El taladro I

Me levanto temprano, moribundo.

Me ha despertado el ruido insoportable de un martillo hidráulico.

Están haciendo obras en la calle y ese despertador se está volviendo habitual.

Tengo una erección de mamut, así que me vuelvo en la cama y busco el cuerpo de mi esposa, Mara, que me recibe sin despertarse.

No tengo paciencia para caricias, así que levantó su camisón guiado sólo por el tacto, prácticamente sin luz, la cojo por la cadera y la penetro sin dilación.

Ella me recibe sin demasiada humedad.

Bajo las sábanas, sus entrañas y mi sexo son arenas movedizas.

Parece despertarse, sonríe, busca mis labios, que yo le ofrezco mientras acelero el ritmo del vaivén.

Tengo el miembro durísimo, grandísimo, infinito.

Mara se ha dado cuenta de que ésta no es una ocasión común. Disfruta. Disfruta. Le digo al oído.

Me corro y se corre y nos corremos como un nudo corredizo.

Después, se duerme enseguida.

Salgo de la habitación desnudo. Deben ser las seis de la mañana.

El taladro suena, pero ya no sé si su rugido está en la calle o en el interior de mi polla, que tras el orgasmo no ha menguado ni un centímetro.

Desde lo alto de la escalera, veo a mi hija, que cierra en ese momento la nevera; ella debe haber visto mi sombra, porque me dirige una mirada y dice, ah, estás ahí, esta noche se queda a dormir Sarah, ¿vale? Vale, le respondo, menos mal que no puede verme.

Porque parezco un unicornio, Mi hija se desaparece en su habitación. No tarda ni un minuto en apagar la luz.

Entonces percibo la ranura incandescente que surge por debajo de la puerta del lavabo de la planta baja.

Sin hacer ruido, descalzo, alcanzo esa puerta. La abro muy lentamente. La amiga de mi hija está de espaldas, quitándose el jersey; sobre el bidet está el pijama que debe haberle prestado mi primogénita.

Tiene una espalda blanquísima, hombros de nadadora, cuello de cisne. El grifo está abierto, sale agua caliente y el vaho empaña el espejo.

Atmósfera de baño turco. Ella se gira y me descubre y está a punto de gritar, pero no lo hace, porque sus ojos se han encontrado con mi taladro, que ruge como nunca.

Sus pechos se agitan como su respiración.

Está paralizada. Doy un paso, humedezco mis manos en el chorro del grifo; la derecha hidrata mi martillo hidráulico; la izquierda acaricia un pezón, que se dilata.

Nos besamos. Su lengua de diecisiete años está visiblemente excitada.

Desciende por mi cuello y por mi pecho y por mi abdomen; no sabe cómo enfrentarse al monstruo, duda, lo lame como una piruleta hasta que yo la obligo a tragársela entera.

Está a punto de llorar. Puedo verlo en las arrugas que se han formado en su cuello de ave, en la última vértebra que palpita.

Pero no abandona la fuente, al contrario, empieza a tratar de bebérsela hasta la última gota. No quiero gemir, pero no puedo evitarlo.

Tampoco quiero correrme aún. Así que la levanto, le bajo los pantalones y la siento en el lavabo.

Ella no protesta, como una niña buena. Introduzco la culebra lasciva en que se ha convertido mi lengua en su concha, mientras ella se agarra a mi cabello como a una soga.

Se está quemando las nalgas con el agua caliente, pero no importa, puedo sentirlo en los temblores que comunica su vagina sin vello. Se deshace en mi boca como un helado de vainilla en pleno verano.

Se ha masturbado muchas veces, descubro, pero es virgen. No puedo penetrarla y no lo haré. Me masajeo el taladro. Se muere por taladrarla, pero no puedo permitirlo.

De puntillas, coloco mi verga entre sus pechos, que sí son de mujer; me balanceo; ella me busca con la lengua. Me desbordo en su boca, entre la niebla. Veo vagamente cómo se viste, las nalgas enrojecidas, y cómo se va, sin enjuagarse.

Intento relajarme, pero me resulta imposible. La casa está en silencio. Sólo el martilleo de los obreros, intermitente, rompe el calor insonoro.

Pasan unos minutos. Mi miembro vuelve a estar exultante.

Entonces oigo un ruido. Una puerta -la principal- se está abriendo. No la fuerzan, hay una llave. Debe ser la empleada, que llega temprano.

Me escondo detrás de la puerta del lavabo. Se oyen sus pasos, deja bolsas, enciende la luz de la cocina.

De pronto, el corazón me da un vuelco: ha entrado en el lavabo.

Cierra el grifo. Se quita la ropa. Es dominicana y tiene un culo mulato donde mi estaca querría clavarse. Se pone una bata blanca que transparenta sus braguitas blancas. Se va.

Salgo tras de ella.

Está en la cocina.

Yo sigo desnudo.

Sin mediar palabra, la cojo en volandas y la tiro sobre la mesa.

No la desnudo, pero la penetro, salvajemente, apartando a penas las braguitas, la falda remangada.

Sus pechos empiezan a moverse muy rápido, tanto como mi cuerpo.

Se muerde el labio. No se resiste, al contrario, rodea mis piernas con las suyas.

Le como esos pezones gordos que se me ofrecen como fruta tropical.

Seguimos acelerados. Más. Más. Hasta que me corro sobre la bata, las braguitas, los pezones, los labios gruesos que se relamen.

Pero no hemos acabado.

Le doy la vuelta y entró en su culo, sin avisarla.

Profiere un gemido de queja, que enseguida se apaga.

Un culo mulato como un melón color cacao.

Me estoy muriendo…

Abro los ojos.

El sueño me ha provocado una erección de mamut.

Me giro, mi esposa no está ya en la cama.

Hoy es domingo, no hay obreros, se me ha hecho tarde.

El sol y el calor entran por la ventana.

Me levanto.

Estoy desnudo, con una gota de semen en la punta del martillo hidráulico.

En el jardín, mi esposa toma el sol desnuda; le comería la concha si no fuera por que hay alguien en la piscina.

¿Quién es? Sarah sale del agua, desnudísima también, las gotas resbalando, manoseando sus pechos blancos, sus caderas blancas, su blanca virginidad.

Mi hija debe dormir aún.

Puedo ver a la pareja de hembras desde la ventana del cuarto de baño que tenemos en el dormitorio.

Empiezo a masturbarme pensando en el sueño y en una orgía en la piscina.

Cierro los ojos y cuando los abro veo que Sarah le pone crema bronceadora a mi esposa y que la empleada se ha arrodillado ante mí, después de dejar la aspiradora en la puerta.

Le taladro la boca.

Le taladro el coño, de pie, contra la pared, la bata azul abierta, los pezones jugando con mis dientes, las braguitas puestas.

Le taladro el ano, recostada en el lavabo, un culo moreno que se abre para mí.

Las manos de Sarah recubren, cremosas, las nalgas de Mara.