Castigada en la oficina
Son las once menos cinco, como casi todas las mañanas D. Adolfo asoma su asquerosa cara por la puerta y dice:
– Mónica quiero un café y rápido.
Acto seguido se vuelve a meter en su despacho. Las miradas furtivas, las risitas y los comentarios de mis compañeros, me hacen ponerme roja pese a que ya debería estar acostumbrada.
No pierdo el tiempo, me levanto y preparo rápidamente un café con leche como sé que le gustan a D. Adolfo. Con él en una bandeja me dirijo a su puerta. Noto las miradas de todos clavarse en mi trasero. Es algo voluminoso y el jefe me obliga a vestir una minifalda muy ajustada y cortita. También llevo una blusa semitransparente suelta por fuera de la falda y con varios botones desabrochados que permiten ver buena parte de mis tetas. Los pezones se marcan inevitablemente a través de la fina tela. Para completar mi atuendo calzo unas sandalias de tacón que consisten nada más en dos tiritas de cuero, una a la altura del nacimiento de los dedos y la otra a medio empeine. El pelo lo llevo muy corto desde la semana pasada . Por supuesto, las uñas de los pies y de las manos están perfectamente pintadas de color rojo, ambas muy bien recortadas. De la ropa interior no os hablo porque no llevo.
Llamo a la puerta con dos discretos golpes de nudillos y espero pacientemente hasta que al cabo de unos dos minutos que a mí se me antojan horas, oigo que dicen:
– Adelante.
Abro la puerta con una mano mientras con la otra sostengo la bandeja con la taza de café.
– Da usted su permiso D. Adolfo.
Él se encuentra sentado tras su mesa con su enorme barriga flotando sobre sus piernas.
– Pasa, pasa. Mucho has tardado, te estás volviendo perezosa. Así te estás poniendo de gorda.
– Perdón, D. Adolfo.
– Déjate de disculpas y dame ese café, que no tenemos todo el día.
Rodeo la mesa y me arrodillo delante de él, que se ha girado y queda de cara a mí. Con la mirada baja estiro los brazos y le ofrezco la taza sobre la bandeja. La coge y yo, sin necesidad de que me indique nada más, deposito la bandeja a un lado y con mucho cuidado le bajo la bragueta.
– Con su permiso D. Adolfo.
Sin esperar respuesta, saco su polla, que está totalmente fláccida, y me la introduzco en la boca. Inmediatamente retiro las manos y las coloco entrelazadas a mi espalda. Como siempre huele mal y sabe peor, este cerdo no debe lavarse nunca y a saber donde la mete por las noches, por cómo sabe en el culo de un cerdo. Una vez dentro de mi boca comienzo a saborear su polla como si fuese un caramelo. Pese a su estado relajado es grande, muy oscura, blanda, caliente y, por lo que he podido apreciar antes de tragármela, al retirar el prepucio, tiene restos blanquecinos alrededor de la punta del capullo, decididamente es un guarro.
Tras un buen rato «paladeando» y jugando con la lengua, comienza a ganar tamaño. Cuando está ya semierecta inicio un movimiento de mete y saca de mi boca. Por fin, tras sus buenos veinte minutos y cuando ya me duele la lengua del cansancio, alcanza todo su tamaño, que no es poco. Sólo me trago la mitad aproximadamente, pero de repente él que hace rato se ha terminado el café, se recuesta sobre el respaldo de su sillón para ponerse más cómodo y ofrecer mejor su instrumento, a la par que con ambas manos me agarra del pelo y comienza a empujar mi cabeza arriba y abajo haciéndomela tragar entera. Las arcadas comienzan inmediatamente, al tocar el fondo de la garganta, y me hacen saltar las lágrimas.
– Si te tengo que volver a ayudar no te vas a poder sentar en una semana.
Sé que su amenaza es muy real, de modo que comienzo un frenético subir y bajar de cabeza. En cada movimiento me introduzco entero su cipote y a continuación me lo saco haciendo succión con los carrillos y depositando finalmente un beso y un lengüetazo en la punta, antes de volver a metérmelo entero. Cuando llego al final, el reflejo de vómito es terrible. Me lloran los ojos. La incómoda postura, mantenida ya durante cerca de media hora, al tremendo asco que me dio al principio hasta que limpié y tragué toda la porquería que llevaba, y al calor que hace allí, me hacen sentirme muy mal, con el cuerpo revuelto y mareada.
De repente, casi sin previo aviso, comienza descargar en mi garganta. En cuanto lo noto me la meto a fondo, aplastando literalmente mi cara contra su tripa, los pelos de su pubis metidos en las narices, hasta que termina y me lo trago todo. Pasado un rato le escucho decir:
– No ha estado mal, pero tienes que esforzarte más, te cansas en seguida. Si la próxima vez no te empleas más a fondo te vas a enterar.
No puedo contestarle bien porque tengo su polla metida hasta el esófago.
– Permmfdommmf, mmmf, fonm Afolfof.
– Deja ya de tragar glotona, que te vas a poner hecha un vaca. Levántate y sal a trabajar, so vaga.
– Inmediatamente D. Adolfo, siempre a su servicio, lo que usted mande D. Adolfo.
Al salir, mi cara no puede estar más roja. Todos saben o sospechan lo que he estado haciendo todo este rato. Por si alguno tuviera dudas, el carmín de mis labios y el rímel totalmente corridos, y mi pelo alborotado por los agarrones, son prueba irrefutable.
Me voy a los servicios a lavarme la boca y retocarme el maquillaje y los labios. Allí, mirándome al espejo, recapacito sobre mi situación y no puedo evitar el comenzar a llorar. Mirándome al espejo pienso en voz alta:
– Si hubiera sido más lista y no me hubiera dejado pillar.
Pero a continuación el sentimiento de culpa hace mella.
– Perdóname, Adolfo, yo no quería engañarte, yo sólo te quería a ti. ¡¿Cuándo va a terminar esto?!.
Y es que me veo obligada a trabajar de secretaria para todo de mi propio marido, tratada peor que una esclava, como castigo por haberle sido infiel. Llevo ya seis meses y me quedan otros tantos.
Encima, lo peor del día aún no ha llegado. Esta tarde, cuando lleguemos a casa me hará limpiarlo todo, en especial los suelos, de rodillas, mientras él descansa viendo la tele y tomándose el cubata que me hará prepararle. Para acabar la jornada, después de cenar él, que yo ayunaré, me hará ponerme en pelotas y me dará una buena ración de correazos, – para que duermas caliente, cariño.