Nahuel el amigo de mi hijo
Estábamos en casa preparándonos para ir a la costa el fin de semana largo: mi esposo Ernesto, mi hijo Javier y su mejor amigo Nahuel.
La idea era disfrutar de unos días tranquilos en la costa atlántica, donde nos prestó una casa de fin de semana el jefe de mi marido, quien aprovecharía dos días del finde porque tenía que volver a trabajar y luego nos iría a buscar. Ya teníamos las maletas llenas de ropa y todo lo necesario. Cargamos todo en el auto y fuimos a buscar a Nahuel a su casa.
Tocamos el timbre y Nahuel, emocionado, sale corriendo tras Susana (su mamá) para saludarnos. Nos dio un beso y se subió al auto. Saludé a Susana, a quien conozco desde hace años, ya que los chicos son compañeros desde el jardín de infantes. Es increíble, ya llevan 16 años juntos.
El viaje fue agradable y rápido, lo estábamos pasando de forma divertida. Los chicos siempre me hacen reír con sus ocurrencias.
Ya asentados en la casa, una casa amplia, con tres dormitorios en la planta alta, un living muy grande, quincho y además unas dependencias de servicio, con un parque inmenso. La verdad es grande y hermosa.
Aprovecho y me cambio, me pongo la malla y nos fuimos con mi marido a la playa, los chicos quisieron quedarse en la casa a jugar a la PlayStation.
La playa está solo a una cuadra de donde paramos, muy buena ubicación dado que si precisamos ir a buscar algo estamos muy cerca.
Más tarde volvimos a la casa para hacer compras para preparar una cena. los chicos habían salido a dar una vuelta en bicicleta por el pueblo.
Ernesto me dice que se va mañana porque necesita adelantar su trabajo y que nos recogerá en tres o cuatro días. Cenamos todos juntos y nos fuimos a dormir porque el viaje nos había dejado exhaustos.
A la mañana siguiente, mi esposo y yo desayunamos temprano y él regresó al trabajo. Salí a correr por la playa; siempre hago ejercicio cuando estoy de vacaciones, principalmente para mantenerme en forma. Tengo 48 años y me mantengo yendo al gimnasio con regularidad. Tengo las piernas bien tonificadas y los músculos definidos, y debo decir que mi cintura sigue prácticamente igual. Por supuesto, mi mayor tesoro y orgullo son, sin duda, mis tetas. Firmes y bastante grandes para mi altura de 1,55 m, se podría decir que sigo siendo una veterana muy deseable, jaja.
Regreso sudada de correr y me preparo para ducharme. También despierto a los chicos para que aprovechen el día al máximo.
Me metí en la ducha y me di un baño tranquilo, masajeándome el cuerpo con gel.
En medio de mi rutina, rodeada por el vapor, tuve la sensación de que alguien me observaba. No vi a nadie, pero la sensación persistió durante el resto de la ducha, así que, nerviosa, terminé rápidamente.
Volví a la habitación de los chicos y los vi cambiándose. Preparé el desayuno y aparecieron los dos, todavía medio dormidos.
Me reí, los agarré y los llené de besos en las mejillas, apretándolos fuerte. Ambos intentaron zafarse sin éxito, como si les molestara, pero ellos saben que soy una madre pegota y bastante cariñosa.
Y digo “ellos” porque Nahuel es como un hijo más para mí. Lo conocí y lo amé desde que nació hace 19 años, me considero casi su madre.
Sirvo el desayuno en la barra donde ellos se sientan.
Mientras traigo tostadas y el café, tal como hacen siempre, me silban diciéndome groserías, bromeando.
Gritan que estoy buena, que si no fuera su madre se me echarían encima, y que ojalá tuvieran novias como yo, con pechos grandes y buen culo, yo los miro y les muevo el trasero riéndome y ello siguen gritando.
Debo confesar que he sido yo quien ha alimentado toda esta situación porque, como no tengo prejuicios, siempre bromeo con ellos y les hablo de sexo, de su virginidad y de las precauciones sexuales que deben tomar.
Obviamente se ríen, pero me escuchan atentamente.
Después del desayuno, los tres fuimos a la playa. Disfrutamos toda la mañana nadando y jugando a las cartas bajo la sombrilla.
Nos reímos mucho, la verdad.
Ambos fueron a comprar helado, y desde donde yo estaba, los miraba alejarse. ¡Cómo han crecido! Altos, con espaldas fuertes, piernas largas y músculos definidos. Son dos chicos guapísimos, y la verdad es que ya son hombres, aunque su mentalidad sigue siendo la de los chicos.
Cosas que suelen pasar con los varones, son mayormente inmaduros.
Volvimos a para almorzar, probablemente iríamos a la playa de nuevo otra vez por la tarde.
Después de comer, nos quedamos un rato en casa, esperando a que bajara un poco el fuerte sol del mediodía antes de volver a la playa, mientras los chicos supuestamente dormían la siesta…
Fui a mi habitación y me quité el pareo que me había puesto al llegar para ponerme la malla. Me paré frente al espejo grande y me miré desnuda, girando y posando, admirando mis piernas y mi cuerpo. Sentí que me observaban de nuevo. Me di la vuelta, pero no había nadie.
“Me temo que estoy perseguida!”, pensé
Me puse el bañador de nuevo y salí rápidamente de la habitación. Pasé de nuevo por el dormi de los chicos, Javier estaba roncando dormido. No sé dónde se había metido Nahuel.
Decidí ir al jardín, a la sombra de los árboles a descansar un rato, y vi movimiento en el quincho trasero. Me acerqué sigilosamente para ver qué pasaba.
Una oleada de adrenalina me recorrió el cuerpo; estaba un poco nerviosa porque presentía que había un extraño escondido allí.
El hormigueo que iba de mi estómago a mis pies, era constante.
Vi una sombra en el baño y, para que no me vieran, me giré por el costado para mirar por la rejilla de ventilación.
Me sorprendió encontrar a Nahuel dentro.
Estaba de espaldas a mí, desnudo, y no entendía qué hacía. De repente, se giró y casi se me para el corazón.
Nahuel, el niño pequeño al que le cambié los pañales más de una vez cuando era bebé, el que bañaba en la bañera de mi casa con mi hijo, ese niño sonriente al que tanto quiero, al girarse, me reveló toda su hombría.
Entre sus piernas colgaba una verga enormemente venosa, como nunca había visto en mi vida.
Tuve sentimientos encontrados.
Él es como un hijo para mí, pero al mismo tiempo, despertaba un deseo animal que resonaba profundo en mi entrepierna.
Lo observé un rato mientras se tocaba, pausadamente tomaba su enorme pieza sacudiéndola suavemente, ella parecía cobrar vida inflando sus venas, palpitando de manera fuerte y viva. La tomó por la base y tirando corrió su prepucio hacia atrás emergiendo un hongo enorme y perlado, lo sentí hacer fuerza y su glande se llenó inflándose a la par del ramillete de venas, era un espectáculo realmente, un tótem de carne latiente digo de ser adorado.
Había algo mal en lo que estaba pensando, pero, aun así, el deseo por lo prohibido me llevó a mirarlo nuevamente, algo me hacía perder la cordura, me transportaba a un estado de ansiedad y excitación inusual. Sentí mis labios vaginales inflamados y deseosos y en ese preciso instante percibí que se estaban mojando rápidamente.
Apoyé la palma de mi mano en mi pubis y me dí cuenta que mi vulva reclamaba ser poseída y penetrada.
Una completa locura.
Me dije esto no puede ser, ¡basta!, y
salí de ahí rápidamente.
La tarde continuó en la playa con los chicos jugando al fútbol y nadando el resto del día. Los observaba, fingiendo leer detrás de un libro, pero para ser sincera, miraba fijamente a Nahuel sin parar… No podía creer lo que había visto de él, y lo peor era que no podía sacármelo de la cabeza ni de la vista.
Automáticamente lo comparé con Ernesto, y a su lado parecía enorme.
Intenté disimular mi nerviosismo lo mejor que pude durante el resto de la tarde, sobre todo cuando los tres jugábamos a las cartas bajo la sombrilla.
Cada mirada de Nahuel me parecía como si me atravesara con sus ojos; sin duda mi ansiedad y culpa lo provocaba, porque él me sonreía como siempre.
Al final de la tarde, volvimos a casa.
Los chicos miraban fútbol en la tele y me dispuse a preparar la cena.
Cenamos temprano. Ellos iban a salir a bailar este sábado por la noche, y yo iba a aprovechar el rato tranquilo en casa para ver una película sola.
Después de cambiarse, se fueron con unos nuevos amigos que habían hecho en la playa y que habían venido a recogerlos.
Aproveché para tumbarme en el sofá y ver la tele después de cenar; todavía estaba pensando en lo que había visto ese día.
Era alrededor de la 1:00 a. m. y pensé en ducharme e ir a dormir.
Me desvestí y fui al baño, me duché rápido, me sequé y volví a la habitación, todavía desnuda. Repetí el ritual de mirarme en el espejo. Me gustaba la imagen que reflejaba, sobre todo porque la luz estaba apagada, creando una penumbra muy sugerente. Me vi tocándome; me excitó.
Ese juego de observarme y sentir mis manos acariciándome era íntimo y sumamente placentero.
Estaba ansiosa, más aún cuando la rutina hace que la discontinuidad en las relaciones sexuales con tu pareja lleve casi un año sin consumarse.
Después de un rato, volví a sentirme observada, solo que esta vez no me alarmé. Continué mis movimientos mientras miraba de reojo la ventana y la puerta de la habitación. No veía a nadie.
Pensé de nuevo que estaba imaginando cosas, pero la sensación seguía latente. Lentamente me puse un pareo encima, tal como estaba, y no sé por qué, volví directamente a la zona del quincho.
Fui directo a mirar por la ventana del baño y… obviamente, no había nadie.
Hice una mueca de disgusto, como un niño pequeño al que le han dado algo que no le gusta.
Me di la vuelta para irme y choqué con un hombre. Grité, jadeando, y oí al hombre decir:
«Tranquila má, soy yo, Nahuel, no te asustes».
“ Pero ¿qué haces aquí?” “¿Intentas matarme?”, pregunté sobresaltada.
“No má, lo último que querría es matarte”, rió con ganas.
Lo miré y, en medio de mi nerviosismo, pregunté:
“¿Pero ¿qué pasó? ¿Volviste? ¿Te saltaste el baile o pasó algo?”
Me sonrió y dijo con calma:
“Volví. Les dije que no me sentía bien y que me dolía el estómago. Los chicos entraron a la discoteca y me fui”.
“¿Te duele el estómago? Vamos, déjame darte algo para que te sientas mejor”, dije, y me dispuse a irme a casa. Tenía que huir de allí cuanto antes.
Sentí que me agarraba del brazo y me daba la vuelta.
Quedé de frente a él.
El corazón me latía tan fuerte que parecía que se me iba a salir del pecho. Tenía los nervios de punta.
Me miró sonriendo y dijo:
«Sé que me viste, justo aquí».
Al instante me sonrojé de vergüenza, y él continuó:
«Pero yo también te he estado mirando, así que técnicamente estamos empatados, jaja». Se rió con naturalidad.
«¿Me estabas espiando?», pregunté.
«Sí… y creo que eres lo más hermoso que he visto en mi vida», dijo, mirándome con ternura con esos ojos verdes.
En ese momento, me di cuenta de que me había tomado la cintura. Puse mis manos sobre su pecho, intentando crear distancia, y dije:
«Nahuel, esto es una locura. No sé qué estás pensando, pero podría ser tu madre, ¡y lo sabes!»
No pude terminar la frase. Sus labios presionaron contra los míos, y su lengua buscó con avidez la mía dentro de mi boca.
Y en lugar de apartarlo por ser un mocoso insolente, me encontré devolviéndole el beso con aún más fervor, aferrándome a su fuerte cuello en un gran abrazo. Automáticamente me rodeó la cintura con sus brazos, sentí el intenso calor de su cuerpo pegado a mis tetas solo separados por la fina tela de mi pareo, y sus manos en mi espalda, subiendo y bajando, apretándome hasta las nalgas,
No podía dejar de besarlo y morderlo; era una locura total, estaba poseída por ese hermoso y joven semental.
De repente me detuve y aparté la cara, mirándolo fijamente a los ojos.
«¡Esto no está bien, es una locura de la que nos arrepentiremos más tarde, tenemos que parar!»
Dije con autoridad, como si la tuviera en ese momento.
Me miró con ternura, sonriendo dijo:
«Má, ambos sabemos que esto es inevitable. Hoy o cualquier otro día, nos haremos el amor de una forma u otra».
Lo más triste fue que tenía toda la razón.
Tomé su mano y corrimos a casa, directo a mi habitación, y una vez dentro, cerré la puerta con llave.
Me paré frente a él, me quité el pareo, quedándome completamente desnuda, y dejé que me observara.
Me miró embelesado, como un niño mira su juguete nuevo. Quité su camisa y comencé a desabrocharle los pantalones. La adrenalina de lo prohibido y la posibilidad de ser descubiertos, eran un fuego crepitante que me quemaba por dentro en un incesante cosquilleo.
Igualmente los quité y pude ver su enorme bulto a través de la tela de su bóxer.
Mis manos temblorosas intentaron sacarlo, pero en cuanto lo agarré, él me tomó las dos manos. Levanté la vista y lo miré a los ojos, y con una mirada traviesa, dijo, riendo
«¿Estás lista para esto?».
Estallé de la risa, y mordiéndome el labio dije
“ahhh pendejo, quién te crees que sos acaso, agrandadoooo jajaja“
Riéndome bajé su bóxer en medio de una excitación extrema, era una adolescente ante su primera cita, y tuve una aparición cuasi celestial, la verga más grande y hermosa que jamás había visto estaba justo delante de mí, como una ofrenda esculturalmente perfecta.
Me arrodillé, la tomé y sentí su grosor… inmenso, mi mano ni siquiera podía cerrarse, era mi David de Michelangelo, pero de carne y hueso…latía y yo lo percibía a través de mis manos.
Su aroma, el de un joven potrillo reproductor, me invadía por completo excitándome. Las venas que cruzaban en un laberinto sinfín transmitían toda su energía contenida a mi mano en latientes impulsos eléctricos.
La miraba extasiada, y mi nivel de excitación ya producía un hilo de flujo que colgaba de mi vulva.
Lo miré a los ojos y se rió al ver mi cara y mi boca atónitamente abierta.
Dijo:
«Sé que es grande, pero también sé que te gusta…»
«¡Jaja, pendejo presumido! ¡Ya vas a ver!», espeté, tomándole la mano y llevándolo a la cama.
Lo tiré de espaldas y me arrodillé entre sus piernas, plenamente decidida a poseer al joven.
Estaba a punto de explicarle algunas cosas importantes sobre el sexo, cuando mirándome dijo:
«Má, tranquila, no soy virgen y sé cómo funciona esto».
Me sorprendí, y él continuó:
«Javier sí lo es, y no sabe que ya no lo soy porque no quería que se sintiera mal, así que nunca se lo dije. Tuve sexo unas veces con una amiga de mi hermano, un poco mayor que yo. Tuvimos cuidado. Usamos condones, así que tranquila…»
Su nivel de madurez y su compostura me conmovieron.
Me tiré encima de él, apretando mis tetas contra su pecho. Lo miré de cerca y sintiendo el contacto pleno de su cuerpo contra el mío, con una sonrisa de aprobación, lo besé apasionadamente, acariciándolo sin descanso.
Me tomó el trasero con fuerza y me masajeó las nalgas mientras nos besábamos acaloradamente. Besé su pecho adolescente bajando hasta el pubis, percibí ese embriagante aroma a macho en flor con las hormonas a full, tomé su pene en mi mano y, mirándolo a los ojos, comencé a besarlo y mordisquearlo con avidez mientras mis dedos circundaban su base y sus testículos. Gimió tímidamente y me permitió sonreír mientras lo disfrutaba. Hundí su poderoso glande en mi boca, comenzando una felación apasionada, y lo oí gemir y jadear con fuerza. Continué, mi lengua era una máquina recorriendo cada pliegue de ese hermoso trofeo, saboreándolo…. disfrutándolo.
Se levantó y poniendo una mano sobre mi cabeza, dijo:
» Si sigues vas a lograr que me corra, nadie me ha hecho esto antes.»
Lo miré con absoluta ternura, lo chupé una vez más, mordí su cabeza con mis labios y me acosté a su lado.
Acaricié su rostro y besándolo le susurré:
«Ahora mami quiere que hagas lo mismo».
Sonriendo, empezó a besar mis pezones, mordisqueando con los labios, jugando intensamente mientras sus dedos separaban hábilmente los labios de mi vulva y rodeaban mi ano en una circunferencia de éxtasis.
Sabía exactamente lo que hacía, y me excitaba a un nivel que no había experimentado en mucho tiempo.
Jugaba con mis pechos recorriéndolos con su lengua.
Ellos a los que tantas veces había elogiado en broma con mi hijo, solo que ahora sabía que lo decía en serio. Los amaba de verdad.
Recorrió el camino imperceptible de mi vientre con su boca, explorando cada centímetro de mi piel sabiendo que lo guiaba hacia la puerta del infierno.
Llegó, levantó mis piernas, separándolas ligeramente, besó los húmedos labios de mi vulva y hundió su lengua en mí separándolos.
Gemí desesperada, apretando las sábanas con fuerza con las manos.
Abrió mis labios en busca de mi clítoris, encontrándolo hábilmente. Un par de lengüetazos me bastaron para, en mi inconsciencia sensorial, susurrar
«¡Te quiero dentro de mí, ya!».
Se levantó y mirándome sonrió, continuó sorbiendo el manantial efímero de mi sexo haciendo caso omiso a mi pedido. Era obvio que acá no era mamá la que mandaba.
Mi cuerpo temblaba en cada movimiento de su boca, arrancándome un jadeo cada vez más profundo.
Estaba a punto de venirme y él dándose cuenta se levantó, mirándome me preguntó si tenía condones.
Lo miré con dulzura en medio de mi estado, le toqué la cara y le dije:
«no, pero quiero que te corras dentro».
Sonrió e inmediatamente después, echó su fibroso cuerpo sobre mí y sentí su enorme miembro buscar mi hueco, bajé mi mano ayudándolo y tomé su falo, apoyé su palpitante glande suavemente en mi orificio y él muy despacio presionó, instintivamente levanté las caderas como una perra en celo ayudando, y mi nivel de humedad permitió que su verga deslizara casi por completo con facilidad al interior, los labios de mi vulva recibieron con ahínco su poderoso diámetro abriéndose paso y apretándolo firmemente como para que no escape, su contacto carnal me estremeció.
Arrancó un suspiro que me dejó sin aliento, abrió de la nada mi cofre de la fertilidad con una facilidad supina.
Ahuequé su rostro entre mis manos y, envolviendo mis piernas alrededor de su cintura, le susurré al oído:
“cógeme por favor, hazme tuya… “
La acción comenzó, su verga, en un lento movimiento de vaivén, entraba y salía de mí sistemáticamente como un baile perfecto de roces internos, cada centímetro de su hermosa herramienta me producía un mar de escalofríos y gemidos prologándose en una lenta tortura china.
Me tenía completamente a su merced.
Las paredes de mi vagina, en medio de un torbellino de sensaciones, se contraían continuamente en una oleada de espasmos.
Sentí cómo se apretaban contra el diámetro de su gruesa verga, casi impidiéndole el paso, mis uñas clavándose en la carne de su espalda como quien pide clemencia al momento de su ejecución, me rendí como una adolescente en su primera vez.
Sentí aumentar la velocidad de su cadencia y con sus profundas embestidas, iniciar un golpeteo incesantemente rítmico en la entrada de mi útero.
Estaba muy adentro, muy profundo, y el calor abrasador de su gruesa y palpitante verga me llevaba al límite de lo que podía concebir… Susurré lo mejor que pude
«No aguanto más».
Él respondió: «Yo tampoco, má».
«Acaba dentro mío, por favor», logré decir.
Y obediente cual caballero medieval firme con su lanza, propinó un par de embestidas bien profundas contra mi deseado útero, un gemido gutural escapó de sus labios, mientras que, en una erupción salvaje, un diluvio de semen caliente inundó mi interior, y sin decir nada más, acabé con él…
Una lucha de espasmos y estertores estallaba simultánea y continuamente, dos orgasmos fusionados en uno… devastadoramente intensos, entre los cuales aún podía sentir sus contracciones y el fluir de su semen dentro mío.
Ambos yacíamos allí, abotonados como animales, él encima de mí, yo sujetándolo con brazos y piernas mientras sentía el último goteo de su viscosa blancura dentro de mí.
Desperté del orgasmo devastador antes que él y comencé a acariciar con ternura su rostro, que yacía sobre mis pechos.
Mi pequeño, al que había bañado y cuidado como a mi propio hijo en su infancia, y que acababa de darme una paliza sexual como pocas que había experimentado, yacía como un caballero derrotado sobre mí.
Él levantó la mirada y nos miramos a los ojos, sus hermosos ojos verdes aún entrecerrados. Una ternura infinita me invadió, y acariciando su rostro con absoluto cariño, lo besé y rompí a llorar.
Él me abrazó, besándome, y se acurrucó contra mí, diciendo:
“te amo má, no llores que está todo bien”
Tras varios minutos de abrazos, y una vez calmada, fui al baño. Sentada en el inodoro observaba cómo un hilo de semen espeso colgaba de mi sexo, goteando dentro continua e implacablemente. Parecía que no iba a terminar nunca. Mi bebé me había llenado por completo.
Sentía las paredes de mi vulva palpitaban sin cesar, producto del fragor de la batalla.
Me lavé y volví a la habitación. No sabía qué hora era, pero temía que mi hijo volviera y nos encontrara así, desnudos. No había explicación posible.
Nahuel se levantó para ir al baño.
De camino, me dio un sonoro beso en la boca y una palmada juguetona en el trasero, y luego siguió su camino como si nada hubiera pasado.
Miré la hora; eran las 2:30 de la madrugada. No era tan tarde como pensaba; tal vez aún quedaba un poco más de tiempo.
Me acosté en la cama y regresó. Se sentó en el borde, mirándome con una sonrisa.
Ese muchacho es tan hermoso, y esa sonrisa que derriba paredes es un arma poderosamente sexy. Lo miré fijamente, tratando de comprender la locura de lo que había hecho.
Sonriendo, extendió la mano, agarrándome el tobillo, y comenzó a masajearme suavemente el pie. Me gustó; era increíblemente placentero.
Acerqué mi otra pierna y él comenzó a masajearme ambos pies con las manos, recorriendo hábilmente la planta y los dedos.
Lo miré y le dije:
«Sigue, cariño, es lo que necesito».
Después de un rato, me levanté y me senté en su regazo. Me abrazó, y lo miré de cerca, tomando su rostro entre mis manos, y le dije:
«Sabes que lo que hicimos estuvo mal, ¿verdad? ¿Que ambos podríamos tener problemas, y que una amistad de años y un matrimonio podrían arruinarse en un segundo?».
Me miró sonriendo, escuchando todo lo que decía. De repente se puso serio y me respondió:
“Mamá, este sentimiento que siento por ti lleva años. Siempre fantaseaba con tenerte, con abrazarte y besarte. Cada vez que nos agarrabas para besarnos juguetonamente como siempre, tenía que ocultar mi erección después.
Siempre me maravillabas, hasta que te vi desnuda frente al espejo la otra tarde… fue entonces cuando me di cuenta de que de verdad te amo”.
Lo miré sin saber qué decir. Siempre lo había amado, pero como madre, y ahora mis sentimientos estaban patas arriba.
Todavía lo amaba, pero también lo deseaba, lo amaba como hombre…
Menudo quilombo en el qué estaba parada.
Bajé la vista un segundo y me reí porque estaba sentada en su regazo, la misma situación, pero al revés de cómo había sido hacía doce o trece años, cuando él era pequeño.
Me vio reír y me besó. Obviamente, le devolví el beso y empezamos de nuevo.
Nuestras lenguas se entrelazaron en una danza rítmica, sus fuertes manos rodearon mi cintura y apretaban suavemente mis pechos. Sostuve su rostro entre mis manos mientras lo besaba, sintiendo que lo deseaba más que nunca.
Retirándome unos centímetros, lo miré y exclamé:
«Nahuel, no podes calentarme tanto, sos un desgraciado…»
Sonrió, se echó hacia atrás y cayó sobre la cama.
Moví la pierna hacia un lado y me senté a caballo sobre él, sin dejar de besarlo como si fuera la última vez, mi lengua buscando con avidez cada rincón de su boca por donde pudiera colarse.
Estaba completamente desencajada.
Noté que me dejaba hacer lo que quería, queriendo que tuviera el control, como si me permitiera dictar el resultado de nuestro próximo orgasmo.
Sentí sus dedos recorriendo mi espalda, deslizándose hasta mi trasero. Me ahuecó las nalgas con ambas manos, separándolas. Hábilmente, sus dedos índices se deslizaron por el valle de mi ano, explorando como si buscaran un tesoro codiciado, que, por supuesto, encontraron.
Rodearon el anillo venoso de mi ano, girando suavemente y aplicando la presión justa para hacerme suspirar con cada giro de sus dedos.
Intenté no distraerme para continuar mi tarea, pero él me lo impedía.
Besé su rostro, chupando sus lóbulos de las orejas y el cuello, mordisqueando frenéticamente todo a mi paso con mis labios. Lo oí gemir. Mordí suavemente los músculos de sus hombros con los dientes mientras mis dedos se arremolinaban alrededor de sus orejas.
Nuestros cuerpos ya sudaban, y el calor del deseo era palpable.
Sentí a su amigo moverse de nuevo cerca de mi vientre; era imposible no notarlo. Empecé a frotarme contra él, ayudándole a aumentar su erección. Pronto se sintió como un tubo carnal entre ambos.
Nahuel, jugueteando, de repente introdujo un dedo en mi ano, que ya estaba rendido.
Suspiré profundamente, una respiración cargada de deseo, y él me miró, preguntando:
«¿Duele?»
«No, mi amor… me gusta», respondí lo mejor que pude en un susurro.
Se rió y continuó, buscando con sus otros dedos el inicio de mis labios vaginales. Los separó meticulosamente con dos de ellos, y una vez abiertos, continuó por ese húmedo y ardiente valle carnoso hasta mi clítoris.
Mis suaves gemidos se transformaron en jadeos; era como una perra en celo, poseída y ansiosa.
No pude contenerme más. Me puse de pie y me subí a su pecho, colocando una rodilla a cada lado de sus hombros. Su rostro estaba frente a mis labios ardientes y abiertos.
Lo miré fijamente y dije:
«¡Desgraciado! Ahora me voy a correr en tu cara».
Lo agarré del pelo y hundí mi sexo en su boca, comenzando una especie de cabalgata frenética.
Sus labios, su lengua y su barbilla trazaron implacablemente el camino desde mi ano hasta mi clítoris, en un ida y vuelta sin freno.
Yo jadeaba con frenesí en un éxtasis intenso cuyo destino era el de un orgasmo demoledor, grité ahogadamente y me retorcí en un sinfín de contracciones, frotándome contra su rostro sin parar. Mis labios y mi vulva ardían de tanto rozarlo.
Le solté la cara, apoyando ambas manos contra la pared mientras él me sujetaba firmemente por la cintura.
Deslizó los brazos por debajo, agarrando mis muslos, y me di cuenta de que estaba a su merced una vez más, prisionera de su boca y sus deseos.
Aumenté el ritmo de mi roce contra su boca, mi clítoris chocando contra su nariz, y Nahuel, respondiendo a mis movimientos, retiró la piel de los lados de mi vulva con sus dedos, permitiendo que se abriera aún más. Abrió la boca todo lo que pudo y hundió su lengua en mi abertura vaginal.
Y allí, simplemente morí…
El clímax me golpeó en un torbellino de temblores y jadeos y me arrastró.
Quise gritar, pero no salió ningún sonido. Mis entrañas se convulsionaban en violentos espasmos mientras temblaba como una hoja.
Perdí por completo el control de mí misma.
Por primera vez en mi vida, me corrí en un squirt y empapé la cara de Nahuel con chorros imparables de flujo.
Sentí que mi corazón iba a estallar, pensé que moría.
Finalmente logré gritar, y fue liberador, entre sollozos y lágrimas, un rato después, llegó la calma del desenlace y pude volver en mí.
Todavía temblando, logré bajarme de Nahuel. Completamente empapado, me miró sonriendo como quien sabe que ha ganado la batalla.
Ese chico despierta en mí una ternura infinita. Su rostro era un cóctel de fluidos vaginales de todo tipo.
Me acerqué a él y, como una perra agradecida, comencé a pasarle la lengua por la cara en señal de aprobación por lo que había hecho.
Lamí hasta la última gota de mi propio fluido que él tenía.
Lo besé profundamente y le agradecí su caballerosidad al permitir que esta veterana mujer tuviera el mejor orgasmo de su vida.
Como siempre rió y me abrazó tiernamente.
Lo miré diciendo
“dame unos segundos que me reponga y voy por vos…”
Y me acosté sobre su pecho…
Ya repuesta luego de unos minutos de descanso, besé a Nahuel, lo mordía suave y observándolo muy de cerca, ante su atónita mirada, dije
“No tengo explicación alguna para todo esto Nahuel.
Pendejo no es posible que me gustes tanto casi hasta el límite de perder la conciencia.
Llevo casi veinte años al lado tuyo, criándote, bañándote, viéndote crecer, y en un par de días despertaste en mí algo desconocido que ya no se puede deshacer, que no tiene retorno.
Ya no sé cómo hacer para verte como un hijo “
“Yo voy a seguir queriéndote como siempre, como mi segunda má. Pero además voy a amarte como esa hermosa mujer que sos y que tanto deseo.”
Susurró suavemente… y me desarmó.
Lo acaricié con ternura y lo cubrí de besos: sus ojos, mejillas, boca, orejas; mis labios recorrieron su rostro con suavidad y pasión.
Mi respiración se había vuelto más profunda, sentía mi corazón acelerarse al ritmo de los besos y caricias, y nuestros cuerpos ya sudaban con el aroma del deseo, ese cóctel fatal de testosterona y estrógeno.
Sus manos me agarraron por la cintura y recorrieron lentamente mi espalda, llegando a mis nalgas y apretándolas con fuerza.
Nuestras piernas entrelazadas me permitieron presionar su ingle contra mi muslo, y apreté sin dudarlo, buscando con ansia su inmensidad fálica.
Ese magnífico ejemplar que me ha vuelto loca estos últimos días…
Lo sentí crecer y bajé deliberadamente una mano para empuñarlo como una espada victoriana. Recorrí su longitud con los dedos y, sujetándolo por la base, lo apreté con fuerza, sacudiéndolo de un lado a otro para que se llenara de sangre.
Su reacción no se hizo esperar; dejó escapar un gemido y su pene se infló.
Reí, le di un último beso y le dije:
«Mami tiene mucho trabajo por delante… pórtate bien».
Bajé por la senda del hueco entre sus pectorales, explorándolo con la boca y la lengua.
Estaba ardiendo de nuevo, pero quería alcanzar su orgasmo; era mi recompensa por todo ese esfuerzo.
Continué por su abdomen, pasando por su vello púbico casi lampiño, y llegué a la base de su pene.
Allí, su aroma lo impregnaba todo a mi alrededor, embriagándome hasta la locura.
Ese olor profundo y animal, típico de un semental joven y salvaje, esa mezcla de hormonas y profundo deseo encerrada en ese recipiente potente, palpitante y vívido.
Me incliné más cerca y, apretando su pene contra mi cara, inhalé profundamente, llenando mis pulmones hasta casi perder la noción. Repetí el acto varias veces seguidas y reuní fuerzas.
Con una mano, levanté su verga y le di un beso húmedo en los testículos.
Lo sentí gemir y enroscarse.
Al segundo intento, succioné con los labios, llevándome uno a la boca. Lo introduje, y con la lengua como si fuera un caramelo lo balanceé de un lado al otro.
Lo saco con suavidad, estirando su escroto…”chupp” se escuchó al escaparse, reí…
Levanto sus dos trofeos con la otra mano, dejando a la vista el ano y su carnoso perineo, respiro soplando adrede ese sector y acercando mi boca muerdo firmemente la naciente bajo sus testículos.
Su verga se hincha aún más endureciéndose y lo escucho decir
“ahhh maaa, me vas a matar, no doy más “
Río con ganas, por primera vez en la noche me siento empoderada y dueña de la situación. ¡Al fin! Jaja
Con mi lengua recorro todo el reverso de su interminable verga hasta su leve frenillo, él suspiraba en cada paso que yo daba.
Erguí mi cuerpo apoyándome en una de sus piernas y sin dejar de mirarlo, sumerjo su brilloso glande dentro de mi boca apretándolo con la lengua.
Fue un espectáculo sublime.
Sus ojos se pusieron en blanco, su cuerpo se contrajo y en un temblor, un quejido profundo y gutural escapó de su boca, como la bestia a la que le dan su última estocada.
Pensé, “voy por buen camino…”
Puse una mano sobre su abdomen y, sujetando su verga con la otra, comencé a mamarlo, lenta e inexorablemente.
Metí y saqué su glande de mi boca, mordiéndolo y apretándolo, explorando su abertura con la lengua, recorriendo cada pliegue con minucioso cuidado.
Sostuve ese tótem carnal firmemente en mi mano, masturbándolo al ritmo lento de la mamada.
El latido de su carne, en perfecto contrapunto, se sentía en la palma de mi mano, que recibía el calor que emanaba de tal fricción con cada succión.
Deliberadamente, todo se desarrollaba como una secuencia de una película antigua, lenta e inexorable hacia un final ya contado muchas veces.
Esa lentitud provocaba gemidos guturales en un tormento sin fin.
Sus músculos se tensaron, vi sus abdominales contraerse y un temblor se apoderó de su cuerpo.
El grosor de su palpitante miembro aumentó en mi mano, indicando que algo estaba a punto de suceder.
Mi lengua, en una danza casi medieval, dibujaba arabescos en la superficie de su glande.
En medio de este torbellino, oí una voz lejana:
«Mamá, no aguanto más…»
Y al instante, ocurrió lo inevitable…
El espasmo de su verga liberó un torrente cálido y espeso en mi boca. Supe del agrio sabor del amor urgente derramado entre mis labios.
Succioné con más fuerza, oyéndolo gritar mudamente entre temblores.
La segunda oleada llegó, igual de espesa, golpeando implacablemente el fondo de mi garganta, provocándome arcadas.
Tragué lo que pude, y sin esperar, llegó la tercera, llenándome la boca de nuevo y escapando por la comisura de mis labios, chorreándome como un niño con su helado de verano.
Retiré su inmensidad babosa de mi boca y me la froté en la cara, como una ofrenda al vencedor.
Quise sentirme dueña de toda su carga, exhibiéndola.
Mis ojos se llenaron de lágrimas de emoción.
En ese momento, la hembra madre sonrió, feliz de saber que era dueña de este joven potro.
Su pene, aun pleno de sangre y casi tan grande como antes, yacía tirado sobre su abdomen.
Al ver esa imagen, tardé un segundo en subirme encima de Nahuel y, tomándolo entre mis manos, lo coloqué en la entrada de mi vagina.
Aunque no estaba tan firme como antes, seguía pleno y deseable.
Empujé con fuerza, y él penetró de golpe.
Suspiré profundamente, volví a empujar con mi cuerpo y entró por completo. Grité…
Y en tres o cuatro embestidas salvajes, me corrí, así sin más… con Nahuel profundamente dentro de mí.
Nos quedamos tumbados uno encima del otro durante varios minutos en silencio; el momento parecía eterno, digno de un orgasmo épico y legendario.
Después de un rato, nos levantamos y decidí que nos ducháramos juntos. Era tarde y teníamos que darnos prisa antes de que Javier volviera de la disco.
Nos fuimos a dormir a nuestras respectivas habitaciones, no sin antes compartir un dulce y sonoro beso de despedida.
Como es costumbre desde hoy, al irme Nahuel me dio una sonora palmada en la cola al pasar, jaja.
Me acosté y, exhausta, me morí al quedándome dormida. Un latido constante era la vívida sensación en mi entrepierna…
Me desperté casi a media mañana del día siguiente, todavía cansada por la paliza de la noche anterior.
Los chicos parecían dos osos hibernando en su guarida, despatarrados en sus camas, roncando y oliendo igual que ellos.
Me preparé un mate con calma en la tranquilidad de la casa y oí la puerta. Ernesto venía a recogernos, había adelantado su llegada un día, me saluda con un beso.
Pensé… «Menos mal que no vino ayer…»
Pasamos el resto del día en la playa, los cuatro, jugando y riendo.
Lo pasamos genial, fuimos a nadar, y el ambiente en el grupo era maravillosamente bonito y relajado, pero… teníamos que volver.
En un momento dado, de pie frente a las olas, contemplando el mar, perdida en su inmensa tranquilidad. Vi a Ernesto acercarse a mi lado.
Me miró y, sonriendo, dijo:
«Estás radiante. Parece que el descanso te sentó bien…»
“Siii..!! “ dije
y una tímida sonrisa diabólica esbozo mi rostro inmutable.
Cargamos las cosas en el auto y comenzamos nuestro viaje de retorno.
Confieso que, durante todo el viaje, mi único pensamiento era intuir cómo iba a ser mi vida después de este fin de semana.
Que, sin dudarlo, me cambió para siempre…