El pasado mes de enero fui elegido Presidente de la Comunidad de Propietarios de la urbanización en la que está ubicada mi casa.
Se trata de un conjunto de viviendas unifamiliares, habitadas por personas de cierto nivel económico, por lo que el cargo no da demasiado trabajo.
Todo lo hace un administrador, contratado desde poco después de la primera Junta, que conoce a la perfección el complejo y sus habitantes.
Sólo hay que reunirse con él una vez al mes, revisar el estado de cuentas, y poco más.
Me he trasladado aquí en octubre del año anterior, con lo que no me pareció normal que me hicieran tal «regalito» cuando aún no conocía prácticamente a nadie.
El administrador me explicó que era habitual que se lo «endosaran» a los recién llegados.
En la Junta en la que me eligieron, recibí la invitación a cenar en casa de un matrimonio ya de cierta edad, que son los decanos del lugar.
Por el aquel de no hacerme antipático, accedí, aunque no me apetecía.
La realidad confirmó mis sospechas: yo era el único hombre sólo, entre media docena de matrimonios. Sé que se han celebrado otras cenas.
Pero no he vuelto a ser invitado a ninguna de ellas.
En una de las ocasiones en que me reuní con el administrador, me dio una posible explicación del hecho: he adquirido fama de Don Juan, porque, aunque aparentemente todos vivimos independientes, separados por verjas y bastantes metros de terreno, quién más quién menos está al tanto de mis compañías femeninas, que normalmente se quedan toda la noche. Y saben que trabajo en casa.
Así es que los vecinos varones me ven como un posible rival, que está cerca de sus esposas solas en casa, en momentos en los que ellos se encuentran en sus trabajos.
Bueno, pues así están las cosas.
No es que me importe demasiado vivir aislado, pero no me hace ninguna gracia la idea de cargar con el «mochuelo» de las sospechas, en caso de que algún esposo recele con algún fundamento de la fidelidad de su «santa».
Unos días después, recibí un mensaje en mi correo electrónico. La dirección del remitente era ces@…
Su nombre en el mensaje repetía las siglas CES, sólo que en mayúsculas. El texto decía:
«El CES desea hacerte un regalo muy especial».
«Otro «spam» -pensé-«. Y lo eliminé, sin dedicarle más atención.
Al día siguiente, nueva misiva del CES:
«El CES te invita a una de sus sesiones, que tendrá lugar el próximo viernes a las 16:00 horas en la casa que ocupa la parcela nº 19 de esta Urbanización. Estas invitaciones son muy selectivas, por lo que te rogamos la máxima discreción».
Aquello me picó la curiosidad. Busqué CES en Internet, obteniendo 14827 referencias. En las dos primeras páginas, Consejos, Colegios, Compañías .. lo dejé, desesperanzado.
Averiguar quién era el propietario de la parcela 19, me pareció más prometedor.
El nombre en el Censo no me dijo nada, así es que llamé al administrador, dándole como excusa que alguien me había preguntado si la casa estaba en venta.
Me respondió que se trataba de un diplomático destinado en cierto país hispanoamericano, y que la vivienda estaba cerrada desde hacía dos años, aunque él tenía el encargo de hacerla limpiar cada tres meses.
No creía que tuviera intención de vender.
Así es que me quedé como estaba, recelando, después de esa conversación, que se tratara de una broma.
El mismo viernes por la mañana, tenía otro mensaje en mi correo:
«Te recordamos que esta tarde a las 4 estás invitado a la sesión del CES. No faltes».
Me fascinan los misterios y las aventuras. Y si alguien quería hacerme objeto de una broma, ya encontraría la forma de hacérselo pagar caro.
Desoí la voz de la prudencia, que me decía que podía tratarse de algo peligroso, y aquella tarde, a las 4 en punto, estaba ante la puerta de la verja.
La situación de la casa parecía como hecha a propósito para conservar el anonimato de sus moradores y visitantes.
Se trataba de la última vivienda de la calle principal, separada de la colindante por una franja de terreno de propiedad común, poblada de frondosos árboles.
En la otra parte de la calzada, había dos parcelas aún no construidas. Y un tupido seto ocultaba el interior de las miradas indiscretas de los posibles paseantes.
Pulsé el botón del portero automático. No hubo respuesta, pero escuché el sonido del pestillo eléctrico que me franqueaba el paso.
La puerta de la vivienda estaba ligeramente entreabierta. Después de golpear en ella con los nudillos un par de veces, me decidí a entrar, no sin un cierto escalofrío de… ¡caramba!, temor, por qué no confesarlo. Pero mi curiosidad era demasiada como para marcharme sin averiguar de qué se trataba.
La primera puerta a la izquierda, de doble hoja, estaba abierta de par en par. Me detuve en el umbral, y miré hacia su interior. Me quedé pasmado.
Se trataba de un salón de grandes proporciones.
Dentro, había tres mujeres, cuyas caras estaban maquilladas con complicados diseños de diversos colores, que las hacían prácticamente irreconocibles, sobre todo en la penumbra de la habitación.
Y la pintura era lo único que tenían sobre sus hermosos cuerpos. Todas ellas estaban completamente desnudas.
Había una rubia natural -deducido por el pequeño mechón de vello que había en su pubis- aunque su cabello, posiblemente una peluca, era de color castaño.
Mostraba un cuerpo de los que se hacen a costa de muchas horas de gimnasio, con unos pequeños pechos que se erguían desafiantes.
Otra, situada de pie al lado de la anterior, era una de esas mujeres que logran que las sigas con la vista, aunque estén completamente vestidas.
Morena, tenía un cuerpo pleno, de senos grandes sin exageración, amplias caderas, muslos incitantes, brazos y piernas muy bien formados y rotundo trasero.
La tercera, algo más baja que sus compañeras, era algo rellenita, aunque perfectamente proporcionada, con un gracioso cuerpo muy agradable de ver.
Sus pechos eran los más grandes de las tres, sólo muy ligeramente caídos. Tenía el sexo completamente rasurado, lo que podía observarse porque, sentada en una butaca con una pierna descansando sobre uno de sus brazos, lo mostraba en su totalidad.
La del penacho rubio en el pubis me hizo señas de que entrara con una mano, mientras el dedo índice de la otra me conminaba a guardar silencio.
Me detuve en el centro de la habitación, sin saber muy bien qué hacer. Sólo mi pene totalmente erecto parecía reaccionar adecuadamente a la vista de aquel conjunto de cuerpos femeninos.
Las dos que estaban sentadas se levantaron, y me vi rodeado por todas. Muy despacio, la más rellenita comenzó a desabrochar los botones de mi camisa.
Probé tentativamente a acariciar sus pechos, sin asomo de oposición por su parte. Después, turnándose las tres, me fueron despojando de toda mi ropa, hasta dejarme totalmente desnudo, mi verga completamente horizontal.
Entretanto, mis manos recorrían alternativamente la entrepierna de una, los senos de otra, el trasero de la tercera… y ellas me dejaban hacer, en completo silencio, con una sonrisa en sus caras pintadas.
Intenté abrazar a la del penacho rubio en el coñito, pero se desasió de mis manos, sin perder la sonrisa. Ella y la rellenita que primero había empezado a desnudarme, volvieron a sentarse, dejándome a solas con la morena escultural que, no sólo no rehuyó mi abrazo, sino que puso sus manos en mis nalgas, prestándose con la boca entreabierta a mi hambriento beso.
Mientras mi lengua recorría golosa el interior de su boca, pude observar como las otras dos, sentadas en sendas butacas, las piernas encogidas y las rodillas separadas, se masturbaban lentamente, mientras sus manos masajeaban sus propios pechos, y sus dedos pellizcaban los pezones enhiestos.
Durante unos minutos, acaricié todo el hermoso cuerpo que tenía ante mí, mientras mi boca seguía unida a la de mi compañera sexual, separándose de ella sólo para morder ligeramente sus jugosos labios.
Luego, fue mi lengua la que siguió recorriendo todo aquel maravilloso cuerpo de piel sedosa.
Al fondo, continuaba la doble masturbación, acompañada de suspiros de placer y suaves jadeos que iban «in crescendo» a medida que sus húmedas vulvas eran excitadas por el continuo roce de las manos.
La rellenita tenía varios dedos introducidos en su vagina, y movía su mano haciéndolos entrar y salir, cada vez más rápido.
Mi compañera tomó un cojín de uno de los sofás, utilizándolo como almohada para tenderse boca arriba en la alfombra.
Me cogió de las manos, obligándome a tumbarme también. Separó las piernas, los ojos cerrados, mientras se masajeaba los pechos henchidos. Yo entendí perfectamente la invitación, y me dediqué a lamer los pliegues interiores de su vulva, mientras uno de mis dedos se introducía en su cálido conducto del placer.
No tardó demasiado en sentir un intenso orgasmo, denotado por sus excitados jadeos, y las contracciones de sus piernas y caderas. Detrás de mí, percibí por las respiraciones entrecortadas de las otras dos mujeres, que ellas también habían alcanzado el clímax.
Intercambiando nuestras posiciones, ahora fue ella la que se colocó sobre mí, sentándose sobre mis muslos, después de que mi falo sujeto por sus dos manos, se introdujera totalmente en su interior. Sus caderas empezaron entonces a moverse rítmicamente adelante y atrás.
Las otras dos hermosuras se habían arrodillado a nuestros costados, y sentía sus lenguas recorriendo mi pecho, mis caderas, mis muslos. De cuando en cuando, notaba sobre mi boca unos labios, carnosos unas veces, más delgados otras.
Y sus ligeros gemidos me indicaban que sus manos no se mantenían ociosas. Las mías, estaban muy ocupadas en los preciosos pechos que se bamboleaban sobre mí, con los movimientos de la que tenía agradablemente alojado mi excitado pene en su vientre.
En un momento determinado, mi amazona se tendió; sus manos pasaron por detrás de mi espalda, abrazándome, y redobló la intensidad de sus movimientos, en las contracciones de un nuevo orgasmo, al mismo tiempo que mi eyaculación inundaba su interior, y mis jadeos acompañaban a sus gemidos de placer.
Después, y durante unos minutos, dos de ellas acostadas sobre la alfombra, otra arrodillada encima de mi cabeza, se dedicaron a acariciarme suavemente con sus bocas y manos, mientras yo lamentaba la falta de más miembros, que me permitieran gozar del tacto simultáneo de aquellos tres maravillosos cuerpos.
Finalmente, se levantaron. Y, del mismo modo que me habían desnudado, procedieron a vestirme, acompañándome hasta la salida, en la que me despidieron con tres intensos besos.
Yo, que estaba recuperando mi erección con los abrazos, el roce de sus encantos desnudos, y la sensación de tres maravillosas nalgas entre mis dedos, intenté de nuevo entrar, pero me empujaron suavemente fuera, cerrando la puerta.
Estuve esperando, oculto entre los arbustos, la salida de las tres mujeres. ¡Tenía que averiguar quiénes eran!.
Casi una hora después, acalambrado por la inmovilidad, decidí que de alguna manera habían conseguido escabullirse. Rodeando la verja, descubrí una puerta trasera, por la que probablemente habían escapado sin que yo las viera.
De camino hacia mi casa, vi venir en dirección contraria el coche del administrador. Se detuvo a mi altura, bajó el cristal de la ventanilla, y me miró con sorna:
– Quizá convendría que se limpiara usted las manchas de maquillaje con el pañuelo. Y la próxima vez que le invite el Club de las Esposas Solitarias, no olvide lavarse la cara antes de salir.
Reanudó la marcha, dejándome boquiabierto.
Decididamente, el administrador está al tanto de todas las cosas de mi urbanización…