Una carta para ti
Hola: Ayer tuve un buen sueño, contigo por supuesto. Quiero contártelo. Espero seguir soñando así.
Yo, como de costumbre, estaba sentada en el escritorio de mi oficina. Papeles por todas partes, algo de música, el teléfono sonando, gente pasando por afuera, entrecortada por la persiana que da independencia a mi sala de trabajo. Te vi pasar varias veces. Seguía tus pasos, miraba tus caderas, miraba el movimiento del cabello. Pese a que llevamos varios meses de compañeras, nunca había reparado en el color de tu cabello, rojizo. Pero hoy, especialmente hoy, ese color provocaba en mi un sonido distinto, parecía que podía sentir el roce de tu cabello, el movimiento de tus caderas, el calor de tu sonrisa; simpática, alegre, humilde y hoy, particularmente hoy, provocativa.
Me desconcerté por unos momentos, mi boca más abierta de lo normal, mis brazos más relajados y mis piernas más cómodas que nunca. La sensación de relajo y libertad me invadía por primera vez en el trabajo. Mi propia oficina era escenario de un momento de bienestar, placer y ensoñación. Sin embargo, no eran mis brazos, ni mi boca ni mis piernas. Eran tus caderas, era tu cabello y era tu voz que me tenían así, atontada, relajada, atrevidamente desconcentrada de los papeles.
Varias veces pasaste frente a mi ventana, algunas me saludaste con simpatía. La misma simpatía de siempre, pero yo la recibía distinta, más cálida, más cómplice. Hasta pensé que te habías percatado de cómo miraba tus caderas, de cómo soñaba con tu cabello sobre mi rostro, de la fantasía de tu voz gritando suaves quejidos. Una locura. Pero fue una vergüenza lo que sentí cuando me sorprendiste así, tú entrando a mi oficina yo pensando secretamente en ti.
Me pasaste unos papeles, revísalos; sí con gusto. Gracias. De nada. ¿Te los dejo en tu oficina? No es problema, hasta la tarde.
El almuerzo fue extraño, las dos separadas, yo unida a ti en mi deseo. Pensaba en los papeles, en terminarlos a tiempo, en revisar el bendito trabajo que me pedías; quise dejar el postre para el final del día, partí eficiente a mi oficina. Nada de café conversado ni tabaco con las otras secretarias. Esta tarde estaría dedicada a ti, al trabajo que me pediste.
No era nada fácil, cálculos, cartas por hacer, algunos reportes. No alcanzaría, lamentablemente te irías pensando en mi lentitud, yo en sus caderas y en su disimulada cara de frustración. Para evitar algo peor, te llamé. No estabas. Pensé en el busca personas, muy impersonal, pensé. Dejé un mensaje sobre tu cartera en tu oficina, simple, corto, eficaz: «Trabajo difícil, me quedaré hasta terminar», me quedé con la secreta esperanza de recibir respuesta, algo así como «tráelo el lunes», «no te preocupes». Pero eres muy estricta como para ello. Me aboqué a tu trabajo.
Comenzó a pasar gente, con carteras, con sonrisas. Hora de salir. Y tú ni respondías mi mensaje. Con tanta pasión que escribí cada letra, con tanto deseo que esperaba una respuesta que me contestaste. Una suave vibración en mis caderas me avisaba que alguien me buscaba. Eras tú. Era tu respuesta. «No te preocupes, yo me quedaré trabajando hasta tarde», decía la pantallita del buscapersonas. Un alivio. Un sueño, una tranquilidad. Trabajaría hasta tarde, pero contigo. A varias oficinas de distancia, pero contigo.
Ya tarde, pasaste por mi oficina. ¿Café? Sí, gracias. ¿Conversamos un cigarro? Claro, toma uno de los míos. Sólo el pensar que unos de mis cigarros estaría besando tus labios me producía mucho gusto. Nos sentamos. ¿Cómo está tu esposo? Le pregunté mientras no escuchaba su respuesta. Una excusa para que me hablara, pues están mis ojos los pendientes de ti. Tu boca se movía con sensualidad, gesticulabas con energía con las manos, expresabas rabia, a veces ternura. Esos bruscos movimientos hacían que tus dos preciosos pechos se movieran a ritmo de sentimientos y gestos, tal vez recuerdos, tal vez deseos. Cruzabas y abrías las piernas, mostrando agilidad y erotismo.
Tus piernas, abrazadas con pantalones de cuero negro, ajustados. Mis piernas, vestidas con medias rojas y falda gris. Mis senos, mirándote, escuchándote, gozando las vibraciones de tu voz, estremecida yo entera por tu presencia.
Reparas en ellas, en mis medias. Lindas, dices. Y me pides que me pare. Yo modelaba para ti, me movía. Incluso subí un poco mi faldita para que las pudieras ver completamente. Te acercaste, me pediste un favor. Accedí. Querías ponerte mi ropa, yo la tuya. Un juego de niñas, de niñas grandes. Accedí.
Con nerviosismo, cerré la persiana de mi oficina. Así, brusca, repentina. Tan repentina como mi deseo por ti y por tus caderas. Así fueron tus palabras. Osadas, como nuestra presencia en mi oficina. Lúdico, como las palabras que hace rato poníamos entre nuestros deseos y nuestras insinuaciones. Tanto tiempo, tanta espera, tanta aventura por esperar, nos tomaba ahora a ambas por ineludible sorpresa.
Desabrochaste tu pantalón. Tus caderas quedaban a la vista de mis ojos y ellos a la vista de los tuyos. Te deseaba más que nunca. Me mirabas fijo mientras tus manos movían los pantalones hacia abajo, moviendo las caderas de lado a lado. Blancos, blancos hermosos te cubrían, te mostraban más bella que el cielo, más alcanzable que las estrellas. En todo su esplendor: tu cadera, excitante. Sólo queríamos cambiar las ropas y estaba yo deseando cambiarme en ti, montarme en ti, gemir en ti, regalarme a ti, alcanzarte, tocarte, fundirte.
Te acercaste a mí, yo intranquila pero pasmada. Ardiente pero quieta, toda tiesa. Me tomaste por la cintura y me desarmé. Quedé para ti, entregada, confiada, relajada. Quedé mujer.
Mi falda no fue problema, cubría ahora mis pies. Mis medias rojas te abrían sus secretos. Suavemente metiste tus tibias manos bajo ella, para sacarlas con suavidad. Desnudarme mientras tus manos rozaban mis piernas y tus ojos miraban a los míos. Las dos, casi desnudas, casi amantes, casi compañeras, casi madres, casi esposas.
Eres linda, dije, en un esfuerzo de valentía. Tus temor me excita, dijiste mientras sacabas los botones de mi blusa. Uno mío, uno tuyo y ambas en ropa interior y besándonos las manos, abrazándonos. Sintiendo cómo nuestros senos también tenían su juego. Nuestras caderas se juntaban en un coito imposible, de vacío, de paños y dedos.
Mis manos por tu espalda, las tuyas en la mía y las dos mirando nuestros senos, levantados, deseosos, atentos. Tú besaste primero, mientras mis ojos se elevaban al cielo. Pero fue el sabor de tus senos el que me hizo volar. Dulce y potente como lo que hacíamos. Exótico y lésbico.
No fue mi mano la que esta vez me desnudó. No fueron mis dedos los que exploraron en mis solitarios secretos. No fueron mis labios los que mis dedos tocaban, no eran mis orgasmos lo que mis dedos profundizaban. Pero eran nuestros quejidos, fundidos en el calor del encuentro y desnudez lo que nos juntaba, como amantes, como novatas. Mi boca sembrando en tus caderas, tus labios besándome, comiéndome en la complicidad del encuentro de tus labios y mis senos. Todo ardía, potente, vertiginoso dentro de nuestras piernas.
El juego se pospuso, no compartíamos la ropa sino la desnudez, cuánto más excitante, cuánto más por explorar.
El juego se pospuso. A cambio, sentadas, acostadas, montadas. A cambio, tu orgasmo regaba mis labios. Los tuyos el mío. Juntas y el trabajo sin terminar. El trabajo por fin esperando, pospuesto por la mujer y la mujer. Por este primer encuentro, cóncavo, estéril.
Vanessa