo no entendiera su posición.

La respuesta de Salvador le hizo comprender que él había captado la esencia de lo que ella pretendía.

Y no solo eso, sino que él le relató a su vez cómo se imaginaba la excitación que ella sintió al leer su relato y resultó ser muy similar a lo que ella experimentó en esa oportunidad.

Pero lo más increíble resultó ser que el relato que él hiciera al respecto fue más excitante para ella que lo que había sentido con la lectura del relato que motivara esta relación.

Y la razón era que, usando el mismo lenguaje cuidado del relato, Salvador la puso a ella de protagonista, captando su ser íntimo, con sus anhelos y frustraciones.

Leía la narración que él le hiciera y le parecía que un fuego se apoderaba de su cuerpo, sin poder evitar el tocar sus senos, sus muslos y su sexo.

En esa oportunidad se masturbó por primera vez y sintió que el goce que había alcanzado superaba con creces las sensaciones que le brindaba su esposo en la cama.

Se fue de vacaciones con ese relato impreso y cada vez que tenía oportunidad buscaba la soledad de su pieza o del baño para releerlo y volver a masturbarse.

Pero pasados algunos días sintió que necesitaba algo más, algo que ese pedazo de papel ya no lograba transmitirle.

Sentía necesidad de nuevas situaciones, de algo novedoso, diferente a esa situación que de tanto leerla en la soledad de su pieza o de algún baño ya no la excitaba como en un principio, pues carecía del elemento primordial que era la novedad.

A la vuelta de sus vacaciones le escribió una larga carta en que le confidenció todo lo sucedido con su relato y lo mucho que ella había gozado con él.

En las cartas que él le había escrito durante su ausencia, Salvador le pedía datos de ella para poder hacer un relato más realista.

Ella aprovechó la oportunidad y le puso al corriente de sus medidas y apariencia y de las circunstancias que ella imaginaba como posibles para un cuento con ella de protagonista. Incluso le reveló su verdadero nombre, como muestra de la confianza que depositaba en él.

Y la respuesta no se hizo esperar.

Era un relato en que se mostraba toda la evolución que esta tan extraña pero excitante relación había tenido, mostrando su soledad y abandono sexual, sus trabas y la manera cómo ella se había librado de las mismas, abriendo su corazón y mostrando sus anhelos a un desconocido que de tanto conocerla había terminado por conquistarla completamente, llegando a lo más íntimo de su corazón.

Comprendió que ese hombre, conocedor de las mujeres, había conquistado sus sentimientos llegando a lo más profundo de su ser, de sus ideales, de sus sueños, de sus pensamientos.

El sabía que a una mujer no se le conquista en el lecho solamente si no se ha conquistado previamente su corazón, adueñándose de su sentimientos antes de tomar su cuerpo. La mujer puede entregar su cuerpo pero no su intimidad.

El había tomado todo de ella y solamente su cuerpo era lo que no podía darle, por la imposibilidad de conocerlo personalmente.

Ella podía entregarle todo su ser pero no quería ser infiel en la cama a su esposo. Su cuerpo era de y para Mario solamente. Así lo había jurado cuando lo desposó y deseaba ser fiel a su juramente.

Pero toda ella le pertenecía a ese desconocido que nunca la tendría pues nunca le revelaría ni su nacionalidad ni ningún dato que pudiera delatarla. La relación era por Internet, había nacido así y así debería seguir.

Como si leyera su pensamiento, Salvador le propuso tener sexo por Internet.

Se lo planteó en la siguiente forma: ella le había confesado lo mucho que se excitara con su relato y él le narró la manera cómo imaginaba su excitación, lo que le produjo tal grado de erotismo que la hizo tener un orgasmo.

Ahora él le narró la forma en que se masturbó pensando en ella y en la manera en que podría poseerla.

Y lo hizo de una manera que a ella le produjo una fuerte sensación de atracción por lo que sucedía con su misterioso amigo.

Y finalmente le planteó la posibilidad de escribirse a una hora determinada e intercambiar sus experiencias para tener sexo virtual los dos al mismo tiempo.

La idea era que cada uno por su lado pensara en el otro y se masturbara a conciencia, en la situación que le pareciera más adecuada o excitante.

Y una vez logrado el orgasmo, ponerse en contacto e intercambiar impresiones.

La idea le pareció excelente y a vuelta de correo se pusieron de acuerdo para su primera sesión.

El día acordado Gina se levantó temprano, presa del nerviosismo.

Fue a la ducha y dejó correr el agua por su cuerpo durante quince minutos, pensando en la experiencia que viviría más tarde.

Frente al espejo, mientras se secaba, contempló su cuerpo: 1,69 de altura, 53 kilos, de contextura normal, con unos senos enhiestos que desafiaban la ley de gravedad, una cintura adecuada y un par de piernas bien formadas que llamaban la atención de los hombres, especialmente cuando usaba pantalones.

Su pelo castaño, liso, colgada sobre sus hombros.

Y sus ojos, del color de su pelo, se veían más soñadores que de costumbre, tal vez por la ansiedad que delataban.

El espejo era de cuerpo entero, por lo que toda su imagen era reflejada en el mismo. Nunca se había mirado tan a conciencia como ahora.

Claro que nunca antes como ahora se había propuesto tocar su cuerpo para gozar en solitario. Bueno, no tan en solitario si pensaba que Salvador estaría pensando en ella en esos momentos y haciendo algo parecido.

Sus senos se veían más parados aún, quizás producto de la excitación que se apoderaba de su cuerpo. Y su pecho subía y bajaba con ritmo alocado.

Se llevo una mano al pecho, como para calmar su agitación.

Una vez logrado, esa misma mano se apoderó de uno de sus senos y lo acarició lentamente, mientras veía su imagen reflejada en el espejo, con su boca abierta y su lengua sobresaliendo y acariciando sus labios.

Sus ojos no podían apartarse de la imagen que tenía al frente: un cuerpo hermoso, deseable, acariciado pausadamente mientras su dueña delataba en su rostro el deseo que se apoderaba de ella.

Como si estuviera hipnotizada se miró como la otra mano bajaba por su estómago hasta llegar a su vulva. Apartó sus piernas y cubrió su sexo con su palma, apretándolo suavemente.

¿Era ella la que estaba al frente, acariciando sus senos cuyos pezones se habían endurecido producto de la excitación, apretando su vulva mientras su vientre se movía lascivamente y su rostro mostraba el deseo que la embriagaba?

No podía creer que fuera ella, la recatada, la pudorosa, la inhibida Gina la que estaba gozando viéndose en el espejo como buscaba satisfacerse por sus propios medios.

Y sin embargo sabía que era la misma mujer que sólo había conocido de frustraciones en el lecho conyugal la que estaba frente a ella y esa imagen que le devolvía el espejo la excitaba más aún.

Casi en sueños vio como la muchacha que tenía al frente metía uno de sus dedos en su vagina y esa visión casi la hace perder el equilibrio por la corriente de placer que la invadió al verse cómo se masturbaba.

Le fue imposible seguir de pie y acercando una silla se sentó de manera de seguir viéndose.

Abrió sus pies y por primera vez pudo ver su sexo expuesto, oferente. Sintió deseos de acercarse al espejo y besar esos labios gruesos, cubiertos por la mata de pelos ensortijados, meter su lengua entre ellos.

Ese deseo aumentó su afán y metió un segundo dedo en su túnel de amor, buscando mayor placer, que encontró de inmediato.

La visión de si misma sentada, desnuda, con sus senos acariciados y con dos dedos en la vulva a un ritmo de penetración cada vez más acelerado, fue superior a ella y se vio a si misma gozando como nunca, con su boca abierta de deseo y los ojos desorbitados por el esfuerzo de alcanzar por primera vez un orgasmo que sentía inminente.

El descontrol se apoderó de ella.

Cerró los ojos para sentir como un escalofrío la envolvía por todo el cuerpo y una locura por meter y sacar sus dedos de su vagina se apoderaba de ella mientras apretaba los dientes y un grito de placer pugnaba por salir de su garganta.

Abrió los ojos y se vio reflejada en el espejo con las piernas completamente abiertas y en el aire mientras sus dedos entraban y salían de su interior a un ritmo frenético y sus senos eran apretados con desesperación y sus dientes apretados y su cuerpo sudoroso y sus ojos desorbitados por el éxtasis que estaba viviendo.

De pronto sintió una corriente de calor que partía de su estómago y la inundaba completamente, en busca de una salida.

Y ahí, frente a ella, por esa abertura peluda por la que dos de sus dedos se perdían, empezó a fluir un líquido blanquecino que nunca había visto y que creyó que nunca conocería.

Era su líquido vaginal que fluía desordenadamente como tributo al primer orgasmo real que tenía. Y lo había obtenido sola, sin la participación de su esposo.

Y era mucho más exquisito de lo que sus amigas le habían dicho.

Lo que había sentido en la soledad de su pieza nunca lo había sentido con su esposo.

Lo que él debiera regalarle lo había conseguido por sus propios medios, aunque no de la manera correcta.

No se atrevió a verse nuevamente en el espejo y se dirigió a la ducha para refrescar su cuerpo sudoroso. El chorro del agua la trajo a la realidad.

Era la hora que había convenido con Salvador para conectarse e intercambiar impresiones.

Y entonces se dio cuenta de que esta experiencia única para ella, en que había conocido lo que tanto buscara, lo había conseguido sin pensar en su desconocido amigo como creyó ella que iba a ser.

El no había participado en nada ni sus relatos ni cartas le habían ayudado para encontrar el tesoro del orgasmo.

Comprendió que sin sus cartas ella no habría llegado a ese grado de excitación frente al espejo, pero el momento crucial lo vivió sola, sin su ayuda.

Con estos pensamientos en la mente se dispuso a abrir el correo de Salvador que le esperaba para iniciar esa mañana tan especial.