Las convenciones de empresa son un invento yanqui, que desde hace años -probablemente con eso de la globalización- están de moda en España. Yo no he acabado nunca de entender muy bien por qué una corporación se gasta un montón de dinero en llevar a un grupo de directivos a un hotel, normalmente bueno, pagando transportes, comidas, etc. con un fruto normalmente escaso, si no inexistente.

Un jefe que tuve, ya jubilado, me dijo en una ocasión que lo que se pretendía con esas reuniones era más bien fomentar los contactos personales, y crear un «espíritu de equipo» entre hombres y mujeres normalmente separados por centenares de kilómetros, en las distintas delegaciones de la Compañía, además de «hacer una pausa» en mitad del ejercicio, para quemar algo de stress. Lo di por bueno porque, la verdad, no he encontrado ninguna otra justificación. En mi Empresa, se llamaba a esto «jornadas de x». Humorísticamente, decíamos «jamadas de x», porque comer, era a lo único a lo que parecíamos dedicarnos en serio.

Algunas personas que no han asistido nunca a uno de estos eventos, pueden pensar que son Sodoma y Gomorra, como alguna vez se ha visto en las películas americanas. Pues no. No hay muchachas en bikini, ni chica desnuda saliendo de una enorme tarta. ¡Hombre!, para algunos, estar en otra ciudad en la que nadie les conoce una serie de noches, separados de sus familias, representa una especie de paréntesis, en el que todo es posible…

Pero, no se crean. En primer lugar, entre compañeros de trabajo, nada de nada. Cada vez, afortunadamente, hay más mujeres en puestos directivos. Pero, normalmente, les cuesta mucho más que a los hombres conseguir uno de esos cargos -lo siento, no estoy de acuerdo y hago lo que puedo en contra de ello, pero hoy por hoy es así- con lo que, en la mayor parte de las ocasiones no son ningunas jovencitas, y muchas de ellas llegan a puestos de responsabilidad casadas y con varios hijos.

Luego, está el hecho de que no estás solo más tiempo que las horas de sueño. Todo se hace en grupo, y es prácticamente imposible «escaquearse», porque enseguida alguien te echa en falta. Así es que las ocasiones para «echar una canita al aire» son más bien escasas.

¡Bueno!. Algunas veces ocurren cosas. Como aquel directivo al que hace dos años un grupo de compañeros -Director General incluido- que volvíamos de un paseo después de la temprana cena, vimos subir a su habitación acompañado de una señorita espectacular… que evidentemente, no se parecía en nada a Matilde, su «santa».

O, hace seis -me lo contaron, porque yo aún no estaba en la Empresa-. Estuvieron buscando un buen rato al director de la delegación de N, hombre ya maduro, que no se había presentado a la hora convenida para tomar el autocar que les llevaría a cenar. Preocupados, después de llamar por teléfono inútilmente a su habitación, y de tocar en su puerta sin que hubiera respuesta, pensaron que habría sufrido un infarto. Un empleado de seguridad del hotel abrió con una llave maestra… para encontrarle en la bañera, muy bien acompañado de una directora de departamento -ligeramente ajada, pero todavía de buen ver- a la que nadie había echado aún de menos. Y el tema se saldó con una discreta dimisión de ambos -el D.G. es un hombre muy conservador, fervientemente religioso, al que horrorizan ésas cosas-.

En parte, estoy de acuerdo con él. No por razones morales, sino prácticas. Hay que separar claramente el trabajo de las cosas de la entrepierna. No son buenos para el ambiente laboral los «líos de faldas» -o «de pantalones»-.

Pero, al fin y a la postre, somos humanos, y la libido sigue siendo una parte muy importante de nuestros instintos. Y a veces, a pesar de todo, en esas convenciones pasan cosas…

¤ ¤ ¤

Marta era una de las contadas excepciones en mi Empresa a la regla de la edad y aspecto de las directivas que establecí antes. Tenía 28 años. Rubia trigueña, ojos de un azul muy claro, nariz recta, ligeramente respingona en la punta, lo que daba a sus facciones -siempre serias y formales- un aire un tanto pícaro. De boca jugosa, se formaban dos preciosos hoyitos en sus mejillas las raras veces que sonreía, que tentaban a besarlos.

Tenía el cuello estilizado, resaltado aún más por su habitual melena muy corta. Redondeados hombros, pechos firmes y altos, no exageradamente grandes, cintura estrecha, preciosas caderas y nalgas, y bonitas piernas -al menos hasta lo que dejaban ver las sempiternas faldas ligeramente por debajo de la rodilla, de sus sempiternos trajes de chaqueta grises-. Una preciosidad de mujer.

Pero no había llegado tan alto por su bonita cara, ni por haber meneado su redondo culito delante de nadie. Primera de su promoción, premio extraordinario fin de carrera -que había completado muy joven- el departamento de Recursos Humanos de mi Empresa la captó en la Universidad. Tuvo una carrera meteórica, facilitada al final por la jubilación del Director Central de Ventas, puesto que ahora ocupaba ella. Nadie dudó que era la más preparada para el cargo.

Soltera, no se le conocían hombres -ni mujeres, añadiré, por lo que después verán-. A ella no venía a buscarla jamás nadie a la oficina, y todos los días llegaba al trabajo y después salía, sola, en un caro deportivo rojo. Quién más, quién menos, casi todos los varones habíamos intentado algo con ella alguna vez. En mi caso, me cortó muy rápido, negándose a acompañarme a cenar, porque -dijo- tenía que preparar la presentación al D.G. del día siguiente. Y añadió, sin duda para desanimarme, que el resto de las noches también las tenía ocupadas.

Y, claro, los hombres somos como somos, y la apodaban «la Reina Virgen», debido a su erguida forma de caminar, y a lo otro. Los más cavernícolas, escocidos por las calabazas recibidas como respuesta a su proposición, extendieron la especie de que era lesbiana.

Estoy divagando, aunque hablar de Marta viene al caso.

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Este año, las «VIII Jamadas de X» se han celebrado en el Parador Nacional cercano a una determinada ciudad andaluza, cuyo nombre voy a omitir, para no dar demasiadas pistas.

Una de las cosas que más me repatean en ésos eventos, son los «grupos de trabajo», que tienen invariablemente lugar el penúltimo día. Se trata de proponer varios temas, por ejemplo «Estrategias para el Incremento de las Ventas». Luego, el D.G. nos distribuye en grupos -él sabrá con qué criterio- que deben desarrollar la cuestión propuesta por la tarde, para presentar las conclusiones en el plenario con que se cierran las Jornadas. Y eso, choca frontalmente con mi individualismo y mi pensamiento anárquico, que gusta más de cavilar sobre los problemas del trabajo en sitios insospechados, tales como la ducha. No puedo pensar a fecha y hora determinadas, lo siento.

Marta y yo fuimos designados para participar, con otros dos compañeros, en uno de esos grupos. Como siempre, Marta intervino poco, pero al final, sus aportaciones dieron ideas para más de la mitad del escrito que debíamos redactar. Insistí mucho en que fuera ella la encargada de presentar la ponencia al día siguiente, porque pensaba -y dije- que la mayor parte del mérito era suyo, y debía ser ella la que se «colgara la medalla». Y me lo agradeció con una de sus raras sonrisas, que me derritió hasta los tuétanos.

Esa noche, nos llevaron a cenar a una bodega. Había platos de jamón y queso como entrante, acompañados de muchas botellas de «fino» muy frío, que los camareros reponían en cuanto se vaciaban. Aunque la temperatura era más bien fresca allí dentro, todos llegamos sudando, y el «fino» entraba de miedo. Cuando me di cuenta, me había «ventilado» más de media botella en nada de tiempo.

Yo había maniobrado para sentarme al lado de Marta. Era muy difícil, porque normalmente había empujones a su alrededor a la hora de acomodarse, pero esa noche, extrañamente, había un asiento vacío a su lado. Y estuvimos charlando ella y yo durante todo el tiempo, siempre que la conversación se fragmentaba, como suele ocurrir en las mesas largas, con muchos comensales. Hablamos de trabajo, pero también de otras cosas. Era aficionada al teatro y a la música clásica. Practicaba esquí y natación. No había tenido tiempo, ocupada con su trabajo, para dedicarlo a buscar pareja.

Con el plato fuerte, cambiaron los vinos. Yo estaba algo embriagado, tengo que reconocerlo. No suelo beber -apenas un vaso de vino en las comidas, sólo agua en las cenas- pero me dije «¡qué diablos!; no tengo que conducir». Y el ambiente era muy agradable. Y estaba respirando el suave perfume de Marta… Así es que continué haciendo honor a los caldos. Y, recordando ahora, creo que ella no se quedó demasiado atrás.

Tengo el vago recuerdo de que en un determinado momento, bailé unas sevillanas -o algo así, porque yo no sé bailarlas- entre el enorme alborozo de la concurrencia. Y, aunque no lo tengo muy claro, creo que mi compañera de baile era Marta.

¤ ¤ ¤

Desperté con la boca seca, y un enorme dolor de cabeza. El teléfono estaba sonando -rutinariamente nos llamaban de recepción a las ocho para despertarnos-. Con los ojos cerrados, intenté encontrar el maldito aparato para silenciarlo… y mis manos se posaron sobre otro cuerpo que estaba tendido en la misma cama.

Instantáneamente despejado, abrí los ojos. ¡Marta, cubierta sólo con un conjunto de sujetador y braguita blancos, estaba acurrucada de espaldas, a mi lado!

Tomé a toda prisa el auricular, susurré «gracias», y lo colgué, tratando de que no se despertara, al menos hasta que yo consiguiera poner en orden las ideas en mi dolorida cabeza. Yo estaba vestido -es un decir- sólo con un slip. La ropa de ambos, desperdigada por toda la habitación. Y yo, ¡maldita sea!, no me acordaba de nada después de lo de las sevillanas.

Puse una mano en uno de sus hombros, y lo sacudí suavemente:

– Marta, preciosa, despierta…

Pero seguía profundamente dormida. Y yo no sabía qué hacer. Pensé en el ejecutivo encontrado en el baño, el consiguiente escándalo, la carrera de ambos cortada…

Me bajé de la cama, y empecé a recoger mi ropa. Su grito me sorprendió en la postura menos elegante posible: doblado por la cintura buscando mis calcetines, el culo vuelto hacia ella. Me lancé rápidamente a la cama, y le tapé la boca, mientras ella forcejeaba por desasirse:

– Por Dios, no grites, que no nos conviene a ninguno organizar un alboroto. Acabo de despertarme, no recuerdo nada, y estaba intentando marcharme, para no ponerte en una situación violenta -estaba claro por sus chillidos que ella también estaba sorprendida al verme en la habitación-.

Poco a poco cesó de debatirse, los ojos muy abiertos. Retiré la mano tentativamente de su boca, pero no volvió a gritar, sino que se tapó con la colcha hasta el cuello. Balbuceó:

– Tu… y yo… ¿Lo hemos…?. Y enrojeció hasta la raíz del cabello.

– Lamento infinito no acordarme de nada. -Y de veras lo lamentaba, sobre todo después de haberla visto casi desnuda-. Sólo sé que anoche me pasé un poco con la bebida, y que estaba contigo en la cama cuando sonó el teléfono.

– Yo tampoco recuerdo nada. Tengo conciencia de haber bebido de más, pero no sé cómo llegué a mi habitación.

Yo ya me estaba vistiendo rápidamente.

– Lo importante ahora es que nadie te vea en ésta situación. Hemos quedado a desayunar a las nueve menos cuarto, así es que vamos a vestirnos, y después, tiempo tendremos para comentar esto.

Afortunadamente, al salir se me ocurrió mirar el número que había en la puerta. Volví a entrar, sorprendiéndola con la colcha bajada, aún encarnada como un tomate. Se cubrió de nuevo a toda prisa.

– Lo siento, pero eres tú la que tendrá que cambiar de habitación. Esta es la mía.

En su confusión, mientras recogía las prendas dispersas por todas partes, no advirtió que yo estaba admirando su figura en ropa interior. Luego, se vistió rápidamente en el baño y salió, no sin antes mirar a ambos lados del pasillo.

¤ ¤ ¤

Por una vez, su presentación en el plenario fue un desastre. Intensamente ruborizada, balbuceaba a veces. Equivocó las cifras. Revolvía los papeles, intentando encontrar el gráfico… Todo el mundo se dio cuenta de que no era la segura Marta de otras veces.

En el descanso, me acerqué a ella. Pero fue imposible que habláramos, ya que no nos quedamos solos en ningún momento. Seguía evitando mis ojos. Y debía estarlo pasando aún peor que yo. A mí, cada sonrisa que me dirigían, me parecía socarrona. Y cada mirada fija, de complicidad. Esperaba que en cualquier momento, alguien se me acercara, y dijera aquello de «¡eh, pillín, cómo te lo pasaste anoche con Marta!». Pero eso no sucedió.

En la comida, las mesas se habían distribuido siguiendo la lista de los grupos del día anterior, por lo que nos tocó juntos. Pero ella claramente evitó sentarse a mi lado. Y, como no era cosa de tener nuestra explicación a gritos, seguimos sin poder comentar lo que a ambos nos preocupaba.

Cuando embarcamos en el avión que nos llevaría de vuelta a Barcelona, conseguí el asiento junto al suyo, en la parte de la fila que tiene sólo dos butacas. Después del despegue, momento en el que vuelven las conversaciones -no sé si habrán observado lo callado que está todo el mundo mientras el avión toma altura- me incliné sobre ella, no demasiado, por si había alguien mirando:

– Tenemos que hablar.

– No tenemos nada que decirnos.

– Pues yo, creo que si hay tema -respondí-. Mira, no creo que éste sea el momento. Si te parece, podemos ir directamente desde El Prat a la cafetería X -era sábado, y por tanto no teníamos que volver a la oficina-.

Dudó unos instantes.

– Bueno, creo que cuanto antes terminemos con esto, mejor. De acuerdo.

– ¿Tienes coche en el aeropuerto? -le pregunté-.

– No, iré en un taxi.

– Mucho mejor aún. Yo sí he dejado mi coche en el parking. Te llevo a tu casa, y podemos hablar por el camino.

Después de pensarlo unos instantes, finalmente asintió con la cabeza.

Afortunadamente, los vuelos nacionales son cortos. A pesar de mis intentos de entablar conversación, respondió con monosílabos, y la tensión era tremenda entre nosotros.

Al fin, nos encontramos sentados en mi coche. Mientras esperábamos la consabida fila de salida, ataqué el tema:

– Como ya te dije, no recuerdo nada de lo que pasó. Y quiero que sepas que, aunque me gustaría, no me creo con ningún derecho por ello a que sigamos viéndonos, si tú no lo deseas.

– Y no quiero -me cortó, rápida-.

– Pero -proseguí- hay algunas cosas que considerar.

Dudé unos instantes:

– ¿Podrías haberte quedado… embarazada?

Contestó muy bajito:

– Ya lo he pensado. Es… posible.

– No tienes que preocuparte por ello. Si al final esto… tiene alguna consecuencia, estoy dispuesto a hacer lo que me pidas. Y, por supuesto, me tendrás a tu lado, para lo que sea, en cualquier momento.

– Gracias. Pero no quiero nada de ti. Ya me las apañaré sola. ¡Qué vergüenza! -Se había tapado la cara con las manos-. Nunca me había puesto tan en evidencia.

– Mira, no lo tomes de ese modo -respondí yo-. Somos dos adultos. Lo que ha pasado entre nosotros es algo natural, a pesar de que ninguno lo haya hecho conscientemente.

Otra vez me interrumpió, enfadada:

– Fui yo la que no lo hizo conscientemente. -Casi gritaba-. ¡Tú te aprovechaste de mi estado!

– ¿De verdad crees eso? Lamento que tengas tan mala opinión de mí. Te juro por lo más sagrado que no recuerdo absolutamente nada de lo que pasó. Pero yo no soy el tipo de hombre capaz de valerse de la embriaguez de una chica para llevársela a la cama. ¿Tan difícil te resulta aceptar que te viniste conmigo de buen grado? -Vi que intentaba interrumpirme-. Espera, no quiero decir ahora que fuiste tú la que me provocaste, ni mucho menos. Tampoco, que te metieras en mi cama a propósito. Simplemente, que nos retiramos juntos de la fiesta y, embriagados como estábamos, terminamos acostándonos en mi habitación, y…

Me callé a media frase. Acababa de ocurrírseme algo. Pero no sabía cómo hacer la pregunta. Paré en el arcén y me volví hacia ella.

– Oye. ¿Has encontrado…?. Bueno… ¿Has observado…?. -Me decidí-. ¿Había «restos» en tu ropa o en tu cuerpo?

Su cara no podía estar más roja, pero me miró, iluminados los ojos.

– No. Mis… -titubeó- braguitas estaban limpias.

– ¿A ver si, después de todo esto, va a resultar que dormimos fraternalmente en la misma cama, sin tocarnos siquiera?

Oí su risa aliviada. Pocas veces la había escuchado reír. Y era una maravilla.

– ¡Tienes razón! A pesar de todas las vueltas que le he dado, ni se me había ocurrido que tu no… Bueno, que tú y yo no… He dado por supuesto, que lo habíamos… hecho.

– Pues, ya ves. Ahora sólo tienes que hacer como si nada de esto hubiera sucedido. Y te doy mi palabra de que jamás lo contaré a nadie.

Arranqué de nuevo.

– No me has dicho dónde vives.

Ella me dio la dirección, y me indicó como llegar.

Durante el resto del camino, cedida la tensión, pudimos conversar animadamente de las anécdotas de ésos días. Y, al final, nos reímos con nuestro encuentro en la cama.

– ¡Si te hubieras visto la cara cuando te levantaste, mientras yo gritaba!

– ¡Pues anda, que la tuya, tapada hasta las cejas!

Puso una cara de picardía, y me dijo:

– Por cierto, estás muy «sexy» en calzoncillos.

– Tú estás preciosa en ropa interior -le seguí el juego-. Eres muy bonita, tanto vestida como desnuda.

Yo tenía la boca seca. Ella se puso seria:

– No he sido muy amable contigo. Te di un «corte» cuando me propusiste salir a cenar. Pensé que eras uno más de los «moscones» que siempre tengo alrededor. Y eres distinto. No me tratas con condescendencia, como los compañeros, que es algo que no puedo soportar. No intentaste presionarme. Y me has dejado tiempo para pensarlo antes de volver a pedírmelo.

– Pues, eso tiene solución. Si no tienes otro plan, podemos cenar juntos esta noche.

– ¡Para! Es ése portal de ahí. Tengo que cambiarme de ropa, es sólo un momento…

«¡Albricias!. Ha aceptado».

– ¿Te espero en el coche?

No pude evitar que el tono fuera suplicante. Dudó unos instantes. Luego se decidió.

– No, sube. Después de lo que ha pasado, sería ridículo dejarte aquí.

Su apartamento era tan pulcro y ordenado como ella misma. Estaba decorado con muy buen gusto, fundamentalmente con muebles modernos. Pero había también algunas antigüedades, aquí y allá. Y cuadros de firma.

La ayudé a meter las maletas en su dormitorio. Tan bien decorado como el resto, y muy femenino.

– Por favor, sírvete una copa mientras me ducho y me cambio. Estaré lista enseguida.

Abrí una botella de refresco -nada de alcohol, me dije- y me dediqué a curiosear su biblioteca, y su extensa colección de CD’s de música. Muchos de ellos, clásicos y óperas. Pero, también había música actual. En cuanto los libros, tocaban casi todos los temas. Bastantes de teoría económica, y temas empresariales. Más de la mitad, historia, filosofía, ensayos, novelas y poesía.

Poco tiempo después, sentí sus pasos tras de mí. Me volví, y me quedé estupefacto. En lugar del vestido formal que yo esperaba, se había puesto una camiseta con el logotipo de una marca de teléfonos, y unos pantalones amplios, claramente muy usados, que le llegaban a media pantorrilla. Mi confusión se tornó rápidamente en otra cosa, cuando le oí decir:

– Oye, yo no tengo muchas ganas de salir, después del viaje. Si no te importa, puedo hacer unos bistecs y una ensalada, y cenamos aquí. ¡Pero nada de vino! -me señalaba con un dedo cómicamente admonitorio-.

Noté un cierto cosquilleo en el bajo vientre.

– Prometido. Nada de vino -dije yo con una mano alzada-.

Pero descorchó una botella de un magnífico Rioja, y sirvió dos copas con la carne. Eso sí, los dos bebimos con mucha moderación.

La cena transcurrió muy agradablemente. Creo que conseguí bastante bien disimular la turbación que me producía su compañía, en la intimidad de su casa, su maravilloso olor a Marta -no sé describirlo de otro modo- su cara, por fin casi permanentemente sonriente, sus ojos chispeantes, y su boca. Me estaba volviendo loco.

En un momento determinado, le confesé que siempre estaba buscando la ocasión de estar a su lado. Que era muy especial para mí, y que quería seguir viéndola fuera del trabajo. Me reveló que el asiento libre a su lado en la bodega, lo había reservado, diciéndole a varios compañeros que estaba ocupado, hasta que llegué yo.

Todas las cosas buenas tienen un final. Y después de rehusar el postre que me ofreció, y tras dos tazas de café sentados los dos en uno de sus sofás -no, gracias, no quiero ningún licor- vi en un reloj de pared que eran más de las dos de la mañana, y decidí que no había que forzar la situación. Que esta chica no era para mí sólo «un polvo», y ahora habría otras noches, y quizá…

Me levanté, muy formal:

– Creo que ya va siendo hora de que me retire. Lo he pasado maravillosamente contigo. Yo… sólo te pido que permitas que continúe nuestra amistad. Y gracias por todo.

Le di un casto beso en cada mejilla. Estaba ruborizada, y tenía los ojos muy brillantes. Me siguió hasta la puerta, pero no hizo intención de abrirla.

Hubo un largo silencio, pero ella no se movía. ¡Qué diablos! Me decidí:

– Oye, no tengo sueño. Si no te molesto, podría quedarme un rato más. Y quizá… podemos abrir unas botellas de «fino».

Estaba con la mirada baja y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Puse mis manos en sus mejillas, le alcé la cara y la besé interminablemente. Su boca sabía a gloria. Y su lengua, que finalmente me entregó, era miel en la mía.

Luego, la abracé. Ella pasó sus brazos en torno a mi cuello, nuestras mejillas en contacto. Quería ir muy despacio. Temía su rechazo, y que aquel abrazo fuera el último. Sentí su voz decir muy quedo en mí oído:

– Esta vez quiero estar sobria, para recordarlo todo cuando nos despertemos.

Y ya no hubo dudas ni temores. Y mis manos encontraron sus pechos, sueltos bajo la camiseta. Y acariciaron sus pezones, que se endurecieron entre mis dedos. Y las suyas levantaron los faldones de mi camisa, y se posaron en mi espalda.

Nos dirigimos a su dormitorio. Nos tendimos sobre su cama, y otra vez, nuestras manos. Las mías que la desnudaron muy lentamente, y recorrieron todo su cuerpo, disfrutando el tacto de la sedosa suavidad de su piel. Las suyas, impacientes, que me ayudaron a despojarme de mi ropa, para después tomar mi virilidad en ellas.

Luego, los ojos. Los míos, que recorrieron aquélla maravilla de feminidad, expuesta sólo para ellos. Los suyos, muy brillantes, llenos de promesas de gozo.

Y, finalmente las bocas. Mi lengua lamiendo su cuello, sus hombros, sus pechos, su vientre, sus muslos, para finalmente, hallar la húmeda suavidad de su vulva, perdiéndose en sus pliegues, rodeando su clítoris. La suya, mordiendo suavemente mis hombros, mis tetillas, mis caderas, para luego saborear mi falo excitado.

Después, sus piernas en torno a mi cintura, mi pene moviéndose muy lentamente dentro de ella, para conseguir parar el tiempo, y hacer durar una eternidad nuestro abrazo. Y nuestros alientos entrecortados, mezclados entre los labios unidos.

Luego, la maravillosa sensación de estar dando y recibiendo un infinito placer, mi semen depositado en el interior de su vientre, convulso por un intenso orgasmo.

Y a la mañana siguiente, nuestros cuerpos, otra vez hambrientos el uno del otro, su sexo alzado para recibirme dentro de ella; y de nuevo, la emoción de ser uno, mientras nos recorrían los espasmos de un profundo clímax compartido, el placer de cada uno incrementado hasta el paroxismo por el deleite del otro…

¤ ¤ ¤

Marta parece estar floreciendo día a día, desde aquel sábado. Ahora sonríe continuamente. La semana siguiente, en el Comité de Dirección, provocó la estupefacción general, al aparecer con un primaveral vestido estampado, por encima de la rodilla, que resaltaba su maravillosa figura, y su piel tostada por el sol.

Los compañeros lo han advertido -he oído comentarios en la cafetería- pero no saben a qué atribuirlo, porque ella insiste en mantener en secreto nuestra relación por el momento. Yo quisiera publicarlo en el tablón de anuncios, en letras bien grandes, para que todos se enteren. Hemos vuelto a hacer el amor todos los días desde entonces. Y, a pesar de que incluso hemos dormido juntos varias noches completas, al día siguiente llegamos siempre separados a trabajar, los dos muy formalitos en nuestros coches.

Esta mañana me llamó por la línea privada, en la que no pueden escuchar nuestras respectivas secretarias.

– Hola, soy Marta. -La noté preocupada-.

– Hola, preciosa. ¿En qué puedo ayudarte? ¿Tienes algún problema etílico? -es nuestra broma más repetida-.

– Yo… Verás, a pesar de todo parece que aquella noche debí quitarme las braguitas en algún momento. Es que… Bueno, estoy embarazada.

Me quedé callado, con la boca abierta. ¡Caramba!, uno no tiene preparada la frase para responder cuando le dicen de sopetón que va a ser padre. Estúpidamente, pensé en lo inconsecuente de atribuir su estado a la noche de autos, cuando todas las siguientes habían tenido, al menos, dos ocasiones de quedarse encinta.

El silencio debió prolongarse demasiado, y seguramente lo interpretó mal. Colgó.

Le di el susto de su vida a mi secretaria, cuando salí en tromba, estrellando la puerta contra la pared, y provoqué la curiosidad de todos los que se cruzaron conmigo en los pasillos, que recorrí a la carrera.

Alcancé a Marta saliendo de su despacho, muy seria.

La abracé por la cintura, levantándola en vilo y besándola en la boca, ante los ojos desorbitados de todo el personal de su Departamento…

Como decía al principio, a veces pasan cosas…

No sé qué dirá de esto el D.G. cuando se entere, que se enterará.

Sinceramente, me importa un pimiento.