Recordando el ayer
Es curioso lo que el subconsciente te hace recordar; una imagen, un sonido, una palabra que en principio no significaría nada, puede hacer que tu mente vuelva atrás, al pasado, como en el flashback de una película.
Eso es precisamente lo que me ha pasado hoy mientras vagaba por un centro comercial, atiborrado de gente en busca de alguna ganga en rebajas.
Pasaba por la sección de camisas de caballero como un fantasma, sin mirar siquiera la ropa, dejándome envolver por el bullicio y el ruido de la gente y de pronto he escuchado unas risas y unas palabras de una conversación que provenía de algún probador «.. jaja ..y a mí, qué! tengo abogado!.. jaja..» y de pronto he vuelto al ayer, al ayer de hace 8 años….
He vuelto a ser el joven recién licenciado que comenzaba a luchar en la vida, el joven que acompaña a su hermosa pareja a comprar unos pantalones.
¿Que tal te quedan cielo?
Pasa al probador y dime qué te parece, por favor.
Te quedan muy bien, estás muy guapa.
¿Si? ¿No me marcan mucho las caderas?
¡No seas tonta! ¡para nada! Además, ¡me gustan tus caderas!
¿A siiii? Jijiji, vaya, vaya – y pícaramente me abrazas por la cintura y me besas.
Cuidado, van a vernos, jaja, ¡igual nos detienen por escándalo público!
¡Y a mí, qué! ¡tengo un buen abogado! ¿o no? Jajaja – dices mientras vuelves a besarme.
Evidentemente la cosa no pasó a mayores, solo unos besos y unas caricias furtivas, lo justo para decidir que no nos apetecía seguir de compras sino que queríamos amarnos.
Compramos los pantalones y salimos de la tienda como dos quinceañeros que acaban de descubrir el amor.
Fuimos a mi casa de entonces, si es que puede llamársela casa, ¿la recuerdas? seguro que sí, aquél minúsculo estudio tan frío en invierno y tan caluroso en verano, pero a quién le importaba por aquellas fechas, éramos jóvenes y buscábamos independencia y libertad.
Subíamos las interminables escaleras parándonos en cada rellano para besarnos y acariciarnos, también para escandalizar a alguno de nuestros vecinos, ¡eso te encantaba!
Llegábamos a casa sudorosos de las escaleras pero también de nuestros arrumacos.
Abre el Castillo – solías decir al llegar a la puerta.
Una vez en casa yo solía llevar las compras a la cocina y a la habitación, mientras tú, remolona, te tumbabas sobre el raído y tremendamente cómodo sofá de nuestra sala de estar.
Me acercaba a ti y te besaba, los labios, la nariz, los pómulos, el cuello y las orejas, y tú suspirabas o reías según las travesuras que hiciera.
Mis manos acariciaban tus pechos, se metían entre tu camisa y acariciaban la sensible piel de la aureola de tus pezones.
Los dos sudábamos y tú hacías aquellos ruiditos que yo solía llamar ronroneos de gata.
Una de mis manos desabrochaba los botones de tu pantalón y mis dedos, como hormigas se desplazaban lentamente hacia tu entrepierna.
Me gustaba acariciarte con lentitud, con parsimonia, primero muy suavemente sobre tus braguitas, sintiendo a través de la tela de éstas cada pliegue de tu sexo, notando como poco a poco la humedad impregnaba tu ropa interior hasta empaparla.
Una vez conseguido esto, mis dedos se volvían más atrevidos y querían el contacto directo de tu piel, acariciaban tus labios vaginales en un dulce vaivén, tus gemidos subían de tono y perlas de sudor aparecían en tu rostro.
Los movimientos se volvían más rápidos, tu vulva era un pequeño y oloroso estanque en el que mi mano no dejaba de surcar, y entonces buscaba el botón mágico, un clítoris que había ido creciendo poco a poco hasta ser una pequeña roca dura y tremendamente sensible, mis dedos en ese momento se dedicaban por completo a él, lo acariciaban con dulzura, sin pausa pero con distintos ritmos.
Tu ojos y tu boca siempre me indicaban cuando estaba haciendo las cosas bien y cuando querías otra cosa.
Y en ese instante me indicaban que el estallido estaba muy cerca de producirse.
Aceleré el ritmo de mis caricias a tu clítoris, ahora lo acariciaba con mi dedo pulgar, mientras mi dedo corazón se introducía en las profundidades de tu vulva penetrándote lentamente y rozando circularmente las paredes de su interior.
Gemiste roncamente, y te mordiste el labio inferior, era el momento, aumenté el ritmo todo lo que pude, mi dedo te penetró lo más profundamente posible y entonces el volcán se puso en erupción, te derramaste en mi mano a la vez que nos besábamos.
Nos miramos a los ojos, me gustaba contemplar tu rostro después de haberte masturbado, esos largos rizos rojos tuyos despeinados, esos ojos verdes acuosos, tu cara perlada en sudor, esas mejillas sonrosadas y esos labios carnosos y tentadores.
Contigo nunca es igual, siempre consigues que llegue un pasito más lejos, cada día experimento sensaciones nuevas y maravillosas.
También tú me haces sentir y desear cosas nuevas y maravillosas, mi vida.
Volvimos a besarnos durante unos instantes de forma apasionada.
Te pusiste de rodillas sobre la alfombra y tu perturbadora sonrisa lo dijo todo antes de que sucediera.
Yo sentado en el sofá, tus manos desabrochando la hebilla del cinturón y los botones de mi pantalón, nuestros ojos fijos los unos en los otros.
Me desnudaste de cintura para abajo sin apenas darme cuenta, tus ligeras y finas manos comenzaron a acariciar mi sexo aún dormido, la temperatura de mi entrepierna comenzaba a aumentar, acariciabas mis testículos con verdadera maestría, tus largos dedos comenzaron una lenta masturbación.
Mi sexo comenzaba a despertarse, tus manos se desplazaban con pasión sobre el tronco de mi pene, mi excitación aumentaba de forma exponencial, me mirabas a la cara y me decías palabras hermosas.
Tu boca se aproximaba a mi ya tremendamente erecta polla, noté tu aliento antes de que tus labios aprisionaran mi glande, la calidez de tu boca dio cobijo a la prácticamente totalidad de mi pene y un escalofrío recorrió mi espalda como si de una descarga eléctrica se tratara.
Tu lengua se desplazaba por mi sexo como una seductora serpiente por su territorio de caza, jugabas con cada pliegue de mi pene, martirizabas lujuriosamente mi glande sorbiéndolo como si de un chupa-chups se tratara.
Tu lengua, tus labios, toda tu boca lubricaba mi sexo, te gustaba el sexo oral y eso se notaba.
Contemplarte ante mí, arrodillada entre mis piernas, practicándome esa fantástica felación me hacía sentirme en una nube.
Te gustaba que pusiera mi mano sobre tu cabeza, no para marcarte el ritmo de las penetraciones, que era algo que tú decidías y controlabas absolutamente, sino para que te acariciara el cabello y la nuca.
Notar como mi polla entraba y salía de tu boca era una delicia, tus dientes me hacían cosquillas de vez en cuando, notaba cada rincón de tu paladar, tu saliva se deslizaba por todo mi pene, me volvías auténticamente loco.
De pronto te paraste y me miraste.
Quiero más – eso fue todo, no dijiste más.
Yo sabía a qué te referías, en alguna otra ocasión ya me lo habías pedido y yo no te podía negar nada.
Te desnudaste por completo mientras yo lanzaba mi camisa a una esquina del cuarto. Me tomaste de la mano y me llevaste hasta la cocina, te apoyaste en el quicio de la puerta de espaldas a mí y te abriste de piernas.
Me pegué a tu espalda, te besé el cuello, mordí dulcemente tus hombros, mientras notabas la calidez de mi sexo en contacto con tu culo.
Tomé mi polla tremendamente dura y ardiente, y la aproximé a tu sexo, primero solo acariciando tus bellos labios vaginales, separándolos lentamente y de pronto y con un firme y seco golpe de cintura te penetré casi completamente, un gemido salió de tu garganta, como si hubieras exhalado de golpe todo el aire de tus pulmones.
Mis manos se aferraban a tus pechos, los amasaban, martirizaban tus duros pezones.
Y comencé a penetrarte a un ritmo seco, duro, firme, penetraciones profundas.
Lo necesito, lo necesito más aún – me suplicaste girando tu cabeza.
Yo entendía que el ritmo ya era bastante duro pero tú me pedías más rudeza en mis penetraciones y te complací.
Comencé un ritmo infernal, profundo y rudo como nunca antes.
Nuestros gemidos eran intensos, mientras una de tus manos se apoyaba en la marcación de la puerta la otra clavaba sus uñas en mis glúteos exigiéndome más a cada momento.
El ritmo era frenético, tu vulva estrujaba mi pene, lo absorbía, lo devoraba, así permanecimos durante mucho tiempo, me costaba correrme cuando querías hacerlo así, mi cuerpo no se acostumbraba a la rudeza que querías, de todas formas mas tarde o temprano el final tenía que llegar y llegó, estallé en tu interior, notaba como mi semen salía a borbotones dentro de ti, y allí nos quedamos los dos, inmóviles, mi cabeza recostada en tu espalda, desnudos ambos, con la claridad que atravesaba los visillos de la cocina iluminándonos.
Es extraño lo que una frase te hace recordar, aquí, en medio de estos grandes almacenes, por unos segundos he vuelto a estar contigo, he vuelto al ayer.